Читать книгу La muerte con silueta de mujer - Luis Calderón Cubillos - Страница 6

Callejón maldito

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Esa noche, la lluvia arreciaba en la ciudad. No se veía un alma por las calles. De vez en cuando una luz de un vehículo, que daba la vuelta en la esquina, alumbraba las paredes de los edificios, los cuales de tanta agua estaban negros, y esa luz parecía foco de cárcel que trataba de encontrar a un reo prófugo, alumbrando de oriente a poniente a un metro del suelo, y a través de ella también se veían las oleadas de lluvia movidas de un lado a otro por el viento. Ese callejón estaba mojado completamente y en las pozas de agua rebotaban las gotas que caían con vehemencia, sin parar. También se podía observar trastos y tarros de basura adosados a la pared.

Justamente, una de esas luces descubrió una puerta que se abrió en esa inmensa pared negra, al abrirse se podía apreciar mucha luz al interior de esa tienda, y la silueta que se posó en el umbral tapo por un instante esa claridad, al mismo tiempo que ese juego de luz y sombras resaltó la figura de una mujer, quién al salir y cerrar esa puerta, instaló nuevamente la total oscuridad al callejón.

Sus zapatos chapoteaban en las pozas de agua al tratar de avanzar rápido y salir de ahí, desgraciadamente con la oscuridad no podía ver bien el camino, y la tenue luz de la entrada del callejón lejos de ayudarla la encandilaban más y no podía ver donde pisaba. De pronto sintió un estruendo de latas que provenían de los tarros de basura, y a pesar de la lluvia que le cae en los ojos y no la deja ver bien, puede distinguir una silueta que sale a su paso, tomándola de un brazo y dándole una vuelta que la marea y la desorienta sin poder defenderse, al mismo tiempo que recibe un golpe al parecer de puño en su rostro, pero lejos de desmayarse por ese golpe, solo trastabilla, incluso está a punto de caer, pero se incorpora y trata de avanzar lo que es impedido ahora por el que ya descubrió que es un hombre, pero no alcanza a hacer más, ya que sus ojos ven a boca de jarro un especie de garrote que se le acerca a una fuerza veloz a su rostro y de ahí solo ve oscuridad.

Al día siguiente, amaneció aun lloviendo, pero suavemente, y con el correr de las horas se trasformó en una llovizna. Un hombre, al parecer un mendigo por sus ropas ajadas y su rostro demacrado y con barba, empujaba un carro de supermercado tan maltrecho como él, por la calle, tratando de encontrar en los tarros de basura algo que le ayudara para comer o para vestir, generalmente hacia ese trayecto, se lo conocía de memoria, por lo mismo ya sabía que en el callejón de atrás del bar «El gallo canta hasta morir», encontraría algo, así que no se apuraba tanto, caminaba tranquila y pausadamente, además que sus años lo obligaban a caminar lento.

El mendigo dobló hacia el callejón, sabiendo que encontraría algo que salvara su día y llenara su escuálido estómago. La lluvia de la noche anterior había dado paso a una fría y nublada mañana, aún se conservaban pozas de agua que esquivaba con su carro que conoció tiempos mejores. Había caminado la mitad del callejón hasta donde se encontraban los tarros con desechos, a un lado de la puerta trasera del restaurante, uno a uno les saco las tapas como de costumbre y se dispuso a buscar en su interior, no tardó en encontrar suculentos bocadillos los que saciaron su apetito, el resto lo comenzó a guardar en pequeñas cajas que llevaba para tal efecto en su carrito.

Se encontraba tranquilamente masticando la mitad de un hot dog encontrado en uno de los tarros, cuando su mirada se fija en algo que le llamó la atención en la muralla ubicada frente a él, se trataba de más cartones amontonados, pero alcanzó a divisar unos zapatos que al parecer estaban en buen estado, así que se dirigió a buscarlos feliz como siempre cuando hacía descubrimientos de esta índole.

Por lo que pudo ver a medida que se acercaba y al estar frente a ellos, se trataba de zapatos de mujer, el mendigo se inclina y toma uno, pero hay algo dentro del zapato que impide levantarlo, cuán grande es su sorpresa al mover hacia un lado los cartones y puede comprobar que dentro de los zapatos hay piernas, y más arriba el cuerpo completo de una mujer.

Estupefacto, el hombre vuelve sobre sus pasos y golpea insistentemente la puerta trasera del restaurante, pasan unos minutos y al parecer nadie lo escucha, decide salir a la calle principal por si pasa algún carro policial, el hombre no quiere decirle a nadie de los transeúntes que pasan por ahí por temor a que lo inculpen a él como sospechoso del hecho.

De pronto, a la distancia ve venir un auto policial por la avenida, que se acerca a una velocidad moderada, alcanza a distinguir a un policía que por la ventana viene observando hacia la vereda y a los transeúntes, a este policía el indigente hace señas, levantando sus brazos y señalándole el callejón.

El policía algo le dice al chofer y se detienen un par de metros más adelante, el mendigo se acerca al auto y les narra con palabras temblorosas quizás por el frío de la mañana o el nerviosismo del hallazgo, su experiencia vivida en ese callejón, los policías se bajan del vehículo con la duda marcada en sus rostros y se dirigen donde les señala el hombre.

Efectivamente, al llegar los funcionarios al final del callejón, justo frente a la puerta trasera del restaurante, bajo unas cajas vacías de cartón se podía ver ahora con la luz del día en forma más nítida, un par de piernas que al estar con zapatos de mujer hacían presumir de inmediato que se trataba de una fallecida del género femenino.

