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Capítulo 1

La Casa del Espejo


Una cosa es segura: la gatita blanca no tuvo nada que ver con todo esto. Fue solo culpa de la gatita negra, pues durante el último cuarto de hora, Dina había estado bañando a la minina blanca (que por cierto lo soportó bastante bien); así que, como puedes ver, no es posible que haya tomado parte en esta travesura.

Esta es la manera en que Dina les lavaba la cara a sus crías: ponía una pata sobre la oreja de la pobre minina y luego le restregaba toda la cara con la otra, a contrapelo, empezando por la nariz. Y justo en este momento, como decía, estaba muy ocupada con la gatita blanca, que apenas se movía y hasta intentaba ronronear…, sin duda porque sentía que todo aquello era por su bien.

Pero el baño de la minina negra ya había terminado aquella tarde y entonces sucedió que, mientras Alicia estaba acurruca­da a un lado de la gran butaca, hablando consigo misma casi dormida, la gatita se había estado divirtiendo de lo lindo con el ovillo de lana que Alicia trataba de enrollar; lo había hecho rodar tanto de un lado para otro que se había desbaratado por completo; allí estaba, por toda la alfombra de la chimenea, vuelto nudos y marañas, mientras la gatita, en el medio, corría tras su propia cola.

—¡Ay, pero qué cosita tan traviesa! —exclamó Alicia atrapando a la minina y dándole un besito para hacerle entender que se había portado una manera vergonzosa—. ¡La verdad es que Dina debería haberte enseñado mejores modales! ¡Sí, Dina, sabes que así es! —añadió mirando con reproche a la vieja gata y hablándole con el tono más severo que podía usar.

Alicia se acomodó de nuevo en la butaca llevando consigo a la gatita y la lana para volver a enrollarla. Pero no avanzaba muy rápido, ya que no paraba de hablar, a veces con la minina y otras consigo misma. Kitty se ubicó con sigilo en su regazo jugando a observar el progreso del enrollado, y de vez en cuando extendía una patita y tocaba delicadamente el ovillo, como si quisiera ayudar a Alicia en su tarea, si pudiere.

—¿Sabes qué día es mañana, Kitty? —le preguntó Alicia—. Lo sabrías si te hubieras asomado a la ventana conmigo…; solo que como Dina te estaba aseando no pudiste. Estuve viendo cómo los chicos reunían leña para la fogata… ¡y se necesitan muchísimas ramas! Aunque hacía tanto frío y nevaba tanto que tuvieron que parar. No te preocupes, Kitty, mañana veremos la fogata.


En este punto, Alicia enrolló dos o tres veces la lana alrededor del cuello de la gatita, solo para ver cómo le quedaba; esto causó tal alboroto que el ovillo rodó por el suelo una vez más extendiéndose yardas y yardas.

—¿Sabes? Me enfadé muchísimo, Kitty —continuó Alicia tan pronto volvieron a ponerse cómodas—, cuando vi todas las travesuras que habías estado haciendo; ¡hasta estuve a punto de abrir la ventana y ponerte de patitas en la nieve! ¡Y te lo habrías merecido, linda picarona! ¿Qué vas a decir a eso? Ahora no me interrumpas —prosiguió Alicia, levantando el dedo—, ¡que voy a enumerarte todas tus faltas! Número uno: chillaste dos veces mientras Dina te bañaba la cara esta mañana; y ni se te ocurra negarlo, Kitty, ¡yo misma te oí! ¿Qué dijiste? —Alicia estaba haciendo como que la gatita decía algo—. ¿Que te metió la pata en un ojo? Bueno, eso es culpa tuya, por dejar los ojos abiertos… Si los hubieras cerrado bien, no habría pasado nada. ¡Ya no más excusas y escúchame bien! Número dos: ¡agarraste por la cola a Snowdrop tan pronto puse la leche en su plato! ¿Cómo?, ¿que tenías sed? ¿Y si ella también tenía sed? Bueno, aquí va la número tres: ¡desenrollaste un ovillo de lana entero cuando no estaba mirando!

