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Capítulo 4 Veintidós horas en el mar

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Kay Heistand


El botecito se inclinaba peligrosamente sobre la cresta de una ola elevada. Calvin Swinson cayó de costado, pero al momento recuperó el equilibrio.

Era un caluroso día de verano. Los tres alumnos de la secundaria, Calvin Swinson y los hermanos Ben y Bill Wade, habían estado trabajando en un barco camaronero durante sus vacaciones de verano. Después de una larga noche de trabajo arduo se habían ido a dar un chapuzón en las aguas saladas del Golfo y, ahora, estaban regresando al barco grande en un bote de cinco metros y medio.

Entonces dieron contra otra ola. Esta tumbó el bote completamente y arrojó a los muchachos al agua.

Calvin salió chapoteando y riéndose. Con todo el optimismo de sus 18 años aceptó el accidente con calma. Pero, su sonrisa desapareció cuando vio que el bote se había ido a pique. Los muchachos estaban fuera de la vista del barco camaronero y fuera de vista desde tierra firme. Y fue en ese momento en que se dieron cuenta de que no tenían chalecos salvavidas. De repente, la situación se volvió muy seria.

Calvin era un excelente nadador, pero es difícil nadar o flotar en aguas turbulentas. Con enormes brazadas logró acercarse a los dos hermanos.

–Será mejor que nos mantengamos juntos –gritó–. Así será más fácil que nos encuentre el barco.

Bill y Ben estuvieron de acuerdo, pero decirlo era una cosa, y lograrlo era imposible.

Calvin hizo todo lo posible, pero parecía que las olas maliciosamente intentaban separarlo de sus amigos. Ben y Bill se turnaban para ayudarse: uno flotaba mientras el otro lo sostenía para que descansara.

Aunque Calvin luchó, no le quedó más remedio que mirar mientras sus amigos se alejaban de él.

Al principio no se preocupó demasiado. No habían ido muy lejos del barco, y sin duda alguien notaría su ausencia y comenzaría a buscarlos. Sin embargo, luego se supo que todos los que estaban a bordo del camaronero se habían ido a dormir, cansados de la agotadora noche. Nadie descubrió durante muchas horas que los tres muchachos no habían vuelto de su paseíto. Para entonces, era demasiado tarde para encontrar algún rastro de ellos.

Calvin siguió nadando, ¡e intentando mantenerse despierto! Le sobrevino un deseo abrumador de dormir, un gran anhelo de entregarse en los brazos de la inconciencia. Pero no bien se relajaba y se hundía en las verdes profundidades, los pececitos le mordisqueaban los dedos de los pies. El sobresalto lo asustaba y se despertaba, y comenzaba a nadar nuevamente. Posteriormente comentó que, para él, los peces fueron agentes directos de Dios, enviados para mantenerlo despierto.

Calvin nunca había sido un muchacho particularmente religioso. Quedó huérfano de muy pequeño y fue criado por una tía anciana que casualmente lo había llevado a toda iglesia que estuviese cerca de donde vivieran. Sin embargo, de repente, allí, solo, rodeado por las vastas y desoladas expansiones del mar y del cielo, Calvin se puso a pensar en la vida. Su vida, y el propósito por el que habría sido puesto en esta tierra por 18 cortos años. ¡Y ahora parecía como si estuviese a punto de dejarla! ¿Cuál sería la razón que estaba detrás de todo eso? Calvin estaba tan cansado que ya no podía pensar más. No había más nada que hacer que tratar de seguir vivo y orar.

Y ahí, flotando, nadando, hundiéndose en las aguas saladas del golfo de México, Calvin aprendió a orar. Aprendió a hacerlo, no con los labios, no por casualidad, sino con el corazón.

El largo y caluroso día declinó, y Calvin perdió toda noción del tiempo. Al principio, la frescura de la oscuridad de la noche le trajo alivio del sol abrasador del día, pero pronto se heló y comenzó a temblar de frío. Ya tenía el cuerpo quemado por el sol; la piel de gallina lo torturaba.

Flotaba lo más y mejor que podía, pero se había levantado viento en la costa del Golfo, como todas las noches, y las elevadas olas le llenaban la cara de sal y lo enceguecían.

Sus ojos se cerraron. El bendito sueño lo llamaba, y se hundió a dos metros en las aguas acogedoras. Allí un dolor agudo en uno de los dedos del pie lo sobresaltó y lo despertó. ¡Una vez más un pez que lo mordisqueó le había salvado la vida!

