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I. LA VIDA DE LIBANIO 1
Libanio nació en el año 314 d. C, dos años, por tanto, después de la derrota de Magencio y la conversión de Constantino al cristianismo. Su familia pertenecía a la clase dirigente de Antioquía, si bien su padre perdió sus propiedades, dejándola, a su muerte, en una situación comprometida. Libanio encontró, sin embargo, un segundo padre en su tío materno, Fasganio, que no sólo asistió a la viuda en el cuidado y educación de los huérfanos, sino que hasta su muerte fue uno de los más devotos admiradores del orador. Aun así el círculo familiar de Libanio desempeñó un papel principal en la vida municipal de Antioquía. El orador, orgulloso de su origen y del poder e influencia de sus antepasados y parientes, eligió, por obra de una vocación muy temprana, la carrera de las letras, renunciando a las posibilidades que se le ofrecían en la administración imperial o en el consejo —la boulḗ— de Antioquía. Siguió, pues, el cami no de las letras griegas, para convertirse en un sofista, que en la época valía tanto por «orador» como por «profesor de retórica». Libanio considera necesario narrar con todo detalle el descubrimiento de esta vocación literaria, que acabaría en auténtica pasión, cuando apenas contaba quince años. Durante cinco años se consagró con ahínco, con la ayuda de un grammatistḗs, un maestro de primeras letras, al estudio de los clásicos griegos —los oradores, Aristófanes, Platón—, cuyas obras aprendía de memoria 2 . A los veintidós años, en el 336, sintió la necesidad de ir a estudiar a Atenas, centro entonces de la cultura griega. Con ello emprendía un camino sin retorno en la elección de su modo de vida. De allí volverá a Antioquía ya convertido en un sofista. Para subvenir a los gastos de su estancia en Atenas, su madre se vio obligada a vender las propiedades de la familia. Desde el año 336 al 340 permaneció en Atenas. La descripción de su etapa de estudiante en la ciudad de Teseo nos ofrece un vívido retrato de la vida académica de la época, con las encarnizadas y, a veces, brutales rivalidades entre escuelas, lo que le procuró algunos sinsabores. Al final de su estancia, sus capacidades intelectuales le habían procurado ya una cierta fama y recibió la oferta de ser nombrado profesor de la ciudad. Su nombramiento le atrajo inmediatamente los celos de los profesores rivales, que no pararon en sus maquinaciones y acosos hasta conseguir su renuncia en 340, año en que abandonó la ciudad. Después fue profesor durante tres años en Constantinopla, hasta que las insidias de sus enemigos, aliados con el procónsul, le obligaron a abandonar la ciudad para salvar la vida. Posteriormente aceptó una invitación del consejo de Nicea para establecerse en la ciudad como sofista. Poco permaneció en esta ciudad, ya que inmediatamente aceptó la invitación de Nicomedia, donde permaneció algún tiempo. Su estancia en Nicomedia, desde el 344 al 349, con una bien ganada fama ya de rétor excelente, parece haber sido uno de los períodos más felices de su vida, a juzgar por el cariño y la emoción con que se refiere en la Autobiografía a la ciudad y a sus habitantes. Fue en esta ciudad donde el futuro emperador Juliano entró en contacto con los escritos de Libanio, al que admiró sin límites y cuya enseñanza —no directa, ya que el trato con un pagano le estaba aún vedado— fue determinante para su obra literaria y de gobierno 3 .
En el año 349, y como resultado, sobre todo, del éxito obtenido con sus panegíricos dirigidos a los emperadores Constancio y Constante, fue llamado a Constantinopla, donde fue nombrado sofista oficial con un sueldo imperial. No permaneció mucho en la corte. Pronto empezó a maniobrar para obtener permiso del emperador a fin de dejar la ciudad. En el verano del 353 consiguió el ansiado permiso para pasar las vacaciones en su ciudad natal, Antioquía, a la que no había vuelto desde su partida. El relato del regreso a la ciudad es uno de los pasajes más emotivos y, quizás, sinceros de toda la Autobiografía. Aún así, debió volver a Constantinopla para iniciar las clases del nuevo curso. Pero a comienzos del año 354 lo encontramos de nuevo en Antioquía. El abandono de la cátedra imperial para establecerse definitivamente en Antioquía no debió de ser fácil. Libanio no es muy explícito sobre este punto. Adujo, sin duda, razones de mala salud; pero debemos imaginárnoslo también moviendo todas sus influencias y desplegando una frenética actividad epistolar para conseguir, de un lado, el ansiado permiso del emperador para abandonar Constantinopla y, de otro, influencias en Antioquía para ser nombrado sofista oficial y conseguir alumnos para su escuela. En 355 lo encontramos definitivamente instalado en su ciudad natal, que no abandonará ya nunca más. En esta época se inician las cartas que nos han llegado y que tanta información nos proporcionan sobre la vida de una ciudad en el Bajo Imperio.
No llegó Libanio a Antioquía en un buen momento político. El emperador Constancio estaba en Occidente ocupado en reprimir el intento del usurpador Magnencio. El gobierno de la pars Orientis había sido confiado al sobrino de Constancio, el César Galo, que lo ejercía de forma despótica y brutal. Galo estuvo implicado en el linchamiento del consular de Siria y permitió que los soldados mataran al prefecto pretoriano del Este Moncio. Pero, sobre todo, Galo chocó con el consejo de Antioquía, un punto este al que Libanio era particularmente sensible. El poder municipal entró a lo largo del siglo IV en claro declive ante la creciente centralización de la administración imperial. Libanio, miembro de familia curial, veía en ello no sólo una disminución efectiva de la autonomía municipal, sino también un signo más del debilitamiento de la cultura griega, una de cuyas instituciones centrales, la pólis, él creía aún reconocer en el autogobierno municipal 4 . Por ello, debió de considerar doblemente brutal la crisis que enfrentó a Galo con el consejo de Antioquía. Éste había fracasado en las medidas adoptadas para hacer frente a la hambruna. Galo no dudó en apresar a los miembros del consejo y en amenazar con la pena de muerte a sus miembros más sobresalientes. La crisis se resolvió con la destitución, primero, y la ejecución, después, de Galo. Pero el episodio puso una vez más en evidencia el progresivo declive de Antioquía, económicamente asfixiada por las guerras con Persia y las campañas de Mesopotamia 5 .
Conocemos muy detalladamente los primeros diez años de Libanio en Antioquía (del 354 al 364) gracias no sólo a su Autobiografía, sino, sobre todo, a sus cartas. El momento más brillante para Libanio fue el período del 354-64, que coincidió, en parte, con el reinado de Juliano como emperador —desde el 362— y la estancia de éste en la ciudad. En estos años Libanio creyó acariciar uno de los sueños de su vida, la resurrección del paganismo —lo que hay que entender, sobre todo, como la reactivación de la cultura griega—por intermediación de Juliano. Así se expresa exultante en la Autobiografía (caps. 119-32) sobre la realización de ese sueño: el resurgimiento de los viejos cultos —que él mismo reconoce que sólo, en algunos casos, los viejos recordaban—, la práctica de la adivinación, el florecimiento de la oratoria. Un sueño que duró muy poco. Pronto tuvo serios roces con el emperador, a causa de las diferencias de éste con el consejo de Antioquía —y, otra vez, por las dificultades creadas por la falta de abastecimiento— y por la creciente difusión del cristianismo entre sus conciudadanos.
A partir del año 356 las cartas de Libanio dejaron de publicarse. No nos ha llegado ninguna del período, prueba de las precauciones que el orador tomó frente a las maniobras de sus enemigos en la corte de los sucesores de Juliano, Joviano y Valente. Dependemos, en lo esencial, de los datos que nos da el propio Libanio en la Autobiografía: estancia de Valente en Antioquía (entre 370-77), motivada, quizás, por nuevas campañas contra Persia; el oscuro asunto de Teodoro, que acarreó un aluvión de denuncias y condenas por prácticas mágicas y de adivinación, y del que el propio Libanio escapó a duras penas. En el año 378 Valente murió en la batalla de Adrianópolis. No mucho después Libanio compuso un discurso (XXIV) dirigido a Teodosio en el que sostenía la tesis de que la derrota de Adrianópolis era un castigo de los dioses por haber quedado impunes los asesinos de Juliano. A partir del año 388 volvemos a tener cartas del orador, que nos permiten reconstruir mejor los últimos años de su vida.
Como la composición de la Autobiografía, tal como veremos, no es ya orgánicamente unitaria para este período, lo que leemos en ella es, más bien, una lista de acontecimientos que podemos conocer mejor gracias a las cartas y los discursos. En 382 debió de intervenir ante el comes Orientis Filagrio en defensa de los panaderos. En 383-384 recibió el nombramiento de prefecto pretoriano a título honorífico, lo que le procuró poder e influencia suficiente como para componer discursos con pretensiones de crítica y reforma social. En esta línea se inscriben los discursos escritos entre 384-385, durante el mandato de Icario como comes Orientis, con quien Libanio mantuvo una relación tornadiza. Otro tanto cabe decir de su relación con Cinegio, con quien mantuvo contactos corteses durante su estancia en Antioquía camino de Egipto, pero cuya política de destrucción de los templos paganos resultaba odiosa a Libanio. En general el reinado de Teodosio fue más benéfico para Libanio. Aunque cristiano, al punto que en 391-392 prohibió absolutamente los cultos paganos, Teodosio supo, sin embargo, aceptar los consejos de políticos e intelectuales paganos, amigos muchos de ellos de Libanio, al que acabó distinguiendo, como hemos visto, en el año 383 con el título de prefecto pretoriano honorario.
