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Capítulo 1

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QUÉ?

–Podríamos hacer un análisis de sangre, pero no creo que sea necesario. Por lo que veo aquí, no hay ninguna duda. ¡Felicidades, Clare! –exclamó Valerie Martin. Clare Montrose se quedó mirando a su ginecóloga, una mujer de unos cuarenta años cuya expresión de alegría se iba borrando al ver la cara de asombro de su paciente–. ¿No te lo esperabas?

–No. En absoluto –contestó Clare, tragando saliva–. ¿Cómo es posible? Tú sabes que estoy tomando la píldora y no he olvidado tomar ninguna.

–Sí, pero estás tomando la píldora con dosis más baja de estrógenos y ya te expliqué las circunstancias que podían interferir con su efectividad. ¿No lo recuerdas?

–Pero… yo no… ¡Oh, no! –murmuró–. No se me había ocurrido…

–Cuéntamelo –animó la doctora.

–Tuve un problema gástrico hace un par de meses. Náuseas, dolor de estómago y cosas así. Sólo me duró un par de días y… tenía tantas cosas en la cabeza en ese momento que… ¿Tú crees que puede haber sido eso? –preguntó, angustiada.

–Es posible –dijo Valerie–. No es muy corriente, pero si tuviste vómitos, es posible que la pastilla no te hiciera efecto o que simplemente la expulsaras. Ya veo que esto te ha pillado completamente por sorpresa.

–Había venido a verte porque se me retrasaba el período, pero ya sabes que me ha pasado muchas veces. Antes de tomar la píldora, claro –dijo Clare–. ¿De cuánto estoy embarazada?

–Yo diría que de unas seis u ocho semanas.

Clare sacó su agenda del bolso e hizo algunas operaciones matemáticas de memoria.

–Sí –dijo por fin–. Creo que tienes razón. Pero, ¿por qué no he tenido mareos o náuseas?

–No todas las mujeres las tienen y puede que tú seas una de las afortunadas. Pero empezarás a notar algunos cambios a partir de ahora, como falta de apetito, o mucho sueño…

–O que me apetezca comer pepinillos con crema, ¿no? –dijo Clare, hundiéndose en la silla–. ¿Cómo puede haberme pasado esto a mí?

–Clare, no quiero meterme en tu vida, pero… –empezó a decir Valerie. A ella misma la sorprendía la noticia porque conocía bien a la responsable e inteligente joven que había logrado convertir su bufete de abogados en uno de los más importantes de la pequeña ciudad costera de Lennox Head–. ¿El niño no es de Lachlan? –preguntó por fin. Clare la miró con sus ojos de color aguamarina y se puso colorada–. En esta ciudad no se puede guardar ningún secreto. Sobre todo, cuando se trata de algo referente a Lachlan Hewitt. Su familia se instaló aquí hace generaciones y son los dueños de gran parte de Alstonville, Ballina y Lennox Head. Además, no sabía que era un secreto.

–Y no lo es –dijo Clare–. Una vez finalizado su proceso de divorcio las cosas estaban claras, pero… bueno, tampoco queríamos decirlo a los cuatro vientos.

–Estas cosas siempre se acaban sabiendo. Además, es imposible que Lachlan y tú no llaméis la atención. Veo que esto no entraba dentro de tus planes.

–No –contestó Clare.

–Así es la vida. Pero no tengo que decirte que hay otras opciones.

–Oh, no –dijo Clare, sintiendo un escalofrío–. No podría hacerlo.

–Me alegro de oír eso, aunque es sólo una opinión particular. Tienes… –empezó a decir, mirando su informe– veintisiete años y ésa es muy buena edad para tener un hijo. ¿Sabes una cosa, Clare? Es posible que tener un hijo no estuviera en tus planes conscientes, pero podría haber estado en tu subconsciente…

La idea de que su reloj biológico se hubiera puesto a funcionar sin que ella se diera cuenta era increíble, pensaba Clare en su despacho.

A su alrededor, su título universitario, la moqueta azul zafiro, el escritorio de caoba del que estaba tan orgullosa y que había conseguido en una tienda de antigüedades, los cuadros enmarcados en las paredes de color gris. Toda su vida, pensaba dejándose caer sobre el sillón.

