Читать книгу El gato canoso - Leonardo Killian - Страница 6
Encuentro
ОглавлениеTu vida va a ser larga –me dijo la gitana–. Veo plata y una mujer rubia, musitó. Me sostenía la mano con dulzura, como quien mira a su hijito lastimado con una astilla y sin consuelo. Yo, a mi vez, observaba su cara arrugada y oscura con ojeras verdosas, y entreveradas con el pañuelo, unas largas y encanecidas trenzas. Levantó la mirada y levantó la voz, me miró a los ojos y soltó: Hoy se tuerce el camino.
Ninguno bajó la mirada y hubo un silencio pesado.
A nuestro lado la gente pasaba y a nadie parecían llamarle la atención nuestros gestos que, por otra parte, hacía siglos que se repetían.
No quise ofender a la dama, pero tuve que esforzarme por no reír. Reír de amargura, claro. Hacía ya cuatro meses que me había mal separado. Separación que produjo un mes más tarde que me echaran del banco donde había trabajado más de veinticinco años. Cuatro meses donde, además de perder a mi mujer y mi trabajo, me resigné a vivir en pensiones de mala muerte.
A los cincuenta años me había vuelto alcohólico, mis amigos me esquivaban como a un leproso. Estaba solo, a punto de ingresar en la miseria y la bruja me profetizaba una larga y esperanzada vida.
Saqué unas monedas del bolsillo y se las di de mala gana. Para mí el juego estaba terminado. Me las recibió de peor forma, entre sorprendida y ofendida. Levantó el puño y, con un gesto teatral las tiró a la calle, indignada.
Di media vuelta y me fui.
La noche se acercaba y una niebla espesa empezaba a pegotearme la ropa. Corrientes entonces me pareció una calle sucia y deteriorada, como los dientes de la vieja, que seguía insultando a mis espaldas.
Caminé unas cuadras y me di cuenta de que no tenía a dónde ir, ni apuro por llegar a ningún lado. Nunca, en estos meses terribles había sentido tal sensación de vacío.
La vidriera del Imperio me devolvía una imagen melancólica; me vi pálido y flaco, avejentado, como si despertara de un sueño. Me costó reconocerme y al acercarme al vidrio dudando de lo que veía, la vi.
Como en una película donde el foco cambia de personaje, mi mirada me atravesó para verla. Estaba sentada justo detrás, con los libros y el diario sobre la mesa, con la misma mirada serena y atenta que, allá por los primeros 70, había conocido tan bien.
No sé por qué, ni para qué. No sé si entré por curiosidad o por desesperación, pero allí estaba, sentado frente a Ana después de veinte años.
Me dejé convidar tostadas, café y cigarrillos que me eran ofrecidos como latigazos. Mi ánimo pasaba sucesivamente de la angustia a la vergüenza y de la decepción a la calentura.
Ana era ahora una mujer firme y decidida. A los cuarenta y siete, cirugía y gimnasia mediante, se la veía radiante. Aquella pálida trotsquista de brazos raquíticos que yo recordaba agitando una bandera roja y puteando a la cana entre los gases, era ahora una empresaria que facturaba bla bla. Y que merchandising más bla bla.
A medida que la escuchaba sentía más y más ganas de morder esos pezones que, aunque falsos, intuía generosos, y que me apuntaban descaradamente. Hacía tanto tiempo que no tenía contacto carnal con una mujer o algo que se le pareciera que, mientras escuchaba a esa absoluta desconocida sentí el viejo impulso juvenil (evidente contradicción) y al fauno que desplegaba sus legiones.
Llevaba más de media hora de penosa escucha y me sentía mareado y aburrido, humillado y pisoteado por tanto éxito.
De pronto, como si se hubiera percatado de mi presencia y con gesto interesado me preguntó si seguía fumando en pipa ese tabaco turco de olor tan asqueroso. Sorprendido, le contesté que en mi vida había fumado nada más que cigarrillos de chocolate. Obviamente me confundía y se confundía. Esto apagó mi ardiente deseo con un fustazo certero.
Miró su reloj y con fingida sorpresa me espetó una retahíla de: médico, sauna, terapia, abogado, colegio de los chicos, que hicieron el efecto de una lluvia torrencial largamente esperada.
Voy para Palermo ¿Te acerco?
No, voy para Belgrano, mentí.
Nos vemos otro día, mintió.
Te llamo, mentí yo.
Me quedé en la mesa mirándola caminar por la vereda, meterse en un taxi y perderse en la bruma.
Durante años había idealizado a la rusa. Ana era en mi fantasía la mujer ideal, una intelectual luchadora que yo había dado por muerta o encarcelada en los años negros. Esta imagen siempre se había colado entre Patricia y yo como una ortiga venenosa.
La verdadera Ana se había revelado fría y cínica. Aquella que mi memoria embellecía ni siquiera me recordaba bien y terminó asesinando su recuerdo en este encuentro fugaz, en una charla absurda.
No sabía si reír o llorar y cerré los ojos mientras repasaba la situación. Al abrirlos miré su silla vacía y, apoyado en el respaldo, su bolsito. Era de esos de cuero artesanal y colgaba olvidado e indefenso.
Rompí en mil pedacitos la servilleta donde había anotado su número y tomé el bolsito con el gesto natural del ladrón furtivo. Había una revista de yoga, algunos papeles que me parecieron recetas y un monedero de cuero. Tenía exactamente siete mil pesos, trescientos dólares y algunas monedas, una banelco y dos llaves.
Guardé el dinero en mi bolsillo y dejé el resto en el bolso que quedó en el respaldo de la silla esperando vanamente a su dueña.
Salí a la brumosa y húmeda noche. Caminé rápido las cuatro o cinco cuadras hasta la plaza y sonreí para mí cuando la vi. La vi de lejos, pero era inconfundible.
Estaba hablando con una parejita adolescente que amagaba con escaparse hasta que al fin la dejaron entre gritos y aspavientos.
Sentada bajo el farol, parecía esperar mi llegada mientras se acomodaba una chalina de enormes flecos con una dignidad que se me antojó de una nobleza de viejo linaje.
No se levantó y sólo extendió la mano. Mano donde dejé hasta el último billete y que ella hizo desaparecer entre sus enormes tetas con un gesto tan antiguo como su raza.
No me dijo ni le dije nada. La saludé con la cabeza y me volví a la noche.
Hacía mucho tiempo que no cantaba con tantas ganas.