—Veamos de qué se trata —dijo uno de ellos y empezó a sacar una a una las cajas y pedazos de cartón de encima del cuerpo, a medida que sacaban los cartones se completaba la figura femenina, hasta que se pudo ver en su totalidad.

—Llama a los detectives, Julio, tienen que ver esto —ordenó el jefe de la patrulla.

—Sí, además al Instituto Médico Legal para que recojan el cuerpo.

—No, eso lo ven los colegas, ellos llaman —responde el jefe.

—Usted no se vaya amigo, tiene que responder unas preguntas —se dirige al mendigo.

—¡Ya sabía que me iban a echar la culpa! —responde el hombre apoyándose en su carrito.

Los policías llaman a la estación, y en 20 minutos llega una patrulla, este otro carro policial se sube a la vereda e ingresa por el callejón hasta donde las cajas y los tarros de basura lo permiten.

—¡Hola muchachos! ¿Qué tenemos aquí! —pregunta el policía recién llegado.

—Inspector Gutiérrez, es una mujer ya fallecida, que encontró este indigente que, según él, buscaba alimentos en los tarros donde botan comida del restaurante —informa el policía de uniforme.

—Pacheco, pregúntale al indigente qué más sabe —dirigiéndose al detective que lo acompaña.

En ese momento se acerca el otro detective que estacionaba el carro policial y juntos buscan objetos que puedan ser de la víctima.

La mujer vestía zapatos color negro de taco alto, pantalón y una blusa sin mangas color también negro, su pelo era largo y ondulado castaño oscuro, su cara manchada con barro reflejaba aun así un bello rostro. El o los asaltantes, aparte de robarle su cartera, también se llevaron parte de su ropa al parecer alguna chaqueta o jersey, porque la mujer no traía puesto nada más.

—González, sácale una foto antes que llegue el médico legal.

—A su orden, jefe.

—Jefe, ya tengo la declaración del mendigo testigo —se acerca Pacheco a sus compañeros.

—¿Y qué sacaste en limpio? —consulta el inspector Gutiérrez.

—¡Nada!

—Era de esperarse, estos hombres por miedo nunca ven nada.

En eso llega el carro del Instituto Médico Legal y proceden a levantar el cuerpo para llevárselo a su departamento para su análisis, son dos camilleros y el jefe se acerca al inspector a saludar.

—¡Buenos días inspector, qué comienzo de semana!

—Que tal amigo, comenzamos tempranito hoy, aquí le tengo una mujer al parecer muerta hace unas cuatro horas aproximadamente, fue durante la madrugada.

—¡Qué pena! Se ve joven y no era fea, por lo que se alcanza a ver a pesar del barro y sangre.

—¡Así no más es, amigo!

Los camilleros hacen su trabajo llevándose el cadáver al carro mortuorio, para posteriormente, dirigirse a su oficina para la autopsia pertinente.

—González, ¿ya tienes las fotos de la mujer? Vamos a preguntar al restaurante si la conocen, al parecer la mujer podría ser empleada de ahí —ordena el inspector Gutiérrez a sus subalternos.

Los policías se dirigen al restaurante, para ello deben dar la vuelta la esquina e ingresar por la puerta principal, ubicada en la calle paralela a este callejón sin salida.

Son las nueve de la mañana, aún está cerrado el restaurante para el público, no obstante, se puede distinguir empleados en su interior preparando su material de trabajo, por lo mismo será más fácil que contesten a los llamados de la policía. El inspector Gutiérrez da dos golpes fuertes a la puerta y no es necesario repetirlos ya que son oídos por un mesero que los mira desde el interior. Pacheco, el otro policía muestra su placa identificatoria, la que por momentos brilla con los primeros reflejos del sol que ya se vislumbra por el horizonte.

—¡Buenos días, necesitamos hablar con el encargado! —habla fuerte el inspector para ser escuchado por el empleado detrás de la mampara de vidrio.

—Un momento, le aviso de inmediato —responde el mozo.

Al rato aparece un hombre mayor, que podría ser un maître o encargado de sala, trae llaves y hace pasar a los policías al interior.

—Buenos días, soy el inspector Víctor Gutiérrez y este es el detective Pacheco, estamos en la investigación de un asesinato ocurrido en la parte trasera de su restaurante.

—Buenos días, señores, yo soy el administrador y estoy para ayudarle en lo que se pueda —responde atentamente el hombre que dijo ser el encargado.

—Bueno, se trata de una mujer, la que fue asesinada y tenemos un par de fotos, se las enseñaremos para ver si nos puede ayudar amigo —dice esto Gutiérrez, haciendo una seña a Pacheco y este extiende su mano con las fotografías tomadas a la mujer unos momentos antes.

Aunque las fotos fueron tomadas con sangre en la cara de la mujer, el administrador al parecer la reconoció de inmediato, pues se tapó con sus manos el rostro y con muestras inequívocas de que la mujer de la fotografía era conocida, miró a los demás mozos que estaban a su alrededor, los que observaban la escena intrigados.

—¡Sí, ella trabaja aquí, bueno trabajaba, si lo que ustedes dicen es cierto, pero no lo puedo creer!

—Así no más es, amigo, y vamos a tener que hablar con todos sus compañeros, si saben algo o vieron algo sospechoso.

—Ella trabajaba en el turno de tarde-noche, y sus colegas de turno deben estar en sus casas —dice el administrador.

—De todas formas, hablaré también con los de turno día, puede que sepan algo. Pacheco comienza con esta parte del restaurante, yo iré al segundo piso —ordena el inspector.