Uno de los episodios que más impresionaron a Libanio fue la Revuelta de las Estatuas del año 387. Un edicto imperial, exigiendo más impuestos a la población de Antioquía, desencadenó una revuelta que alcanzó el clímax con la destrucción de los retratos y esculturas que representaban a los miembros de la familia imperial. La ciudad entera se hizo rea del desacato, aguardando, despavorida, el castigo del emperador. Libanio hizo lo posible para dulcificar las consecuencias del acontecimiento. En abril del 388 el pagano Taciano sucedió al cristiano Cinegio como prefecto pretoriano, cargo en el que permaneció hasta el 392. Entre tanto, había perdido a su íntimo amigo, Olimpio. Todavía en 391 debió asistir al funeral de la mujer con la que había vivido muchos años y en 392 al de su amado hijo Cimón.
Pero, por esta fecha, Libanio estaba ya al borde de la muerte, como se desprende de las cartas de la época. Y, poco después, probablemente en el año 393, murió, tras unos últimos años infelices, en los que su querida ciudad había visto mermada su independencia, su otrora influyente familia había sido reducida a un papel insignificante y la autoridad moral y capacidad de mediación ante los poderosos que tuviera en otros tiempos, desatendidas o rechazadas.
También ensombreció su última vejez la situación de su hijo ilegítimo Cimón. Tuvo que hacer frente a las conspiraciones para desposeerlo de las propiedades que, con tantos trabajos, había conseguido legarle y, finalmente, como hemos visto, asistir a su muerte. En estos últimos años debió soportar ataques contra sus asistentes y defenderse, incluso, contra arteras acusaciones de traición. Sufría, además, de agudos ataques de gota. Y, sobre todo, tuvo que presenciar el triunfo del latín y del derecho romano sobre las «letras griegas», que él, continuando una tradición que se remontaba a Isócrates, había defendido como el modelo ideal de educación del ciudadano.
La imagen que Libanio da de sí mismo está muy lejos de ser atractiva para una sensibilidad moderna; y, sin em bargo, Libanio se siente afortunado de su larga vida como profesor, a pesar de las muchas enfermedades, reales o ficticias, que no le abandonaron jamás. A la temprana edad de veinte años sufrió un misterioso accidente, con ocasión de una tormenta, que le provocó dolores de cabeza intermitentes hasta los cincuenta años aproximadamente. No podemos decir más al respecto, si bien no falta quien cree ver en estos misteriosos achaques una pose de rétor influido por el modelo de vida valetudinaria del admirado e imitado Elio Arístides. Algunas de las enfermedades de que se queja entre los años 354 y 357 fueron más imaginarias que reales, un pretexto para obtener el permiso de abandonar Constantinopla y establecerse definitivamente en su amada Antioquía. Pero, aunque no falte una buena dosis de afectación en la mención de sus males físicos, su salud se fue deteriorando, sin duda, con el paso del tiempo. A partir del 364 comenzó a sufrir fuertes ataques de gota, que lo mantenían imposibilitado, a veces, durante largos períodos. Junto con la gota sus viejos dolores de cabeza se fueron agravando con vértigos, depresiones y crisis nerviosas que le ocasionaban ataques de pánico por el miedo a caerse y lo mantenían inmóvil en su casa. El componente neurótico, por decirlo en términos psiquiátricos, parece claro, si se tiene en cuenta que muchos de esos síntomas tan alarmantes mejoraron o desaparecieron cuando Libanio creyó descubrir que se debían al mal de ojo que sus enemigos le habían causado. Muy debilitado ya al final de su octogenaria vida y ciego desde el año 391, continuó sus trabajos de profesor y de orador hasta su muerte, acaecida probablemente en el año 393.
Con su mala salud de hierro, Libanio adaptó su vida a las exigencias de su trabajo: una vida tranquila, dedicada enfervorecida y, a veces, enfebrecidamente a la enseñanza y al estudio, lejos de toda actividad práctica, aunque en situaciones extremas, como la crisis de los panaderos (caps. 208-209), no vaciló en intervenir enérgicamente ante el comes Orientis, Filagrio, en defensa de quienes consideraba víctimas de una violencia injusta. A pesar de su origen noble, de la nobleza provinciana de Siria, jamás desempeñó cargo público alguno, gozando, eso sí, de las exenciones de las cargas curiales que su puesto de sofista oficial le procuraba. Como intelectual sensible, no podía soportar la vista de la sangre ni de la violencia, que le provocaban repugnancia física. Este apocamiento ante las manifestaciones de violencia física se convertía en auténtica agresividad, cuando sentía menoscabado su prestigio y dignidad. Hasta el mismo Juliano, su amigo y protector, hubo de soportar algunas críticas suyas (caps. 121-24). Un carácter sensible, inestable, ávido de elogios y afilado para la crítica de los enemigos, deseoso de reconocimiento público; suspicaz hasta la paranoia, cuando creía ser objeto de una conspiración o de un desaire 6 , pero también indulgente con sus adversarios (caps. 63, 64, 114, 115).
La vida de Libanio en fechas
314: Nace en Antioquía, en el seno de una familia curial, en el reinado de Licinio como emperador de Oriente, dos años después de la derrota de Magencio y la conversión de Constantino.
324: Huérfano de padre cuando contaba 10-11 años. Constantino, único emperador, funda Constantinopla y hace del cristianismo la religión oficial del estado.
328: Súbita y definitiva dedicación a la Retórica.
336-340: Estudios en Atenas. Muere Constantino (337) y sus hijos se dividen el imperio. Libanio queda sujeto a la autoridad de Constancio.
340-342: Sofista particular en Constantinopla. Éxitos y asechanzas de sus rivales.
342-343: Revueltas en Constantinopla (luchas entre arrianos y partidarios del credo de Nicea). Libanio es acusado de participar en las intrigas, cuando cuenta 28 años, y es expulsado de Constantinopla. Recibe una invitación, que acepta, para abrir una escuela en Nicea.
344-349: Sofista oficial de Nicomedia. Encuentro con el futuro emperador Juliano. Elogio de los emperadores Constancio y Constante, su primer discurso conservado (348). Los años de Nicomedia los recordará como los más felices de su vida.
349-353: Segunda estancia en Constantinopla, adonde es llamado por el emperador, seguramente por la fama que le proporcionaron los Panegíricos de los emperadores Constancio y Constante. Es nombrado sofista oficial con un sueldo del emperador. Disgustado con el ambiente de la capital, intenta regresar a Antioquía, que visita, emocionado, tras una ausencia de diecisiete años, en el verano del 353.
354: A los 40 años se establece definitivamente en Antioquía. Boda concertada con una prima que muere antes de la boda. Libanio toma una concubina de origen servil. Enfrentamiento con el César Galo, quien gobernaba en Oriente por ausencia de su tío Constancio, ocupado en Occidente con la usurpación de Magnencio. Galo había encontrado resistencia en el consejo de Antioquía a aceptar sus medidas para hacer frente a la hambruna. Ejecución de Galo.
362-363: Estancia del emperador Juliano en Antioquía, durante la cual forma parte del círculo íntimo del emperador. Restauración de cultos y fiestas paganas. Nuevos roces del emperador con la curia de Antioquía.
363-364: Muerte de Juliano durante la campaña de Persia. Joviano emperador. Intento de asesinato de Libanio. Muerte de Joviano. A partir del 365 no conservamos cartas de Libanio: toda la información sobre su vida depende de los pocos datos que él mismo nos da en la Autobiografía.
364-378: Reinado de Valente en Oriente (Valentiniano y Graciano en Occidente). Dificultades de Libanio con la justicia. Muerte de Valente en lucha contra los godos en la batalla de Adrianópolis.
379: Comienza el reinado de Teodosio. Discursos del sofista al emperador, con el que no se encontrará nunca personalmente, para aconsejarle o salir en defensa de su ciudad.
383-384: Recibe el título honorífico de prefecto pretoriano.
387: Revuelta en Antioquía, la famosa Revuelta de las Estatuas, en la que los retratos y estatuas de la familia imperial fueron destruidos. Composición de tres discursos dirigidos al emperador para apaciguar su cólera contra su ciudad.
391: Muerte de su compañera y de su hijo Cimón (o Arabio) así como de su íntimo amigo Olimpio.
393: A los 80 años, terminada ya su Autobiografía, Libanio le añade una conclusión, inacabada, en opinión de P. Petit.
404: En esta fecha todavía recuerda Sinesio a un viejo de 90 años, que se ha querido identificar con Libanio.
II. LA OBRA DE LIBANIO
1. El entorno político y cultural
Muchas de las reacciones que se nos antojan intempestivas o desmesuradas en nuestro autor tenían como origen una especie de malestar con su siglo, un siglo que marcó el fin de una época y de una cultura con la que tanto se identi fícaba. Porque Libanio vivió prácticamente todo el siglo IV d. C, un siglo de enormes cambios, que se abrió con una cierta restauración de la estabilidad del Imperio Romano, gracias a las reformas de Diocleciano y Constantino, y se cerró con la entrada de los visigodos, lo que suele considerarse uno de los acontecimientos que marcaron el fin de la Antigüedad.
Libanio pertenecía a la clase dirigente de Antioquía. Sus ideas y actitudes políticas son, en muchos aspectos, las de la clase social a la que pertenecía: la aristocracia municipal terrateniente. No obstante, en su obra trasciende una simpatía por la gente humilde, comerciantes y campesinos, que brotaba, sin duda, de su carácter compasivo, pero a la que no era ajena su propia profesión. Como orador y sofista, Libanio mantuvo una cierta distancia hacia su propia clase y, una vez establecido en Antioquía oficialmente, su cargo le aseguraba inmunidad de las obligaciones y liturgias curiales, lo que, sin duda, lo alejaba de los intereses de las clases elevadas.
Por otro lado, Libanio era un artista. Su dedicación a los lógoi, a la elocuencia y a la enseñanza, la vivió con todo el apasionamiento propio de un temperamento artístico. La imagen que obtenemos de la lectura de la Autobiografía es la de un hombre que gustaba y buscaba los aplausos de una audiencia numerosa, que no rechazaba las alabanzas y que era sumamente sensible, cuando no suspicaz, a la crítica. Sus enfermedades, reales e imaginarias, debieron de agriar su carácter, si bien algunos de sus achaques parecen inventados sobre el modelo de su admirado Elio Arístides, modelo que influyó decisivamente en su conducta.
