Читать книгу ¿Quién se hará cargo del hospital de ranas? - Lorrie Moore - Страница 8
ОглавлениеEn París comemos sesos todas las noches. A mi marido le gusta esa mousse etérea y con olor a pescado. Son como frutos de mar, piensa, encerrados y apretados en el cráneo, como criaturas con caparazón que saltaron para liberarse de las oscuras cuevas del océano, y fueron asesinadas por la luz; se volvieron húmedas y pegajosas de tanto refugiarse para proteger su vulnerabilidad, de tantas noches de ensoñaciones. Yo, por mi parte, estoy comiendo para recordar.
–El césped del vecino siempre es más verde –dice Daniel, mi marido, con el dedo levantado, como si el pensamiento le hubiera venido de los cervelles–. Recuerda a la bestia que comes. Y ella se acordará de ti.
Estoy esperando algo proustiano, toda esa infancia olvidada. Los aplasto contra el techo de mi boca, los derrito, espero que algo se dispare en mi mente, por empatía o química con alguna estampida de proteínas. La tempestad en la taza, el tifón en la trucha; hay vino, y bebemos mucho.
Nos sentamos al lado de personas que nos muestran fotos de sus hijos guardadas en las billeteras.
–Sont-ils si mignons! –digo. Mi marido arma comentarios en su propio dialecto. Nosotros, nuestros, no tenemos pequeños. No sabe francés. Pero estudió español alguna vez, y ahora, con una fortaleza triste, le habla de nuestra falta de hijos a la pareja de al lado.
–Pero –agrega, pensando con cariño en nuestro gato– tenemos un grande gato en casa.
–Gâteau quiere decir “torta” –susurro–. Les acabas de decir que tenemos una torta grande en casa.
No sé por qué siempre saca conversación con los vecinos de mesa. Pero lo hace, piensa que es amable y educado en lugar de torpe e irritante, que es lo que pienso yo.
Después vamos siempre a la misma chocolatier a comprar trufas al whisky. En las trufas sí se siente la tormenta atrapada, una tormenta tibia bajo la lengua.
–¿En qué aggrandizement estamos? –pregunta mi marido.
–¿En qué “aggrandizement”? –digo–. No sé, pero creo que estamos en uno de los grandotes.
Mi marido pronuncia tirez como si fuera español, père como si fuera pier. La forma cariñosa en que lo imito pasa por alto las maneras en que siento su falta de amor por mí. Pero estamos arreglándonos bastante bien. Nos tocamos la manga el uno al otro. Nos decimos: “¡Mira eso!”, tratamos de que nuestras miradas se fundan, nuestras mentes se vuelvan una. Estamos en París, con su mazapán perfecto y su luz, su vaho a cloaca y su Estado policial. Con mi cadera dolorida y sus arcos vencidos (“orgullo vencido”, les dice Daniel) caminamos por los quais, nos paramos en todos los puentes bajo la llovizna, y miramos este lugar precioso, mientras secretamente nos imaginamos casados con otras personas –¡aquí, en la ciudad de la luz!– y a veces no, a veces simplemente nos preguntamos, en silencio o en voz alta, en qué se convertirá el mundo.
* * *
Cuando era niña, traté con ahínco de dividir mi voz. Quería hacer acordes, astillarme la garganta en armonías floridas como un prado, así era como lo entendía. Me parecía que era algo que uno tenía que poder hacer. Sentía que con concentración y un potente empujón de aire, podría ser capaz de poblarme, de desatar una multitud en la caja de mi voz, de dar a luz, de liberar todos los estados de ánimo y los matices, todos los habitantes preciosos y místicos de las expresiones de mi mente. En las tardes me iba sola más allá del jardín y de los arbustos de grosellas, más allá de los cebollines con sus coronas violetas y de los delgados espárragos, más allá de los girasoles doblados de un golpe por los ciervos o por una helada fuera de estación, más allá del césped de la hondonada hasta la pradera bien lejos detrás de nuestra casa. O me iba por el camino hasta el terreno vacío cerca de la Reserva Naval, donde en invierno se vaciaba el camión quitanieve y donde en verano a veces los varones jugaban a la pelota. Yo miraba por encima de las flores silvestres, del pantano de humus y hojas, del musgo de primavera que reverdecía en las rocas, o de las montañas de cascotes de nieve ennegrecida de las calles, fuera la estación que fuera –mis mitones con coágulos de hielo, o mis manos sucias de barro del pantano–, y desde la zona posterior de mi laringe proyectaba parte de mi voz hacia el horizonte y parte hacia el cielo. Debe haberme dolido. Quería aullar y volar y romperme en pedazos.
El resultado era mucha tos, jadeos y una afonía que a Mrs. LeBlanc, nuestra mujer de la limpieza, le preocupaba escuchar en la voz de una niña. “¿Se resfrió, Miss Berie Carr?”, solía preguntarme cuando yo volvía demasiado temprano a comer. Decía mi nombre así, haciéndolo sonar irlandés, aunque no lo era. “Nah”, decía yo con brusquedad. Ella era alegre, pero también pesimista y olía a cebolla; no me gustaba que me respirara cerca; no quería que me inspeccionara como una enfermera. Apenas podíamos costear una mujer de la limpieza, pero mi madre estaba muchas veces sola para conversar, aun en nuestra casa abarrotada de gente, y le gustaba sentarse con Mrs. LeBlanc en la cocina a fumar y tomar té. Aunque yo no hubiera visto todavía a Mrs. LeBlanc, aunque hubiera logrado esquivarla con éxito, sabía si ella había estado allí: la casa estaba llena de humo y seguía desordenada salvo por las revistas apiladas en montones nuevos y prolijos; mi madre tarareaba; el cheque en la mesada no estaba más.
Después de un año, cuando los acordes que yo quería conseguir me fallaban sistemáticamente, y lo único que podía lograr era un zumbido ronco y grave para acompañar mi nota principal (¿dónde estaba el coro de ángeles, el jazz seductor?), finalmente paré. Empecé en cambio a pedirles deseos a las telas de araña y a las piedras de cinco cantos. Pedía una mudez eterna e intrigante. Sería la Misteriosa Chica Muda, la Elfa Enigmática. La voz humana ya no me interesaba. La voz humana era demasiado anodina. Era importante, me parecía, hacer algo sofisticado. Solo que no sabía qué.
Aunque a decir verdad ninguna voz fue anodina en nuestra casa. Si bien me llevó prácticamente toda la vida, hasta el verano de mis quince años, darme cuenta de eso. Había sofisticaciones: años del acento francocanadiense de mi madre filtrándose solo en las canciones de cuna más desesperadas. O la cadencia falsamente patricia que se le colaba en la voz cuando quería hacerse la fina con sus temibles suegros; su voz se convertía en una voz entrenada, tratando de relocalizarse social y geográficamente. O años del colegio alemán de mi padre disparados a través de la mesa del comedor, mientras mi madre trataba con temor de aprenderlo así, para poder hablar con él durante la cena sobre asuntos privados sin que los niños entendieran. “Was ist, los, schcäzchen?”. “Ich weiss nicht”.
A veces teníamos estudiantes de otros países viviendo con nosotros durante algunas semanas, durmiendo en alguno de los sofás cama en el salón, en el sótano o en el estudio. A veces había maestras de Kenia, Argentina o Tanzania, países con nombres que sonaban a nombres de niñas preciosas. Había planificadores urbanos de Sudamérica, refugiados africanos. “Mis padres estaban tratando de escandalizar a los vecinos”, diría yo años más tarde en situaciones sociales en las que se suponía que había que hablar de la propia crianza y ser entretenida al mismo tiempo.
Todo en nuestra casa cuando era joven se sentía envuelto de extrañeza, de códigos, de estados de ánimo. Las personas venían y se quedaban, después se iban.