González se había dado vuelta la manzana y estacionado frente a la puerta principal del restaurante y entra a cooperar con las preguntas de rigor a los empleados.

Después de una hora y cuarto, los policías se retiran, pero con las direcciones de los trabajadores compañeros de la muerta en el turno noche, con la finalidad de usar el factor sorpresa, visitándolos en sus domicilios.

—Si citáramos a los trabajadores para que concurran al restaurante, para las preguntas de rigor, si existiera el asesino entre ellos, obviamente no vendría, y como estaría sobre aviso se daría a la fuga —comenta Víctor.

—Tiene razón, jefe —afirma Pacheco.

El carro policial arranca por esa avenida denominada Pedro Montt, hasta hacer un giro y emprender la ruta hacia los cerros de la ciudad, con la finalidad de encontrar con seguridad a los trabajadores en sus casas.

—¡Si están durmiendo, mala suerte, tienen que estar para la policía! —dice González, maniobrando el carro por una empinada calle, hasta que Pacheco señala una dirección anotada en su libreta con la lista de domicilios de los trabajadores.

La primera es una compañera; Marjorie, quien manifiesta que su compañera Sandra, la occisa, era una mujer introvertida, muy quitada de bulla y se siente tremendamente conmovida por lo sucedido y que su amiga no merecía una muerte así.

—¿Usted sabía de algún problema que haya tenido su amiga, de cualquier índole? Todo puede ayudar —pregunta el inspector Gutiérrez.

—¡Que yo sepa no creo que haya tenido!

—¿Ella, su amiga, tenía novio? —consulta el inspector.

—No, mi amiga no tenía novio, sí varios pretendientes que no la dejaban nunca sola, tratando de hablar de lo que fuera con tal de estar a su lado —agrega Marjorie.

—¿Ya, y en este turno nocturno habría algún pretendiente, como dice, que se destacara por ser más persuasivo?

—Sí, Roberto era muy insistente, parece que estaba enamorado de verdad, pero ella lo quería solo como un amigo y se lo había hecho saber muchas veces.

—Muchas gracias, Marjorie, si se acuerda de algo más llámeme, le dejo mi tarjeta.

El carro policial emprende dirección a otro domicilio de esta gran ciudad, perdiéndose entre los recovecos del cerro lleno de casas, todas multicolores y de diferentes modelos, lo que hace especial al barrio, que ninguna casa se parezca o sea igual a la otra, ya en su pintura como también en la característica de que son hechas por sus propios dueños.

En este barrio, en una calle determinada transitaba el carro policial buscando un número de casa, cuando los tres al unísono dicen: —¡Aquí es!

Detiene el carro y en un momento se encuentran golpeando la puerta. Aún es temprano, son aproximadamente las 10.30 a.m. Por lo mismo, los moradores se encontrarán durmiendo y será fácil dar con ellos. En esa puerta los atiende una dama de unos 60 años, al parecer, se prestaba a hacer las labores diarias de su hogar, sale con un plumero en sus manos.

—Buenos días, soy el inspector Víctor Gutiérrez y este es el detective Pacheco, aquí es el domicilio dado por Aníbal Reina en su trabajo, en el restaurante «El gallo canta hasta morir», queremos hacerle algunas preguntas.

—Sí, aquí vive, soy su madre, ¿y de qué sería puedo saber? —responde preocupada la mujer.

—No es nada malo, solo información, señora, no se preocupe.

—¡Claro que me preocupo, si soy su madre! —responde la señora refunfuñando, mientras los hace pasar y llama a su hijo que se levante.

Este hombre no era tan joven, se levanta de inmediato y sale al comedor donde se encuentran los policías, estos se percatan que tiene marcado un golpe en la parte superior de su frente y que casi le afecta a su ojo izquierdo.

—Buenos días, usted es don Aníbal Reina y trabaja en «El gallo canta hasta morir», queremos hacerle unas preguntas sobre su compañera Sandra Rojas, quien apareció hoy muerta en el callejón de detrás del restaurante.

—¡No puede ser! ¡Pero cómo! ¡No puede ser! —exclamó el hombre.

—Necesito que me cuente todo lo pueda saber de ella, cómo era el trato, si era alegre, si tenía amigos, con quién se juntaba, etc.

—Ella era tranquila, se veía normal, nada más que me haya fijado —responde Aníbal.

—¿Algún novio o alguien que la esperara a la salida, alguien que la molestara?

—No tenía novio, sí tenía muchos pretendientes, quizás por eso no tenía novio, no era fea.

—¿Se acuerda de algún pretendiente más insistente? —pregunta Víctor.

—Sí, Roberto era quien siempre estaba al lado de ella, los demás no tanto, pero si podían se le acercaban —comenta el interrogado.

—Está bien, cualquier cosa que recuerde me llama amigo —le dice Víctor y le entrega su tarjeta.

Posteriormente, el vehículo transita por las concurridas calles de ese cerro poblado de casas, de vez en cuando debe frenar por las salidas intempestivas de niños que cruzan la calle corriendo detrás de una pelota, esa escena se repite todos los días en esos sectores populares, debido a que no hay espacios abiertos para juegos, menos canchas deportivas.

—¡El gobierno debería hacer algo al respecto! —comenta González, ya que él es el que siempre maneja el vehículo policial.

—¡Sí, espera sentado, es más cómodo! —contesta Pacheco desde el asiento trasero.

La patulla se detiene bruscamente frente a una dirección, los policías descienden y proceden a golpear en la puerta señalada con el número 1454.