Pero, aunque nominalmente sofista, hay una gran diferencia entre Libanio y Elio Arístides, la que media entre dos épocas muy diversas. Elio Arístides es un representante ex celso de la llamada Segunda Sofística, un artista de la palabra que, como los sofistas de los siglos V y IV a. C, viajaban de ciudad en ciudad y de festival en festival demostrando, en sus declamaciones públicas, la excelencia de su arte oratoria. Libanio fue, sobre todo, un profesor 7 , un mediador entre sus alumnos y ese ideal de formación humana que denominamos paideía. Pero, a diferencia de los sofistas u oradores de la Grecia clásica, Libanio depende en gran medida de sus alumnos, cuyo éxito contribuía a mantener y a aumentar su propio prestigio, tal como él mismo explica en el Disc. LXII. Y necesita también defenderse de la competencia de otros sofistas e incluso justificar y elogiar su propia profesión.
Su profesión de sofista le obligaba también a intervenir en los asuntos públicos de Antioquía. Ya hemos mencionado cómo la actitud política de Libanio le llevó a adoptar una posición personal enfrentada a la evolución general del Imperio en su tiempo. Para Libanio, tal como modélicamente estudió Petit en su monografía sobre Libanio y Antioquía 8 , la ciudad era la única forma de politeía, es decir, de convivencia civil y civilizada. Y el emperador, a diferencia de lo que defendían otros escritores de la época como Temistio, no era ni un dios ni una encarnación de la ley, sino simplemente el magistrado supremo sometido a los principios de la piedad, la equidad, la justicia y, desde luego, de la ley. Su modelo de príncipe fue Juliano, quien, a su vez, aspiraba a reproducir el talante y los principios de Marco Aurelio: un príncipe liberal y filantrópico 9 . La misión del Imperio, pues, no debía ser otra, en su opinión, que la de garantizar la seguridad y prosperidad de las ciudades que formaban parte del mismo. En realidad, en su tiempo, estas ciudades no eran más que simples unidades administrativas y sus curiales funcionarios gratuitos del estado, sometidos a las onerosas cargas que el servicio al estado les imponía 10 . Libanio no dudó, pues, nunca en salir en defensa de su ciudad y de sus compatriotas. Intervino en defensa de éstos ante el César Galo (cap. 97); ante el propio Juliano, quien también encontró serias dificultades en su relación con los antioquenos. A éste dirige Libanio su discurso XV intercediendo por sus compatriotas, a los que no deja sin embargo de amonestar por su conducta en el discurso XVI. Y con ocasión de la Revuelta de las Estatuas en el año 387, ya bajo el reinado de Teodosio, hubo de intervenir ante el propio emperador (Disc. XIX y XX), ante los inspectores destacados a la ciudad para investigar los hechos (Disc. XXI y XXII) y ante sus propios ciudadanos para afearles su abandono en masa de la ciudad (Disc. XXIII). Esta función de mediador fue oficialmente reconocida con su nombramiento como prefecto honorario de la ciudad, que le otorgaba una gran in fluencia tanto ante la curia como sobre las autoridades provinciales e incluso la corte. Y, poseído de la responsabilidad e importancia de su función, Libanio no dudó incluso en enfrentarse a las autoridades imperiales, en defensa de su ciudad. Ésta es la actitud que aparece en muchas de sus cartas y discursos dirigidos a los dos magistrados bajo cuya autoridad caía la administración de Antioquía: el comes Orientis o vicario general de Oriente y el consularis o gobernador de Siria. Los discursos XXVII, XXVIII y XXIX atacan al comes Icario por su conducta brutalmente represiva con los curiales en el asunto de los panaderos. Otros discursos están dirigidos a censurar la actitud de determinados gobernadores, como Tisámeno (Disc. XXXIII), Luciano (Disc. LVI), Eustatio (Disc. LIV), Severo (Disc. LVII) o Florencio (Disc. XLVI), todos ellos escritos entre 388 y 392, en tiempos ya de Teodosio, cuando la aspiración máxima se había visto ya reducida a la de soportar la tutela de unos administradores comedidos y justos.
Libanio compuso también numerosas declamaciones públicas, pero casi todas ellas fueron pronunciadas en Antioquía, su ciudad. Y el siglo IV era ya muy distinto desde el punto de vista religioso. El estado, desde Constantino, era ya oficialmente cristiano. Había todavía muchos paganos, pero la mayor parte de los cultos y festividades habían dejado de celebrarse y las ciudades no tenían ya medios para organizar grandes fiestas o construir o restaurar templos y altares. De modo que faltaba ya la ocasión para los grandes discursos epidícticos. Libanio vivía, sobre todo, de un puesto y de un sueldo oficiales.
La enseñanza, por otro lado, de la retórica en el siglo IV se había vuelto, por decirlo en términos modernos, muy especializada. Nada interesaba ya la vieja disputa entre Filosofía y Retórica como modelos y formas de vida y de educa ción. Esta polémica que nace en el siglo IV a. C. está aún viva en Elio Arístides, pero ausente por completo de la obra de Libanio. No es que falten filósofos en la época. Sinesio, por ejemplo, lo fue al igual que Jámblico. Lo que falta en la obra de Libanio son los temas filosóficos del momento: la interpretación de los sueños, la alegoría política, la adscripción consciente y sistemática a un determinado sistema o doctrina filosófica, la distinción entre diferentes niveles de pensamiento. La Filosofía se vuelve en Libanio una especie de paradigma de vida moral y austera, próximo al ideal del santo cristiano. Era, sin duda, una tendencia general de la época.
Para Libanio su profesión tenía exigencias irrenunciables. La primera de ellas ser el mejor orador de su tiempo, como dos siglos atrás lo habían sido Polemón o Elio Arístides. A este fin se orientaba su inmensa cultura literaria, conseguida gracias al estudio y aprendizaje de memoria —de su inagotable memoria— de los clásicos griegos: Hornero, Platón, los oradores, los cómicos, pero también Heródoto, Tucídides, en suma, toda la gran literatura griega hasta época helenística 11 . Esta filiación literaria determinó también su punto de vista político. En un imperio dividido, Libanio no se siente antioqueno, a pesar del apasionado amor que sentía por su ciudad, sino griego, habitante de una ciudad, de una pólis para la que hubiera deseado una autonomía como la que definía a las ciudades griegas de época clásica. El signo de los tiempos era muy contrario a sus aspiraciones: la administración del imperio se fue haciendo cada vez más severa y centralizada y, ante ello, Libanio se convirtió en una especie de resistente intelectual, orgulloso no sólo de su glo rioso pasado cultural griego, sino incluso de ignorar, al igual que su amado tío Fasganio, el latín 12 .
Pero no bastaba con ser un virtuoso de la palabra. Ésta había de ser también palabra moral, éticamente orientada. Y Libanio siente el deber de convertirse en una especie de valedor de la justicia en defensa de los humildes y menesterosos. Con ello continuaba una larga tradición de Retórica política y éticamente comprometida que se inaugura ya con Gorgias y encuentra una formulación muy explícita en Isócrates. Pero es que, además, en una época en la que el poder imperial se había vuelto abiertamente despótico y la administración de la justicia no garantizaba los derechos de los justiciables, sobre todo si eran de humilde condición, la palabra del sofista, como intercesor, moderador, intermediario y también censor de los abusos y arbitrariedades, adquiere un valor enorme 13 .
Ciertamente Libanio conoce bien la teoría política helenística, pero no defiende ninguna postura coherente. Se sirve de ella como argumento para sus discursos. Así, por ejemplo, aunque en el Panegírico a Juliano asegura que fue una divinidad la que movió a los soldados a elegirlo emperador, Libanio está muy lejos de pensar que el emperador sea una especie de virrey de dios en la tierra. De hecho, en este aspecto, Libanio concibe a la autoridad civil como algo más próximo al magistrado de la pólis clásica que al monarca helenístico. Por nacimiento, familia, vocación y educación, para Libanio la instancia ideal y legítima de gobierno es el consejo de la ciudad. Libanio es, antes que ciudadano romano, ciudadano de Antioquía. Y no deja de recordar que los emperadores impiden el autogobierno de la ciudad. De hecho muestra muy poco interés en su obra por las cuestiones del Imperio, ni siquiera por la amenaza ya insistente de los bárbaros. Ni un sólo emperador es mencionado por su nombre. Y el hecho de que una de las dos capitales del Imperio fuera Constantinopla no disminuía el peligro de romanización del helenismo.
Libanio ha de hacer frente a otros rivales: la cultura latina y el derecho, por un lado, y el pujante cristianismo, muy hostil todavía hacia el legado cultural de Grecia. Libanio, como hemos visto, desprecia el latín, la lengua en que se ejercía todavía la administración en la parte oriental del Imperio, y se lamenta de que los jóvenes se inclinen por el estudio del latín y del derecho. Al Imperio y cultura romanos Libanio sí tenía un sistema educativo que oponer. El ideal educativo de Libanio nace de una profunda convicción, la del poder de la cultura clásica griega, lo que él llamaba los lógoi, para informar la vida pública, inculcando en los ciudadanos cualidades morales y conocimientos prácticos que hicieran de la vida humana una vida civilizada, digna de ser vivida. Libanio desprecia la ignorancia y brutalidad de los militares, la falta de cultura literaria de notarios y abogados que sólo conocen la taquigrafía y lamenta la creciente demanda de lengua latina y derecho romano surgida desde el momento en que los emperadores prefieren esa formación para los funcionarios a la cultura literaria que los lógoi proporcionaban.