Uno de los muchos resultados de esto para mí fue un toscano en la oreja para los idiomas. Mi mente trabajaba con rigidez, reagrupaba e improvisaba sonidos. Por un tiempo pensé que Sandra Dee no era solo una actriz sino uno de los días de la semana en francés. Cantaba “Frère Jaques” con la asombrosa frase “son él y la Tina”. Saber que la lengua extranjera era muchas veces un código marital tenso, zona prohibida para los kinder, puro viento y gorjeos prohibidos, propiedad de los invitados, me volvió taciturna y ligeramente sorda, resentida de una manera que era inexplicable para mí en esa época; me desconectaba. Jugaba con mi comida –el pan de carne con demasiado cereal, la sopa Habitant y la morcilla, los palitos de pescado despellejados– o comía demasiado. Me atiborraba la boca y me agarraba el estómago, masticando. Desde el principio y durante mucho tiempo después cuando oía algo no inglés –el igbo del Sr. Gambari, la Sra. Carmen-Perez cantando una canción en español– mi mente se cerraba por cortesía. Mis maestras en la escuela –francés, alemán, latín– me requerían, pero yo no podía oír lo que decían. Nunca supe qué pasaba; movían la boca y los sonidos me llegaban mezclados y aterradores.
Más adelante, cuando fui una adulta, alguien en una cena me hizo escuchar una grabación de monjes asiáticos que podían en efecto dividir sus voces, crear un sonido roto, coral, que era como ser uno mismo pero también tantos otros. Era un coro de lo quebrado, de lamentaciones. No era lindo, pero me recordó, en ese preciso momento en esa comida deprimente –todos opinando sobre Marx, Freud, hockey, Hockney, el robo a los liberales, radicales con flebitis, ¿tendría Gorbachov su propio Hollywood Square pronto?–, me recordó el sonido que yo podría haber conseguido si mis esfuerzos hubieran sido exitosos. Me recordó cómo los niños siempre piensan en grande; cómo el mundo los confronta y los moldea para mantenerlos a salvo.
Sin duda “a salvo” es lo que estoy yo ahora; o lo que se supone que estoy. La seguridad está en mí, me sostiene derecha, como una columna vertebral. Mi sangre no viaja por caminos nuevos, sabe simplemente su camino, se demora, se adormece y se encariña. Aunque hay momentos, incluso recientes, en la pequeña ciudad donde vivimos, en los que he dejado a mi marido para salir a caminar al anochecer, la luna suspendida boca abajo como un pájaro estridente y presumido, como algún error absurdo –qué vida de oficinas y tareas aburridas podría tener una luna inundando el cielo y las calles, sin parecer absurda–, y en mis caminatas, hacia las esquinas silenciosas, los olores fríos a humus, las copas de los árboles saludando en un viento, he sentido una antigua naturaleza salvaje. Ebria y fantasmal. No es sexual, no realmente. Tiene más que ver con la aventura y la huida, como las ganas de un niño de escaparse, que toma envión y se frustra al mismo tiempo, un deseo que se enrosca en mí como un tornillo, una sombra atada a los pies que se dispara hacia lo demás, aunque, finalmente, siempre se ha quedado a un costado, como si esa otra vida fuera imposible y lo supiera, como un buen perro, buen perro, buen perro. Siempre se ha quedado.
El verano de mis quince años trabajé en un lugar que se llamaba Storyland con mi amiga Silsby Chaussée, de ella se trata todo esto. Storyland era un parque de diversiones a dieciséis kilómetros de nuestro pequeño pueblo Horsehearts, a cuatro kilómetros del lago. Su temática eran los personajes de los libros de cuentos, y había instalaciones y pequeñas representaciones de canciones de cuna –Hickory Dickory Dock o Little Miss Muffet– y de cuentos de hadas. Blancanieves. Hansel y Gretel. Había atracciones y toboganes. Estaba La Vieja que Vivía en un Zapato, que era una enorme bota violeta que podías trepar hasta la punta, para deslizarte por una lengua de aluminio hasta un cajón de arena. Estaban Los Tres Cabritos: un puente en arco de madera de secuoya, un gran duende de yeso y tres cabras vivas que podías alimentar con galletas de centeno que se compraban en una máquina expendedora. Estaba la sección del Safari por la Selva, con sus puentes colgantes y sus cocodrilos falsos. Estaba el Pueblo de la Frontera, con su pueblo fantasma falso y los varones del colegio secundario local disfrazados de cowboys. Finalmente, estaba el Sendero de los Recuerdos, un paseo cubierto entre la salida y la tienda de regalos, alineado con faroles a gas y maniquíes vestidos de gala –con polisones y galeras apolillados– apoyados precariamente en carruajes antiguos. A veces en los días de lluvia Sils y yo almorzábamos en el Sendero de los Recuerdos, en uno de los bancos de plaza a lo largo del paseo. Quedábamos conspicuas y fuera de lugar –un poco mimos, un poco vándalos–, pero la mayoría de los turistas sonreían y nos ignoraban. Cantábamos a la par del sonido metálico del hilo musical, sin importarnos qué era –generalmente “After the Ball” o “Beautiful Dreamer”–, pero a veces era el tema de Storyland:
Storyland, Storyland,
donde ni terror ni tristeza hallarás
donde tus sueños cumplirás.
Los libros y las canciones de cuna cobran vida, ya verás.
Storyland, Storyland:
trae a toda tu familia-a-a
(y no te olvides de la abuela-a-a).
Siempre hacíamos muecas en la coda de la abuela –waaa-waaa-waaa– que flotaba en el aire en una especie de séptimo acorde disminuido, como la banda sonora cómica de un dibujo animado. Cantábamos con las bocas llenas de sándwich, después las abríamos bien grandes para mostrar la comida y expresar nuestro horror ante la sola idea de que nuestras abuelas estuvieran ahí, en el parque, paradas inexplicablemente en la fila de alguno de los juegos. ¡Y la abuela!
¡Puaj!
Sils era hermosa; los ojos aguamarina con pintitas negras, la piel suave como un jabón, el pelo largo y castaño pero con vetas de amarillo oro aquí y allá que captaban el sol como el agua del río. Estaba contratada por el director creativo para hacer de Cenicienta. Tenía que usar un vestido de satén sin breteles y dar vueltas en una gran carroza calabaza de papel maché. Las niñitas hacían fila para subirse y hacer un tour por el parque con ella, era uno de los juegos, y después las dejaba en el siguiente, un hongo gigante con lunares. En el recreo, Sils me venía a buscar para fumar un cigarrillo.
Yo era una de las cajeras de la entrada. Entraban seis mil dólares por día en una sola caja registradora. Los clientes se quejaban de los precios, mentían sobre la edad de sus hijos, contaban el cambio para cerciorarse. “Gardez les billets pour les manèges, s’il vous plaît”, les decía a los canadienses. Mi uniforme era un sombrero de paja, un vestido de rayas rojas y blancas con un delantal rojo de volados, y una credencial con mi nombre en el canesú: Hola Mi Nombre Es Benoîte-Marie. Le había cosido monedas al ruedo del delantal para que no se levantara con el viento, pero aparte de eso no había mucho que se pudiera hacer para que el vestido tuviera un aspecto normal. Una vez vi una chica a la que habían despedido el año anterior manejando por la ciudad todavía vestida con el delantal y el vestido. Estaba loca, decía la gente. Pero ni falta hacía que lo dijeran.
En el verano todo el condado estaba repleto de turistas canadienses de Quebec del otro lado de la frontera. A Sils le encantaba contar anécdotas de ellos de cuando trabajaba como mesera en HoJo’s: “Me gustaguían unos güevos”, había dicho un hombre sin dejar de mirar su pequeño diccionario de bolsillo. “¿Cómo le gustarían?”, había dicho ella. El hombre consultó su diccionario, buscando palabra por palabra. “Me gustaguían… ehm… sobgue el plato”.
Ni se nos cruzaba por la cabeza que también nosotras éramos en parte francocanadienses. Sur le plat. Fritos. Nos gustaba contar historias ruidosas e ignorantes sobre estos turistas, tan cruciales para la economía de la región, pero que eran mezquinos con las propinas o coqueteaban o usaban las camisas abiertas con las barrigas al aire, se quejaban y fumaban cigarros finitos y se reían obscenamente o lo que fuera, no importaba. Nos habían enseñado a hablar despectivamente de los turistas, como todos en un pequeño pueblo turístico. En el invierno nos burlábamos de la gente de la gran ciudad que venía al norte a las montañas de Horseheart Garnet a esquiar. Usaban chaquetas brillantes y pantalones elastizados y tenían esquíes caros, pero solo podían arar la nieve. Gritaban cuando se caían, lloraban cuando los esquíes se les soltaban y se les escapaban a toda velocidad por la pista. Nosotras los pasábamos volando vestidas con nuestras chaquetas de jean y nuestros jeans y nuestras botas viejas atadas. Sonreíamos con suficiencia y tarareábamos canciones de Janis Joplin, bajábamos al silencio de los árboles, con nuestra superioridad nativa, nuestra relativa pobreza, creíamos por un momento que teníamos una especie de genialidad aborigen.
