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Prólogo A 100 AÑOS DE LA REVOLUCIÓN RUSA

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La Revolución Rusa fue el acontecimiento político y social más importante del siglo XX; estableció los marcos geopolíticos mundiales dentro de los cuales transcurriría el resto del siglo. Hasta entonces, el ritmo de la sociedad venía marcado por la dinámica del capitalismo europeo en ascenso, por la ideología de su «deber civilizatorio» hacia el resto del mundo, y por su reparto colonialista del mismo, que terminó desembocando en la carnicería de la Primera Guerra Mundial. A partir de la revolución bolchevique, el rumbo de la humanidad se bifurcó. El capitalismo no sería más el único destino posible. El socialismo había surgido como modelo político, económico y social alternativo. Por el resto del siglo, todo, absolutamente todo, estaría cruzado por la disputa entre socialismo y capitalismo. El poder se disputó en revoluciones y guerras que recorrieron el mundo entero, la moral y los valores, los significados de la libertad y la democracia, los fines de la ciencia y la cultura, el propósito de la existencia humana, estuvieron en disputa entre esos dos paradigmas.

Para quienes luchan por un mundo más justo e igualitario, y especialmente para quienes lo hacemos desde la perspectiva marxista, la Revolución Rusa tiene un peso aún mayor. Materializó lo que era hasta entonces sólo un sueño esbozado por grandes visionarios y sostenido, de generación en generación, por una cofradía de revolucionarios perseguidos. En octubre de 1917, el sueño se hizo realidad. Los oprimidos se deshicieron de sus opresores, barrieron a un costado todo el aparato estatal represor, crearon sus propias instituciones de gobierno y tomaron el poder en sus manos. Aquello que decía Marx de que la revolución sería obra de los propios trabajadores, pegó un salto triunfal de la dimensión teórica al reino de lo tangible, de lo empíricamente observable.

Los primeros pasos del gobierno revolucionario destruyeron mito tras mito de lo que se consideraba imposible, infundieron de autoconfianza a los trabajadores del mundo y humillaron a los «posibilistas» de entonces. Se expropió a los grandes terratenientes y se repartió la tierra a los millones de campesinos que llevaban siglos sobreviviendo, de hambruna en hambruna. Se decretó el control obrero de la producción y la autodeterminación de las naciones oprimidas por el imperio ruso. Mientras en Inglaterra, Francia, Alemania y EEUU, las mujeres aún no tenían derecho a votar, en la Rusia obrera las mujeres conquistaron no solo el sufragio universal, sino también el acceso estatal y gratuito a los anticonceptivos y el aborto, y se inició la construcción de una red de guarderías, comedores y lavaderos comunitarios para facilitar la participación de las mujeres en el trabajo productivo y en la vida política y cultural.

Se erigió el régimen más democrático que la humanidad ha conocido. Obra de la creatividad de las masas movilizadas, los soviets, esos consejos de diputados-delegados elegidos en asambleas y permanentemente revocables, pusieron el poder, por primera y única vez en la historia, en manos de las masas trabajadoras, que pasaron a incidir directa y cotidianamente en las decisiones políticas, económicas y sociales.

Por todo esto la Revolución Rusa es, para los marxistas, el punto más alto al que ha llegado la humanidad en su historia y el modelo al que, incluso 100 años después, nos remontamos en busca de pistas que puedan ayudar a conquistar y construir la sociedad por la que luchamos.

Sin embargo, el efecto más profundo y extendido de la Revolución de Octubre fue el que actuó sobre la conciencia, y fue explosivo. En las cabezas de millones y millones en el mundo entero, la idea de una sociedad igualitaria, sin hambre ni miseria, que durante milenios había sido una utopía inalcanzable, dejó de serlo. En el imaginario social de los pueblos trabajadores, luchar para sacarse de encima a sus explotadores pasó a ser una posibilidad real, la revolución pasó a ser una opción viable para resolver los problemas del presente. Lamentablemente, la realidad que sustentaba ese imaginario duró poco. La Revolución Rusa fue estrangulada por una combinación de guerra civil, intervención imperialista, crisis económica y contrarrevolución interna. Pero no antes de dar una aguerrida y desesperada lucha por sobrevivir y expandirse por el mundo.

Al calor del triunfo bolchevique, una ola revolucionaria sin precedentes sacudió toda Europa y más allá:

«Asombra la lectura de los periódicos de esa época... Disturbios en París, disturbios en Lyon, revolución en Bélgica, revolución en Constantinopla, victoria de los soviets en Bulgaria, desórdenes en Copenhague. La verdad es que toda Europa se estremece de que existan soviets, clandestinos al menos, por todas partes —hasta en los mismos ejércitos aliados—, que todo es posible; todo». (Victor Serge, El año I de la Revolución Rusa).

Los bolcheviques no consideraban a la Revolución Rusa como un fenómeno nacional, sino como parte de una revolución mundial. Ataban el destino de la Rusia obrera a la expansión internacional de la revolución y no creían posible desarrollar el socialismo en su país atrasado, sin el triunfo del proletariado en los países más avanzados de Europa. De hecho, Lenin y Trotsky aseveraron que el mayor logro de la Revolución Rusa fue la fundación de la Tercera Internacional en 1919, herramienta con la que pretendían organizar la revolución mundial.

