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Capítulo I

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En el que un chancho es rescatado y conocemos a nuestros héroes, los que reciben un extraño llamado del destino. O de su jefe, que viene a ser la misma cosa, francamente.

AÑO 2181, SIGLO XXII

En otro lugar del tiempo, durante una noche oscura, de una oscuridad apenas más pálida por la luna media. En medio del silencio del bosque se filtraba sutilmente el imperceptible crepitar de la hojarasca. Un hombre y una mujer, enfundados en trajes que parecían estar hechos de la misma oscuridad, se deslizaban sigilosos, procurando pasar lo más desapercibido posible. Habían conseguido eludir la seguridad robotizada de la planta de producción, pero siempre era probable que hubiera patrullas humanas recorriendo los alrededores. La mujer se movía con una mezcla de cautela y gracia que daba gusto observar. Se desplazaba entre árbol y árbol con la naturalidad de una bailarina que ha entrenado muchos años para este momento. Por su parte, el hombre avanzaba como uno de esos malabaristas de circo que siempre están a punto de botar el cuarto plato que lanzan al aire, pero finalmente nunca botan nada. No llevaba platos; en cambio llevaba un chancho.

—¡Brooohiiink!

—Shhh. Tápalo. Tápale la boca.

—¿Ah?

—Así —la mujer tomó la mano de su compañero y la puso a la fuerza contra el hocico del porcino, quien rápidamente intentó hacer merienda del guante del muchacho.

—¡Auch! Me mordió.

—Merecido te lo tienes. Trátalo con más cuidado.

—Pero si es un chanch…

—Es un animal. ¡Y un animal especial, además!

—Yo todavía no veo qué tiene de especial este chancho… En mi época la carne de cerdo era de lo más común.

Lidia hizo una pausa para mirar a su compañero. Ninguno de los dos cumplía aún los veinte años. Ahí terminaban sus similitudes. Si bien ambos eran pelirrojos, lo eran de maneras distintas. Aún bajo la escasa luz que proveía la luna, Lidia podría llegar a pasar por una rubia cobriza. Mondrian, en cambio, no podría pasar por nada menos que una zanahoria atómica. En el rostro de Lidia, tanto como en sus movimientos pulidos y elegantes, había reflejada una alegría profunda e intensa, como si su cuerpo apenas pudiera contener el gusto por lo que estaba haciendo. Mondrian parecía más indiferente a todo.

—¿Qué pasa?

—Nada, vamos. Y trátalo con más cuidado ¿sí? Tiene sentimientos y le duele si le haces daño.

A Lidia a veces se le olvidaba que, a pesar de tener casi la misma edad, Mondrian había nacido unos dos mil quinientos años antes que ella. No lo conocía tanto, pero todos los crononautas conocían la historia de Mondrian Modric, el niño del pasado que había quedado abandonado en el futuro.

—Comienza el conteo. Enciende los motores de extracción. Aquí vamos —dijo Lidia a la computadora de la nave.

Ajustaron los controles de gravedad de sus trajes, de lo contrario el desplazamiento de la nave por el flujo temporal los pondría a rebotar contra las paredes hasta hacerlos papilla en un santiamén. Podían sentir como, a medida que los motores de extracción temporal empezaban a acumular la energía necesaria para dejar al siglo XXII y dar el salto de vuelta al siglo XXXVI, la crononave entera vibraba, envolviéndolos lentamente en un arrullo que a Lidia le parecía fantástico. Le habían contado que cuando era niña no podía dormirse si no era en los brazos de su padre, mientras este corría por la casa con ella al hombro; y que cuando él no estaba, su madre la sentaba en el asiento del copiloto de su transportador y el vaivén del motor al partir tenía el mismo efecto. Quizás por eso era que se sentía tan a gusto dentro de una crononave. Cada viaje, cada salto en el tiempo la llevaba de vuelta a esa sensación de hogar y protección. Y además, podía conocer otras eras, ver paisajes y personas de las que solo había leído. Le encantaba su trabajo.

—Me carga viajar en el tiempo —reclamó Mondrian.

—¿Y eso por qué? —Lidia quiso profundizar.

—Eh…

Mondrian no dijo palabra. Se dio cuenta de que, una vez más, había pensado en voz alta. No tenía muchos argumentos, pero era cierto: no le gustaba viajar en el tiempo. Tras la desaparición de su padre, hacía casi diez años ya, se había quedado solo en el mundo, en un mundo donde no conocía a nadie, y donde su disposición genética lo volvía una persona excepcional: era casi el único de los crononautas que no sufría efectos secundarios tras el salto temporal. Todos o, bueno, casi todos sus compañeros se pasaban las primeras veinticuatro horas desde el arribo a una nueva época bajo cuidados intensivos, deshidratados y desorientados a más no poder. Era por eso que las crononaves venían equipadas con cámaras de descompresión y sistemas de asistencia vital, sistemas que Mondrian apenas había visto, y que no podría dibujar o describir muy bien si alguien se lo pidiera. Pero claro, Mondrian Modric contaba con la ventaja de ser el hijo del célebre Aaron Modric, inventor del proceso de viaje en el tiempo.