En Storyland, cuando Sils –¡Cenicienta en persona!– venía a buscarme para fumar un cigarrillo, yo cerraba mi caja registradora, dejaba a uno de los que cortaban las entradas cubriéndome, y me iba con ella, al callejón entre Hickory Dickory Dock y el zapallo de Peter Pumpkin Eater, donde sacábamos un paquete de cigarrillos y fumábamos dos por cabeza, los Sobranies y los Salems que nos hacían sentir espléndidas y sabias. A veces nuestra amiga Randi, que era la pastora Bo Peep y tenía que deambular por el parque con un cayado dorado, un bombachudo de volados y un sombrero con una cinta amarilla (llorándoles a los niños “¿Dónde están mis ovejitas? ¿Queridos, vieron mis ovejitas?”), se unía a nosotras para un recreo corto.
“¿Vieron mis ovejitas de mierda?”, nos preguntaba, apareciendo en el callejón (o en el Sendero de los Recuerdos si estaba lloviendo y era la hora del almuerzo), y se levantaba el bombachudo, el elástico le hacía picar las piernas. Diez años más tarde, Randi tendría un ataque de nervios vendiendo cosméticos Mary Kay; dejó de venderlos pero siguió encargándolos, los dejaba apilarse en cajas en el sótano de su casa, en lugar de venderlos, salía, se emborrachaba en el asiento de atrás de su auto y se desmayaba. Pero ahora, aquí, una Bo Peep fumadora, era incansable, irónica y joven. “Tenía la esperanza de encontrarlas aquí”. Daba pitadas rápidas, después se iba, su bombachudo a veces seguía subido en la espalda. “Randi, tienes un culo enorme”, le decía Sils, inspeccionándola.
Teníamos que estar atentas a Herb, el gerente del parque. (¿Qué habrán pensado esos niñitos cuando Cenicienta y la pequeña Bo Peep aparecían con manchas de nicotina y aliento a cigarrillo?, me preguntó una vez mi marido, investigador médico, y me encogí de hombros. Cosas diferentes, murmuré entre dientes. Eran otros tiempos. Todo el mundo fumaba. Sus padres fumaban).
“¿Vieron mis ovejitas? ¡Las perdí y no sé dónde encontrarlas!”. La voz de Randi se iba alejando, y Sils y yo tarareábamos canciones que conocíamos, unas que habíamos aprendido en el coro de niñas en el colegio –canciones navideñas medievales, una parte del Requiem alemán de Brahms, el dueto de Lakmé, el tema de The Thomas Crown Affair (¡Miss Field se hubiera sentido tan orgullosa de nosotras!)– o canciones que habíamos oído en la radio esa semana, unas que aprendíamos de cuadernos de canciones, muchas de Jimmy Webb. A Sils le gustaba “Didn’t We” en la versión de Dionne Warwick, y estaba aprendiendo los acordes en guitarra. “Esta vez casi hicimos rimar nuestro poema”. Hacía el cambio de acordes en el aire, como si tejiera, con el brazo izquierdo estirado como un cuello. “Yeah, yeah, yeah”, decía yo. “Et cétera, et cétera”. Pero también cantaba, entusiasmándome con su belleza.
Hacía la segunda voz. Esa era siempre mi parte. Rebuscando por debajo de la melodía, tratando de inventar algo bonito por debajo, algo que diera sostén, decorativo pero profundo.
Después encendía un cigarrillo y no decía nada.
–Esta mañana una niña no dejaba de acariciar las brillantinas de mi vestido, me miraba embobada, ¿sabes cómo?, así –Sils se encorvaba, abría la boca.
–¿La abofeteaste? –le preguntaba yo.
–La molí a golpes –decía ella.
Yo me reía. Sils también, y cuando el escote de su vestido se movía, yo trataba de no mirarle las tetas, que, como a veces se alzaban hacia la luz o volvían a la sombra, me fascinaban. Yo era chata, mis tetas eran dos almohadillas color salchicha, y tenía que evitar los vestidos con pinzas, las camisas de nylon y los trajes de baño escotados. Aunque fingía que sí, todavía no había menstruado, a pesar de tener quince años. Las palabras “desarrollada” o “no desarrollada” me llenaban de terror y desprecio. “Cuando te desarrolles”, podía empezar una larga y vergonzante profecía de mi madre, o la enfermera del colegio que venía a hablar con nosotras en la clase de Ciencias, y yo me inmovilizaba en mi silla, sin mover ni un músculo, tratando de desaparecer. Que nunca me iba a “desarrollar” parecía una verdad mortificante que nadie, excepto yo, estaba dispuesto a admitir. Pero trataba de lidiar con mi desilusión: no había querido ser un bicho raro, más que nada había querido que me crecieran las tetas para mirarlas. Las quería estudiar, ponerles talco y perfumarlas. Ahora tenía que aceptar los hechos: la Madre Naturaleza me había pasado por alto, aquella figura de túnica blanca y guirnaldas de flores que a veces veía en los avisos de margarina convocando tormentas me había ignorado rotundamente.
Y entonces contaba chistes de tetas despectivos hacia mí misma, apoyándome en analogías con los huevos fritos, las picaduras de insectos, de abejas, con animales o latas atropelladas por un auto, panqueques, gomas de borrar, servilletitas y tachuelas; las tetas todavía eran una curiosidad para mí. Habían pasado solo algunos años desde que Sils y yo examinábamos atentamente cualquier página central desplegable que cayera en nuestras manos, o los avisos de ropa interior de W. T. Grant, o hasta la mantequilla Land O Lakes, a la que le recortábamos la doncella india doblándole las rodillas para que parecieran tetas cuando las hacíamos pasar por una ranura en el pecho de la figura. Nos reíamos fascinadas de un modo obsceno. Estábamos obsesionadas con las tetas. Nos metíamos relleno de trapos, tazas de té, pelotas de golf, pelotas de tenis y bolas de algodón adentro de las camisas. Una vez hicimos que su madre, que estaba divorciada hacía mucho tiempo y trabajaba hasta tarde como recepcionista en el motel Landmark, nos mostrara las suyas. Era una madre dulce y llena de culpa, agotada de sus hijos mayores (de los ruidosos ensayos de la banda en el sótano; de las novias que se quedaban a dormir; de las excursiones semianuales a través de la frontera con Canadá para evitar el reclutamiento, a pesar de que tenían números altos; de los espaguetis que colgaban en el porche como móviles; de las instantáneas que pegaban adentro de la heladera, fotos de lo que el perro le había hecho a la basura). Tenía miedo de haber descuidado a su hijita en su afán por llegar a fin de mes, así que cuando empezamos a corear “¡Queremos ver tus tetas, queremos ver tus tetas!”, curiosamente, nos las mostró. Se levantó el sweater, se desabrochó el corpiño, y las sacudió para liberarlas, mirándonos confundida, nosotras no les sacábamos los ojos de encima, llenas de venas, oscuras y asombrosas.
Pero ahora parecía que solo quedaba yo. Era la única que seguía obsesionada. Los últimos soles de la primavera habían llenado de pecas el escote de Sils, y su pelo sedoso, enjuagado con sidra y cerveza, brillaba como papel de aluminio navideño. “Yo le preguntaba una y otra vez, ¿cómo te llamas?”, dijo Sils. “¿A qué colegio vas –bobita–, te gusta tu maestra? Cosas que ninguna Cenicienta real diría jamás, pero esta niñita era víctima de un hechizo”.
“Que no podía deshechizarse”. Esta era la clase de inventiva aburrida a la que yo, una chica flaca sin desarrollarse, buena en el colegio, era propensa. “No dejaba de preguntarme por el príncipe. No tenía dos años. Era de esperar que captara. Ceci n’est pas une pipe”. Sils había memorizado todas las diapositivas de Historia del Arte. “No hay ningún príncipe”.