Ni bien asumieron el poder, los bolcheviques tuvieron que afrontar el colapso económico y la hambruna generados por la Primera Guerra Mundial; la pérdida de un extenso territorio, rico en tierra cultivable, minerales e industria, que debieron ceder a Alemania para acordar la paz; y una guerra civil provocada por los restos del régimen zarista depuesto y 400.000 tropas de 14 países capitalistas que invadieron para aplastar al insolente gobierno obrero. No obstante, los bolcheviques destinaron todos los recursos y los mejores cuadros de los que pudieron disponer a construir la Internacional y apuntalar las revoluciones en curso en Europa.

El gobierno soviético salió triunfante de la guerra civil, pero la revolución mundial fue derrotada. Tras el fracaso de la revolución alemana en 1923, la Rusia soviética quedó devastada y aislada, y en el año siguiente murió Lenin. Bajo esas circunstancias, Stalin encabezó la contrarrevolución burocrática que revirtió, una por una, todas las conquistas de Octubre y erigió un régimen totalitario que recreó todas las opresiones del viejo zarismo, pero manteniendo la fachada y el discurso del marxismo. Toda oposición fue sometida o reprimida y eventualmente eliminada. Trotsky, que había presidido el Soviet de Petrogrado, dirigido la insurrección de Octubre, creado y encabezado el Ejército Rojo que ganó la guerra civil, se puso a la cabeza de la Oposición de Izquierda que enfrentó, sin éxito, el ascenso de Stalin. La burocracia lo expulsó del Comité Central del partido en 1927, lo exilió a Almatý (Kazajistán) en 1928 y lo expulsó de la Unión Soviética en 1929.

Fue en su primer paradero de exilio, en la isla turca de Prinkipo, que Trotsky escribió su Historia de la Revolución Rusa. Por entonces comenzaba la campaña estalinista contra Trotsky. Para justificar su tiranía «socialista», Stalin reescribió la historia del Partido Bolchevique y de la Revolución Rusa e invirtió la teoría marxista de la revolución. El internacionalismo era reemplazado por la afirmación de que se podía construir el socialismo en un solo país, la independencia de clase del proletariado era abandonado a favor del Frente Popular con la burguesía y la revolución permanente por la revolución por etapas; el Partido Bolchevique era reinventado como un aparato monolítico conducido por un Lenin incuestionable e infalible. El papel modesto que jugó Stalin en la revolución tenía que ser agigantado para presentarlo como el heredero natural de Lenin, y el rol de Trotsky tenía que ser borrado o tergiversado. La teoría de la revolución permanente que había desarrollado Trotsky, que había sido adoptada por Lenin y reivindicada por la Revolución de Octubre, contradecía el modelo del socialismo en un país. La confluencia de Lenin y Trotsky en plena revolución contradecía el relato del partido monolítico. El estalinismo tenía que enterrar todo eso y comandaba una campaña mundial de infamia y calumnias inigualada en la historia, acusando a Trotsky de agente contrarrevolucionario.

Historia de la Revolución Rusa es, en primer lugar, una defensa de la verdadera historia del Partido Bolchevique y de la Revolución de Octubre. Es un arma pensada y forjada para la defensa del marxismo revolucionario que el estalinismo pretendía sepultar. En última instancia, la preservación y la transmisión a nuevas generaciones de las ideas, la experiencia y la estrategia revolucionaria del marxismo, es la causa a la que Trotsky se entregó —literalmente— hasta su último suspiro. Él mismo afirmaría que la tarea más importante que asumió en la vida fue la fundación de la Cuarta Internacional en 1938, ante la bancarrota de la burocratizada Tercera, que Stalin disolvería en 1943.

Historia es también una obra maestra de historia en sí. Entre las decenas de historias que se han publicado sobre la Revolución Rusa, la de Trotsky sobresale como la más integral e incisiva en sus análisis, tanto más por haber sido escrita por un protagonista de los hechos. Lejos de ofuscar la supuesta objetividad científica, el enfoque marxista y comprometido de Historia le brinda el filo y la profundidad que le faltan a otros relatos. Además, la obra goza de una irresistible narrativa emotiva y poética que permite leerla como una novela. La comprensión de la dinámica de la revolución la logra el autor, a menudo, con las descripciones más anecdóticas y detalladas de las experiencias de los personajes —tanto los líderes conocidos como los obreros, soldados y campesinos anónimos— que protagonizaron la revolución.

