Читать книгу Los años que no - Lidia Caro - Страница 17
Las personas se acaban
ОглавлениеEn la cabaña está encendida la tele, la única que hay en todo el hotel. Tiene más de novecientos canales. Cuando estoy sola en el living de la cabaña, sola en el suelo manchado de cervezas, snacks y fiestas de empleados casi adolescentes, pongo bajito el canal de noticias veinticuatro horas de Televisión Española. Tom baja a la ciudad más próxima, Fresno, una vez por semana. Hace gestiones, me dice. En su ausencia hago llamadas internacionales o enciendo la televisión. Es mi tiempo personal con el acento español. Con Ana Blanco o Jesús Álvarez Cervantes, aunque no me guste el fútbol. No pasa nada relevante, ni en España ni en el bloque internacional. En verano la actualidad es agua estancada con zapateros y ranas muertas.
En una de esas oportunidades de soledad que no abundan, llamo al servicio de inmigración. Al de España y al de Estados Unidos. No es buena idea. Me preguntan mis datos personales. Motivo de la llamada: situación legal en USA. «¿Desde dónde nos llama, señorita?». Me pongo nerviosa y tartamudeo dos nombres falsos distintos, Sally Gutiérrez y Mónica Sander. Cuelgo abruptamente cuando la teleoperadora hispana se percata de la diferencia entre Sally y Mónica. Mentir en esos datos es delito federal. Además tengo muchísima más cara de Sally que de Mónica, Mónica con mi apellido real es cacofónico: Mónica Caro.
Tom regresa de Fresno. Parece que ha bebido vino tinto —tiene los pelos del bigote de color burdeos, apelmazados— y comido algo con salsa de color amarillo que anida en sus comisuras. Dice que ha almorzado curry with a friend.
Por la neutralidad del inglés no sé si su friend es hombre o mujer.
—¿Qué onda? ¿Qué has estado haciendo, además de beber mis cervezas caras? —me pregunta Tom abriendo la nevera para sacar una lata de cerveza barata, la única que queda.
El suelo es un cementerio de cervezas artesanales de alta graduación. Cada tercio vale más de cinco dólares. Me las he bebido a morro, despacio. Pasando la lengua por la cabeza de la botella como si fuera una adolescente haciendo gestos obscenos para un vídeo de Instagram.
—He llamado a Inmigración y creo que la he cagado.
—¿Por qué coño les has llamado? Si quieres quedarte en América, esa no es la forma —Tom, cuando no es un americano sonriente e impasible, estalla.
—¡Yo qué sé! Por saber, por hacer las cosas bien.
—Si quieres quedarte para lo que sea que quieras quedarte en Estados Unidos, dímelo. Podemos casarnos, si tanto quieres vivir aquí. Pero joder, no la cagues llamando a Inmigración.
—Estás loco. ¿Cómo vamos a casarnos?
—No es la primera vez que se lo ofrezco a una chica extranjera. Nos casamos, pero luego cada uno hace su vida. Yo tengo un proyecto para irme a Alaska.
Tom tiene un contacto en una escuela de mushing de Anchorage que le ha ofrecido formarse como guía de trineo. Su sueño es pilotar un trineo tirado por perros. El año pasado iba a sacarse el título de musher con Clarice, la que ahora es su exnovia. Tom le pidió matrimonio la víspera del 4 de Julio, en un claro del bosque. Los monitores más jóvenes del hotel, discípulos de Tom, lo decoraron con globos blancos, rojos y azules. La instructora de yoga, que era como una madre para él, colgó de los pinos del claro varias telas con versos en hindú y pósteres de Shiva.
A las tres semanas y cuatro días de prometerse, Clarice se enteró de las infidelidades de su prometido.
No hubo boda. Ella regresó a Kansas, donde vivían sus padres. Tom se pasó un año fingiendo que la había olvidado. Decía que estaba mejor solo, que era muy joven y tenía que conocer a muchas más mujeres, pero cuando se emborrachaba lloraba por ella. Follaba conmigo y a la media hora me soltaba algún recuerdo de ellos juntos escalando, ellos juntos en Tailandia, ellos juntos acampando en Big Sur. Memorias que le laceraban. Yo callaba, asentía y le pasaba una mano por la espalda. El gesto universal de intentar empatizar.
Que me coma un oso si compartir el dolor por otra mujer de un tío que acaba de estar dentro de ti no es un acto de desprendimiento.
Estoy en el baño lavándome de uno de esos actos de desprendimiento. Sin querer y sin querer evitarlo, oigo la conversación telefónica que Tom mantiene con otro tío. Habla a través del manos libres. La presión de la ducha de su cabaña no es tan fuerte como para no oír la conversación testosterónica.
—Dude, he comido con Clarice.
—Whaaaaaat? Oh dude, eso nunca acaba bien. ¿Ha pasado algo?
—No hemos llegado a follar, pero sí. Me he vuelto muy caliente al resort. Menos mal que estaba Lidia en la habitación.
—Pero tío, ¿qué vas a hacer? ¿Vas a quedar de nuevo con tu ex?
—Almorzamos en su casa el próximo jueves. Estoy contento, bro.
—¿Y vas a decirle algo a la española?
—Tampoco hace falta. Aunque creo que no pasaría nada tío. Es europea, allí es otro rollo.
Salgo del aseo, envuelta en una toalla de secado rápido de Decathlon, con cara ruborizada por el agua calentada por placas solares. Tenemos agua a alta temperatura los días que hace sol y nos ahogamos por el calor, y agua helada cuando sobre el campamento los nubarrones expulsan granizo y las placas no tienen sol que comer.
—Oye, Tom, muchas gracias por intentar ayudarme con lo de la boda, pero creo que me apañaré. Siempre puedo cruzar a México y volver con visado de turista. Está cerca. —La conversación telefónica solo me ha sentado como un insulto durante los tres minutos que he estado en el baño desnuda después de la ducha, desenredándome el pelo frente a un espejo con marco de plástico que en su día fue blanco.
Más que un insulto, ha sido un nuevo no.
No.
Se acaba una persona, una persona con la que duermo abrazada por las noches. Con la que tengo sexo sin pensar en las escaleras. Con Tom no pienso que follar, que es placer y amor, también puede ser un instrumento de poder y de infligir dolor.
—Okey, como quieras. Pero ten cuidado, que este país no es como el tuyo. Voy a ir a la cocina a robar algo de dulce. ¿Tú quieres algo?
—No, estoy bien. Me apaño con los culos de birras del suelo. Equivalen a un tazón de cereales. De esos cereales orgánicos que compras en Trader Joe’s que van de ecológicos, pero tienen un galón de azúcar.
—Galón no. Si te refieres al peso, usamos libras. —No entiendo por qué en Estados Unidos no usan el sistema métrico decimal, es legal en el país desde 1866. Otra excepción americana.
—Eso, libras. Y no, no necesito nada de comer. Ve a la cocina, yo te espero viendo Drunk History, hoy ponen el capítulo de Coca-Cola Was Invented Using Cocaine.