Le había dicho a su secretaria que no le pasara llamadas durante media hora y sabía que se estarían acumulando, como todos los días. El negocio iba bien y, aunque tenía un pasante y dos secretarias, lo que realmente necesitaba era contratar otro abogado para que la descargara de trabajo. Y, en aquel momento, más que nunca, pensaba mirando un cuadro que había frente a ella.

No era una pintura, sino la fotografía aérea de unos terrenos en Lennox Head, cerca de la autopista del Pacífico.

El terreno, que había sido originariamente una granja, pertenecía a la familia Hewitt. Había sido subdividido para construir y la catalogación, reparcelación y posterior asesoramiento jurídico le había sido encargado a su bufete cuando acababa de abrirlo.

En aquel momento, no había podido creer su buena suerte, apenas enturbiada por los comentarios de su padre, con quien mantenía unas relaciones difíciles, que insistía en que había conseguido el trabajo gracias a él.

Pero el hecho era que la familia Hewitt había sido su primer cliente. A partir de entonces, otros propietarios de terrenos habían contratado sus servicios y muchos clientes más con litigios de todo tipo. Pronto había tenido más trabajo del que nunca hubiera podido imaginar.

Como resultado, tenía su propio apartamento cerca de la playa, conducía un descapotable y, cuando tenía tiempo para ir de vacaciones, podía permitirse elegir los destinos más exóticos.

Había conocido a Lachlan Hewitt seis meses después de aceptar el trabajo. Hasta entonces sólo había tratado con uno de los asesores de su empresa, aunque le habían contado muchas cosas sobre él y sobre su familia. Sobre todo, cosas de su abuelo, que había comprado las tierras casi cien años atrás, sobre las plantaciones de aguacates y nueces de macadamia y sobre la vieja mansión en la que vivían.

Y entonces, un día en el que ni siquiera había tenido tiempo de comprobar en su agenda las visitas del día, Lucy, su secretaria, había llamado por el interfono para decirle que el señor Hewitt estaba esperando en el recibidor.

Clare, mirando con horror los papeles amontonados en su escritorio, le había pedido a Lucy que le hiciera esperar cinco minutos.

–Muy bien, señora Montrose.

Clare recordaba cómo había colocado los papeles a toda prisa, se había estirado la falda de lino y el cuello de la camisa blanca y se había echado un vistazo en un espejito de mano. Sólo había tenido tiempo de atusarse un poco el brillante cabello oscuro que le llegaba a los hombros y retocarse los labios antes de oír un discreto golpecito en la puerta.

Lo recordaba como si hubiera ocurrido el día anterior, pensaba, cerrando los ojos para rememorar aquel día…

–Señora Montrose, el señor Hewitt –había dicho Lucy, entrando con un hombre alto en el despacho.

–¿Cómo está, señor Hewitt? –saludó Clare.

–Bien, gracias. ¿Y usted, señora Montrose? –sonrió Lachlan Hewitt, estrechando su mano e inspeccionándola de arriba abajo con sus ojos grises.

Clare parpadeó sorprendida. Medía un metro setenta y ocho y no estaba acostumbrada a que la gente le sacara la cabeza, pero Lachlan Hewitt debía medir más de un metro noventa. Sus penetrantes ojos grises destacaban en un rostro bronceado y el pelo cobrizo le caía un poco sobre la frente. Era un hombre bien proporcionado, con hombros anchos, cintura estrecha y músculos fibrosos bajo una camisa de cuadros y pantalones de color caqui.

Pero lo que la sorprendía era que fuera más joven de lo que había imaginado. Debía tener poco más de treinta años.

Y también le sorprendió el silencio que se hizo entre ellos mientras se miraban a los ojos. Incluso Lucy parecía haberse quedado congelada.

Molesta, Clare decidió romper aquella especie de hechizo. No le gustaba que la inspeccionaran, ni siquiera si quien lo hacía era un miembro de la familia Hewitt.

–Siéntese, por favor, señor Hewitt. ¿Quiere tomar un café? –preguntó, soltando su mano y volviendo tras el escritorio.