Yo fumaba los Sobranies hasta el dorado filtro venenoso. Exhalé por la nariz como un dragón. “Ahora me vengo a enterar, ¿entonces no eres Cenicienta?”, dije. No éramos muy ingeniosas de niñas, pero creíamos que lo éramos. Nuestra idea de un buen chiste era referirnos a nuestras peras como “La Huerta Feliz del Acné”. En un pueblo donde la gente encontraba maneras ridículas de no nombrar a Jesús en sus insultos, nosotras decíamos “carajo”, pero de una forma osada, muy íntima. “Carajo, nena”, le gustaba decir a Sils, con un rictus de superioridad y una risa crispada de fumadora. Yo lo decía también. Una vez en octavo, se le brotó la frente y trató de rasurarse los granitos con una hoja de afeitar. No fue gracioso en ese momento –le sangró la frente por una semana–, pero cuando más adelante nos queríamos reír, lo recordábamos: “¿Te acuerdas de cuando te rasuraste la frente? Carajo, nena”, y nos tirábamos al piso de risa. Buscábamos secretos. Buscábamos historias e infortunios y explotábamos sus poderes narcóticos. Nos encantaba reír violentamente, convulsivamente, sin sonido hasta que nos ahogábamos y teníamos que tomar aire con un rebuzno.
Entonces me insultó con un gesto de la mano y con la otra balanceó su Sobranie encendido contra el pulgar. Pero sonreía. Tarareó. Dijo: “Escucha esto”, y eructó la efervescencia de su Fresca. Era mi heroína, había sido mi heroína desde siempre. Estando con ella –de pausa para fumar a almuerzo a pausa para fumar– pude atravesar los días de aburrimiento.
Habíamos empezado a trabajar en Storyland en mayo, los fines de semana, durante las corridas de las celebraciones del Día de los Caídos, hasta la salida del colegio a principios de junio. Después trabajábamos seis días por semana. Antes, durante la semana de colegio, nos encontrábamos en el cementerio para fumar. Cada día teníamos lo que llamábamos una “comida de cementerio”. Yo trepaba la colina y la bajaba, atravesaba el campo azul de lino y verónica, la glorieta de palos y el peral, bajaba por el camino de ripio, cruzaba el pantano caminando sobre los tablones y subía hasta las lápidas, donde me esperaba Sils, recién llegada desde la otra punta. Ella vivía en una pequeña calle con robles que terminaba en el cementerio (al lado de su casa). “¿Acaso no es simbólica esta calle?”, le decía Sils a cualquiera que la visitara. Especialmente a los varones. Los varones la adoraban. Ella era lo que mi marido, con aires de superioridad, calificó como “ah, sí, debe de haber sido de esas chicas geniales. ¿No? ¿No? ¿Una de esas chicas en la cresta de la ola de un pueblucho en el medio de la nada?”. Podía leer música, sabía algo de pintura; tenía hermanos mayores con una banda de rock. Era la chica más sofisticada de Horsehearts, no es que fuera muy difícil, pero hay que entender lo que eso podía hacerle a una chica. Lo que podía significar en su vida. Y aunque le haya perdido el rastro, semejante pérdida me hubiera parecido inconcebible entonces. Muchas veces pienso en sus cosas y hago conjeturas sobre el resto de su vida: las canciones rotas y ridículas; la burbuja gastada de Horsehearts; el mundo triste, empantanado, mezquino.
Esa primavera solíamos encontrarnos en la tumba de Estherina Foster, una niñita que se había muerto en 1932, su fotografía, coloreada de amarillos y rosas, estaba adherida a la piedra. Ahí temblábamos y fumábamos, el aire estaba todavía demasiado frío. Estudiábamos las otras lápidas, nos inclinábamos para apartarnos un pelo de la cara una a la otra. “Quédate quieta, tienes un pelo”.
¿Estábamos simplemente esperando para dejar Horsehearts, nuestros amigos, nuestros enemigos, nuestra sofocante vida familiar? Con frecuencia pienso que en el centro de mí misma hay una voz que finalmente logró dividirse, una casa en mi corazón tan invadida por otra gente y sus maneras de hablar, por amigos a los que creí que era leal, por personas cuyas vidas solo puedo adivinar ahora, que me da la impresión de que soy solo una recopilación de ellos, que todos existieron por sí mismos, pero me formaron sin querer, y desaparecieron. ¿O acaso la expectativa era que yo me creara de la nada, que saliera de la nada y sola?
¿Qué quiero decir con “ellos”? Quizás solo me refiero a Sils. Estaba invadida por Sils, que ahora vive en mi infancia desaparecida, un lugar al que vuelvo de noche, en un sueño profundo, donde está ella, parada con sus brazos largos haciendo equilibrio en las piedras del arroyo del pantano, en las piedras del cementerio, en las piedras del camino de ripio de vuelta a casa. Cómo me molestó la manera en que los varones irrumpieron en nuestras vidas. Me resentí con ellos desde los primeros indicios. Eran burlones y ofensivos y yo no les interesaba. Enganchaban los pulgares en las presillas del cinturón. Más obsesionados que nosotras con los fluidos y los defectos del cuerpo, contaban chistes largos y desagradables, con remates insistentes como “metiendo” o “a mano”. Tenían rifles de aire comprimido y les disparaban a las ranas en el pantano, no siempre las mataban. Sils y yo, jóvenes y estúpidas, traíamos pinzas de casa y vadeábamos entre las totoras y las vainas pegajosas de las asclepias para buscar a esas pobres ranas y salvarlas; les hurgábamos la piel para extraer los balines y las vendábamos con gasa mientras sangraban y se retorcían. Pocas de ellas sobrevivían. Generalmente las encontrábamos muertas en el barro acuoso, la gasa suelta alrededor, trágicamente, como un estandarte caído en la guerra.
La semana en que la contrataron como Cenicienta, Sils hizo una pintura de esto, de lo que habíamos hecho con las ranas durante esos años. Pintó el cuadro con azules y verdes profundos. En el fondo, detrás de algunos árboles, había dos niñitas vestidas de santas o enfermeras o niños o princesas… ¿qué eran? Cenicientas. Cuchicheaban. Y en primer plano, cerca de las piedras y los nenúfares, había dos ranas heridas, una enyesada, la otra con una venda atada alrededor del ojo: parecían ranas que habían sido besadas y besadas con violencia, pero se habían quedado ranas. Lo enmarcó, lo colgó en su cuarto y lo tituló ¿Quién se hará cargo del hospital de ranas?
Para esa época, Sils tenía un novio –un novio llamado Mike Suprenante, de la glamorosa y prohibida Albany– y el significado del cuadro había crecido, se había ampliado, se había vuelto más gracioso; se había convertido en todo.
Había conocido a Mike a fines de marzo, en un bar sobre la orilla del lago que se llamaba Casino Club, donde habíamos ido a bailar. Teníamos identificaciones falsas y los fines de semana durante el año escolar era un buen lugar para ir a bailar. A veces bailábamos entre nosotras, desafiantes y sin varones, con un mohín paródico. Bailábamos twist de una manera profundamente burlona. Bailábamos swing, girando y haciéndonos girar una a la otra. Después esperábamos que los hombres nos compraran tragos. La pista de baile era una gran plataforma; las bandas eran ruidosas, los músicos nos guiñaban el ojo, eran simpáticos; los tragos costaban menos en la Ladies Night, y a veces veíamos a nuestros maestros estudiantes, jóvenes y atractivos con sus sacos azules. A veces alguno sacaba a bailar a Sils, antes de reconocerla, y en la mitad del baile se daba cuenta de quién era y la saludaba con un avergonzado “hola” o se encogía de hombros con timidez o la apuntaba con el dedo como con un revólver o se llevaba el dedo a la sien.