2. La religión de Libanio
Este convencimiento de la utilidad moral y práctica de la tradición cultural griega está también en la base de su elec ción religiosa. Desde su punto de vista, que no habría nunca compartido un cristiano culto, cultura griega y paganismo eran las dos caras de una misma moneda, sin que en ningún momento se sienta obligado a justificar esta relación que él sentía apasionadamente como necesaria. Libanio vio en el creciente cristianismo un movimiento rival de los lógoi, de la cultura clásica, considerada, desde época helenística, como un valioso instrumento de civilización, el don más precioso de los dioses a la humanidad. El cultivo de la retórica, en el sentido de cultura y de educación, se consideraba el medio más adecuado de cultivo personal, el método ideal para librar al alma de las pasiones terrenales y prepararla para una vida eterna. El cristianismo, a sus ojos, como a los de la mayoría de los grandes sofistas de la época, salvo Proheresio de Atenas, era una religión extraña, de origen judío y, en consecuencia, inferior culturalmente. A pesar de la actitud de autores como Basilio de Cesarea o Juan Crisóstomo, el cristianismo inspiró también la rigurosa política antipagana, con su secuela de persecuciones y ostracismos, de Constantino y Constancio. Contra ella no dudó Libanio en levantar la voz en discursos como el XXX del año 386, el famoso Pro Templis, en defensa del paganismo y de los paganos perseguidos.
Ahora bien, no resulta fácil describir con exactitud la forma en que Libanio vivió el paganismo. En primer lugar, porque, a diferencia de Juliano, Libanio es muy reservado en la expresión de sus sentimientos. En segundo, porque son tan numerosas las alusiones en su obra a divinidades y cultos paganos que resulta difícil en cada caso decidir cuándo estamos ante una auténtica manifestación de piedad y cuándo ante un simple artificio retórico. Hay sin duda en su paganismo un indudable componente estético. El arte religioso griego, el ritual y las ceremonias acrisoladas y depuradas por siglos de práctica y pervivencia atraían, sin duda, fuertemente a nuestro autor. Pero ello no implicaba que su religión fuera puramente manifestación de una preferencia estética. Sin duda creía en la existencia de los dioses, en la eficacia de las plegarias y en sus funciones de garantes de la moralidad cívica, encargados de la protección del débil o el anciano o dispensadores de la salud. Su afección hacia Asclepio es notable. En línea con sus ideas políticas, Libanio se sentía más inclinado a la veneración de los dioses como protectores o patronos de las ciudades y las personas —él hizo de la Fortuna su ángel de la guarda— que como encarnaciones de fuerzas cósmicas o principios morales. Encontramos, por ello, una clara predilección por los cultos locales de Antioquía: el Zeus del monte Casio, el Apolo del recinto de Dafne o la Fortuna, diosa protectora de la ciudad.
Menos convincente resulta su devoción hacia los dioses patronos de la Literatura como Apolo o Hermes. Y sospechoso resulta el hecho de que en sus obras los dioses aparezcan en sus funciones más tradicionales: Dioniso como patrono de la viticultura, Hefesto de la metalurgia, etc. Su actitud religiosa, como la de Juliano, y sin que ello suponga negar una auténtica vivencia religiosa, es también manifestación de un conservadurismo cultural. Pero, a diferencia de Juliano, no hay en Libanio ni misticismo ni escatología ni una creencia definida en la vida del más allá.
Hay otros aspectos de la religiosidad de Libanio que obedecen a tendencias de la época. La primera de ellas es a interpretar acontecimientos naturales o humanos como resultado de la intervención directa de una divinidad —en un sentido muy amplio que incluye dioses y démones— o como signos de su voluntad. Se trata de la inclinación a ver thaúmata, intervenciones milagrosas, en las que está implicada una entidad superior. Así, en el Panegírico de Antio quía, para mostrar la predilección de los dioses por la ciudad, enumera toda una serie de tales thaúmata. La derrota de Adrianópolis la atribuye a la cólera de los dioses por haber quedado sin venganza la muerte de Juliano. La famosa Revuelta de las Estatuas intentó justificarla ante Teodosio como efecto de una intervención de démones. Lo mismo que hizo, por otro lado, S. Juan Crisóstomo. La hambruna de Constantinopla, con cuya descripción se cierra la Autobiografía, la atribuye a un castigo divino por los insultos recibidos en la persona de su hijo, en una comparación con la cólera de Apolo, en el libro I de la Ilíada, por la vejación que había recibido su sacerdote Crises. El paganismo de Libanio es coherente también con la tradición clásica griega —tal como se manifiesta ya desde Jenófanes— en el hecho de que no duda en criticar a los dioses por permitir determinadas catástrofes: así los censura por el terremoto que destruyó Nicomedia o por la destrucción del templo de Apolo en Dafne en el curso de un sacrificio.
Libanio compartió también con el espíritu de su época la creencia y la práctica de la magia. Un antepasado suyo, según nos dice en el capítulo 3, fue experto en mántica, y él mismo practicó la adivinación y la consulta a los astrólogos. No deja de ser significativo que fuera acusado en cuatro ocasiones de prácticas mágicas. Evidentemente, dado el clima de sospechas e intrigas, las acusaciones pudieron no ser más que estratagemas de sus enemigos. Pero es que él mismo no dudó en relacionar un sueño y un ataque de gota para concluir que era víctima de un maleficio (caps. 243-250). Conclusión que creyó confirmada al encontrar en su clase un camaleón mutilado. Con ocasión de la enfermedad de su hermano, no dudó en recurrir a los médicos, a los remedios, los amuletos y las plegarias a los dioses (cap. 201).
Libanio compartió con muchos de sus coetáneos un fuerte puritanismo. En su Autobiografía destaca la austeridad con que vivió sus años de niñez y de estudiante, sin permitirse juergas, juegos de pelota, ni asistencia al teatro ni a las carreras de carros ni, naturalmente, cualquier trato con cortesanas.
Cabe la duda de si Libanio practicó algún culto de carácter mistérico, que prometiera una vida ultraterrena, o bien se consoló con una pervivencia en la fama. A ello apuntan sus concepciones de una religión de las Musas, la idea de una comunidad educativa de tradición retórica, que practicara las virtudes morales de solidaridad y piedad de sus miembros. Este aspecto de la religión de las Musas estaba ya presente en la noción de Juliano de una comunidad de «helenos», como llamó el emperador a quienes se adhirieron a su paganismo reformado. Era una religión de personas cultas que cultivaban los valores superiores de la filantropía y la piedad así como el deber de la ayuda mutua, de la asistencia en la enfermedad, y también el de honrar a sus mayores en edad y saber. En cierta medida este tipo de religiosidad responde al ideal cristiano de vida. Pero entre el paganismo de Libanio y el cristianismo había una profunda diferencia, la que media entre la cultura y la fe. Los cristianos, al menos no ya los de esta época, no se oponían por principio al estudio de la cultura griega. Ésta, especialmente en sus manifestaciones filosóficas, podía ser una excelente preparación para la interpretación de las Escrituras y demás doctrinas de la Iglesia. Pero, aun así, el helenismo era algo subordinado, sometido a la fe de la nueva religión. Y este es quizás el aspecto que más molestaba a Libanio de la nueva religión. No obstante, en la práctica, la comunidad cultural se impuso, en muchas ocasiones, a las diferencias religiosas. Libanio mantuvo buenas relaciones con un condiscípulo cristia no como Basilio de Cesarea y supo atraerse el apoyo y protección del prefecto pretoriano Estrategio Musoniano, que, aunque cristiano, compartía con él su pasión por la cultura griega.
3. Las cartas
Libanio nos ha legado una asombrosa correspondencia, 1.554 cartas, la epistolografía más extensa de la Antigüedad, vivo testimonio de su amplísimo círculo de relaciones y de la dedicación con que cultivaba el mantenimiento de las mismas. En las cartas Libanio se nos muestra como un diligente profesor y un ciudadano influyente que se corresponde con las familias más sobresalientes de la pars Orientis.
La epistolografía constituía una parte esencial de la vida social y cultural de la época. Escribir cartas era, como hasta hace poco, una actividad esencial en la vida de toda persona culta. En ellas se ponían de manifiesto la educación del remitente, su gusto literario, su dominio de la retórica y del estilo así como su ingenio y dotes naturales. Parecen haber existido unas ciertas convenciones formales que reglaban el arte, pues de un arte y de un género se trataba, de la epistolografía. Gregorio Nacianceno 14 recomienda claridad, moderación en el uso de las figuras retóricas y extensión moderada, extremos todos ellos que, salvo alguna excepción, observa Libanio. Hay algunas otras normas que nos sorprenden: tal, por ejemplo, la reluctancia a emplear términos oficiales, la disciplina para no tratar en cada una de ellas más que un solo asunto, lo que deja fuera casi toda referencia o reflexión sobre cuestiones generales como la situación política del momento o el estado de los asuntos públicos de una ciudad o provincia. También existe una tendencia a ar ticular las cartas según una receta más o menos rígida: una primera sección con saludos y manifestaciones de amistad o gratitud al destinatario; una segunda, con elogios del portador de la carta, y, finalmente, el asunto objeto de la misiva. Este formalismo hace que, aparte algunas referencias aisladas a la persona del remitente y, sobre todo, la expresión de su estilo personal, las cartas den mucha más información sobre el destinatario de la misma que sobre la persona que la dirige. La función que la carta cumplía exigía en cierto modo —y de ello dependía parte de su éxito— identificarse con el destinatario, mostrarse deferente e interesado con él, cuando no abiertamente adulador, como es el caso de las cartas de Libanio dirigidas a Modesto (Epíst. 163, 232, 389, 1216) y al prefecto pretoriano Taciano (Epíst. 899), personas ambas de gran poder e influencia. Sin embargo, no faltan cartas dirigidas a personajes influyentes, escritas con una sorprendente insolencia. Véanse, por ejemplo, las cartas dirigidas a Anatolio (Epíst. 492, 578). Pero no hay que engañarse, en este caso Libanio conocía bien el terreno que pisaba: Anatolio era un viejo amigo de la familia; la relación con el rétor provenía de su vieja amistad con su tío Fasganio, y el prefecto pretoriano seguramente se divertiría con los retóricos insultos de Libanio que muy probablemente había él mismo provocado.
