Читать книгу ¿A las chicas les gustan los tontos? - Lucía Chevalier - Страница 7
Оглавление3. Cuatro chicas
Mamá entró en la cocina con los brazos abiertos y una sonrisa de oreja a oreja. Los rulos teñidos se le habían despeinado y su cabeza era un desastre.
—Mi chiquito, feliz cumpleaños –gritó en mi oído mientras me abrazaba y zamarreaba.
—Gracias, ma.
—Ay, con José te compramos un regalito.
—Sí, espero que te guste. Lo elegí yo.
Agarré el paquete y lo abrí. Una camiseta de River. A mí no me gusta el fútbol.
Mamá tenía las manos entrelazadas sobre el pecho y la cara llena de emoción. José sonreía, orgulloso por su supuesto acierto.
—Bueno, gracias.
No les podía decir que el regalo había sido pésimo. No mientras tuvieran esas caras. Le di un beso a mamá que lloró un poco sobre mi hombro.
José intentó saludarme con el mismo afecto, pero logré esquivarlo y llegar al otro lado de la mesa.
—Bueno, voy a ponerme linda y después bajo para que me cuentes qué vamos a hacer hoy –dijo mamá y subió las escaleras.
Volví a sentarme para terminar mi desayuno.
—¿Vas a hacer algo para festejar tu cumpleaños? –preguntó José.
—No sé.
—Facundooooooo –gritó mamá desde el piso de arriba.
—Parece que te mandaste una –dijo José.
Dejé mi vaso de chocolatada y me acerqué al pie de la escalera.
—¿Qué pasa?
—¿Me querés decir qué es este armatoste que pusiste en las puertas?
—Una traba.
—¿Y desde cuándo pensás que podés encerrarte en mi casa?
—Desde que entrás a preguntarme estupideces cada vez que quiero hacer pis.
Salí de la casa para no tener que estar en una conversación ridícula sobre que ella era “mi madre” y que tenía “todo el derecho de entrar porque me había cambiado los pañales” y que yo era “un desagradecido” y que “si tu padre supiera…”.
Estaba por cruzar la calle cuando una bicicleta me chocó de frente y me dejó sentado en la vereda.
—Ay, perdoname, no te vi.
Era una chica. Y me hablaba.
—¿Estás bien?
—Sí, sí, estoy bien.
—Venía con todo.
—Sí, me di cuenta.
Levantó su bicicleta y yo aproveché la oportunidad.
Era alta, con el pelo largo y negro atado con una gomita, ojos verdes (de los que me costó sacar la mirada); parecía un poco más grande que yo, pero las chicas siempre parecían más adultas de lo que en realidad eran. A mí me costaba entender cómo iba a hacer para que las chicas de mi edad, que parecían de dieciocho años, quisieran salir conmigo alguna vez, con mis brazos de lombriz y el pelo solitario en mi pecho. Ellas salían con chicos más grandes, lo que me dejaba a mí con las de diez años y eso era un problema, porque no podía andar de la mano con una de quinto grado.
—Bueno, me voy, perdón otra vez –dijo la chica de la bici y la vi alejarse.
Cuando la perdí de vista me sacudí la tierra y me acomodé el pelo.
—Epa, está buena, ¿no?
Mariano, mi mejor amigo y vecino, había visto la escena desde la puerta de su casa.
—Sí, qué sé yo.
—Dale, no te hagas.
—No me hago, es linda, pero me duele todo del palo que me hizo dar.
—Estaba yendo a buscarte, pero ya que estás acá venite a casa que tenemos que hablar.
La casa de Mariano era lo mejor. Solía pasar las tardes ahí, no solo porque así conseguía estar fuera de la mía, sino porque su familia no estaba nunca y podíamos hacer lo que quisiéramos. No eran cosas muy alocadas, pero esa pequeña cuota de independencia hacía que todo tuviera un sabor distinto, así fuera pasar el día entero frente al televisor.
—Escuchá, hoy hacemos una fiesta en casa.
—¿Una fiesta?
—Sí, una fiesta, por tu cumpleaños. Feliz cumpleaños, che –y me dio unas palmadas en la espalda, como a un perro.