La noche que Sils conoció a Mike, tenía una falsa camelia en el pelo y una túnica sin mangas y unos jeans. Llevaba puestos todos sus anillos y brazaletes en una mano, solo de un lado, el otro desnudo. Yo bailé mucho. Cada vez que un hombre apuntaba en nuestra dirección para sacar a bailar a Sils, Mike (una “persona atractiva e insulsa”, dije de él más tarde), que se había acercado y se había presentado apenas un poco más temprano esa misma noche, aterrizaba con tragos extra y tomaba posesión de ella, llevándola a la pista; la reclamaba, “Yo la vi primero”, y ella lo dejaba. En los bailes rápidos con él, ella hacía su baile de la intensidad: se apoyaba profundamente en cada cadera y sostenía los puños en alto, uno lleno de anillos, el otro desnudo, como un boxeador. Su cara –con la nariz cortada como un diamante, los pómulos abiertos hacia los lados como un crucifijo– se veía dura y dramática en esa luz. Y así, para cuando los otros hombres llegaban a la mesa, terminaban de enjuagarse las encías con cerveza, terminaban de tragar, no les quedaba otra que yo. “Bueno, y a ti, ¿te gustaría bailar?”, decían con aire de haber sido estafados. A mí no me importaba. Lo entendía. Me había puesto mis pendientes blancos que brillaban en la luz negra del bar; me había delineado los ojos con sombra. Me había cepillado el pelo para adelante y después lo había tirado violentamente hacia atrás para que el volumen lo volviera más salvaje. Me había chequeado en el espejo del baño de mujeres: era demasiado flaca, y no era Sils. Pero estaba convencida –una convicción que mantuve ingenuamente por años– de que si alguien llegaba a conocerme, a conocerme de verdad, yo le iba a gustar mucho.
En los temas lentos, como “Nights in White Satin”, dejaba que los hombres –obreros de la construcción, vendedores de autos– me abrazaran fuerte. Podía sentir sus barrigas y su olor a transpiración, sus sexos endurecidos, sus camisas mojadas, sus brazos grandes a mi alrededor. A veces les apoyaba las manos en las caderas, con los ojos cerrados y me recostaba en uno de sus hombros mientras bailábamos.
“Estuvo muy bonito”, me decían al final, gritando por encima del próximo tema de la banda. “Gracias –decía yo–. Muchas gracias”, siempre les agradecía, me sentía agradecida, y se los hacía saber.
“¿Cómo volvemos a casa?”, le grité a Sils al oído. La pregunta habitual de nuestras salidas nocturnas. Me estaba quedando en su casa a pasar la noche, una de las pocas maneras que había conseguido para salir hasta tan tarde. Su madre hacía el turno noche en el motel, y sus hermanos se estaban quedando con sus novias o estaban otra vez en Canadá, Sils no estaba segura de dónde estaban exactamente. Me miró desconcertada, se encogió de hombros, y apuntó discretamente a Mike. Él movía el pie, fumaba un cigarrillo y miraba a la banda, pero rodeaba el respaldo de la silla de Sils con el brazo.
¿Qué necesidad de preguntar? Yo siempre podía contar con Sils; Sils era el camino; Sils era nuestra vuelta a casa, siempre.
Mike solo tenía una moto, pero le había pedido prestado el auto a un amigo. Manejaba despacio para que durara, no dejaba de mirar a Sils, que estaba sentada cerca de él en el asiento delantero, no dejaba de hacerle preguntas del estilo de “¿Cómo hiciste para ser tan bonita?”. A lo que ella contestaba: “Déjame en paz”, y después se reía. Yo estaba sentada atrás, muda, mirando por la ventanilla los árboles de la noche y las casas oscuras flotando como botes.
Mike estacionó al final de la calle, justo a la entrada del cementerio, y yo me bajé y esperé. Me alejé del auto para dejar que se besaran. Tenía mucha paciencia, me parecía, para ciertas cosas. Salté la cerca y deambulé por el borde del cementerio un rato, pero cuando miré hacia atrás, ellos estaban todavía dentro del auto besándose, así que me alejé más. Busqué la tumba de la pequeña Estherina Foster, y me senté ahí con ella en la oscuridad. Escuché para ver si había alguna voz que pudiera ser la de ella, algún pío o susurro, pero no había nada. Jugueteé con una rosa de plástico de tallo largo que habían aplastado en la tierra. Le limpié el barro y la hice rebotar por ahí, dibujando palabras en el aire: mi nombre, el de Sils, el nombre de Estherina. No se me ocurrieron otros nombres. Escribí Feliz cumpleaños, Carajo y Paz. Después tiré la flor en las sombras. Qué silencioso era el mundo de noche, los árboles sin brotes se dibujaban siniestros contra el cielo, las ramas se estiraban como buscando algo para atrapar y devorar, ¡tal vez las estrellas acarameladas y muertas! El piso estaba frío, cubierto de hojas; el pantano cercano había empezado a descongelar su olor a cloaca. A la luz de la luna el cielo parecía salvaje, brillante y jaspeado como el mar. La gente sola, la gente atrapada, la gente de campo, todos miraban al cielo, yo lo sabía. De alguna manera ese cielo era la salida, pero era también el testigo constante, inmutable, del antes y después de nuestras decisiones –era testigo de todas las muertes que se llevaban a las personas a otros mundos–, así que la gente tenía una tendencia a hablarle. Le quité la vista, me abracé las piernas y me cerré bien la chaqueta. Me saqué los pendientes y los metí en el bolsillo, el aire estaba extrañamente frío y con olor a hongos. Me pregunté si alguna vez me enamoraría de un chico. ¿Me pasaría? ¿Por qué no? ¿Por qué no? Ahí mismo hice un juramento y desafié a ese cielo y a esos árboles, y aposté: juré sobre la tumba de Estherina Foster que lo haría. Pero no sería de un chico como Mike. Nada que ver. Sería de un chico muy lejano; yo iría allí algún día y lo encontraría. Él estaría allí simplemente. Y yo lo amaría. Y él me amaría. Y estaríamos juntos, amándonos así, en ese lugar, donde fuera que estuviera. Tenía toda una vida por delante. Tenía paciencia y fe y una cabeza llena de canciones.
–¿Dónde estabas? –preguntó Sils. Ella y Mike habían salido del auto pero estaban reclinados seductoramente contra la puerta.
–Fui a caminar.
Mike se dio vuelta para mirar a Sils:
–Tengo que devolver el auto.
–Hasta luego –dijo ella.
Él la besó otra vez, delante de mí. “Te llamo mañana”, le dijo. Se subió al auto e hizo una vuelta de tres puntos –yo había estado aprendiendo eso en la escuela de manejo– y después se alejó a toda velocidad.
En la cocina nos preparamos un desayuno nocturno: galletitas saladas y chocolate caliente hecho de jarabe de chocolate Bosco. Mojamos las galletitas en el chocolate caliente y las dejamos ablandarse y flotar ahí como mugre en un estanque.
–Una vez en tercer grado –dijo Sils– no quería ir al colegio y mastiqué un puñado de galletitas, las guardé en la boca y fui arriba, gimiendo, y las escupí a los pies de mi madre.
–¡Qué bonito! –dije, y nos reímos hasta el agotamiento.
–Funcionó.
Tenía mirada soñadora mientras ahogaba las galletitas con la cuchara.
–Ingenioso –dije. Tuve la esperanza de que levantara la vista de su taza, me mirara, dijera algo más. Pero no lo hizo.
Más tarde, despatarrada en su cama, que era un colchón en el piso de su cuarto, Sils dejó escapar un largo suspiro de satisfacción. A los pies, en la luz tenue de una pequeña lámpara que ella dejaba encendida cuando yo estaba ahí, me acurruqué en la bolsa de dormir y la miré, empezando por los dedos de los pies: la red de venas azules de sus empeines, los tendones extendidos como el esqueleto de un abanico, el brillo descolorido de las uñas, reluciente y difuso como el nácar. Los detalles en ella eran siempre interesantes. Vio que la estaba mirando.
–Los dedos de tus pies son locos –dije.
Se acercó un pie al pecho de un tirón.
–¿Alguna vez te mostré estos?
–¿Qué?
Se examinó los pies meticulosamente.
–En las uñas de mis pies se puede ver a Napoleon Solo y a Illya Kuryakin.
–¿Qué estás diciendo? –Me hundí en la bolsa de dormir y fingí reírme de ella.
–De verdad –dijo–. Se pueden ver sus caras. –Bajó el pie–. Te los muestro mañana. –Suspiró otra vez, pensando en Mike, seguro–. Gracias, Berie.
–¿Por qué?