Y hay que tener presente algo que ya hemos apuntado. La epistolografía era algo así como un género literario que conoció un enorme desarrollo en la época tanto entre paganos como cristianos 15 . Al igual que Libanio no tenía inconveniente en leer en el círculo de sus íntimos algunos pasajes destacados de las cartas que recibía, él componía en la idea de que también algunas de sus cartas, cuidadosamente compuestas, serían leídas públicamente por sus destinatarios. Si a ello unimos el hecho de que Libanio escribía sus cartas con idea de publicarlas, no debe extrañarnos esa intemporalidad, esa falta de topicalización, que diríamos hoy, que se observa en sus cartas.
A pesar del enorme volumen de las cartas de Libanio, no todas las que salieron de su pluma han llegado hasta nosotros. De hecho, la mayor parte de las conservadas corresponden a un período de unos diez años. Y, sin duda, no contiene esa parte todas las cartas del período. Se observa, por ejemplo, una diferente proporción de cartas para cada uno de los años, con muy pocas cartas para algunos de ellos, como los años 354 y 355.
Podemos establecer, grosso modo, una clasificación de las cartas de Libanio. Un gran número de ellas están directamente relacionadas con su actividad como profesor: cartas a los padres para informarles del progreso y conducta de sus hijos, su aplicación al estudio, su alejamiento de las tentaciones y peligros de la gran ciudad. Y, sobre todo, cartas de recomendación, algunas muy genéricas ponderando las capacidades y virtudes de algunos de sus exdiscípulos; otras más concretas, solicitando de algunos de los magistrados principales un puesto en la administración o algún otro favor. Este tipo de actividades formaba parte de la profesión de Libanio, ya que el éxito e influencia de sus antiguos estudiantes repercutía directamente en el prestigio y capacidad de atracción de su propia escuela.
Otras cartas solicitan hospitalidad para un viajero. Gracias a su extensa red de contactos, corresponsales y amigos, Libanio puede hacer más cómodo el viaje de una persona allegada mediante cartas que le procuran hospitalidad y aco gida en las ciudades donde debiera hacer parada. Al mismo tipo pertenecen las que podemos llamar cartas de negocios, misivas de recomendación de alguna persona que ha de solventar algún negocio en otra ciudad. Conseguir el apoyo de algunas de las personas influyentes del lugar o de los magistrados locales era esencial para el éxito de la empresa.
Para entender esta actividad epistolar frenética, hay que remitirse a las condiciones en que se ejercía el poder —político, económico, administrativo— en el siglo IV . El siglo IV , tras las reformas de Diocleciano, fue una época de un estricto control estatal del Imperio, un control muy sensible, sin embargo, al poder del dinero y de las influencias. Muchas cartas de Libanio cumplen esta función mediadora entre los particulares y el poder: epístolas a los magistrados solicitando su intervención en favor de alguien; a los jueces para que apoyen una causa o tomen partido en favor de un acusado; a los gobernadores provinciales o incluso a la corte imperial en demanda de alguna merced.
Las cartas son, pues, una fuente preciosa de información no sólo sobre Libanio y su círculo de influencia, sino sobre la sociedad y la cultura de su época.
4. Los discursos
Los discursos de Libanio ocupan los cuatro primeros volúmenes de la edición de Foerster. Desde el punto de vista del interés histórico, son una fuente preciosa para conocer la vida de una ciudad, Antioquía, una fuente comparable sólo con la descripción que de Bitinia habían hecho, dos siglos antes, las cartas de Plinio a Trajano o los discursos del Crisóstomo.
Pero dejando de lado su valor como fuente historiográfica, los discursos de Libanio muestran claramente el interés de éste en continuar la vieja tradición helénica de los discursos públicos, ateniéndose a los modelos de la Atenas clásica y también a las preceptivas de la retórica de la época.
Una serie de discursos de Libanio caen bajo la rúbrica de discursos epidícticos, discursos pronunciados con ocasión de festividades públicas, un género que se remonta a los grandes sofistas del siglo V y a los oradores áticos del siglo IV , como Isócrates o Demóstenes. Los tiempos, sin embargo, habían cambiado y mucho. Las festividades eran otras. Por ello, no debe extrañarnos que panegírico no designe ya un discurso pronunciado con ocasión de una fiesta como los juegos olímpicos —lo que en origen era una panégyris —, sino los pronunciados en ocasiones especialmente solemnes, como, por ejemplo, la coronación de un emperador. Tales son los panegíricos —ya en el sentido moderno—, pronunciados en honor de los emperadores Constancio y Constante (Disc. LIX), de Juliano (Disc. XII y XIII) o el Panegírico a Antioquía (Antiochicus, Disc. XI), quizás el más interesante de todos sus discursos epidícticos.
La mayor parte de sus discursos, sin embargo, son lo que podríamos llamar discursos públicos, ya que se ocupan de cuestiones de política, en el sentido moderno de la palabra, aunque esta política sea sólo municipal. Discursos en apoyo de sus clientes, de intervención en las relaciones entre éstos y la administración municipal o imperial. Su modelo en este tipo de discursos fue indudablemente Demóstenes, pero las condiciones políticas eran ya muy diferentes de las de la Atenas del siglo IV . Los discursos de Libanio no iban dirigidos a una asamblea que debía decidir, como en tiempos de la Atenas clásica, sino a un pequeño grupo de personas de Antioquía o Constantinopla que ejercían el poder. Los discursos, en consecuencia, no están redactados para convencer a una amplia concurrencia, sino a un reduci do auditorio bien informado, conocedor de los antecedentes y circunstancias del caso, educado y atento. De ahí que una regla de su estilo sea más la alusión 16 que la exposición detallada de los hechos. Incluso Libanio encuentra interesante romper la unidad narrativa, dividiendo la exposición de los hechos en secciones diferentes, separadas y aparentemente sin conexión. Una técnica impresionista que no suponía ningún obstáculo al propósito del discurso y daba ocasión al orador de lucir su virtuosismo retórico al tratar separadamente los distintos aspectos de una cuestión.
Todo ello hace que pueda existir una discordancia entre la situación presentada en el discurso y las condiciones en que éste realmente se produjo. Liebesschütz cita, como ejemplo de esta circunstancia, el Disc. XIV, pronunciado en defensa de Aristófanes, aparentemente ante Juliano, pero que, de hecho, fue entregado al filósofo Prisco para que se lo entregara al emperador, encargo que Prisco no cumplió 17 .
Otros géneros de discursos públicos son las monodias y trenodias, discursos fúnebres en honor de un amigo o familiar muerto (Disc. XVII, LX y LXI) o con ocasión de alguna desgracia. Tampoco estos discursos fueron realmente compuestos para ser pronunciados ante un amplio auditorio. Algunos de ellos lo fueron ante un grupo reducidísimo de íntimos, como la monodia por Nicomedia (Disc. XLI, compuesta con ocasión del terremoto que asoló esta ciudad) o las trenodias por su amigo Aristéneto o por su tío Fasganio. Esta última es muy instructiva de la forma en que Libanio concebía y divulgaba sus pretendidos discursos públicos 18 : Libanio proyectó un discurso en tres partes; dos de ellas fueron pronunciadas ante numerosa gente, la tercera, que contenía noticias que podían molestar al emperador, fue leída en el círculo íntimo de amigos. Y un problema muy complejo presentan los discursos dirigidos al emperador Teodosio, con toda la carga de crítica social que contienen, ya que no resulta fácil establecer si dichos discursos fueron realmente dirigidos al emperador o a personas influyentes de la corte con la esperanza de que los hicieran llegar, completos o resumidos, al soberano 19 .
En todo caso, parece haber pruebas de que en esta época los rétores influyentes como Sinesio, Temistio y Libanio gozaban de una cierta «libertad de expresión», de una cierta parrhēsía para denunciar los abusos de los súbditos ante los magistrados. Ésta era una de las tareas que Libanio consideraba superior, la de actuar, mediante sus discursos y cartas, como un mediador entre los humildes y los poderosos, una tarea que lo obligaba a ser cauto, por ejemplo, en la defensa de Juliano tras su muerte, o al divulgar su correspondencia u oponerse a leyes que consideraba injustas 20 .
Hay discursos decididamente retóricos. Entre ellos cabe mencionar las hypothéseis, término retórico que incluye tanto discursos supuestamente pronunciados en diferentes ocasiones famosas de la historia de Grecia como casos particulares propuestos para la discusión y el ejercicio oratorio en la escuela. Así, compuso una Apología de Sócrates, una Defensa de Demóstenes, escrita para el procónsul Moncio, discursos imaginarios de Timón e Hiperides o el debate de atenienses y corintios que precedió al estallido de la Guerra del Peloponeso. Y los hay también de asunto mitológico, como el que expone los argumentos de Orestes para justificar su matricidio o el informe de Ulises sobre la embajada. En este tipo de discursos Libanio continúa la más rancia tradición sofística que se remonta a composiciones como la Helena o el Palamedes de Gorgias. Y, además de algunas composiciones cuyos temas son puro pretexto para el ejercicio retórico, compuso también una útil colección de fábulas, historias, cuentos morales, refutaciones, confirmaciones, lugares comunes, vituperaciones, comparaciones, descripciones y estudios de caracteres, como un recetario práctico de temas que el joven orador debía conocer y dominar.
Resulta importante conocer la forma en que fueron publicados los discursos de Libanio. Es evidente que la difusión inmediata de éstos dependía de la situación política del momento. No parece probable que discursos como Pro Thalassio o Pro Templis —con sus ataques e insultos a personajes influyentes del momento— fueran pronunciados ante sus destinatarios o en el momento en que fueron compuestos. Y lo mismo cabe pensar de los discursos antioquenos, muchos de los cuales, dada la débil posición de Libanio en sus últimos años, debieron de ser leídos ante un grupo reducido de allegados o simplemente no ser leídos nunca 21 .
En todo caso, y cualesquiera fueran las circunstancias de su redacción, los discursos son, ante todo, productos retóricos. Su estructura sigue los esquemas tradicionales de exordium, narratio, expositio, refutatio y peroratio de la retórica clásica; su lengua es el ático de los grandes oradores y su estilo, mucho más cuidado que el de otros oradores contem poráneos, se basa en la construcción de elaborados períodos armoniosamente dispuestos.