—¡Qué frenada, compañero, te la compro! —bromea Pacheco a González.

—¡Yo soy así, Pacheco, un hombre rudo! —contesta González dando un portazo y caminando detrás, mientras ya el inspector Gutiérrez se encuentra esperando que abran la puerta.

—¡Ya va, hombre, ya va! —se escucha la voz de un hombre desde dentro.

—Buenos días, soy el inspector Víctor Gutiérrez y detectives Pacheco y González —los señala a ambos —. ¿Se encuentra Roberto Garrido?

—Sí, claro, yo soy, ¿qué necesita? —el que responde es un hombre moreno, de aproximadamente 40 años, de estatura media, vestido con un buzo o tenida deportiva, aparte de eso en lo que más se fijó el inspector, que no tenía cara de trasnochado, por el hecho de trabajar continuamente turno de noche.

—Nos indicaron que usted trabaja turno noche en el restaurant «El gallo canta hasta morir».

—¿Así es por qué sería?, disculpe pasen adelante —el hombre los hace pasar al interior de su vivienda, la que se observa muy ordenada, da la impresión de que no hay nadie más en esa casa.

—Anoche dieron muerte a una compañera suya en el restaurante, se trata de Sandra Rojas.

—¡Sandra, no puede ser!, ¡Pero cómo! ¡Si ayer trabajamos juntos! ¿Y qué paso?

—En el callejón de atrás del restaurante fue encontrada muerta, ahora queremos saber si usted como compañero de trabajo la conocía de cierta forma que nos puede dar algún detalle de ella, que pueda ayudar para aclarar este asesinato.

—¿Cómo qué, por ejemplo, que podría ser? —pregunta Roberto, el empleado del restaurante.

—Vamos a suponer que usted la conocía bien, ¿encontró algún cambio de actitud en ella, de carácter?, ¿o algún problema con alguien que supiera usted?

—No nada de eso, si ella era una persona muy agradable y simpática.

—¿Seguro que nadie la molestaba?, en todo orden de cosas, le pregunto amigo Roberto.

—Sí, seguro, no sé nada, puede que sí, pero yo no me di cuenta —dice el hombre.

—Ella era soltera, no tenía pareja, ¿sabía si tenía pretendientes o algo por el estilo?

—Ah, eso —ahora esboza una pequeña sonrisa el hombre—. Sí, por supuesto, tenía varios buitres detrás de ella.

—¿Recuerda alguien en especial, por ejemplo, alguien que fuera insistente que no la dejara tranquila, o algo que Sandra Rojas le hubiera contado a usted al respecto?

—Mire, ahora no recuerdo nada, debido al shock de la noticia, señor —responde el hombre.

—¿Usted la encontraba buena compañera, hablaba mucho con ella, eran muy amigos?

—La verdad que sí, éramos muy cercanos, pero no le preguntaba de su vida privada.

—Ahí en el restaurante, seguramente también tendría varios admiradores e incluso alguno que se notara más —pregunta el inspector.

—¡Sí, en el turno de mañana había más hombres, ahí podría asegurarle que había más de un par!

—¿Se acuerda de alguien en especial?

—¡No, de nadie en particular, pero no creo sean capaces de hacer algo así! —dice el hombre.

—De eso nos encargamos nosotros, lo investigaremos.

—¡Pero como le digo en estos momentos no sabría decirle con claridad! —responde Roberto.

—Está bien, si recuerda algo más le dejo mi tarjeta, me llama.

Los policías emprenden la retirada a su unidad y en el carro como siempre en estos casos van en silencio pensando en los caracteres de los entrevistados, haciendo comparaciones, atando cabos. Hablaron con muchas personas esa mañana, fue exhaustiva, ahora una vez llegados a la estación de policía, deberán analizar cada perfil de los interrogados y con suerte se podrán encontrar algo.

—Llamaremos a Esteban Morales al Instituto Médico Legal, por si tiene novedades y aprovecharemos de comer algo rápido, si hay noticias deberíamos salir de nuevo —dice el inspector.

—¡Okey, jefe, estamos al habla! —contestan al unísono Pacheco y González.

Una vez en la estación, Víctor en su escritorio, se comunica con Esteban Morales para saber cómo va el examen al cuerpo de la mujer muerta.

—Hola, ¿cómo va todo por ahí, amigo? —pregunta Víctor.

—Hola Víctor, como tenía poco trabajo, revise el cadáver en seguida, sería muerte por traumatismo encéfalo craneano, muestra golpes aparte de su cabeza, en su rostro y espalda con objeto contundente y costillas rotas.

—¿Algún antecedente más, como alguna muestra de ADN por ahí?

—No, nada, solo sangre de ella, ni en sus uñas por algún rasguño, nada de eso.

—Mmm, estará difícil la cosa amigo —responde el inspector.

—¡Ahora contactarse con la familia nada más, para su retiro! —responde el forense.

—Bueno, adiós, Esteban, buen turno.

En eso entra González con dos cafés a la oficina, y se instala en un sillón pequeño ubicado en un extremo.

—Jefe, ¿y los familiares de esta mujer, que sucede con ellos?

—Del restaurante les iban a avisar a sus familiares.

—¿Podríamos hacerles una visita, jefe, que dice? —opina González.

—A la tarde sería, ahora están ocupados con el retiro de la mujer del instituto.

—Tiene razón, jefe, y en estos momentos su familia no debe estar muy clara en sus ideas.