–Por lo que sea.
Después se durmió profundamente, y en la penumbra me quedé mirando mi propia sombra en la pared, una tosca cadena montañosa que creaba picos repentinos y los destruía en avalanchas de escombros, en una larga, larga inquietud que finalmente precedió al sueño.
Muchas veces, cuando iba a lo de Sils, ella dejaba sin llave la puerta del costado y una ensalada o un sándwich de queso cottage esperándome en la mesada de la cocina. ¡Una ensalada! ¡Un sándwich de queso cottage! Qué extraño conjurarlos en mi memoria, los pepinos y el apio dispuestos como por una esposa para su esposo; o el sándwich, dulce y blando por la mayonesa. Yo lo agarraba, me lo comía, subía a su cuarto, tocaba la guitarra con ella, le hacía las segundas voces en canciones folk como “Geordie” o “The Water Is Wide I Cannot Get O’er”, me sentía perdida en los acordes con séptima menor, su indefinición me despertaba un sentimiento de pérdida y corazón roto, aunque cómo podía ser si yo solo tenía quince años. Sin embargo, algo profundamente triste estaba escondido en mí desde siempre, y se agitaba como una criatura que se mueve en sueños. Muchas veces me concentraba en la pintura de la rana, entraba en la pintura con la mirada, como si fuera tal vez una ilustración soñada de un cuento de hadas de la vida real, o un pasadizo secreto hacia otro pasadizo secreto. Una broma hacia una broma secreta hacia un secreto. Cuando éramos más chicas, Sils y yo siempre buscábamos cuevas juntas, o algún estanque de patos desconocido. Íbamos a los supermercados Grand Union a alentar a las langostas que se habían liberado de sus bandas elásticas. Construíamos media carpa con tres paraguas abiertos y nos metíamos debajo a jugar a las cartas. Caminábamos kilómetros hasta el basurero del condado para ver a los osos. Para cuando tuvimos doce años, pedaleábamos en bicicleta hasta la tienda hippy y comprábamos incienso de glicina, o íbamos al centro al Orpheum, teníamos por ejemplo dieciséis años y veíamos películas prohibidas, a veces alguna película extranjera, que nos fascinaba y nos desconcertaba. Comíamos Junior Mints y pochoclo: cada caramelo una almohadita dulce en la lengua; cada pochoclo tan grande y complicado como una flor de catalpa. En una apuesta hasta podíamos tomar el ponche de arándanos, que tenía color a limpiavidrios y salía disparado por los costados del enfriador como un prodigio de la naturaleza; nadie más en nuestra ciudad lo había tomado jamás. Eso es lo que decía el hombre detrás del mostrador cada vez. Lo bajábamos con agua del bebedero del vestíbulo. Después nos sentábamos en la oscuridad, a la izquierda, para mirar la película desde un ángulo, con los ojos bien abiertos para pescar desnudos. A los trece, pasábamos el rato en W. T. Grant’s, comprando corpiños y sundaes helados, y probándonos sweaters de hombres que después usábamos para ir al colegio, amorfos y con los bordes estirados, colgando hasta las rodillas: ese era el look que queríamos. A los catorce, decíamos que dormíamos una en casa de la otra, y nos quedábamos toda la noche despiertas, íbamos a las vías del tren, y tomábamos alcohol robado de la despensa de nuestros padres en frascos usados de mayonesa. Después dormíamos en la furgoneta familiar en la entrada, nos levantábamos temprano, íbamos a comprar Donna’s Donuts al amanecer cuando estaban todavía calientes.
Pero ahora, cada vez más seguido, yo estaba sola en las salidas, preguntándome cómo era para Sils estar con su novio Mike, qué hacían, cuáles eran las cosas que yo ni siquiera sabía cómo preguntar y, si ahora que ella estaba más avanzada, yo le gustaba menos.
En cierto modo mi infancia estuvo hecha de desperdiciar el tiempo, de deambular soñadoramente por el bosque e ilegalmente por las cloacas de cemento, gateando, o placenteramente sola en la casa (nadie en casa ¡por una hora!) chupando la sal de pedacitos de papel o escondida debajo de las mantas durante la tarde para crear un lugar nuevo, un espacio que no había existido en la cama antes, como en un ensayo para el amor. Quizás en Horsehearts –un pueblo que había recibido su nombre de una vieja batalla entre los franceses y los indios, una ciudad llena de caballos masacrados cuyos cuerpos ensangrentaban el lago y cuyos corazones se decía estaban enterrados en Miller Hill, un poco hacia el sur– las únicas cosas posibles eran la postergación y la fantasía. Mi infancia no tuvo narrativa; todo era apenas una combinación de aire y falta de aire: esperar que la vida empezara, que el cuerpo creciera, que la mente se volviera temeraria. No había historias ni ideas, no todavía, no realmente. Solo cosas desenterradas de otro lado y rearmadas más tarde para ayudar a la mente a moverse. En esa época, sin embargo, era líquida, como una canción, no era gran cosa. Era simplemente un espacio con algunas personas dentro.
Pero se puede contar una historia de todas maneras.
Se puede tomar impulso, después empezar, hacerlo, y basta.
Las cosas en la memoria, lo sé, se vuelven rígidas y se desplazan, se convierten en algo que no fueron nunca antes. Como cuando un ejército interviene un país. O un jardín de verano se vuelve rojo con las hojas del otoño. El pasado se convoca en gran medida por un acto de brujería; las artes de una prostituta, collage y brebaje, ojo de lagartija, corazón de caballo. Aun así, la casa de mi niñez está grabada en mi memoria como si fuera la forma de mi propia mente: una mente con forma de casa; ¿por qué no? Fue a partir de esta mente particular que yo me atreví a cualquier peligro salvaje o postura sentimental o salto hacia algo lejano. Pero esta mente albergaba la semilla germinada de cada acto. Yo flotaba sobre ella, pero cerca, como las figuras en un Chagall.
Antes de que renováramos la casa, había un solo baño para toda la familia y muchas veces yo corría a usarlo y me encontraba con tres niños en fila; había un espejo en el pasillo y saltábamos agarrándonos la entrepierna y mirándonos en el espejo con la esperanza de no explotar. Había solo dos cuartos para tres niños: el cuarto amarillo y el cuarto azul. Por un tiempo mi hermana adoptiva LaRoue, mi hermano Claude (en Horsehearts se pronunciaba clod) y yo nos turnábamos para compartir porque LaRoue había llegado a nuestra casa con otra niña adoptada que ya no vivía con nosotros –una niña lenta y callada llamada Nancy que había sido golpeada por su madre hasta quedar retardada–, ellas dos compartían el cuarto hasta que Nancy se fue, y entonces LaRoue tuvo su propio cuarto. No creo que yo haya sabido realmente por qué o adónde se fue Nancy; en nuestra casa siempre vivían otras personas aparte de nosotros, todos acampaban en los sofás cama. Por eso busqué a Sils temprano, a los nueve años, la descubrí allí, en mi aula, alfabetizándose a mi lado, y me até a ella.
Un mes de mayo alguien simplemente vino y se llevó a Nancy. Me pareció aterrador, que eso pudiera pasar así como así. Que alguien pudiera venir y llevarte e irse.
Pero LaRoue se quedó y consiguió su cuarto propio –el azul con los alféizares blancos– y le decía “mamá” a mi madre. Yo era tres años menor, aunque solo un grado por debajo en el colegio, y tenía el cuarto más grande, el amarillo, con mi hermano Claude con quien estaba muy unida por ser solo un año mayor que él. Claude y yo éramos compinches de litera, una expresión que yo usaba con humor, irónicamente, de un modo agridulce, más tarde en la vida, con amantes, en esas noches de romance cuando dormía con un hombre pero no había sexo, yo estaba cansada, el perro tonto de mi cuerpo demasiado exhausto después de correr toda la semana en los médanos del amor, ahora con ganas solamente de dormir, apaleada, al lado de alguien pero cerca, como hermanos, como Claude. “Compinches de litera: podemos ser compinches de litera”.