Pensó en su madre, en los recuerdos que le quedaban de ella. No podía viajar en el tiempo y por eso Mondrian recordaba mejor que nada sus abrazos, como tenazas de una tibieza perfecta de la que uno no quiere salir jamás. Abrazos que se deshacían con la suavidad con la que se desmigaja el pan más exquisito recién salido de un horno. Ella lo miraba después desde la ventana, cuando él ya iba camino a uno de los viajes con su padre, en caminatas que siempre le resultaban frías, sin importar la época del año. Y cuando ya no la veía empezaban los temblores y vibraciones, y en unos minutos se encontraba viajando en el tiempo.

—No sé… —dijo Mondrian retomando la idea—. ¿Los mareos? La sensación de que estás a punto de vomitar pero no pasa nada. Y después la vuelta, apenas al minuto después de haber salido.

Lidia lo miró ocultando su impaciencia ante la mentira evidente de su compañero. Todos sabían que a Modric no le pasaban esas cosas. Así como todos sabían que, del resto de los reclutas, ella era la única que tampoco sufría con los saltos, pero que en su caso esto era una cuestión de esfuerzo. Ni bien sus genes habían dado positivo para el viaje en el tiempo, Lidia se había inscrito en la academia para ser una de los crononautas. Tras pasar la mayor parte de su infancia entrando y saliendo de pabellones operatorios y salas de hospital, todo lo que quería era ver el mundo, en todas sus épocas, por todos sus rincones, en todas sus intensidades. Tenía una extraña enfermedad autoinmune, para la que la ciencia del siglo XXXVI apenas había conseguido elaborar la promesa de una remisión, como si su cuerpo no pudiera contener tanto ímpetu de vivir. Tanto así que se había tomado las operaciones y exámenes como una forma de entrenamiento, para así alcanzar tal control sobre su sistema nervioso que un simple salto en el tiempo no la afectara mayormente. Como todos, sí, ni bien aterrizaba en una nueva época sentía el impulso de dejarse caer y desmayarse por un día entero; pero se había prometido no pasar nunca más una noche en una cama de hospital, aunque fuera en la camilla de una nave. En cada misión procuraba atender y asegurarse de que sus compañeros estuvieran bien, que quedaran cómodos y que no les faltara nada durante el proceso de recuperación. Le gustaba hacer eso, prevenir el dolor de los demás, o al menos hacer que este fuera un proceso más amable.

Mondrian y Lidia formaban una pareja atípica. Era extraño que los hubieran designado como compañeros, pues el sentido común dictaba que ellos, los agentes con la mejor resistencia a los efectos secundarios del viaje, tenían que viajar acompañando a los más inexpertos y vulnerables, para así proveerles asistencia y protección. Las misiones simples o de extracción más urgente las solía realizar Mondrian solo. No era muy bueno para cuidar de los demás, por una mezcla de torpeza y poca práctica, que lo hacía ocupar un lugar indefinido dentro de los viajeros del tiempo.

Los crononautas, auténticos antropólogos de lo imposible, formaban parte de una organización dedicada a la Navegación Astro Ultra y Trans Astral, más conocida como NAUTA. Esta organización había sido fundada el año 3014 por Max Arcadio, filántropo humanista cuyo principal interés era rescatar lo mejor de la humanidad con miras a acelerar los avances que esta pudiera dar a futuro. Dentro de esta organización, los crononautas eran los encargados de recorrer el pasado en busca de elementos claves o significativos para la evolución de la especie humana. Como el chancho que ahora compartía la crononave con Lidia y Mondrian, por ejemplo.

Apenas la nave comenzó a estremecerse con los temblores propios del despegue y el pliegue espacio temporal, Lidia le inyectó un calmante al animal, que cayó rendido con la sonrisa propia de un chancho feliz.

—Míralo, qué ternura —dijo Lidia, quien prefirió obviar el último comentario de su compañero. No tenía caso ponerse a pelear o sacarle en cara nada, sobre todo cuando la misión estaba por terminar. Acomodó al animal en un corral especialmente dispuesto para garantizar que el cerdito tuviera los más dulces sueños.

—Hmmm —respondió Mondrian.

—¿Qué? Pensé que te gustaban los chanchos.

—Me gustaba comerlos, que es bien distinto.

—No puedo creer que alguna vez el ser humano creyó tenía que alimentarse de otros seres vivos.

—Y no solo alimentarnos: nos vestíamos, lavábamos el pelo, los usábamos para hacer almohadas… como con los sintéticos ahora. Había plantas productoras con millones de chanchos como este.