Un rasgo sorprendente del estilo de Libanio, debido a su devoción por Demóstenes, es que trata de evitar por todos los medios el empleo de términos técnicos o de títulos oficiales, comunes en su época, no atestiguados en el viejo orador ático y en cuyo lugar usa la palabra ática que más se le aproxime. De ahí que no encontremos términos para «emperador», «consular de Siria», «prefecto pretoriano», etc. Un par de palabras sirve para designar todos esos cargos. Y por la misma razón evita los nombres propios —nombres de países, ciudades, personas—, que menciona, a lo sumo, una o dos veces a lo largo de un discurso.
A pesar de su fidelidad a los modelos áticos, hay también en Libanio un estilo propio que se despliega, magnífico, en el ataque a sus enemigos. En punto a insultar y denigrar a éstos Libanio no tiene rival. Sus ataques a Optato (Disc. II), Próculo (Disc. II y XLII) o Silvano (Disc. XXXVIII y LXII) muestran elementos comunes: una mezcla de defectos morales —rudeza, inmoralidad, depravación— e incapacidad política. Y casi siempre aparecen en estos sectarios discursos las habituales acusaciones de asesinato, complot para matar a parientes, prácticas mágicas —de las que él mismo fue acusado cuatro o cinco veces— o alusiones a la humildad de nacimiento de sus enemigos o a los vicios de sus padres. Por sus discursos pululan estos monstruosos personajes que encontramos también en otros autores de la época: el César Galo de Amiano Marcelino, el gobernador Andronico de Sinesio, el propio Juliano en Gregorio Nacianceno. Y semejantes caracterizaciones de monjes o espías, de los agentes in rebus, encontramos en sus discursos. Los monjes son descritos con severos atuendos negros, glotones que beben mientras cantan sus himnos, con una artificial palidez de rostro, como la de los sofistas del phrontistḗrion aristofánico de las Nubes, que no se corresponde con sus actividades. Los espías son desertores, chantajeadores, denunciadores de supuestas conspiraciones. Y blanco preferido de sus ataques son la gente del espectáculo así como su entorno. Los actores son perezosos, pérfidos, depravados, gente despreciable como lo eran también los judíos para los autores cristianos 22 . Sus caracterizaciones se basan en un repertorio de tipos, algunos de ellos tomados de la comedia, hábilmente adaptados a la situación concreta del discurso. Libanio mismo compuso modelos de laudationes o vituperationes como las que encontramos en el volumen VIII, págs. 216-360, de la edición de Foerster.
Los ataques de Libanio contra los cristianos encontraron respuesta en algunos de ellos, como, por ejemplo, Sócrates 23 , quien arguyó, sobre la base de las obras de Libanio, que éste podía alabar y vituperar a la misma persona —por ejemplo, a Constancio— según el momento en que escribiera. Los discursos de Libanio son, pues, obra de un sofista, sin opinión personal, dependiente siempre del kairós, del momento y la ocasión en que se produce. Un mismo argumento —por ejemplo el hábito de los gobernadores de conceder audiencias y favores— puede ser presentado desde un determinado punto de vista —los gobernadores socavan la justicia, cuando los favores son concedidos a sus enemigos— o desde el contrario —los gobernadores pueden incurrir en hýbris, cuando intentan limitar y poner coto a la práctica del favoritismo— 24 . Este punto de vista único, que domina toda la concepción del discurso, tiene como conse cuencia obligada que las conclusiones obtenidas sean necesariamente simples. En el mencionado discurso sobre las audiencias, la conclusión es que éstas deben ser desterradas por completo, lo que no implica, en absoluto, que Libanio defendiera esa actitud ante una práctica de la que dependía gran parte de su actividad e influencia.
Y otro tanto cabe decir de las comparaciones y máximas morales que salpican aquí y allá sus discursos. Proceden de un fondo común de fórmulas retóricas que pueden, si así lo requiere la argumentación, ser utilizadas para los más diversos propósitos.
Todo ello hace que el lector actual tenga que tener en cuenta toda una serie de factores (políticos, intereses, fecha de composición, convenciones de estilo, etc.) para juzgar aproximativamente el valor histórico de la narración 25 .
5. Estilo
Libanio no es ciertamente un autor de fácil lectura. Su vocabulario es voluntariamente oscuro y arcaizante, su sintaxis rebuscada y sometida a violentos giros para conseguir moldear la frase en armoniosos períodos. Hay rasgos que hacen difícil de entender, a veces, un pasaje determinado. Tal, por ejemplo, su reluctancia a servirse de términos técnicos o a emplear nombres propios, lo que hace que con frecuencia no se pueda determinar con certeza el objeto, la persona o la institución de que habla. Y, por efecto de su formación retórica, hay una tendencia a la generalización y la imprecisión que producen en el lector moderno la misma impresión de escritura alusiva y evasiva. Norman 26 , que de dica gran atención a las cuestiones de estilo, señala no sólo las reminiscencias clásicas, sino, sobre todo, el uso retórico, es decir, efectivo y efectista, de dichas fuentes clásicas para la consecución de determinados efectos. No es infrecuente encontrar, como en el capítulo 35, una amalgama de términos procedentes de la oratoria clásica, la comedia y Platón, aderezado todo ello con artificios retóricos que los hacen adecuados a la ocasión. Pero ello no es óbice para que encontremos también escenas de gran frescura y vivacidad o llenas de humor, como la larga carta 405, donde describe con fingidos tintes épicos la lucha que debió de mantener con su rival Acacio. Pero, a pesar de ello, no debemos pensar que se trata de un estilo artificioso, innecesariamente hinchado o exagerado. Libanio conoce muy bien las preceptivas clásicas y las posteriores, pero más que someterse a un modelo, Libanio persigue, sobre todo, la eficacia, adecuar el estilo de la carta o del discurso al kairós, al momento, ocasión, asunto o destinatarios de los mismos 27 .
III. LA «AUTOBIOGRAFÍA »
La eficacia que acabamos de mencionar suscita la cuestión del género en que encuadrar el bíos de Libanio. No me resisto a recoger la opinión que la lectura de la obra causó al gran Gibbon: «the vain, prolix but curious narrative of his own life». Es evidente que en este caso el propósito de la obra no se alcanzó. Norman, que es quien recoge esta opinión, añade «such a description would have been regarded by Libanius as a compliment 28 ». ¿Cómo explicar tan distintas apreciaciones? Esta cuestión va unida a otra aparentemente más técnica, pero de gran importancia para aproximarnos a la obra, la cuestión de la fecha de composición y de su evidente falta de unidad y coherencia.
En el capítulo 51 Libanio afirma que en el momento de componer la obra tenía aproximadamente sesenta años. Ahora bien, como la Autobiografía cubre toda su vida hasta el año 392 es evidente que hay que distinguir en ella, al menos, dos secciones: una primera, conclusa ya en el 374, y una serie de adiciones posteriores. Esta obvia conclusión se ve corroborada por las diferencias de estilo observables entre las dos partes señaladas. La primera parte es, por decirlo con palabras de Reiske, una apología pro vita sua, un discurso brillante sobre su carrera y éxitos —también sus dificultades— como profesor, expuesto con todos los artificios de la Retórica. La segunda parte se asemeja más al diario de un anciano que busca consuelo en el registro minucioso de sus desdichas. Esta segunda parte está redactada de forma más descuidada y en muchos casos resulta difícil interpretar sus palabras.
Más difícil resulta aún establecer el límite entre las dos secciones. La referencia de Libanio a sus sesenta años indica claramente que el discurso en su forma original debió de estar terminado en el año 374, durante la estancia de Valente en Antioquía. Por tanto el final de esa primera parte debe de caer entre el capítulo 144, donde se menciona la llegada del emperador a la ciudad, y el 179, donde se menciona su partida definitiva. La frontera entre ambos ha sido fijada en diferentes partes del relato con distintos criterios. Me parece convincente la propuesta de Norman 29 , que coincide aquí con Petit, de situar el fin de la primera sección en el capítulo 155 no sólo por razones históricas, sino también de composición. En el capítulo 148 Libanio vuelve al tema inicial de su obra (el balance de su buena y de su mala fortuna), y todo ello se redondea con una súplica para futuras venturas y éxitos, en una especie de Ringkomposition o vuelta al tema del comienzo, una estructura que Libanio emplea en otros discursos suyos. La cuestión de las sucesivas adiciones es más compleja y está muy lejos de ser definitivamente resuelta. He introducido en la traducción las adiciones que Norman cree detectar sólo exempli gratia. Remito a los estudios de Norman 30 y de Petit 31 sobre esta cuestión.
Podemos ahora volver a la cuestión de género, teniendo en cuenta que sólo los capítulos 1-155 contienen la obra originaria. Ésta fue concebida como un discurso epidíctico, retóricamente muy elaborado. Entendemos el desconcierto de Gibbon al leer lo que él creía una autobiografía, en el sentido moderno, compuesta en forma de discurso y ornada con todos los artificios de la Retórica. Nosotros estamos en mejor posición para entender las razones de esta elección. Libanio se propuso componer un discurso sobre su propia vida a la manera de la Antídosis de Isócrates. Recordemos que, como consecuencia de un proceso de antídosis 32 que el orador ático perdió ante los tribunales, Isócrates se sintió en la obligación de escribir, como un nuevo Sócrates, un discurso (353 a. C.), en el que no sólo atacaba a su rival, sino, sobre todo, defendía públicamente su actuación política y ensalzaba su sistema educativo, el primero basado en los lógoi, en el estudio de la tradición literaria y oratoria para la formación del orador. La Antídosis de Isócrates es, pues, un discurso forense. Cuando Libanio concibió la idea de escribir una apología de su vida, el modelo de Isócrates le pareció, sin duda, el más adecuado a su vocación y circunstancias personales. También él era un maestro de lógoi, convencido de la enorme capacidad educativa de los mismos, y también él debía hacer una defensa de su vida, de su profesión y de su conducta como ciudadano, aunque estos aspectos estén estrechamente imbricados. Los tiempos, sin embargo, habían cambiado mucho. Ya no había ocasión para la oratoria forense, de modo que, para mantener la forma de discurso, Libanio hubo de optar por la de un panegírico, un género oratorio en boga en la época y cuyas reglas habían sido bien establecidas por tratadistas como Hermóge nes o Menandro el Rétor 33 . Un buen panegírico se acomodaba a esquemas generales del tipo 34 :
a) Proemio (exposición del tema y dificultad del mismo).
b) Origen: 1. Pueblo. 2. Patria. 3. Antepasados. 4. Padres.
c) Crianza: 1. Aptitudes. 2. Habilidades. 3. Normas.
d) Cualidades: en lo espiritual (valor, inteligencia, templanza, justicia), en lo corporal (belleza, rapidez, fuerza), por la fortuna (poder, riqueza, amigos).
e) Comparación general.
f) Epílogo.