Había en realidad una litera en la que dormíamos mi hermano y yo; a veces él arriba, a veces yo, para equilibrar las cosas, supongo. A pesar de que la casa estaba llena de reglas y horarios estrictos para irse a dormir, todos pegados a la heladera con imanes de Bryson Paper Mill, pequeños pinos imantados con el logo de BPM en dorado, éramos básicamente niños sin vigilancia. Podíamos encontrar la manera de hacer lo que queríamos, aunque exagerábamos la importancia del momento a la noche cuando uno de nuestros padres (se nos decía, suponíamos) vendría a controlarnos antes de irse a la cama. Nunca estábamos despiertos para ese momento, pero sabíamos que existía, creíamos en él de una manera religiosa, y a veces, cuando nos mandaban a la cama demasiado temprano una noche de verano llena de grillos, nos preparábamos para ese momento como si fuera el Juicio Final. Lo convertíamos en una especie de concurso de esculturas corporales, posábamos en la cama de maneras elaboradas: parados en un pie, la cabeza colgando de un extremo, los brazos levantados en el aire y la boca y los dientes y los ojos en unas muecas asombrosas. “Esto sí que va a sorprender a mamá”, decíamos, o “A papá le va a encantar esta”, y tratábamos de quedarnos dormidos en esas poses. A la mañana nos despertábamos despatarrados en posiciones comunes, sin acordarnos de si habíamos visto a alguno de ellos o no, o cómo había sido que finalmente nos quedamos dormidos de esa manera más normal.
Claude fue mi primer amigo, antes que Sils, y éramos mejores amigos, compinches de litera, esposos niños, hasta que tuve nueve y él tuvo ocho, y nos separaron; de alguna manera, por el resto de nuestras vidas. Éramos demasiado grandes; estaba mal que un hermano y una hermana compartieran el cuarto. Así que renovaron la casa, y cada uno de los niños tuvo su propio cuarto. El mío era abajo, sola, lejos del pasillo del primer piso. El de él estaba en el piso de arriba.
Poco después Claude se hizo amigo de un chico nuevo que vivía calle abajo, Billy Rickey. Yo anduve a los tumbos por ahí, después busqué y encontré a Sils, y se terminó el asunto. Claude y yo no volvimos a vernos, no verdaderamente. Cuando nos cruzábamos en los pasillos del colegio, o nos veíamos en la cena, años después durante las vacaciones, los casamientos y los funerales, ya no podíamos descifrar quién era el otro. Era como si a uno de nosotros le hubieran crecido aletas o plumas o una raya extraña en un costado, nuestra especie se había vuelto confusa.
Pero él siempre fue, para mí al menos, mi primer amor, mi niño novio, y en una familia atareada, que hablaba en lenguas, era importante estar casado, de alguna manera, con alguien. Yo lo estuve, lo había estado, por un tiempo, con Claude.
Era LaRoue la que estaba sola. De niños, Claude y yo éramos todo cuerpo y dormir y jugar –más cercanos aun que la mayoría de los adultos entre ellos– y nuestros padres nos parecían estrictos y distantes como reyes, y LaRoue nos parecía mayor, una intrusa perturbada, una visitante, alquile-una-niña, pero cristianamente tolerada. Nuestra familia leía la Biblia todas las noches en la mesa, mi padre avanzaba capítulo por capítulo por los evangelios, los actos, las cartas de Pablo a Timoteo (yo me imaginaba a Paul Zabrowski del colegio y a su molesto amigo Timothy Wilson), por el primer Juan, el segundo Juan, el tercer Juan, todo hasta la revelación (“Y al ángel de la iglesia de Filadelfia…” ¿Filadelfia? ¡La tía Mimi vivía en Filadelfia!), todos los versos largos y extraños, mientras veíamos enfriarse nuestra comida. Y así aprendíamos a contenernos.
(–Nosotros también leíamos la Biblia en la mesa –dijo mi esposo cuando recién nos conocimos y estábamos intercambiando cuentos. Él era judío, socialista, mitad húngaro.
–¿En serio? –pregunté.
–Sí –sonrió–. Solo que la leíamos con voces muy sarcásticas. –Yo me reí fuerte, con graznidos. Necesitábamos hacer bromas y jugar. Estábamos nerviosos, inseguros–. Lo que es interesante también –dijo, envalentonado hasta la enajenación– es que, aunque la mayoría de la gente lo llamaba Dios, nosotros lo llamábamos, bueno, lo llamábamos “estúpido de mierda”. –Daniel se golpeó el corazón con la palma abierta–: Una nación, bajo el estúpido de mierda.
Yo me caí de costado, desternillada de risa, después traté de enderezarme, de volver a colocarme la servilleta, cuando nuestro lúgubre camarero empezó a acercarse.
–En todo caso –dije, recalcando los oxímoron–, lectura de la Biblia y peruanos en sofás cama. Esa era mi “vida familiar”. Sea lo que fuere que eso... –y agregué vacilante– sea).
LaRoue existía para nosotros como una huésped solitaria que tolerábamos amablemente. Era gorda y nosotros flacos, rubia y nosotros oscuros. El pelaje espeso de nuestras cejas cruzaba aullando nuestras caras, un legado del comercio de pieles de Quebec. Las de ella eran apenas visibles, deshilachadas, como la fotografía aérea de algún cereal. Era mayor que nosotros, distinta, taciturna, periódicamente en un estado de convalecencia de la que nuestros padres no nos daban ningún detalle. Claude y yo manteníamos un contrato por separado. Cuando las personas se iban, explorábamos sus cuartos. Llegábamos a casa del colegio temprano, nuestro padre estaba todavía en su trabajo en BPM en el centro –o “al final de la calle”, como solíamos decir–; en el molino era jefe del departamento de dirección del bosque. Nuestra madre estaba en algún comité de dirección de las Mujeres Unidas Dedicadas a Hermosear Horsehearts, juntando notas diminutas sobre olmos y petunias con Hilma Johnston, Thelma LaRose, Betty Dreiser, Lou-Anne Gerard.
LaRoue, después del colegio, iba generalmente al club de equitación.
Entonces Claude y yo nos metíamos en las habitaciones y revisábamos las cosas: los pantalones de mi padre colgaban del cajón superior de la cómoda tomados por la parte de los dobladillos; sus viejas hormas de madera como títeres en el piso del armario. Los cajones de mi madre llenos de sachés y fajas, y en el desorden de la tapa de la cómoda los lápices de labios color coral y las colonias de Avón y las viejas fotografías coloreadas de ella misma cuando iba a la universidad y había ganado Concursos de Tobillo. Así juntábamos información de nuestros padres; éramos verdaderos espías exitosos, porque nuestros padres no sabían mucho sobre nosotros, creíamos, ni se preocupaban mucho por hacerlo, como era frecuente en las grandes familias de aquellos tiempos. Mi padre ni siquiera podía reconocerme en un grupo, no podía encontrarme en la foto anual de toda la clase –“¡Papá! ¡Esa no soy yo, esa es Cynthia Odekerk!”–; o camino al trabajo, cuando nos cruzaba a mi hermano o a mí en un grupo de niños yendo o volviendo del colegio, nunca nos reconocía. “¿Quién?”, “¡Cynthia Odekerk!”. Caminaba, sin sombrero y sumergido en sus pensamientos, bajaba a través del pueblo hacia el río, donde estaba el molino. “¡Hola, hola!”, lo llamábamos, y él nos saludaba de un modo general, desinteresado, sin dejar de avanzar con sus grandes zapatos y sus pasos largos, sin siquiera levantar la mirada del piso. “Ahí está su padre”, podía decir un amigo. O “¿Ese es su padre?”, tan desconcertado como nosotros.
Supongo que nos sentíamos menos intimidados por su negligencia que por sus atenciones, que tenían la tendencia a tomar la forma de corregirnos cuando nos equivocábamos en un intermezzo para piano de Brahms. “¡Ay!”, aullaba. “¡Do sostenido, Do sostenido, Do sostenido!”.
Si llorábamos, decía con firmeza: “Atajen la tapioca”.
Empezaba conversaciones más calmas con nosotros cuando se trataba de las palabras cruzadas que estaba haciendo; nos invitaba a su guarida si necesitaba el nombre de un programa de TV que no había visto nunca. Una vez que le dabas el nombre del programa de TV, volvía a ignorarte, se concentraba en el crucigrama, y te dejaba parado ahí hablando del programa un rato, de los personajes, de lo que les había pasado. Estabas ahí parado hablando con nadie.