»Son tres faltas, Kitty, y no has sido castigada por ninguna. Bien sabes que estoy reservando todos tus castigos para el miércoles de la próxima semana… ¡Imagina que reservaran todos mis castigos! —siguió hablando más consigo misma que con la minina—. ¿Qué no me harían a final de año? Supongo que me enviarían a prisión cuando llegara el momento. O si no, veamos…, imagina que el castigo fuese quedarme sin cenar; entonces cuando llegara el espantoso día, ¡me quedaría sin cenar cincuenta comidas! Bueno, quizá no me importaría tanto…; ¡preferiría eso a tener que comérmelas todas al tiempo!

»¿Oyes la nieve sobre el cristal de las ventanas, Kitty? ¡Qué sonido tan suave y bello! Como si estuvieran dándole besos a todo el cristal por fuera. Me pregunto si la nieve besa tan dulcemente a los árboles y a los campos porque los ama…, cubriéndolos luego, ya sabes, con su manto blanco para que estén calientitos; y tal vez les diga: “Vayan a dormir, queridos, hasta que regrese el verano”. Y cuando despiertan en verano se visten todos de verde y se ponen a bailar cada vez que sopla el viento… ¡Ay, qué lindo suena! —exclamó Alicia, dejando caer el ovillo para aplaudir—, ¡y cómo quisiera que fuese verdad! Estoy segura de que los bosques se ven adormilados en otoño, cuando las hojas se vuelven doradas.

»Kitty, ¿sabes jugar ajedrez? Ay, no sonrías, querida; te lo pregunto en serio. Porque cuando estábamos jugando hace un rato nos mirabas como si entendieras; y cuando dije “jaque”, ¡ronroneaste! Bueno, es que ese jaque me salió muy bien, y a decir verdad creo que habría ganado si no fuese por ese odioso caballero que avanzó zigzagueando por entre mis piezas. Kitty, querida, juguemos a que…

Y aquí desearía poder contarte al menos la mitad de las ideas que acompañaban la frase favorita de Alicia: “Jugue­mos a que…”. Tan solo el día anterior había tenido una larga discusión con su hermana por culpa de aquella frase; Alicia le había propuesto: “Juguemos a que éramos reyes y reinas”; y su hermana, a quien le gustaba ser muy precisa, le había alegado que era imposible hacerlo, pues solo podían jugar a ser dos, hasta que finalmente Alicia resolvió el asunto diciendo:

—Entonces tú puedes ser uno de ellos y yo seré todos los demás.

Y en otra ocasión, la vieja institutriz se dio un gran susto cuando Alicia le gritó de repente al oído:

—¡Nana! ¡Juguemos a que yo era una hiena hambrienta y tú un hueso!

Pero esto nos aparta del discurso que Alicia le estaba dando a la gatita:

—¡Juguemos a que tú eras la Reina Roja, Kitty! ¿Sabes? Creo que si te sentaras y cruzaras los brazos, te verías igualitica a ella. ¿Lo intentarías? ¡Di que sí!

Y Alicia tomó a la Reina Roja de encima de la mesa y la puso frente a la minina para que viera el modelo que debía imitar; sin embargo, la cosa no resultó bien sobre todo porque, según Alicia, Kitty no se cruzaba de brazos en la forma adecuada. Así que, como castigo, la alzó delante del espejo para que se diera cuenta de la expresión tan gruñona que tenía.

—Y si no te portas bien de inmediato —añadió—, te pasaré a través del cristal y te pondré en la Casa del Espejo. ¿Qué opinas de eso?

»Ahora, si prestas atención, Kitty, y no hablas demasiado, te contaré todas mis ideas sobre la Casa del Espejo. Primero, ahí está la sala que puedes ver al otro lado del espejo…, que es exactamente igual a nuestra sala, aunque con las cosas dispuestas al revés. Alcanzo a ver todo si me subo en una silla…; todo, menos la parte que está justo detrás de la chimenea. ¡Ay, cómo quisiera ver ese rinconcito! Me encantaría saber si allí también encienden el fuego en el invierno… La verdad es que no podemos saberlo: solo cuando nuestro fuego empieza a humear, en esa sala también sale humo…, pero es posible que esto sea un truco para que creamos que también hay un fuego encendido allí. Bueno, en cuanto a los libros, se parecen a los nuestros, pero con las palabras escritas al revés; lo sé porque cuando le he mostrado uno de nuestros libros al espejo, al otro lado veo uno de los suyos.