—Gracias.
—La llamé a Camila para que le dijera a las chicas y Juani habló con los demás, pero le dije que no le diga nada a Martín.
—¿Por?
—¿Cómo por? Porque ese pibe está cada día más trabado y al lado de él a nosotros no nos prestan atención, si todas las pibas se babean por él.
—Pero si él no viene capaz que las chicas tampoco.
—No, gil, a las chicas no les dije que no venía –y me dio un golpe corto en la nuca.
—No sé, Marian, me parece un bajón no invitarlo porque tiene facha, es bullying a la inversa.
—Bullying te voy a dar a vos si seguís jodiendo. Me cansé de comer las sobras de Martín, así que esta noche no viene y las chicas son todas nuestras.
Mariano parecía no tener memoria. En el último mes había salido con tres chicas, se había dado un beso con dos y a la tercera la había dejado porque decía que no transaba. ¿Yo? Hasta entonces mi lista de mujeres sumaba cuatro.
1) Paula Rodríguez, compañerita de la guardería, de la que no tengo recuerdo alguno así que solo me queda confiar en la historia de mamá, que dice que desde que entraba en la salita hasta que me iba “Paulita y Facundito eran como chicle”.
2) Mariana Esteves, la “comemocos”. Jugábamos juntos en salita de tres y le decían así por razones obvias. Nuestra amistad se dio el primer día de clases, cuando se acercó para ofrecerme su álbum de stickers de ponies, lo que me pareció buenísimo, no por los stickers sino porque tenía una amiga nueva. Para cuando noté que se comía los mocos ya era demasiado tarde y el resto de los chicos nos decían “novios del moco”, lo que no tenía mucho sentido, pero a ellos les parecía muy divertido.
3) Lorena Maggi. La conocí en el cumpleaños de mi prima Clara. La encontré en uno de los tubos del pelotero con un pie enganchado en una red. La ayudé a salir y me sentí un héroe. Parece que ella también lo sintió así porque me dio un pico y me dijo “te ganaste ser mi novio por el resto del cumple”. Y yo fui feliz, aunque no me volvió a hablar ni a besar. Cuando papá me fue a buscar, Lorena estaba esperando en la fila por la bolsita de caramelos, así que me tuve que ir sin despedirme.
4) Juana Da Silva. Me acuerdo que tenía unos rulos negros que se parecían a la esponja de metal que se usa para lavar las ollas. Fue a mi colegio por unos seis meses en tercer grado. Su familia era de Brasil y viajaba todo el tiempo por el trabajo de su papá. Cuando la conocí, ella ya había estado en unas veinte escuelas distintas y sabía cómo caerle bien a todo el mundo, incluso era simpática conmigo. Todos la querían. Me enamoré de ella en el instante en que la vi y le dije a mamá, a papá, a mi hermana y a casi toda mi familia que era mi novia. Unos meses después se fue y me rompió el corazón sin saberlo. Lloré como por dos horas. Cuando mamá vino a buscarme al colegio insistió tanto en saber porque lloraba que al final le conté. Me arrepentí cuando quiso pegar la vuelta al colegio y averiguar el número de teléfono de la familia de la chica en el registro de la escuela.
—Así la podés llamar –me decía mientras me arrastraba por la calle.
—No quiero.
—Dale, después te vas a arrepentir. Por ahí puedo llamar yo a la madre para que se vean antes de que se vaya. Si son noviecitos.
—No, no, no –me solté de su mano y empecé a caminar para el otro lado.
—Pero, Facu…
—Vamos a casa, prefiero escribirle una carta.
—Pero vamos a necesitar la dirección nueva.
—No, ya la tengo –mentí.
Mamá lo pensó unos segundos y después sonrió.
—Bueno, mejor. Más romántico.
Desde entonces, cada vez que me acordaba de Juana y me ponía mal me escondía de la vista de mamá para llorar tranquilo. A veces todavía me pongo mal, me hubiese gustado que fuera mi novia de verdad.
Así que mi prontuario con las chicas y las pocas veces que había entablado algún tipo de conversación o relación con alguna eran muy escasas.