Sin embargo, lo adorábamos. Si no nos conocía, no nos amaba e incluso ni nos reconocía no era porque estuviera dedicado a otros niños en otra parte. No teníamos rivales para su cariño, excepto quizás Brahms, Dvorak, los crucigramas diarios y nuestra madre; y aun ella ni siquiera tanto. A su manera icónica, nuestro padre era muy nuestro. Y en las sombras largas de su negligencia, nos fabricamos a nosotros mismos, improvisamos nuestras propias reglas en silencio, como hacían los niños en Estados Unidos, en los cincuenta y en los sesenta, un tiempo de padres ausentes. Es probablemente por eso que los niños de esa época, cuando crecieron, resultaron semejante shock para sus padres.
Sin duda alguna parte de nosotros, claro, quedó sumisa y reducida, acobardada por no poseerlo más profundamente, por su falta de atención, a pesar de que pensábamos que nos habíamos adaptado lo más bien. Pero estas eran lecciones y deformidades tal vez más conspicuas en la adultez que en la niñez, cuando éramos casi siempre ruidosos y estábamos ansiosos por dar batalla; teníamos muecas y burlas y gestos insolentes con las manos, revoleábamos los ojos, poníamos la mano como el pico de un pato al costado del cuerpo y la abríamos y cerrábamos cuando un adulto hablaba. Pero después, durante años, yo me refería a cualquier opinión mía, informada o apasionada, o a semanas y semanas de investigación, como a mi “trabajito de dos centavos”.
¡Do sostenido, Do sostenido, Do sostenido!
En público, mi hermano ya adulto enmudecía su yo salvajemente forjado con una colección de disculpas y excusas y si-no-le-molesta. De algún modo nos retiramos misteriosa y muy rápidamente de los tenaces yoes originales que habíamos construido en las noches a unas posiciones comunes y pasivas. Sin embargo, pensábamos que podíamos retomar las otras cuando quisiéramos, los Hieronymus Bosch, el ingenioso despliegue, los arabescos de Zappa, esperando que alguien entrara y nos viera y supiera por fin quiénes éramos en el fondo.
¡Do sostenido!
Nuestro padre era sin duda una figura impactante, solitaria, despótica. Había crecido en una familia de chelistas, germanófilos, hasta había viajado a Alemania en 1930, cuando tenía diez años; había visto a Hitler en el lobby de un hotel y había quedado deslumbrado. Pero cuando toda esa celebridad y esa música refinada tuvieron un resultado histórico tan malo, se retiró con sus pasiones, se hizo bautista, escuchaba sinfonías extasiado y trataba de acordarse de los nombres de sus hijos. Lo amábamos, de esa manera esnob e inexplicable de los niños: era el padre más alto y más inteligente en todo Horsehearts –lo cual era reconocido por todos– y esto era en esos días todo lo que nosotros o cualquier niño necesitaba de un padre. Seguíamos las pistas de nuestra madre que lo admiraba hasta la debilidad; había sido “educada para hacer eso con los hombres”, como eventualmente declaró ella misma. Pero nosotros, de niños, hacíamos lo mismo. A veces todavía puedo hacer que mis ojos se llenen de lágrimas –como un juego de niños de desmayarse voluntariamente– pensando en cuánto quería gustarle. Aunque cualquier adulto puede hacer eso, llorar como un bebé por el amor que tanto deseó, tanto buscó, tanto hizo por conseguir sin lograrlo. Una vez viajé ochenta calles con un taxista que decía una y otra vez: “Y nunca me abrazó, y nunca me besó”, hasta que por la calle ochenta empezó a llorar y tuve que bajarme. Fue insoportable.
Una vez, cuando tenía diecinueve años, le di a mi padre una tarjeta del Día del Padre que estaba hecha para tíos o vecinos. “Fuiste como un padre para mí”, decía. Su distancia se había convertido en una broma familiar, pero para él, que miró esa tarjeta fijamente, era algo de lo que no se podía hablar y fue una conmoción; no sé qué había pensado yo –¿que también se iba a reír?–, no sé, pero la expresión de dolor que le cruzó la cara me aturdió, me confundió, me obligó a salir en la búsqueda de una corbata a rayas y otra tarjeta: una con una brillantina demente y la palabra “Papá” escrita en letras gigantes.
Años más tarde, sin embargo, me enfurecí; haciendo un inventario de todo lo que él había dicho y hecho, llegué a pensar en él como en una especie de nazi. Yo estaba estudiando Historia. Cuando me casé con un judío, esperé que dijera algo impreciso y oscuro, pero no lo hizo. Era cortés y formal, no falto de encanto. Mi marido, cuando lo conoció, cuando se topó por primera vez con su imponente mezcla de Fred MacMurray, Fred Gwynne, Fred Astaire –todos los Freds–, me susurró aterrado:
–Tu padre es tan un Padre. Un über-Padre. La madre de todos los padres.
–Sí –dije, sonriendo–. La madre de todos los padres.
Sils no estaba realmente enamorada de su novio, Mike, yo estaba segura. Podía darme cuenta. Él la estaba cansando. Se los veía juntos, él todo sonriente y rebosante, lleno de entusiasmo, como un setter irlandés, un perro tenso, demasiada energía brillándole en la boca, y ella, exhausta de la noche anterior, un poco gastada, incapaz de seguirle el ritmo a este chico de diecinueve años con su departamento, su motocicleta acelerada, sus planes. Poco después de conocer a Sils se había mudado de Albany a Horsehearts para estar cerca de ella. Trabajaba en la construcción de carreteras, y la construcción de carreteras también se había movido más al norte. En el verde frío y húmedo de las mañanas, cuando la humedad estaba tratando de capturar el sol para prometer calor, ella se apeaba de la Harley, frente a Storyland, cuando él la llevaba al trabajo, y uno veía sus intentos para adaptarse al día, a la luz, una Cenicienta al revés. Tenía la costumbre, si había alguien más mirando, de levantar las cejas y señalarlo con el dedo mientras hablaba, y volver a su cara normal en un segundo cuando él la volvía a mirar. O no. A veces él pescaba el borde del gesto, un pájaro salvaje que había desaparecido por su garganta, como si ella, desesperada, se lo hubiera tragado para que no la viera, y entonces él se quedaba mirándola.
–¿Qué? –le decía. Era un pedido de explicaciones.
–Sí, qué: ¿qué quieres decir con qué?
Ella me buscaba con la mirada o buscaba a quien fuera, a su público, y sonreía. Era una sonrisa dulce, y casi siempre desembocaba en un beso que ella le daba después. Frotando un poco la nariz. Era una chica de colegio y esta era su primera experiencia sexual. El sexo la drogaba con secretos. La hacía escabullirse, le dejaba la sonrisa perturbada, el pelo hecho un caos.
–¿Cómo estás hoy? –le pregunté, palmeándole un omóplato camino a la entrada de empleados.
–Espero que todavía quieras ir a lo de los Sands esta noche, ¿no? –dijo.
Los Sands tenían una taberna en el lago que coqueteaba con la marginalidad llamada Sans Souci, que se había corrompido con el acento local a “los Sands”, como si hubiera sido un club nocturno de Las Vegas. Íbamos desde el verano anterior. Nos metíamos en todos los bares. Aunque éramos menores, teníamos papeles de trabajo y pulgares para el autostop y nos habíamos hecho identificaciones falsas en la biblioteca, que tenía la única fotocopiadora del pueblo. Le habíamos robado la licencia de conducir a uno de los hermanos de Sils, la habíamos fotocopiado, después habíamos reconstruido nuestras copias, con nuestros nombres y fotos. Nada de esto nos parecía un crimen. Los crímenes no eran crímenes; las leyes no eran verdaderas; nada era aplicable a nosotras. Estábamos exentas por la adolescencia y la geografía; el país era un caos, estaban Vietnam y el tema de evitar el reclutamiento y el rock y había personas que se prendían fuego. Aparentemente, las leyes eran el enemigo. Así que nosotras dispensábamos y despachábamos, cesábamos y desistíamos: creábamos nuestras propias reglas, y eran imprecisas. Estábamos inventando cosas, empezando otra vez, no había nada malo. Soldados de lata y Nixon que está llegando