–Preferiría algo frío, si no le importa –dijo él.

–Desde luego. Un refresco para el señor Hewitt y un café para mí, Lucy, por favor –pidió ella, juntando las manos–. Supongo que ha venido a hablar sobre sus terrenos –añadió, cuando la secretaria había desaparecido.

–No –dijo simplemente Lachlan Hewitt. Clare lo miró sorprendida. Él seguía observándola sin decir nada y estaba empezando a ponerse nerviosa. Una de las cosas que había aprendido con los años de profesión era a no apresurar las conversaciones y decidió tomarse aquella con la misma calma que su interlocutor–. No –volvió a decir él, sonriendo–. Sé por los informes que está siendo muy competente, señora Montrose. Su padre tenía razón.

Clare se puso en guardia inmediatamente, como cada vez que su padre se veía involucrado en algo que la concernía, pero lo disimuló tras una sonrisa profesional.

Lucy volvió a aparecer en ese momento con un vaso de agua mineral y un café humeante.

–Usted dirá, señor Hewitt –dijo por fin, poniendo azúcar en su café.

–Verá, señora Montrose…

–Lo de señora es una invención de Lucy, señor Hewitt –lo interrumpió ella, molesta por el irónico énfasis que el hombre ponía en la palabra–. Ella cree que es más adecuado para mi trabajo, pero yo prefiero que me llamen simplemente Clare Montrose. Y soy soltera.

–Yo estoy casado, pero pronto dejaré de estarlo. Y por eso he venido a verla. ¿Ha llevado algún procedimiento de divorcio?

–Sí. Unos cuantos, pero…

–¿Qué es lo que le sorprende, que vaya a divorciarme o que quiera contratarla a usted?

–Las dos cosas, la verdad –contestó ella.

–¿Conoce a mi mujer?

–No, pero he visto fotografías suyas en el periódico local… y he oído hablar de ella.

Clare sabía que las fotografías de Serena Hewitt en el periódico no le hacían justicia. La había visto una vez por la calle y tenía que reconocer que era una mujer bellísima.

–Y no puede imaginarse que alguien quiera divorciarse de ella –sonrió él.

–No he dicho eso, pero sí, supongo que estoy sorprendida. ¿Por qué me ha elegido a mí? Supongo que conocerá a algún otro abogado que esté especializado en esa clase de procedimiento.

–Sí, pero prefiero que sea usted.

–Si acepto –empezó a decir ella suavemente– actuaría en beneficio de sus intereses, señor Hewitt. Pero si lo que busca es alguien que esconda una parte de sus propiedades para engañar a su mujer, se ha equivocado de persona.

–He acudido a usted porque es una magnífica letrada, sólo por eso. El abogado de mi familia ha tratado a mi mujer desde que nos casamos y he pensado que sería más ético contratar a otra persona.

–Oh –murmuró Clare.

–Lo que pretendo es darle todo lo que le corresponde –siguió diciendo Lachlan–, pero no pienso dejar que ella se lo lleve todo. Y eso es lo que quiere –añadió, irónico.

–Ya veo.

–¿Es usted feminista, Clare? –preguntó.

–Como la mayoría de las mujeres trabajadoras –contestó ella.

–Eso me había dicho su padre.

Clare tuvo que morderse los labios para no decir lo que estaba pensando.

–¿Conoce bien a mi padre, señor Hewitt?

–Suficiente como para darme cuenta de que tiene convicciones muy antiguas sobre las mujeres –contestó Lachlan con un brillo de humor en los ojos–. A pesar de ello, se siente muy orgulloso de su brillante, aunque feminista hija. Quizá a usted no haya sido capaz de decírselo, pero es así.

–Me temo que mis opiniones sobre la vida y las de mi padre nunca han coincidido –dijo ella, apartando la mirada–. ¿De qué lo conoce, señor Hewitt?

–Mi padre y él estuvieron juntos en Vietnam. ¿No se lo ha contado?

–Sí. Pero no sabía que usted también lo conocía. He oído que su padre murió hace unos meses.

–Sí. ¿Sabe que su padre salvó la vida del mío en la guerra?