—Bueno, este es el último —dijo Lidia enfática.

—¿Ah?

—Eso es lo que tiene de importante y especial, Modric. Ese chancho, que está durmiendo allá atrás, es el último animal de la humanidad criado para consumo en masa.

Mondrian miró al porcino con un nuevo respeto. Saberlo así, tan solo en el mundo y en el tiempo, le confería una cierta majestuosidad. Este no era cualquier chancho sino un verdadero sobreviviente.

De pronto, el chancho dejó escapar un gas. De inmediato se activaron los agentes descontaminantes y en un instante Lidia estaba apagando y reconfigurándolos.

—Pero, Lidia, ¡el olor es insoportable!

—No podemos arriesgarnos a hacerle daño. Sus parásitos y nuestros parásitos pueden ser completamente incompatibles y por querer desinfectarlo podríamos incluso llegar a matarlo. Tenemos que preservarlo de la mejor manera posible para su estudio. Además, tenemos que devolverlo después.

Parte de la declaración de principios de los NAUTA incluía alterar lo menos posible el ambiente que visitaran. Se decía que la idea original de Max Arcadio era recuperar los artefactos más preciados de la humanidad, para así construir una especie de arca que recopilara lo mejor de nuestra civilización. Aunque había otras voces que decían que el aspecto del salto evolutivo era lo más importante de la visión de Arcadio. Aun siete siglos después de su muerte, las palabras del fundador eran discutidas como si fueran escrituras sagradas.

Y había opiniones de todos los tipos.

Pero si no en sus dichos, al menos la historia había sido bien clara en cuanto al fruto de sus acciones: hoy por hoy los NAUTA eran una organización bien estructurada, con distintas ramas dedicadas específicamente a documentar una dimensión de la experiencia vital. Estaban los psiconautas, encargados de explorar los confines más remotos de la mente humana, acostumbrados a coquetear con la locura, enamorarla y dejarla esperando en el altar. Los ficcionautas exploraban todos los mundos posibles creados por el ser humano, algunos de los cuales a su vez contenían infinitos mundos dentro de sí; utilizaban motores tecnodiegéticos para entrar en los grandes clásicos de la literatura o en la perversa lógica de las películas de bajo presupuesto y habitar sus mundos en búsqueda de los mejores exponentes de la imaginación humana, viviendo aventuras solitarias y a la vez extremadamente intensas. En contraste, los tecnonautas se encerraban por horas en sus laboratorios, deconstruyendo los grandes logros tecnológicos del pasado para poder crear las teorías del futuro; sus viajes solían llevarlos a territorios microscópicos, donde una mota de polvo era una galaxia y donde el micrón o el armstrong suponían grandes distancias. Los oníronautas eran los héroes que habían consagrado su vida al sueño y los misterios del inconsciente humano. Se estima que un oníronauta duerme, por lo mínimo, tres cuartas partes de su vida, teniendo sueños que duran, muchas veces, más de una vida entera. Y claro, estaban también los crononautas, encargados de los viajes temporales, como Mondrian y Lidia.

—Ya estamos casi —apuntó Lidia al sentir que las vibraciones cesaban y el ruido atronador del motor primario daba paso al burbujeo metálico de los motores de anclaje temporal.

—Perfecto —dijo Mondrian.

Un golpe seco les dio la bienvenida al Nautilus 3025, la gigantesca nave-ciudad que oficiaba de cuartel general de los NAUTA. Anclada en un intersticio fuera del continuo espacio tiempo, en permanente órbita en torno al planeta Tierra, era el lugar perfecto para que un grupo de antropólogos de lo imposible situara el punto de partida hacia todas las aventuras imaginables. La nave-ciudad había sido diseñada y construida bajo la supervisión del mismísimo Max Arcadio, y debía su nombre al más famoso de los submarinos exploradores de la ficción, y su número al año en el que había sido lanzada desde la Tierra hacia su posición actual, en lo que fue un día celebrado por muchos siglos como uno de los momentos más felices de la historia de la humanidad.

En el hangar los esperaba un equipo de descontaminación especial para el cerdo, que seguía durmiendo feliz, y un individuo cuya sonrisa parecía estar plastificada.

—Modric, Moreau —les dijo en tono formal.

Desde los días de la Academia que no escuchaban sus apellidos tan de cerca.

—Señor, voy camino a elaborar mi informe sobre el procedimiento de extracción —le respondió Lidia.

—Deje el protocolo de lado, Moreau. Podemos elaborar el informe con las estadísticas del piloto automático. Tengo órdenes prioritarias del coronel Wazikazi, quien requiere su presencia inmediata en la oficina.

Lidia y Mondrian se miraron. “De esto no iba a salir nada bueno” pensaron.

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