Dos veces durante la noche, Calvin vio las luces de las embarcaciones pesqueras. Se arruinó la garganta de tanto gritar, pero sus gritos se perdían con el ruido de la vibración de las máquinas. Los barcos pasaban de largo y, a medida que las luces iban desapareciendo en la oscuridad, la desesperación de Calvin se hacía absoluta.

Pero Calvin ya no sentía miedo de morir. En su mente ahora no había lugar para otra cosa que no fuera su nueva fe en Dios, la fe que había nacido y había crecido a través de la oscura desesperación de esa larga noche. Ya no oraba: “Por favor, querido Dios, envía un barco para salvarme”. Ahora el tema principal de su oración era: “Que se haga tu voluntad. Soy tu siervo. Si es tu voluntad, llévame al descanso. Solo existes tú”.

Palabras, versículos y oraciones olvidadas que había aprendido en los días de su niñez volvían a su mente. Y mientras oraba y descansaba en los brazos de Dios, Calvin seguía luchando, nadando, flotando.

Despuntó el nuevo día y, de repente, con el resplandor del sol naciente, un gran barco camaronero apareció encima de él. El deseo de vivir volvió a arder en el muchacho, y gritó saltando lo más alto posible del agua, agitando los brazos frenéticamente. ¡Cuánto deseaba tener un pedazo de tela para hacer señas!

Todos sus gritos fueron arrastrados por las olas cálidas y relucientes que subían y bajaban ante sus ojos desesperados. Parecía que no había nadie en la cubierta del barco. El sol brillaba sobre el agua metálica. El barco estuvo a un metro de Calvin y siguió de largo. Desapareció en el horizonte como el juguete de un niño y, con él, se fue la última esperanza de Calvin.

De allí en más, ninguna cosa física tuvo un verdadero significado para él. Flotaba, se hundía y nadaba de a ratos, guiado por un poder mayor a sí mismo. Su corazón joven dejó de luchar, dedicó su alma a Dios y encontró la paz. Así fue que con una sensación de anticlímax Calvin oyó la vibración de los motores de otro camaronero que se acercaba en dirección a él.

En medio de una bruma de dolor y sin poder creer de que la vida estaba a punto de comenzar otra vez para él, Calvin fue rescatado. Su cuerpo ampollado fue colocado con mucho cuidado en un cabestrillo, fue levantado de las aguas y el camaronero se dirigió hacia Port Aransas.

Un susurro de agradecimiento a Dios fueron las primeras palabras que salieron de entre sus labios secos. Calvin dejó de tomar el agua fresca que un marinero le daba con cuchara y que le causaba mucho dolor al tragar, para decir:

–Dios los envió, ¿verdad?

El marinero se ruborizó pero asintió. Su oficial superior, un capitán de cabello gris, dijo:

–Parecía como que estabas casi muerto cuando te encontramos.

–Sí, así es –dijo Calvin con dificultad–. Pero Ben y Bill... ¿dónde están ellos?

–Ellos están bien. Fueron recogidos por un camaronero después de estar en el agua casi diez horas. Se tenían el uno al otro para sostenerse, y uno nadaba mientras el otro descansaba. Incluso encontraron una tabla que flotaba, y eso ayudó a salvarles la vida. Pero tú, muchacho... –el capitán sacudió la cabeza asombrado–. ¿Cómo te mantuviste con vida? ¿Te diste cuenta de que estuviste en el agua casi 22 horas? Nosotros habíamos perdido toda esperanza de encontrarte incluso, pero algo nos impulsaba a continuar con la búsqueda.

–Dios hizo que continuaran con la búsqueda –dijo Calvin fervientemente.

–¿Qué fue lo que te sostuvo, Calvin? –el marinero le ofreció otro sorbo de agua y le sostenía la cabeza en alto mientras él bebía.

–¡Dios enviaba pececitos para morderme! –el muchacho sonrió y movió los dedos de los pies agradecido.

–Solo la magnífica condición física del muchacho y el aguante lo mantuvieron vivo. Es un milagro –le susurró el marinero con reverencia a su capitán.

Los ojos sabios del hombre mayor se posaron por largo tiempo sobre el joven gigante de ojos azules y cabellos rubios que había librado una batalla tan terrible contra la naturaleza y había ganado.

–Sí, es un milagro, un milagro de Dios –coincidió.

Calvin no los escuchó. Sus ojos se empañaron al mirar hacia el futuro. En su corazón había una oración de agradecimiento a Dios, a quien había aprendido a creer y a amar durante su larga prueba. Sus ojos vacilaron y se cerraron. Pero antes de quedarse dormido susurró: “Dios, solo existes tú. Mi vida siempre te pertenecerá a ti”.

Rescates emocionantes

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