–No lo sabía –suspiró Clare–. Y le confieso que hubiera preferido que me eligiera como su abogado por mis méritos y no por una supuesta deuda moral. Aunque supongo que eso sí le parecerá una idea muy feminista –intentó sonreír.

Sin que ella se diera cuenta, Lachlan Hewitt empezaba a sentirse muy intrigado por aquella joven abogada.

A primera vista, no era una belleza espectacular, pero tenía unos preciosos ojos de color aguamarina. Era alta, esbelta y elegante, con facciones delicadas, piel perfecta y hermoso cabello castaño, pero lo que realmente lo intrigaba era su actitud profesional, su compostura y, sobre todo, su inteligencia.

–Se ha ganado mi confianza por su trabajo con los terrenos, Clare. Aunque su padre hubiera salvado la vida del mío muchas más veces, no estaría trabajando para nosotros si no supiéramos que es usted una buena profesional.

–Gracias –dijo ella.

–¿Está dispuesta a encargarse de mi divorcio?

–Yo… –empezó a decir. Pero después, tomó un cuaderno y lo puso frente a ella–. De acuerdo. Supongo que sabrá que tiene que haber una separación legal con una duración mínima de doce meses antes de que podamos empezar el procedimiento de divorcio.

–Sí. Hemos vivido separados durante un año y hemos consultado con un consejero matrimonial.

–¿Tienen hijos, señor Hewitt?

–Un hijo. Va a cumplir siete años.

–¿Va a litigar por su custodia?

–No, a menos que mi mujer no sea razonable sobre los períodos de visita –contestó él. Clare se mordió los labios–. ¿Hay algún problema?

Clare dejó el bolígrafo y juntó las manos sobre la mesa.

–Las batallas legales sobre asuntos de custodia tienden a dañar a quien se pretende proteger: a los hijos. A veces, un divorcio termina siendo una guerra en la que el arma arrojadiza son los niños. Y, aunque no es asunto mío, suelo aconsejar a las dos partes que, sobre este asunto, actúen de forma honorable y preferiblemente lo negocien de forma previa al litigio.

–Es lo que pienso hacer –dijo él.

–Muy bien –dijo ella, tomando de nuevo el bolígrafo–. Si está completamente seguro, puede empezar a darme una relación detallada de sus bienes.

Lo había dicho intentando quitarle importancia, pero observando la reacción del hombre. En su experiencia, aunque en muchos casos un divorcio se solicitaba por simple incompatibilidad de caracteres, el proceso podía ser doloroso y complicado.

–No se preocupe. Estoy absolutamente decidido.

Media hora más tarde, Clare tenía que reconocer que Lachlan poseía una mente rápida y brillante. Y que la futura señora Hewitt iba a heredar una parte importante del considerable imperio familiar.

–Por lo que me ha dicho, éste sería un arreglo muy generoso y no creo que la señora Hewitt tenga intención de litigar.

–No lo crea –dijo él. Ella lo miró, sorprendida–. Intentará discutir sobre la valoración de cada uno de los muebles y estoy seguro de que se le ocurrirán razones muy originales. Su trabajo consistirá en que no se salga con la suya.

–Ya veo –dijo ella, sintiendo un escalofrío al ver un brillo helado en los ojos del hombre.

Poco después, dieron por terminada la visita y Clare lo observo alejarse desde su ventana en un todoterreno de color marrón, con los asientos de piel. Y, aunque no era asunto suyo, no podía dejar de preguntarse qué habría hecho Serena Hewitt para conseguir la desaprobación de su guapísimo e inteligente marido.

Podría ser al revés, pensaba mientras bajaba la persiana, pero estaba segura de que no era así.

Y nada durante los siguientes doce meses la había hecho cambiar de opinión.

Nunca se habían visto, pero Serena había discutido a través de su propio abogado cada valoración económica, por poco importante que fuera. Se negaba a aceptar la tasación de la casa de Rosemont y la de los muebles y obras de arte. Incluso había discutido la propiedad de los dos setter irlandeses, Paddy y Flynn, que ella insistía en haber comprado personalmente cuando eran cachorros. Y Clare había tenido que negociar todas y cada una de aquellas cuestiones.