Libanio conocía muy bien estas recetas y supo adaptarlas a sus circunstancias, pero la Autobiografía es algo más que un panegírico; es una obra de arte en la que se despliegan, magníficos, todos los artificios retóricos, desde la sabia elección y manipulación del vocabulario y la sintaxis, hasta las más refinadas estrategias para atraerse o conmover al auditorio, como ya notara Eunapio 35 . Referencias, pues, a las tradiciones religiosas locales, al patriotismo, a sentimientos como el de la amistad o virtudes como el amor filial, cumplen una función emotiva de primer orden.
Retórica, pues, y de la buena, aquella que sabe utilizar todos los medios a su alcance, entre los cuales, sin duda, estaban también gesto, ritmo, entonación, silencios y representación 36 , para mover las almas de los oyentes. Esto era lo que Gorgias muchos siglos antes había definido como psychagōgía.
Se ha debatido bastante sobre si la Autobiografía fue compuesta para ser declamada ante un auditorio. La cuestión no deja de ser ociosa, ya que, como hemos dicho, Libanio eligió la forma del discurso para escribir el encomio de su propia vida. La existencia o no de un auditorio cuenta poco para explicar la composición de la obra. Petit 37 no cree que la obra fuera publicada, pero ello no descarta que la pieza, al menos su sección original, fuese leída ante un público de íntimos. De este modo, tal como Norman señala 38 , encontraría justificación el propósito de Libanio al componer la obra: una cierta propaganda personal, junto con una declaración de fe y fidelidad a las tradiciones culturales y religiosas de la cultura griega.
Al panegírico compuesto según las mejores recetas del arte, Libanio le ha impuesto, como esquema formal unitario, una cuestión de rancio sabor sofístico: la de la Fortuna, diosa protectora de Antioquía 39 . Y así, el relato de su vida se vuelve un balance de sus venturas y desventuras, para postular, ya desde el comienzo (cap. 1), que su vida ha sido como la de la mayoría de los hombres, una alternancia de venturas y desgracias que no le hacen sentirse especialmente dichoso ni desgraciado. Pero, al mismo tiempo, el tema de la Fortuna le permite otros desarrollos, como la constatación de que un mal aparente puede terminar en un bien patente, por lo que los azares de la Fortuna deben ser objeto de reflexión y examen antes de concebir conclusiones precipitadas. Este balance domina toda la primera parte de la Autobiografía. Le sirve como pretexto para el exordio y también para el epílogo (cap. 155), expuesto con una magnífica prosopopeya de la Fortuna misma. Y con distintas modulaciones reaparece al final de las distintas secciones: cap. 3, venturas y desventuras de su familia; cap. 6, la desgracia de su orfandad determinará la dicha de su vocación; cap. 8, fortuna de encontrar un buen maestro que desgraciadamente perdió pronto; caps. 13-14, la llorada muerte de su tío Panolbio, su tutor, le permitió, sin embargo, una mayor libertad; caps. 18-20, existencia azarosa en Atenas; caps. 72-73, una acusación sin fundamento le procura un buen amigo; cap. 78, la Fortuna lo aleja de su amada Nicomedia, lo que le permite escapar al terrible terremoto de 358 que destruyó la ciudad; y el ya mencionado epílogo del capítulo 155. En la segunda parte el tema reaparece, pero de forma menos elaborada y consecuente; y junto a la Fortuna, convertida ahora, en expresión de Wolf, en el ángel guardián de Libanio, aparecen también menciones de otros dioses. Al presentar su vida como una sucesión de acontecimientos motivados por los azares de la Fortuna, Libanio roza un tema muy querido de la novela de su tiempo. Por ello, no debe extrañar la aparición de un vocabulario y unos conceptos, sobre todo eróticos, aunque trasladados a la esfera de la retórica, habituales en Heliodoro, Aquiles Tacio o Caritón. Ello confiere un cierto aire novelesco a la Autobiografía.
La primera parte, pues, gracias al completo desarrollo del tema de la Fortuna constituye una especie de diálexis sofística, argumentada con ejemplos de la propia vida del au tor. La segunda, en cambio, es, como dijimos, una suerte de diario íntimo 40 .
Otros dos temas dominan y dan sentido y unidad a la obra: el elogio de su profesión sofística y la defensa de su actividad política.
Porque, efectivamente, el relato de su vida profesional constituye el eje central del relato. Otros aspectos son silenciados o mencionados sólo en relación con su carrera y actividad profesional. Solamente en la segunda parte encontramos algunas referencias más personales, especialmente en lo tocante a su infortunado hijo Cimón. Y así nos va informando de sus estudios de primeras letras en Antioquía y del descubrimiento apasionado de su vocación sofística, de su necesidad de dirigirse a Atenas para completar sus estudios. Los capítulos 5-24 nos ofrecen un vívido y colorido retrato de la vida estudiantil en Atenas, las luchas entre escuelas rivales y los dudosos métodos de reclutamiento de los estudiantes. También de la dedicación con que se consagró al estudio de la literatura griega, viendo en ella la auténtica fuente de instrucción y aprendizaje. Ya desde muy joven había comenzado a aprenderse de memoria los textos de los autores clásicos y a imbuirse del espíritu de los mismos 41 . Terminados sus estudios, debió comenzar un breve período de participación en concursos oratorios para conseguir con sus discursos fama y prestigio. Algunos episodios sobresalientes son mencionados: su victoria en Macedonia sobre un sofista local (cap. 29) o sus éxitos en Constantinopla, donde logró dejar en ridículo al famoso Bemarquio (caps. 37-42), y en Nicomedia (cap. 50). En esta ciudad pasó cinco años, que siempre recordó como los mejores de su vida, hasta que la abandonó para establecerse en Constantinopla. No le satisfizo la vida de la corte. Sin duda, no era Libanio un cortesano por temperamento; pero también debieron de amargarle no poco las insidias de sus colegas. Ello le hizo concebir un rencor perenne hacia Constantinopla que le movió a hacer todo lo posible para abandonar la ciudad. Rechazó una invitación para enseñar en Atenas y finalmente se estableció definitivamente en Antioquía (caps. 81-86). Su fama, su tradición familiar y las maniobras de su poderoso tío Fasganio le abrieron las puertas de la ciudad, que lo acogió con toda clase de honores (caps. 86-89). Durante años vivió en su ciudad, honrado y apreciado. Si nos relata algún incidente profesional durante estos años de madurez, como su enfrentamiento con el sofista oficial de la ciudad, Acacio, protegido del influyente principalis Eubulo, se tiene la impresión de que el relato está más motivado por el deseo de recordar el triunfo de su victoria que por dejar testimonio de un suceso realmente peligroso (caps. 90-91, 101, 109-116). Convertido finalmente en sofista oficial de la ciudad, tras la muerte de su antiguo maestro Cenobio, vivió hasta el final de sus días como profesor indiscutible de sus amados lógoi. Algún episodio menor, como el intento de sus enemigos de buscar un posible competidor suyo, muestran el prestigio de que gozaba (caps. 255-56). Hacia el final de su vida, el panorama es menos radiante. Diferencias con los gobernadores y, sobre todo, con un auditorio creciente y mayoritariamente cristiano van oscureciendo su estrella (cap. 254). E igualmente encuentra rivales poderosos en el latín y el derecho romano que empiezan, ya desde Constancio y, sobre todo, en época de Teodosio, a ser preferidos al griego y a la cultura literaria (caps. 153-55, 214-15, 234). No obstante, no dejó hasta su muerte de enseñar y componer discursos de éxito (cap. 281).
El otro eje de su relato lo constituye la defensa de su actividad política, cuyas ideas hemos expuesto más arriba: la defensa de la menguante autonomía de la ciudad y de sus instituciones —el consejo y sus miembros— ante los emperadores y gobernadores; la protección de los cultos y lugares identitarios de la ciudad; la exaltación de su profesión sofística que le obligaba a tomar el partido de los humildes y necesitados ante los poderosos; la propaganda de su escuela y de su persona, no sólo para acrecentar su fama, sino para mantener su prestigio e influencia ante las autoridades en la defensa de esos principios; su repugnancia al empleo brutal de la fuerza, que le movió a actuar como mediador en algunas crisis como el conflicto con los panaderos o la Revuelta de las Estatuas; la defensa, en suma, de la cultura griega y de la educación sofística frente al creciente auge del latín y el derecho romano. Tales son los grandes temas de la Autobiografía, expuestos, como acabamos de ver, en forma de balance sobre su buena o mala Fortuna.