Al atardecer, la patrulla concurre al domicilio de la infortunada, para hacer las últimas averiguaciones sobre posibles sospechosos, mientras las sombras de la noche cubrían con su manto de oscuridad la ciudad puerto, el carro llegaba frente a un domicilio, en el cual se notaba de inmediato que era lo que ocurría adentro, pues en la puerta hacia la calle había gente que entraba y salía en silencio, también fumaba, y por la puerta de la casa abierta se podían vislumbrar los cirios encendidos, alumbrando tenuemente a un féretro.

El inspector decide estacionar unos metros antes y caminar el resto del camino para no molestar con la presencia del automóvil policial, en un par de minutos están en la puerta de calle donde se encuentra una pareja conversando y les consultan sobre la dueña de casa.

La dueña de casa y madre de la occisa los invita a pasar al patio anterior a la puerta de casa, ahí según ella, estarán más tranquilos.

—Solamente queremos saber si su hija le pudo haber contado de algún problema con alguien o si es posible de alguna amenaza, por ejemplo.

—No me contó nada, bueno solo pequeños problemas de trabajo, lo de siempre, pero nada más.

—¿Cuáles problemas de siempre?

—Cosas internas, el sindicato, reclamos de esas cosas —responde la señora.

—¿Ah, tenían sindicato en el restaurante? Qué bien.

—Noo, se iba a crear uno, en eso estaban, mi hija era la más entusiasta —comenta.

—¿Ah ya, pero aparte de eso no recuerda nada más sobre amenazas o cosas así?

—Nada más señor, nada más.

—Está bien señora, disculpe que la haya interrumpido en este momento, gracias.

—Hasta luego señor, y que ojalá usted nos pueda ayudar a encontrar al que hizo esto.

—Descuide, no descansaremos hasta encontrarlos.

Víctor con pacheco se retiran caminando hasta donde los espera González en el vehículo policial, y se van ya de noche por unas calles solitarias, de tenues luces que alumbran muy poco, pero alcanza para ver cómo se eleva el vapor desde la calle empedrada, producto de la humedad de la lluvia ocurrida pocas horas atrás. El paisaje nocturno que se puede observar dicta muy poco de ser atractivo, es más bien lúgubre, a tono con la ocasión.

—Es como Londres… —dice Pacheco.

—Ahora sabemos más detalles sobre el caso muchachos, lo del sindicato —comenta Víctor.

—Podríamos hablar con el presidente de ese sindicato, por si hay más —dice González.

—Mañana haremos esa visita, ahora hay que retirarse a casa.

—Sí, está bueno por hoy, jefe —comenta Pacheco, reclinándose en el asiento trasero y dando un suspiro de cansancio, mientras el carro policial ahora ya transita por la Avenida Pedro Montt, en dirección a la estación de policía.

Al día siguiente, por la mañana, se dirigen al restaurante «El Gallo canta hasta morir», esperando que ya este atendiendo a público, para llegar y entrar, sin tener que golpear.

—Hola amigo, una pregunta, ¿quién es el presidente del sindicato o algún delegado? —preguntan al primer garzón que encuentran entre las mesas.

—No, aquí nosotros no tenemos sindicato, se pensaba hacer, pero no pasa nada aún —responde.

—Ya, y ¿quién era el o los colegas que llevaban la iniciativa para ese trámite?

—Bueno, el Juan y la compañera que asaltaron el otro día —responde el joven garzón.

—Bueno, ¿puedes mostrarnos al Juan?

—¡Ahí viene! ¡Juan, ellos preguntan por ti! —se dirige a él, señalando a los policías.

—Amigo, queremos hacerle unas preguntas, soy el inspector Gutiérrez y él es el detective Pacheco.

—¡Qué sería, para qué soy útil! —responde el mencionado Juan.

—Yo creía que ya estaban constituidos con su sindicato, pero veo que recién se están reuniendo al parecer —argumenta Víctor, para cortar el hielo e iniciar una conversación aún sin saber que ese tema les daría dividendos.

—La verdad es que hemos tenido problemas, al jefe no le gusta la idea, como a todos los patrones parece —comenta el garzón llamado Juan.

—¿Por qué lo dice?, ¿qué ha pasado?

—Bueno, que ha tenido peleas y discusiones con nosotros por querer alarmar a la tropa, como dice él.

—¡Ah, ya! Han discutido mucho, ¿y a quién más se ha enfrentado, o sea quién más te acompaña a ti?

—Era yo y la compañera del turno noche que asaltaron, ahora quedé yo solo para seguir insistiendo.

—Qué pena, entonces, ¿también discutía y se llevaba mal con la muchacha fallecida?

—¡Sí, y le digo una cosa, ella era la que más alegaba por nosotros, incluso más que yo!

—Entonces, si no está ella, va a ser más difícil la cosa ahora al parecer —inquiere el inspector.

—Yo creo que sí, porque no hay más compañeros que quieran ingresar al sindicato, y se requiere mínimo ocho integrantes —responde Juan.

—¿Y con uno menos no se podría entonces iniciar un sindicato?

—Correcto, el mínimo es ocho integrantes, ahora somos siete.

—Qué extraño, qué sorprendente este caso, Pacheco —se dirige a su compañero el inspector.

—Sí, esta parte no la hubiera sospechado, jefe.

—¿Será posible que su muerte tenga que ver con la creación de un sindicato?

—¿Y quién sería el más interesado que no se creara? —hace la pregunta al aire Pacheco.

—El dueño del restaurante —responde Víctor observando el lugar.

Preguntan al administrador por el jefe o dueño del restaurante, a lo que el empleado duda un instante y comenta que el dueño viene solo a ciertas horas al lugar, por eso lo tiene a él, para que esté a cargo del recinto culinario.