»¿Te gustaría vivir en la Casa del Espejo, Kitty? Me pregunto si te darían leche allí; aunque puede que la leche del espejo no sea saludable… Pero ¡mira, Kitty! Aquí está el corredor. Apenas se ve un poquito del corredor de la Casa del Espejo si se deja la puerta de nuestra sala bien abierta; y hasta donde se alcanza a ver se parece mucho a la nuestra, solo que, ya sabes, a lo mejor sea muy diferente más allá. ¡Ay, Kitty, qué lindo sería si pudiéramos entrar a la Casa del Espejo! ¡Estoy segura de que tiene cosas bellísimas! Juguemos a que había algún modo de atravesar el espejo; juguemos a que el cristal se había puesto blandito como si fuera una gasa para que pudiéramos pasar a través de él… Pero ¿qué pasa? ¡Se está convirtiendo en una especie de niebla justo ahora! Sería muy fácil atravesarlo…

Mientras decía esto, Alicia se había trepado en la repisa de la chimenea, casi sin saber cómo había llegado allí. En efecto, el cristal del espejo comenzaba a derretirse, semejando una bruma plateada y brillante.

De un momento a otro, Alicia atravesó el cristal y saltó ágilmente dentro de la sala del espejo. Lo primero que hizo fue comprobar si la chimenea estaba encendida, y tal fue su alegría al encontrar que un fuego ardía con tanto resplandor como el que había dejado tras de sí.

“Así que aquí estaré igual de abrigada que en el otro salón”, pensó Alicia, “más calientita, en realidad, porque aquí no van a regañarme por acercarme demasiado al fuego. ¡Ay, qué divertido será cuando me vean a través del espejo y no puedan alcanzarme!”.

Entonces comenzó a dar un vistazo alrededor y notó que lo que se podía vislumbrar desde la antigua sala era corriente y aburrido, pero todo lo demás era muy distinto. Por ejemplo, los cuadros de la pared junto a la chimenea parecían estar vivos e incluso el reloj que estaba sobre la repisa (es decir, al que solo se le puede ver la parte de atrás en el espejo) tenía la cara de un viejecito y le sonreía con gran simpatía.

“Esta sala no la mantienen tan ordenada como la otra”, pensó al ver que varias piezas del ajedrez se encontraban entre las cenizas del hogar; pero en un santiamén y con un “¡ah!” de sorpresa, Alicia se puso a gatas para mirarlas más de cerca: ¡las piezas del ajedrez estaban paseando por ahí de dos en dos!

—Aquí están el Rey Rojo y la Reina Roja —dijo Alicia en un susurro para no asustarlos—, y allá están el Rey Blanco y la Reina Blanca sentados sobre el borde de la pala… Allá van dos torres caminando del brazo… No creo que puedan oírme —continuó mientras se agachaba aún más—, y estoy casi segura de que no pueden verme. Siento como si de algún modo yo fuera invisible…

En ese momento, Alicia oyó unos chillidos que venían de la mesa detrás de ella y volvió la cabeza justo a tiempo para ver cómo uno de los peones blancos rodaba por la superficie y comenzaba a patalear. Sintió una enorme curiosidad por lo que sucedería, así que se quedó mirándolo.

—¡Es la voz de mi niña! —gritó la Reina Blanca al tiempo que se precipitaba en dirección al Rey, y le dio un empujón tan violento que este fue a dar de bruces contra las cenizas—. ¡Mi preciosa Lily! ¡Mi gatita imperial! —continuó, y se puso a trepar como loca por el parachispas de la chimenea.

—¡Pamplinas imperiales! —vociferó el Rey, frotándose la nariz, que se había lastimado al caer.

Por supuesto que tenía derecho a estar un poco enojado con la Reina, pues estaba cubierto de cenizas de pies a cabeza.

