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PSICOANALIZAR EN CHANCLETAS * (Abril de 2020)

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Voy caminando por la avenida, jadeando un poco detrás de mi tapaboca, a paso redoblado porque tengo miedo; a pesar de llevar mi bolsa de compras me pueden parar para interrogarme. Me cercioro de llevar siempre mi documento, como en los tiempos de la dictadura, la militar. En realidad, no he visto que parasen a nadie, debe ser sobre todo la culpa de saber que la compra es lo de menos, un pretexto, una coartada, una especie de salvoconducto (como pasear al perro) para sentir un poquito, un ratito, el caminar solo por caminar, bajo el solcito de otoño y sentir que estoy vivo.

A medida que voy tomando confianza hasta puedo reflexionar: el miedo, el pánico, como conducta humana no requiere de la convalidación empírica y tampoco es una conducta instintiva inscripta en el ADN, sino un efecto de discurso. Basta que alguien grite “fuego” en un ambiente cerrado para demostrarlo. Y se trata apenas del efecto de una sola palabra; cómo será entonces con 24 horas ininterrumpidas de bombardeo mediático: ¡¡TV, internet y redes sociales!!

De repente, veo delante de mí a una pareja de jóvenes, que se toman de la mano, él se saca su tapaboca, corre el de ella y se dan un beso apasionado, para luego volver rápidamente a la “distancia social”. Confieso que, por un par de segundos, me provocó rechazo, hasta amagué con censurarlos en mi cabeza; eso me llevó a imaginar que muchos hablarían de la inmadurez, la irresponsabilidad y la desmentida adolescentes o algo por el estilo y me hizo gracia. Cuando los perdí de vista, la gracia se transformó en deseo y el deseo en una momentánea esperanza, tal vez, simplemente porque es lo último que se pierde.

Tiempos de crisis, difíciles e inéditos. Tiempos de pandemia, de pánico y de pandemónium como su brutal efecto (así se llamaba la capital del infierno según el clásico El paraíso perdido de Milton).

Releo algo que escribí en ocasión de la crisis de la hiperinflación argentina de 2001 y sus consecuencias económicas y sociales. Pretendía ser un testimonio de cómo ello nos interpelaba como analistas, tanto en nuestro trabajo cotidiano como respecto del psicoanálisis mismo, en lo que hace a su particularidad, a lo que le sería propio como praxis. Hay cosas que se reiteran y reflexiones que siguen siendo válidas porque tienen que ver con los fundamentos. Pero esto, es sin duda, otra cosa. Por un lado, su carácter ecuménico o global, lo cual no es tanto un mérito del virus, sino de la capacidad de nuestro actual grado de desarrollo cultural para propagarlo.

Por otro, al poner la salud como lo amenazado en primer plano, viene a poner en juego y a confrontarnos con la cuestión de la vida y la muerte. No es que ignoremos la certeza de nuestra finitud, pero no es cuestión de andar pensando en eso todos los días, tomando noticia de lo que ya sabemos, pero preferimos no saber. Pero no se trata tan solo de la muerte real, sino sobre todo como amenaza, como fantasma o temor fundamental, con todas las variantes de su catálogo, la propia y la ajena, la de “los viejos” en particular. No es forzoso, pero un efecto del miedo a la muerte también puede ser la asunción de que se está vivo y mejor hacer algo con eso.

La irrupción intempestiva de lo unheimlich pateó el tablero de la realidad, allí donde se creía o suponía que alguien o algo (humano) manejaba los movimientos de las piezas, que sabía lo que hacía. Pero lo real no es aquí tan solo la biología, es la emergencia catastrófica de lo que no se sabía, no se pensó, no se previó, o incluso no se quiso saber; su efecto es la crisis, el derrumbe de ese imaginario social que llamamos realidad. Sin duda, pospandemia, se armará otro en su lugar, aunque no sabemos bien ni cómo, ni cuándo, ni qué; pero está claro que se trata del tipo de corte que hace una marca que divide el tiempo, como sensación subjetiva, en un antes y un después.

Se nos recuerda que como analistas somos “agentes de salud”, de la salud mental en particular y que debemos cumplir con nuestra parte en el objetivo comunitario. Entendemos que se refiere a la contención y al apoyo psicológico, como se dice. No podríamos cuestionar eso, pero a la vez nos preguntamos: ¿no son ya más que suficiente la abrumadora campaña de los medios y las redes sociales a favor del cuidado y la prevención? Incluyendo la también abrumadora oferta sobre ideas, oportunidades y soluciones para sobrellevar el confinamiento. ¿Más de lo mismo? ¿Que podrían encontrar nuestros pacientes de diferente en el espacio analítico?