—¿Me podría dar la dirección del domicilio particular del jefe o dueño de este restaurante?

—Es el señor Alejandro Zañartu, vive en la calle Almirante Simpson 0343, centro de la ciudad —informa el administrador, que se nota un poco cansado. Los policías se despiden y emprenden la salida hacia la puerta y al vehículo que los espera afuera.

—Se veía cansado, como que le faltaba el aire —comenta Pacheco.

—Sí, pero parece que era más ansiedad, estaba ansioso —apunta el inspector Gutiérrez.

—En resumen, estaba extraño un poco nervioso se veía —termina su apreciación Pacheco, en el momento que suben a su vehículo para dirigirse al centro de la ciudad porteña.

Una vez en dicha calle buscan la numeración, resultando ser un edificio de departamentos e ingresan al ascensor hasta el piso noveno, que es donde vive el empresario. En el lugar, los recibe una dama que se sorprende de la visita de los policías.

—Buenos días, soy el inspector Víctor Gutiérrez y él, es el detective Pacheco.

—No sabía nada de lo ocurrido en ese restaurante de mi esposo —comenta la mujer después de oír una pequeña reseña de lo acontecido.

—Así es, una empleada del restaurante fue muerta a la salida del turno —responde el inspector.

La mujer los condujo a una pieza del departamento que era el escritorio y oficina de trabajo al parecer de su esposo, los policías ingresan y son saludados por el hombre que se encuentra en el interior, ofreciéndoles asiento.

—¿Buenos días, asiento, en que puedo ayudarles? —saluda el hombre, un señor de unos 60 años, canoso, de arrugas marcadas en su rostro, el que viste una bata de levantar encima de su ropa de diario. Pacheco fue el primero en sentarse. Víctor se presenta nuevamente, para iniciar una conversación con el hombre.

—¡Teresa, trae café por favor! —dice el hombre a su esposa.

—No se moleste por nosotros —se apresura en responder el inspector.

—El motivo que nos trae por aquí señor…

—Alejandro Zañartu es mi nombre.

—Una empleada suya ha sido encontrada muerta a un par de metros de su restaurante, a la salida de su turno, ¿usted sabía del acontecimiento?

—Para serle sincero, lo supe un par de días después, ¡qué terrible con la delincuencia, adónde iremos a parar! —dice el hombre con un aspecto enojadísimo.

—¿Usted conoce a sus empleados, o al menos tiene una noción de quiénes son?

—Noo, nada, tengo muy poco contacto, para ello tengo un administrador que se encarga.

—Ah, está bien, pero supongo que el administrador le mantiene informado de los acontecimientos del restaurante, ¿verdad?

—Pues sí, por eso me informó del asalto a esa chica, pero como no era algo del restaurante, no me lo dijo de inmediato, fue un par de días después, cuando se tuvo que finiquitar su desvinculación del trabajo —comento Alejandro Zañartu.

—Si no la hubieran finiquitado no se habría enterado —dice Pacheco.

—Pues sí, lo que hagan o no hagan en su vida privada no le importa a nadie, menos a mí —responde el empresario.

—Está bien, pero hay una situación que se ha agregado al crimen, señor —dice Víctor.

—Qué sería, no sé de qué me habla —responde don Alejandro, el empresario.

—En su restaurante se estaba creando un sindicato y era organizado, principalmente, por la persona fallecida, eso le agrega otro móvil al crimen —termina el inspector.

—¡Obviamente usted ya lo sabía, su hombre de confianza lo mantiene informado! —comentó el detective Pacheco.

—¡Eso que dice no le encuentro afinidad, quién querría matarla por algo así! —responde el empresario sorprendido con la información recibida.

—Como digo podría ser otro móvil, debemos investigarlo con el entorno del restaurante —comenta Víctor—, hacer nuevos interrogatorios.

—¡No sé, yo creería que es solo coincidencia! —dice don Alejandro Zañartu.

—No se preocupe, es nuestro trabajo —dice el inspector, despidiéndose del hombre y saliendo con Pacheco hacia la calle, donde los esperaba González en la patrulla.

Una vez en el automóvil los policías descansan un momento y sacan conclusiones de lo conversado con el empresario.

—¿Quién sería el más interesado que una futura dirigente sindical pasara a mejor vida?

—El empresariado debería ser, mirado de ese punto de vista —comenta González.

—Claro, mirado desde dentro del negocio, pero por fuera, en la vida privada sería un galán despechado, como Roberto, por ejemplo —dice Pacheco.

—Nooo, Roberto no es ya sospechoso, aquí hay algo más turbio —dice Víctor Gutiérrez.

—¿Cómo que podría ser un asesinato por encargo? —inquiere Pacheco.

—Podría ser, por de pronto vamos a instalarnos fuera del restaurante —dice el inspector.

—¿Quedarnos de punto fijo?, bueno allá vamos —dice González y emprende la marcha del vehículo policial, en dirección del lugar donde fue asesinada la muchacha.

El vehículo se instala frente al restaurante, aproximadamente a unos 50 metros, justo a la sombra de uno de los varios árboles que están a lo largo de esa avenida.

—¿Quién va a comprar algo? —dice Víctor, el inspector.

—¡Yo voy, yo soy el más atlético! —dice Pacheco y sale del vehículo a una tienda de comida rápida al frente de ellos, regresando unos minutos más tarde con papas fritas y bebidas.