Curiosamente, lo único que Serena Hewitt había aceptado sin discutir había sido la custodia de Sean, que quedaba en manos de su padre.

Pero, finalmente, el proceso de divorcio había terminado.

–Bien hecho, Flaca –le había dicho Lachlan–. ¿Puedo invitarla a cenar?

Clare lo miró, perpleja. Aparte de aquel apelativo cariñoso, una libertad que le había dejado tomarse porque le parecía simpática, sus relaciones habían sido estrictamente profesionales.

–Soy un hombre libre, señora Montrose, si está preocupada por su conciencia… o por la mía –había sonreído él observando su reacción–. Además, creo que se merece una copa del mejor champán. Se lo ha ganado.

–Si quiere que le diga la verdad, ha habido días en los que hubiera deseado que aceptara darle al menos sus malditos perros –sonrió ella.

–Paddy y Flyn son casi tan grandes como dos ponies. No tengo ni idea de cómo pensaba meterlos en el apartamento de Sidney –rió él–. ¿Acepta cenar conmigo entonces?

–Acepto, señor Hewitt –había dicho ella después de pensarlo un momento.

Cenaron aquella noche y, de nuevo, una semana más tarde.

–Me gustaría volver a verte, Clare –había dicho él entonces, tuteándola por primera vez. Ella lo había mirado con sus ojos de color aguamarina, sin saber qué decir–. Pero sólo si tú quieres. La verdad es que, aunque no me parecía apropiado decirte esto antes, llevo varios meses pensando en ti.

Clare tragó saliva. Ella también se sentía atraída hacia Lachlan y había deseado secretamente que no fuera su cliente. Recordaba que a veces, tumbada en la cama escuchando el sonido de las olas, se preguntaba qué pensaría Lachlan de ella.

–A mí me ha pasado lo mismo –dijo, en voz baja.

–Pues lo has escondido muy bien.

–Hubiera sido poco profesional. Tú has hecho lo mismo.

–Tu carrera significa mucho para ti, ¿verdad, Clare?

–Sí.

–¿Por eso pareces preocupada? –preguntó, poniendo su mano sobre la de ella.

–No. Es que estoy un poco sorprendida –contestó Clare, sintiendo que sus dedos temblaban ante el contacto del hombre–. Y la verdad es que no tengo demasiada experiencia con los hombres.

–Eres una mujer muy atractiva. Y hemos llegado a conocernos bien el uno al otro.

–En ciertos aspectos –asintió ella.

–¿Te apetece dar un paseo por la playa?

La playa estaba al otro lado de la carretera y Clare aceptó, encantada. Se quitaron los zapatos y caminaron por la orilla durante un rato. Después, se sentaron en un promontorio y observaron las luces de un barco deslizándose por la costa y el faro de la bahía Byron.

Él le contó que su abuelo había llegado a Australia con unas libras en el bolsillo, que su hijo Sean tenía un coeficiente intelectual muy alto y una más alta propensión a meterse en líos y cómo iba progresando su última cosecha de nueces de macadamia.

Ella le habló sobre su fascinación adolescente por el mundo legal, sus años de universidad y le contó que había nacido en Armidale, una bonita ciudad en Nueva Gales del Sur a unos cuatrocientos kilómetros de Lennox Head. Allí estaba la Universidad de Nueva Inglaterra y allí era también donde estaba la próspera empresa de maquinaria agrícola de su padre.

Le contó que era hija única y le habló sobre su madre, una mujer dulce y apocada a la que su padre había dominado durante toda la vida, como había intentado dominarla a ella.

–Pero tú no te has dejado –dijo él.

–No.

–Eres una mujer muy inteligente, Clare. Eso siempre ayuda.

–No siempre –sonrió ella.

Lachlan le puso un brazo sobre los hombros.

–¿Quieres decir que le das miedo a los hombres?

Clare dudó un momento, alterada por la proximidad del hombre. Pero tenía que reconocer que le gustaba. Se sentía cómoda al lado de Lachlan. Le gustaba sentir su brazo alrededor y oler su colonia. Le gustaba tanto que hubiera deseado estar incluso más cerca.