Tampoco somos “agentes de denuncia” por así decir, de lo que podría ser un paso adelante histórico, no necesariamente premeditado, de “la sociedad de control” versión siglo XXI, con la tecnología como instrumento de poder que, como dicen, llegó para quedarse y con el miedo como el factor clave, cohesionante de la masa. Hay una especie de círculo que más que vicioso es siniestro: el miedo produce represión para poder librarse de él, lo cual, a su vez, produce más miedo; es por ello, como bien sabemos, caldo de cultivo para el prejuicio, la discriminación y el racismo que vienen a legitimarlo.

Al respecto, como nunca antes, se hace necesario respetar la posición de cada quien sobre el papel y la función de los ideales y valores (la vida, la salud, la familia, el bien común, la sociedad, la humanidad) en el soportar y acatar, al menos por cierto tiempo, la reclusión y las renuncias que se le demanda e impone. Excepto, claro está, que alguien se los cuestione.

Pero a la vez como analistas no podemos soslayar o desconocer esa “hipocresía cultural” que Freud nos enseñó a detectar, a leer, en textos como El malestar en la cultura y otros. Por ejemplo: la ambigüedad esencial de la relación con el prójimo expresada en ese “nos cuidamos entre todos” que a su vez es “nos cuidamos de todos”. ¿Cuidar al otro o cuidarse del otro? ¿El enemigo es el virus o mi semejante, sobre todo si es un “adulto mayor”, que me puede contagiar y que, desde luego, no es invisible?

Tampoco como analistas podemos ignorar que la angustia, más allá de los fantasmas de cada uno, esa angustia casi insoportable remite a que la película de la realidad se cortó en el mal lugar y ha dejado ver un agujero tan grande como el del ozono, un agujero en el saber, un algo que debería permanecer, de ordinario, velado y oculto.

Y lo que se devela no es solo la muerte, sino eso de que “el Otro está barrado” que el conjunto del saber humano que está hecho de lenguaje, de simbólico, que el “sabelotodo” no sabe lo esencial. Una suerte de “muerte de Dios”, quizá testimoniada por esa imagen patética del papa dando misa en un Vaticano desierto. Quedará como disyuntiva para el analista el tapar o mostrar esa tachadura, en dejar ver o no que, en definitiva, como dice la saga, el rey está desnudo.

Como efecto, la humanidad sangra por la herida, produciendo una hemorragia de imágenes y palabras, pues ¿hay algo que opere más como causa para hacer hablar (a los medios, políticos, médicos, científicos, artistas e intelectuales) que la incertidumbre, que la falta de saber, que la falta de palabras?

A veces, en el mismo día, recorro toda la variante del menú tecnológico: Skype, con o sin video, Zoom, videollamada de WhatsApp con o sin imagen y la clásica y fiel línea telefónica que nos viene del siglo pasado. A ello se agregan los pagos por transferencia que nos impone el uso obligado de los medios electrónicos. Queramos o no, somos forzados a entrar, a atraparnos en la infinita red del “big data”, para ya no poder salir jamás de ella. Esta es la gran novedad del siglo, que la pandemia no hará más que consolidar y sobre todo justificar. Adicionalmente, ello también agrega nuevos miedos y ansiedades: ¿qué pasa si se rompe o si pierdo o me roban el celular o si la PC tiene problemas? La tecnología y sus objetos han adquirido el estatuto de objetos de la necesidad, ya no se puede vivir sin ellos, como el oxígeno o el agua.

Si hasta hace poco se discutía la validez y la oportunidad del uso de los instrumentos “virtuales” en el análisis, ahora eso ha quedado de lado, por la rotunda razón de que no hay otra forma de hacerlo. De repente hay unanimidad de que el análisis es posible casi como hay unanimidad de que “no es lo mismo”. Parecerá obvio, pero ¿en qué no es lo mismo? Están la imagen, la voz y las palabras, siempre más o menos electrónicamente distorsionadas, pero falta el cuerpo. Una buena ocasión para preguntarse si el cuerpo, los cuerpos, son prescindibles o excluyentes en una experiencia cuyo eje principal transcurre en la dimensión del discurso (relato e interpretación). ¿Se le puede sacar el cuerpo al análisis o este es de cuerpo presente?

Sabemos que la tecnología (detrás de la cual está siempre el deseo humano) ha hecho posible no solo el estar sin estar, sino que eso sea posible ahora, en vivo y en directo. La disociación entre el cuerpo y la imagen expresa la ruptura de la unidad supuesta entre el tiempo y el espacio, la ruptura del “aquí” con un “ahora” que se vuelve prevalente, dominante sobre un “aquí”, que apenas tiene la espesura de la imagen virtual, que es solo imagen de una imagen.