Los policías están toda la tarde de punto fijo, a una cierta distancia del restaurante «El Gallo canta hasta morir», no observando nada sospechoso, solamente toca mover el carro cada vez que el sol va avanzando y el árbol no alcanza a taparlo y darles sombra.

—El nombre del restaurante ahora ya no me produce gracia —dice González pensativo.

—¿Porque nombra a la muerte justo ahora que investigamos un asesinato? —le contra pregunta Pacheco.

—Así es, ya no causa gracia —responde González.

En ese momento, ven salir al administrador del restaurante, y bajar trotando las escalas de la tienda y se dirige a un automóvil, aparcado a cierta distancia.

—Pacheco, quédate aquí, cualquier novedad nos avisas —ordena el inspector.

—A su orden, jefe —responde el aludido y baja rápidamente del automóvil.

—Nosotros sigamos al administrador, que no me inspira mucha confianza. Vamos González —dice Víctor y ambos, en el carro policial, siguen al vehículo del administrador que ya va en marcha por uno de los tantos pasajes que comunican con la calle principal.

El vehículo del administrador después de conducir por varios minutos se detiene y éste se baja, camina unos pasos, se detiene y camina nuevamente, así de esta forma hasta que llega otro vehículo que se detiene junto a él y el administrador sube.

—¿Logras ver algo, González? —dice el inspector a su compañero.

—Tome inspector —dice González y le pasa unos binoculares negros a su jefe, el que los recibe y no puede evitar una sonrisa, mientras trata de buscar un mejor ángulo para observar.

—Buena, González, igual que en las películas con estos «anteojos larga vista» —dice el inspector.

—Yo siempre listo jefe, ¿y cómo se ve? —dice González, orgulloso de sus aciertos.

—Se ve tan bien que veo más de lo quería ver compañero —responde Víctor.

—¿Cómo qué, jefe?

—Como que estoy viendo al señor Alejandro Zañartu dentro de ese automóvil junto al administrador del restaurante, compañero —dice nuevamente el inspector.

—¡Qué extraño! ¿Qué cree, inspector, que hagan ahí?

—Nada bueno, como para esconderse tanto para hablar, ¿no crees tú, compañero?

—Obvio que sí jefe, esto me huele a peligro —responde González.

—Y se ven agitados, compañero, esto me huele a que algo se les fue de sus manos.

—¿Quién está más agitado?

—El dueño, o sea don Alejandro Zañartu.

Unos minutos más tarde, sale el administrador del auto de su jefe y se dirige al suyo aparcado unos metros más arriba, inmediatamente don Alejandro emprende la retirada, raudo por la avenida Blanco Encalada en dirección al oriente.

—¿A quién seguimos, jefe?

—No, dejémoslo así, que todo caiga por su propio peso —responde Víctor Gutiérrez.

—Entonces, nos devolvemos a buscar a Pacheco.

El automóvil policial, que de policial no tenía nada ya que carecía de distintivos, por razones obvias, se dirigió a las afueras del restaurante «El gallo canta hasta morir», para recoger a Pacheco y saber alguna novedad de éste. Al llegar, se encontraron con su colega entumido de frío por el viento porteño, que a esa hora de la tarde empezaba a salir y causar estragos en los transeúntes.

—Alguna novedad, Pacheco —pregunta el inspector.

—Nadie sospechoso jefe —responde el aludido.

—Jefe, me tinca que el administrador tiene mucho que contar en este libro —dice González.

—Tengo un plan, vamos a entrevistarlo nuevamente y si se siente perseguido, su semblante lo delatará y quizás haga después algo incorrecto —dice Víctor Gutiérrez, el inspector.

—¿Incorrecto, cómo qué? —pregunta Pacheco.

—Como huir a la primera —responde Víctor.

Los policías se apersonan al restaurante, preguntando inmediatamente por el administrador, los demás garzones le indican su oficina y se dirigen a ella, pero no lo encuentran, presumiblemente aún no ha llegado de su cita con el dueño, don Alejandro Zañartu.

—¡Amigo Juan, si lo ve llegar dígale que la policía lo anda buscando! —dice Víctor al garzón que los atendió la vez anterior y que recordaba bien su nombre.

—¿Tienen algún sospechoso inspector? —pregunta el garzón tímidamente.

—Sí, lo tenemos y es el que menos se pensaba —contesta Víctor retirándose con sus compañeros.

—¡Estamos así de agarrarlo! —dice Pacheco, haciendo un gesto con su mano, juntando el dedo índice con el pulgar, al momento de salir rápidamente al vehículo policial.

La estrategia de Víctor cambio de improviso, no obstante, era casi la misma que tenía en principio la de sorprender al administrador. En este caso, cambió al quedarse un momento más a las afueras del restorán nuevamente camuflados, y pudieron verlo entrar y salir como se esperaba.

Afortunadamente, por el momento, lo pensado se hizo realidad, ya que los policías pudieron observar como el administrador ingresaba al restaurante, y de improviso antes de que transcurrieran 20 minutos, sale rápidamente y se sube a su automóvil para marcharse en dirección desconocida. Los policías lo siguen a una distancia prudente para no llamar la atención del hombre, el que maneja a una velocidad cercana a la no permitida en el área urbana.

Casi a la media hora de conducción, el administrador para su vehículo e ingresa a una casa de segundo piso en una villa de clase media alta, los policías se estacionan a un par de metros y esperan.

Al rato, se ve salir al hombre rápidamente de la casa con una gran maleta y un bolso, se veía agitado y observaba para ambos lados al momento de subir a su automóvil, una de esas miradas la dirige al auto de los policías, pero por el reflejo de las luces al parecer no puede apreciar su interior.