Alicia ansiaba ser de alguna ayuda, y como a la pobre Lily estaba a punto de darle un ataque de tanto llorar, tomó enseguida a la Reina y la puso en la mesa junto a su ruidosa hijita.

La Reina se sentó sin dejar de resoplar: el inesperado trayecto por los aires la había dejado sin aliento y durante uno o dos minutos no pudo hacer más que abrazar en silencio a su pequeña Lily. Tan pronto se recuperó un poco, le gritó al Rey Blanco, quien seguía sentado, muy enfurruñado, entre las cenizas:

—¡Cuidado con el volcán!

—¿Cuál volcán? —Quiso saber el Rey mirando con preocupación hacia la chimenea como si, para él, este fuera el lugar más propicio para encontrar uno.

—Me lanzó… por los aires… —jadeó la Reina, a quien aún le faltaba el aliento—. Intenta subir hasta aquí… de la forma usual… ¡No vayas a salir volando!

Alicia observó al Rey Blanco mientras este ascendía con lentitud y un enorme esfuerzo por las barras del parachispas, hasta que por fin dijo:

—¡Caramba! A ese ritmo va a tardar horas y horas en llegar a la mesa. ¿No sería mejor si le doy una mano?

Pero el Rey ignoró por completo la pregunta: era obvio que no podía ni oírla ni verla.

Entonces Alicia lo levantó muy delicadamente y lo trasladó mucho más despacio de como lo había hecho con la Reina, para no quitarle el aliento; pero antes de ponerlo sobre la mesa, creyó conveniente limpiarlo un poco, pues las cenizas lo cubrían de arriba abajo.

Más tarde Alicia diría que nunca en su vida había visto una mueca como la que hizo el Rey cuando advirtió que una mano invisible lo tenía suspendido en el aire y que además le sacudía el polvo. Pese a que estaba demasiado aturdido como para gritar, los ojos y la boca se le agrandaron y se le pusieron cada vez más redondos; a Alicia le dio tanta risa que su mano comenzó a temblar y estuvo a punto de dejarlo caer al suelo.

—¡Ay, por favor no ponga esa cara, querido! —exclamó olvidando que el Rey no podía oírla—. ¡Me está haciendo reír tanto que casi no puedo agarrarlo! ¡Y no abra así la boca que se le va a llenar de cenizas! Bueno…, parece que ya está bastante limpio —agregó mientras le alisaba el cabello y lo ubicaba en la mesa junto a la Reina.

Acto seguido, el Rey se dejó caer de espaldas y se quedó quieto; Alicia entonces se alarmó un poco por lo que había hecho y empezó a dar vueltas por la sala para ver si encontraba algo de agua para rociársela. Sin embargo, lo único que halló fue un frasco de tinta, y cuando volvió con este, notó que el Rey ya se había recobrado y que ahora él y la Reina, temerosos, hablaban en un tono tan bajo que Alicia apenas pudo oír lo que decían.

El Rey se lamentaba:

—¡Te aseguro, querida mía, que se me helaron hasta las puntas de los bigotes!

A lo que la Reina respondió:

—Tú no tienes bigotes.

—¡Nunca jamás olvidaré —continuó el Rey— el pavor que sentí en aquel momento!

—De hecho, lo olvidarás —declaró la Reina— si no redactas un memorando del incidente.

Alicia observó con gran interés cómo el Rey sacaba un enorme libro del bolsillo y comenzaba a escribir. De repente, una idea llegó a su mente y, sujetando el extremo del lápiz, que sobresalía por encima del hombro del Rey, se puso a escribir lo que ella quería.

El pobre Rey, perplejo y disgustado, luchó con el lápiz durante un buen rato sin decir nada; pero Alicia era demasiado fuerte para él y se rindió protestando:

—¡Querida mía! Voy a necesitar un lápiz más delgado. No puedo arreglármelas con este…; se pone a escribir toda clase de cosas que no tengo intención de…

—¿Qué clase de cosas? —interrumpió la Reina, examinando el libro (en el que Alicia había anotado: “El Caballero Blanco está deslizándose por el atizador de la chimenea. Apenas puede mantener el equilibrio”)—. ¡Este memorando no corresponde de ningún modo a tus sentimientos!