Pensamos que el cuerpo es lo que encarna la dimensión real de la transferencia, la que presentifica lo que no puede ser in absentia, la que hace que el “ahora” se anude con el “aquí”. El cuerpo pensado como “órgano de la libido” que también va a recubrir los diferentes objetos del consultorio, los sillones, el diván, los ruidos, los olores y que también se extrañan.

De repente, caemos en la cuenta de que, después de todo, el cuerpo sigue ahí, que pese a la virtualidad hay que acomodarlo, incluso mostrarlo u ocultarlo, de algún modo. El cuerpo de los pacientes que, por ejemplo, se recuestan en la cama, un sofá o el asiento del auto, hasta el del analista que luce una graciosa disociación, mitad superior más o menos presentable de camisa o remera, mitad inferior: shorts viejos y chancletas caseras. ¿Qué diría de ello un Donald Meltzer por ejemplo? Una escisión que nos muestra, al cabo, tan divididos como a cualquiera y por así decir, medio desnudos, no solo y desde ya respecto del saber y el porvenir, sino del “saber hacer” propio como analista, en una situación inédita; una suerte de “y ahora, ¿de qué me disfrazo?”.

Si algo viene a quedar puesto en cuestión es el famoso “encuadre” como el marco clínico que ahora viene a coincidir exactamente con el enmarcado de la imagen del celular o de la PC, mostrándose, más que nunca, como una escenografía. Justo lo que se suponía que debería mantener su fijeza se transforma en lo más variable, poniendo en evidencia que la función esencial de ese encuadre es sostener la transferencia, y en este caso, a como dé lugar.

La coyuntura se transforma también en un impensado testeo del compromiso de cada uno, de lo que cada quien está dispuesto a hacer para sostener su espacio de análisis, dejando ver el lugar que tiene o lo que significa para cada uno. No importa mucho si lo sabe o no, lo importante es que lo haga. Así como hay algunos que eligen la retracción, nunca más cierto que el que quiere puede, ya sea desde la azotea, el balcón y hasta el baño. Desde luego, para que ese “espacio” más allá de ser “presencial o virtual” siga siendo “de análisis” dependerá como siempre de lo que haga el analista en cada circunstancia, de cómo le vaya para tratar de sostener su lugar.

Al fin y al cabo ¡qué buena oportunidad para preguntarse por qué la gente y cada caso en particular sostiene su espacio de análisis! Mas allá de la contención, de la transferencia y de todo ese discurso que ya conocemos muy bien.

Podría decirse que es el espacio privilegiado para los miedos y las fantasías: de enfermedad, muerte, ruina, separación, eróticas, etc., incluyendo como siempre a los sueños y a los recuerdos. El espacio donde poder decir casi todas, nunca todas, las cosas locas que alguien hizo o estuvo pensando o sintiendo, sin que lo traten de calmar demasiado rápido. Es allí donde tiene su lugar el sujeto que le interesa al psicoanálisis y que es determinante de su relación con la realidad en tanto que “psíquica”. Desde luego que eso no es para cualquiera, para todos, como lo sería, por caso, una vacuna. Un espacio de libertad sí, pero que más que otorgada es tomada, en el sentido en que se dice “me tomo la libertad de”, lo cual implica un cierto compromiso con ella, asumiendo el riesgo de habérsela tomado. A despecho de las medidas públicas masivas, que involucran países, continentes y poblaciones enteras, también la posibilidad de un pequeño espacio singular y privado.

Luego de muchas vueltas, me voy a dormir, “¿soñar quizás?”, con la angustia nuestra de cada día, alojada en el pecho, pensando en cómo será mañana, tan igual y anodino como dramáticamente distinto.

¿Cuántos infectados? ¿Cuántos muertos? Hasta se pueden saber los de Irán o Eslovaquia; la información está disponible todos los días todo el tiempo. Es la “infodemia”, a la que se suma la plaga de los rumores y las “fake news”: del “dicen”, “escuché”, o “parece que”.

Lo que nos suceda está radicalmente afuera de nuestra decisión, no depende solo del virus, sino de aquellos a los que autorizamos o legitimamos, sabiéndolo o no, a que, con acierto y error, controlen y decidan sobre nuestras vidas. Cuarentena. ¿Cincuentena? ¿Sesentena? Seguramente algún día, ojalá que pronto, se anunciará que tal o cual restricción ha sido levantada y a partir de ese día se autorizará a tal o cual cosa. Pero por más que se anuncie o se autorice que a partir de las 0 horas de tal día se podrá dejar de tener miedo, podemos anticipar que no funcionará de esa manera; que una vez instalado el miedo bajo la epidermis no alcanza con lavarse seguido las manos para librarse de él. ¿El miedo también habrá venido para quedarse?

* Esta artículo fué originalmente publicado en la RUP (Revista uruguaya de psicoanálisis) Nº 130/131 2020

Escritos Pandémicos (2020/21)

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