—¡Nos vio, jefe, parece! —dice González.

—Ojalá no sea paranoico el hombre, aunque a esta distancia no se distingue si hay personas en el interior, no creo que se haya fijado con la rapidez que se fue —responde Víctor.

El auto policial ahora sigue con ímpetu al auto sospechoso más todavía cuando se dirige a las afueras de la ciudad, internándose en la ciudad vecina, Viña del Mar, produciéndose una persecución propiamente tal, pero extrañamente el conductor del vehículo sospechoso aún no se daba cuenta.

En minutos, logra llegar a un sector denominado Torquemada, donde el sospechoso ingresa por un zigzagueante camino hasta llegar a unas instalaciones, tipo hangares donde no se alcanza a ver a ninguna persona, al parecer es un lugar abandonado. Los policías llegan unos minutos después al lugar dejando estacionado su vehículo y avanzan a pie hasta lograr tener contacto visual con el administrador, que se encuentra en ese momento con otra persona, la que en ese instante le señala un aeroplano pequeño estacionado en una desértica pista, obviamente ese lugar es una especie de aeropuerto ubicado en medio de la nada. Los policías esperan que el sospechoso avance unos metros en dirección del aeroplano y comienza la carrera.

—¡Alto, policía, deténgase! —grita Víctor corriendo.

—¡Alto, en nombre de la ley! —grita también Pacheco y para sus adentros piensa que siempre quiso decir esa frase, rescatada de los programas policiales que veía en la tv cuando niño.

El hombre corre a la puerta del pequeño avión, pero el piloto al ver la presencia policial no arranca, solo se queda mirando confundido, el otro hombre que estaba en tierra y al parecer el director de ese lugar, también se extraña y se limita a retroceder lentamente y levantar sus manos instintivamente.

—¡Alto policía!

El administrador del restaurante suelta las maletas y se queda parado con sus brazos caídos a lo largo de su cuerpo a un lado de la avioneta.

—Señor, ¿cuál es su participación en el crimen de Sandra Rojas? —dice Víctor al llegar a su lado.

—¡No fue idea mía, se lo aseguro! —responde el administrador y con esa frase ya se condena, porque está dando la razón a las sospechas de los policías. Solo tienen que hacerle creer al hombre que tienen pruebas suficientes para incriminarlo.

—¡Cuando usted se reunió con Alejandro Zañartu esta tarde lo seguimos, y Alejandro cantó como un canario! —dice Víctor Gutiérrez.

—¡Maldito viejo, él lo ideó todo! —dice con un hilo de voz el administrador.

—¡Está detenido por la implicancia en el asesinato de Sandra Rojas! —dice Víctor Gutiérrez.

—¡Acompáñenos! —dice González tomándolo de un brazo.

Se llevan al hombre a la estación en el auto policial, mientras los sigue Pacheco conduciendo el auto del administrador. Una vez en el cuartel se procede con el interrogatorio del hombre para aclarar el crimen de la muchacha.

—¿Por qué se involucró en el asesinato de Sandra, su empleada? —pregunta el inspector.

—Era la que estaba organizando ese famoso sindicato en el restaurante y la que le estaba lavando el cerebro a sus compañeros con sus ideas revolucionarias —responde el administrador que ahora sabemos que se llama Vicente González, administrador y chef hace diez años del restaurante.

—¿Y eso a usted le afectaba muchísimo?

—Algo, pero habría podido aceptarlo —responde Vicente, el administrador.

—Entonces, que pasó, cuéntenos —interroga el inspector Gutiérrez.

—Cómo debía tener informado de las novedades al señor Zañartu, hace un tiempo que era la única novedad que se repetía y mi jefe cada vez se enojaba más.

—Y él ordeno el asesinato —inquiere el inspector Gutiérrez.

—Prácticamente, me convenció que sería simple, ¡además, no encontraron ninguna huella! —responde Vicente el administrador, acongojado, ya entregado a su suerte.

—Y eligió esa noche para cometer el crimen —acota el inspector Gutiérrez.

—Sí, esa noche ella había pedido permiso para salir más temprano, así que no se fue acompañada de ningún compañero, por eso fue fácil salir al callejón y esconderme mientras ella se cambiaba ropa en su casillero. Al salir, yo la intercepté y con mi fuerza física la reduje fácilmente y la golpeé varias veces en su rostro y cabeza —termina diciendo Vicente González, el administrador del restaurante «El gallo canta hasta morir».

—Todo fue ideado y planeado por Alejandro Zañartu y cometido por usted —dictamina Gutiérrez.

—¡Todo fue idea de él y me obligó a hacerlo! —dice entre lamentos el administrador.

Los policías solo observan como llora el hombre, pero es tarde para arrepentimientos, su deleznable acción ya está consumada.

De esta forma, el crimen de la muchacha estaba aclarado, solo faltaba concurrir al domicilio de Alejandro Zañartu para su detención por ser el autor intelectual. También informar a la familia de Sandra Rojas, a su madre, que aún llora desconsolada su tan temprana pérdida, pero ahora tendrá un poco de conformismo al saber que los autores de su asesinato estarán tras las rejas, que el crimen no quedó impune y por lo mismo tendrá algo de consuelo.

Un caso resuelto por la patrulla comandada por el inspector Víctor Gutiérrez y sus detectives ayudantes Pacheco y González, un crimen cometido en las frías, oscuras y bohemias calles de la ciudad de Valparaíso.


La muerte con silueta de mujer

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