IV. EL TEXTO DE LA «AUTOBIOGRAFÍA »
Si en otros aspectos de la actividad literaria o erudita puede ser cierto el horaciano monumentum aere perennius, no puede aplicarse el dictum a la crítica de los textos. Oigamos la ingenua confesión que Jean Martin hace en la nota textual que precede su edición 42 : «Quand nous avons décidé, Paul Petit et moi, de nous associer pour mettre en chantier une nouvelle édition du Discours 1 de Libanios, je croyais que ma tâche, qui était essentiellement d'établir le texte, serait à la fois ingrate et facile, puisque l'édition de Foerster passait pour definitive. Peut-être les philologues n'échappent-ils pas à la tentation de considérer comme définitifs les travaux qu'ils n'ont pas envie de refaire». De esta forma elegante reprochaba J. Martin a Norman 43 y Schouler 44 su aceptación sin reservas del texto de Foerster. Porque la benemérita e impresionante edición de Foerster dejaba no sólo campo para nuevas investigaciones, sino para replantearse sobre nuevas bases la historia del texto de Libanio. Foerster en realidad partió del texto de Reiske, que consideró textus receptus, al que corrigió con la colación de los manuscritos A (Monacensis gr. 483, Augustanus), C (Chisianus 35), P (Palatinus gr. 282), B (Vaticanus Barberianus gr. 220), V (Vindobonensis phil. gr. 93), L (Laurentianus LVII 20). Ahora bien, la eliminación de su recensión de algunos códices se basó en un examen superficial de los mismos, por lo que sus conclusiones sobre la historia del texto están lejos de ser definitivas. Jean Martin ha realizado una nueva recensión de todos los códices que le ha permitido establecer unas conclusiones sobre la historia del texto de Libanio notablemente diferentes de las que sirvieron a Foerster para el establecimiento de su texto 45 . J. Martin ha reivindicado la importancia de otros códices como el Neapolitanus II E 18 (copia del Augustanus/Monacensis), el Romanus Vallicellanus F 14 y el Vaticanus gr. 82. A su trabajo remitimos a los interesados en esta cuestión central en los estudios de Libanio. A su texto, pues, nos hemos ateni do, y cuando en algunos puntos nos hemos apartado de él por considerar mejor una determinada conjetura, lo hemos hecho constar a pie de página.
Para la traducción hemos tenido presentes las de P. Petit y A. F. Norman 46 y nos hemos servido abundantemente de sus espléndidos comentarios. También he tenido presente alguna otra edición y la deuda contraída con ella se hace constar oportunamente en nota a pie de página. No obstante ello, tampoco he dudado en presentar mi propia interpretación en algunos pasajes en los que el estilo impreciso de Libanio da pie para la discrepancia.
1 Disponemos de una vívida y fiel semblanza de Libanio, debida a la pluma de A. LÓPEZ EIRE , Semblanza de Libanio, Ciudad de México, U.N.A.M., 1996.
2 Cap. 8; EUNAPIO , Vidas sof., pág. 518 WRIGHT .
3 Para Juliano vid. la vieja y aún muy útil biografía de J. BIDEZ , La Vie de l'empereur Julien, París, 1930.
4 Vid. P. PETIT , Lib. et vie munic., págs. 24-26.
5 Vid. LIEBESCHÜTZ , Antioch., pág. 4.
6 Vid. P. PETIT , «Recherches sur la publication et la diffusion des discours de Libanius», Historia 5 (1956), 503-504, que remite especialmente al Disc. LIV, «Contra Eustacio. A propósito de los honores», para este aspecto del carácter de nuestro autor.
7 Para su actividad como profesor, vid. P. WOLF , Vom Schulwesen der Spätantike. Studien zu Libanius, Baden-Baden, 1950, y P. PETIT , Les étudiants…, passim.
8 Vid. P. PETIT , Liban, et vie munic., págs. 194-95, y G. GARON , L'Empire romain d'Orient au IVe siécle et les traditions politiques de l'hellénisme. Le témoignage de Thémistios, París, 1968, págs. 127-39; J. RICORÉ PONCE , Temistio. Discursos Políticos, Madrid, Gredos, 2000, págs. 40 ss. Las ideas políticas de Libanio, presentes en toda su obra, aparecen con mayor nitidez en lo que podemos llamar sus discursos políticos: Disc. XIV (dirigido a Juliano) y Disc. XLV (sobre las prisiones), Disc. XLVII (sobre el patronazgo militar), Disc. L (sobre las cargas), Disc. LI y LII (sobre las visitas a los emperadores), todas ellas remitidas a Teodosio.
9 Para este importante concepto vid. GL . DOWNEY , «Philanthropia in Religion and Statecraft in the Fourth Century after Christ», Historia 4 (1955), 199-208, y J. KABIERSCH , Untersuchungen zum Begriff der Philanthropia bei dem Kaiser Julian, Wiesbaden, 1960.
10 Vid. P. PETIT , Lib. et vie munic., págs. 269-94 y 335-58.
11 Vid. A. F. NORMAN , «The Library of Libanius», Rheinisches Museum 107 (1964), 158-75.
12 En Disc. XI 129 Libanio se refiere a «la cadena de oro de los romanos». Cf. el panegírico a Antioquía (Antiochikós), donde hace la alabanza de los seleúcidas con total olvido de la conquista romana.
13 Vid. A. LÓPEZ EIRE , «Una carta muy larga de Libanio», págs. 369 ss., estudio que contiene un magnífico análisis estilístico de la carta 636 F.
14 Epíst. 51; P . G . 37, 105-8.
15 Para la epistolografía cristiana, con raíces tan profundas como las epístolas de S. Pablo, vid. A. PUECH , Histoire de la Littérature grecque chrétienne, París, 1930, págs. 304-13.
16 Para la alusión como norma de estilo en Libanio, vid. NORMAN , Autobiography, XVI y comentario en general.
17 Cf. Disc. XVII, donde se presenta como intermediario entre Antioquía y Juliano, aunque no había sido nombrado oficialmente embajador, por lo que cabe concluir que había concebido el discurso para que llegara a Juliano mediante un mensajero.
18 Vid. A. F. NORMAN , «The book trade in fourth-century Antioch», Journal of Hellenic Studies 80 (1960), 122-26.
19 Vid. para una discusión, NORMAN , Autobiography, págs. 27-28.
20 Vid. LIEBESSCHÜTZ , op. cit., págs. 29 ss.
21 Vid. P. PETIT , «Recherches sur la publication et la diffusion des discours de Libanius», Historia 5 (1956), 479-509.
22 Vid., para esta comparación, LIEBESSCHÜTZ , op. cit., págs. 34 s.
23 Historia Ecclesiastica III 23; Patristica Graeca LXVII 438d-439c.
24 Disc. LIV.
25 Sobre el valor histórico de los discursos y cartas vid. LIEBESSCHÜTZ , op. cit., págs. 38 s.
26 Autobiography, passim.
27 Vid., para el estilo, además de las numerosas observaciones en el comentario de NORMAN , Autobiograpy, A. LÓPEZ EIRE , «Una carta muy larga de Libanio» y B. SCHOULER , «Discours 23 (Contre les fugitifs)».
28 NORMAN , Autobiography, pág. XII.
29 Autobiography, pág. XIII.
30 Autobiography, págs. XIII-XIV.
31 Libanios. Discours., págs. 4-7. Petit muy cautelosamente distingue entre adiciones seguras (en los capítulos 204-205 a una reflexión personal sigue el relato de su intervención en favor de los panaderos artificialmente unida a lo que precede; en caps. 215-16 a un balance sobre su enseñanza sigue el relato de un incidente muy personal; en 234-35 nueva incoherencia compositiva y anacronismo notado por el mismo Libanio; en 250-51, donde a unas observaciones personales sigue el análisis de la conducta de las autoridades de Antioquía) y adiciones probables (en caps. 181-82, propuesta por Norman y puesta en duda por Petit; en caps. 162-63 vuelta atrás en la narración; en caps. 170-71 nueva regresión del relato a momentos anteriores a los que está contando; en caps. 270-71, señalada por Norman y no aceptada por Petit; en caps. 261-62 adición propuesta por Petit sobre la base de una ruptura en la cronología del relato; y finalmente en 277-78). La metodología de Petit de distinguir entre seguras y probables me parece especialmente conveniente, ya que el método de establecer cortes para las adiciones sucesivas es necesariamente subjetivo.
32 Un procedimiento por el que un ciudadano, obligado a costear una determinada liturgia, podía exigir a otro ciudadano, presuntamente más rico, hacer frente a la carga o, si no estaba de acuerdo con ello, intercambiar con él sus propiedades.
33 Vid. F. ROMERO CRUZ (ed.), Menandro: Sobre los géneros epidícticos, Salamanca, 1989.
34 Vid. ROMERO CRUZ , pág. 22.
35 Vitae Sophistarum 495.
36 Para afinidad de Retórica y Teatro vid. NORMAN , Autobiography, págs. XVI-XVII, quien llama la atención también sobre ciertos rasgos de composición de la obra que la asemejan al teatro: preparación del auditorio para la introducción de nuevos temas, de forma semejante a como la comedia prepara al público para la entrada de nuevos personajes o situaciones (caps. 18, 26, 60, 117, 151), recapitulación de cada episodio según los criterios de bondad o maldad de la tesis principal (buena o mala fortuna).
37 Libanios. Discours, págs. 30 ss., que considera prueba concluyente el que el mismo Libanio en el Disc. II 14-15 (del año 381) afirme que jamás se ha jactado ante sus conciudadanos de sus éxitos profesionales. La obra debió conocer, pues, una difusión muy controlada.
38 Autobiography, pág. XVII.
39 Para un estudio detallado del tema, vid. NORMAN , Autobiography, págs. XVIII-XX.
40 B. SCHOULER , Libanios. Discours moraux, 1973, págs. 23-27.
41 Cf. EUNAPIO , Vidas sof. Libanio 3-4.
42 Libanios. Discours, pág. 36.
43 Autobiography, pág. XXXI: «Foerster's detailed examination of the manuscripts has rendered any further assesment superfluous».
44 Libanios, Discours moraux, Introduction, texte et traduction, París, 1973: «L'édition de R. Foerster en laisse guère le champ libre à de nouvelles investigations».
45 Vid. el stemma resultante en Libanios. Discours, I, pág. 92.
46 Sobre todo su Libanius' Autobiography-Oration I, Oxford, 1965, que difiere algo de la que el mismo autor publicó en 1992, Libanius. Selected Works, I y II, Londres, donde parece haber aceptado algunas de las interpretaciones de Petit.