–Es posible. Aunque eso nunca me ha preocupado –dijo, sinceramente.

–A mí no me asustas. Todo lo contrario –susurró él.

Y entonces, Lachlan la había besado por primera vez.

El deseo que los dos habían tenido que controlar durante doce meses parecía haberse desatado y tuvieron que hacer un esfuerzo para romper aquel beso.

El roce de la curtida piel del hombre, la fuerza de sus brazos rodeándola, su aroma masculino, todo ello la hacía sentir un deseo loco y desconocido. Lachlan encendía en ella una llama que la hacía olvidarse de todo.

Cuando se separaron, Clare no sabía qué decir.

–No esperaba…

–¿Que hubiera fuegos artificiales? –bromeó él–. Yo sí.

Dos semanas más tarde se habían convertido en amantes.

Volviendo al presente, Clare se movía incómoda en el sillón de su despacho.

Habían pasado seis meses desde entonces. Seis meses en los que había sido muy feliz. Seis meses en los que la atracción que sentían el uno por el otro seguía sorprendiéndola.

Él seguía llamándola Flaca, pero sólo en momentos de intimidad, momentos en los que experimentaban una pasión que Clare había creído imposible para ella.

Había nacido, además, una buena amistad entre ellos. Se reían de las mismas cosas y disfrutaban saliendo a pasear por la playa o subiendo hasta la cima de Lennox Head para contemplar los barcos desde allí. Pero entre ellos no había ataduras. Clare seguía trabajando tanto como antes y, si no podía salir, él no se quejaba. Y viceversa.

Clare había visitado a menudo Rosemont, la mansión de la familia Hewitt y había conocido a Sean, el hijo de Lachlan, y a su tía May. Y a Paddy y Flynn que eran, efectivamente, del tamaño de dos ponies y tan buenos y suaves como ellos.

Por un acuerdo mutuo del que ni siquiera habían hablado, ella nunca se había quedado a dormir en Rosemont, aunque Lachlan dormía a menudo en su apartamento. Y Clare lo prefería así. No se hubiera sentido cómoda de otra forma.

Sin embargo, había momentos en los que, aún estando entre sus brazos, le parecía que algo no iba bien. Era extraño que un embarazo no deseado pareciera cristalizar aquel sentimiento, se decía.

En ese momento, Clare empezó a hacerse preguntas que quizá debería haberse hecho antes. Hacia dónde iba su relación con Lachlan, por ejemplo.

¿Habría deseado ella, sin darse cuenta, algo más que una relación sin ataduras?

¿Qué ocurriría si él daba por terminada la relación, si lo que había habido entre ellos hubiera sido simplemente un paréntesis en la vida de Lachlan después de su divorcio?

Y, por supuesto, la pregunta del millón de dólares. ¿Qué habría ocurrido para que Lachlan quisiera divorciarse de una mujer como Serena Hewitt?

Apoyándose en el respaldo del sillón, Clare empezó a estudiar su nueva situación; una en la que no hubiera creído poder estar nunca. Porque nunca había sido capaz de creer que algún día se enamoraría tan profundamente.

Y sabía que estaba enamorada de Lachlan, aunque no había querido admitirlo hasta aquel momento.

Pero tenía una semana para pensar en ello con tranquilidad, se decía, mientras él estaba en Sidney de viaje.

El teléfono sonó en ese momento y Clare se frotó la cara. Había pasado media hora y seguramente tendría cientos de llamadas que atender.

Pero era Lachlan.

–Clare, ¿cenamos juntos mañana? Sigo en Sidney, pero he cambiado de planes y vuelvo mañana por la tarde.

–Claro –dijo ella.

–¿Ocurre algo?

La sorprendió que él fuera capaz de descubrir una nota de tensión en su voz a través del teléfono.

–No –contestó Clare–. Nos veremos en mi apartamento, como siempre.

–¿A las ocho?

–Sí. Estoy… deseando verte. Adiós –dijo antes de colgar. La semana que había creído tener para pensar las cosas tranquilamente había quedado reducida a veinticuatro horas.

Y el teléfono volvió a sonar y seguiría sonando durante toda la tarde.

Un amor sin ataduras

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