El biógrafo de Trotsky, Isaac Deutscher, describió este aspecto de Historia: «Nos hace palpar que aquí y ahora los hombres hacen su propia historia; y que la hacen de acuerdo a las “leyes de la historia”, pero también con acciones de su conciencia y su voluntad. De tales hombres, aunque sean analfabetos y toscos, tiene orgullo; y quiere que nosotros también les tengamos orgullo. La revolución es, para él, ese breve y valioso momento en el que los humildes oprimidos levantan su voz». (Isaac Deutscher, El profeta desterrado: Trotsky, 1920-1940)

La genialidad de Historia nace de su método dialéctico, de la habilidad con la que Trotsky relaciona los conflictos y contradicciones puntuales con el desarrollo general de la historia: la contradicción entre el atraso económico y la industria moderna, entre el gobierno provisional y los soviets; la presión de la guerra mundial sobre la burguesía, de los obreros y soldados sobre los soviets, de los campesinos sobre el gobierno provisional; la tensión entre la dirección del Partido Bolchevique y sus cuadros y militantes, entre unos dirigentes y otros; el autor teje cada trama en un mismo paño que revela el verdadero proceso revolucionario en movimiento.

El historiador y revolucionario argentino Milcíades Peña, aseveró que solo dos obras, para él, logran una íntegra comprensión dialéctica, «donde la realidad ha sido captada en su evolución, en sus contradicciones, en sus diversas fases cuantitativas y cualitativas. Esas obras son El capital de Marx e Historia de la Revolución Rusa de Trotsky». (Milcíades Peña, Introducción al pensamiento de Marx).

Historia contiene y afirma las fundamentales lecciones de la Revolución Rusa: que las revoluciones las hacen las masas trabajadoras, y que pueden triunfar únicamente si un partido revolucionario las logra dirigir hacia la conquista del poder.

Así lo ilustra Trotsky en el prólogo: «El rasgo característico más indiscutible de las revoluciones es la intervención directa de las masas en los acontecimientos históricos. En tiempos normales, el Estado, sea monárquico o democrático, está por encima de la nación; la historia corre a cargo de los especialistas de este oficio: los monarcas, los ministros, los burócratas, los parlamentarios, los periodistas. Pero en los momentos decisivos, cuando el orden establecido se hace insoportable para las masas, éstas rompen las barreras que las separan de la palestra política, derriban a sus representantes tradicionales y, con su intervención, crean un punto de partida para el nuevo régimen. (...) Sin una organización dirigente, la energía de las masas se disiparía, como se disipa el vapor no contenido en una caldera».

Estas lecciones fueron secuestradas durante décadas por el aparato contrarrevolucionario mundial del estalinismo, tanto más desde que su sicario, Ramón Mercader, logró asesinar a Trotsky en 1940 en México. Generación tras generación, las masas, inspiradas en el Octubre bolchevique, hicieron revoluciones que llegaron a expropiar a la burguesía en un tercio del mundo el siglo pasado. Pero el estalinismo, en nombre del socialismo «realmente existente», cumplió su pacto de coexistencia pacífica con el capitalismo imperialista, y frenó, desvió, abortó o aplastó a cada una.

Ese aparato contrarrevolucionario se derrumbó entre 1989 y 1991, liberando de sus ataduras a las enormes fuerzas revolucionarias de los pueblos del mundo. Contradictoriamente, al no surgir nuevas direcciones revolucionarias en la ex Unión Soviética, no se restauró allí la democracia socialista, sino el mercado capitalista; y apareció un nuevo obstáculo para los revolucionarios del mundo. Aquella vívida inspiración que el triunfo bolchevique había grabado en el imaginario social de las masas oprimidas se desvaneció ante la ofensiva neoliberal del imperialismo, que logró convencer a millones de que la historia había terminado, que el socialismo había fracasado y que no había sistema posible más allá del capitalismo. Nuevos procesos revolucionarios recorrieron el mundo; en América Latina protagonizamos nuestro Argentinazo, nuestras revoluciones bolivarianas y andinas contra el amo del norte. Pero predominó la idea de que al capitalismo no había con qué darle, de que había que limitar las luchas a los cambios «posibles».

Todo eso cambió con la crisis sistémica en la que entró el capitalismo mundial desde 2008. A partir de entonces, cada vez más, lo que está en tela de juicio, lo que parece fracasar, es el capitalismo. Entramos en una nueva etapa de polarización y revoluciones. Hemos visto a la Primavera Árabe derrocar dictadores que llevaban décadas al mando; vemos a indignados e independentistas poner al régimen monárquico español contra las cuerdas; vemos a pueblos que llevaban largos años dormitando, tomar las calles en EEUU, Europa y Asia; vemos recorrer en el mundo una nueva ola feminista. Todo está cuestionado. Necesitamos un nuevo Octubre que se instale en las cabezas de millones como inspiración y ejemplo a seguir, como lo hizo el de hace 100 años en Rusia.

Historia de la Revolución Rusa de Trotsky, que durante todos estos años resguardó celosamente la experiencia y las conclusiones de aquella gesta, multiplica su valor en esta etapa de crisis que atravesamos. Para los que militamos hoy con la convicción de transormar la barbarie capitalista en un mundo que valga la pena ser vivido, es una lectura imprescindible. En ella encontraremos unas cuantas lecciones útiles para comprender, no solo el pasado de nuestros antecesores, sino también nuestra propia realidad actual.

Los editores

Noviembre de 2018

Historia de la Revolución Rusa Tomo I

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