Había un libro sobre la mesa, cerca de Alicia, y mientras ella seguía prestándole atención al Rey Blanco (pues aún estaba un poco preocupada por él y tenía la tinta a la mano para arrojársela en caso de que volviera a desfallecer), comenzó a hojearlo para ver si lograba encontrar alguna parte que pudiera leer.

“… Parece estar escrito en un idioma que no conozco”, pensó.

Y el texto decía así:


Alicia le dio vueltas en la cabeza por unos minutos, hasta que al fin se le ocurrió una idea brillante:

—Pero ¡si es un libro del espejo! ¡Claro! Por eso, si lo pongo frente al espejo, las palabras se verán al derecho.

Y este fue el poema3 que leyó:

Escándrago4

Fogoneaba la tarde y los trompones ligerosos

por la vhacia iban escarifando, rotarando;

los papatorros se veían tan azurosos

y los tartos andaban solúfugos griflando.

Cuídate del Escándrago, ¡hijo mío!

¡Te atacará a dentelladas y te agarrará!

Huye del pájaro Trip Trip y evita todo lío

¡con el bulloso y frumioso Tarascán!

Empuñó entonces su espada puntífera

y por largo tiempo buscó a su oponente;

bajo el árbol Tum Tum, y su rama somnífera,

hizo una pausa para aclarar su mente.

Al sumirse en pensamientos gruñibundos,

el Escándrago, con la mirada en llamas,

cruzó silbando aquel bosque umbrifundo

¡y sin dejar de farfullar se aproximaba!

Un, dos, un, dos, ¡por todos los costados!

Tristrás, tristrás, ¡la espada aguijonante!

Así cayó el engendro…, y el hijo, sereno,

a casa volvió, cabeza en mano, galofante.

¿Y el Escándrago? ¿Lo has derrotado?

¡Ven a mis brazos, niño tan lúcido!

¡Oh, frabuloso día! ¡Viva, viva!

Festejaba el hijo con risoplidos de júbilo.

Fogoneaba la tarde y los trompones ligerosos

por la vhacia iban escarifando, rotarando;

los papatorros se veían tan azurosos

y los tartos andaban solúfugos griflando.

—Parece muy bonito —dijo Alicia cuando terminó de leer el poema—, ¡aunque es algo difícil de comprender!

Como ves, a Alicia no le gustaba reconocer, ni siquiera ante sí misma, que no podía descifrar el contenido del poema.

—Siento como si me llenara la cabeza de ideas, ¡solo que no logro precisar cuáles son! Aunque sé que alguien mató algo, eso está claro, al menos…

“Pero ¡ay!”, pensó Alicia dando un saltito repentino. “¡Si no me doy prisa tendré que volver por el espejo antes de haber visto cómo es el resto de la casa! ¡Démosle primero un vistazo al jardín!”.

En un instante salió de la sala y corrió escaleras abajo… Bueno, la verdad es que no corría: había inventado una nueva forma de bajar fácil y rápido, como se dijo Alicia a sí misma. Con solo apoyar la punta de los dedos sobre la baranda, flotó ligeramente hacia abajo sin siquiera tocar los escalones con los pies. Luego flotó por el vestíbulo y habría salido directo al jardín si no se hubiera quedado enganchada en la jamba de la puerta. Alicia comenzó a marearse de tanto flotar, así que se sintió aliviada al notar que volvía a caminar de manera natural.

3 N. del E.: Este poema, cuyo título original es “Jabberwocky”, es considerado uno de los mejores poemas sin sentido escritos en inglés. Muchas palabras usadas en el poema fueron inventadas por el propio autor o fueron combinaciones de palabras ya existentes.

4 N. de la T.: Jabberwocky en español se adaptó a la palabra Escándrago, por combinación de escándalo + dragón; se tomó en cuenta un equivalente a jabber, la naturaleza monstruosa de la criatura y su aspecto físico.

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