Читать книгу Las asociaciones público-privadas y el sector eléctrico en México - Luis José Béjar Rivera - Страница 8

INTRODUCCIÓN

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El derecho administrativo es, sin duda, una de las disciplinas jurídicas más cambiantes y evidentemente condicionadas a los cambios de la sociedad misma. Ello no es sino consecuencia de su carácter instrumental respecto de los fines del Estado y la Administración y su pleno sometimiento al principio de legalidad.

El Derecho administrativo y el Estado establecen, desde los orígenes del primero, una relación instrumental, en la que el último solo puede consolidarse y expandirse en la medida en que cuenta con un sistema racional de normas que regula y limita su funcionamiento. Todo avance en la capacidad de acción del Estado está acompañado de una transformación del derecho administrativo y una precisión de los límites de la actuación del Estado; es decir, definición de la esfera de libertades de la persona1.

Por ello, cada día surgen nuevas formas en la Administración Pública para cumplir con sus cometidos:

La inseparabilidad del derecho administrativo con los cometidos estatales de gobierno y de la realización del interés general, así como la exigencia de efectividad, le dan a nuestra rama la característica de ser el derecho de la conducción, de la dirección […] Para que la conducción sea eficaz, el derecho administrativo provee un conjunto de técnicas jurídicas que la hacen posible2.

En el entorno global actual, con total independencia de cuál sea nuestra postura al respecto, la globalización es una realidad que ha permitido ya abandonar esa vieja concepción de que el derecho administrativo es una cuestión de derecho interno. La globalización trae un nuevo marco de comportamiento de los mercados que directamente impactan la regulación administrativa.

En los últimos años del siglo XX se han producido profundos cambios en lo económico, social y cultural a causa de la revolución tecnológica, la globalización económica, la extensión de la información y de las comunicaciones, los procesos de integración económica y política, la crisis del Estado y de la soberanía, el resurgimiento de los movimientos identitarios y de los nacionalismos e integrismos fundamentalistas, la aparición de nuevas enfermedades, etc. […] Durante este período el derecho administrativo se ha visto afectado por un proceso de desestructuración motivada por la globalización mundial, la pérdida de poder del Estado en la sociedad y su descentralización funcional y territorial. Todo ello afecta al régimen jurídico y al sistema orgánico y competencial, dando al derecho administrativo un nuevo horizonte que lo integra en espacios normativos más amplios, provoca la homogeneización y le atribuye nuevos paradigmas, como son los derechos humanos, que le van a hacer superar la concepción tradicional de equilibrador de las prerrogativas de la Administración y las garantías ciudadanas, para convertirlo en medio para el respeto de los derechos y libertades por parte de los poderes públicos3.

Hoy en día existen, además de los Estados como soberanos (aun cuando el concepto mismo ha cambiado), organizaciones supranacionales que influyen de manera directa sobre la búsqueda de plataformas comunes de trabajo en ese mundo internacional o global, de tal forma que se facilite el diálogo jurídico entre los operadores. Cabe recordar que la globalización jurídica es susceptible de entenderse no solo en su acepción de régimen jurídico supraestatal, sino también como la recepción en un sistema jurídico nacional de modelos regulatorios inicialmente desarrollados en el extranjero, lo que se considera como una muestra de la convergencia de los diferentes modelos jurídicos4.

En el ámbito del derecho administrativo, ya desde hace años se encuentran con mayor frecuencia contratos públicos con empresas extranjeras. La cantidad de tratados de libre comercio celebrados por México, que invariablemente incluyen un capítulo de compras gubernamentales, ha dado lugar a cambios en la legislación mexicana, cuyas leyes de contratación pública consagran la licitación pública internacional como una de las modalidades para la adjudicación de los contratos, aun con total independencia de si se tiene celebrado o no un tratado internacional con el país origen de la licitante.

También es un lugar común afirmar que los bolsillos del Estado cada vez son más estrechos y que es mucho más complejo asumir su función natural de satisfacer el interés general, que se traduce en múltiples actividades propias de su quehacer, y que, sin embargo, pareciesen insuficientes5. Esta afirmación –que en México es cuestionable si se considera el constante incremento del gasto público6– enmascara en realidad una mudanza ideológica que ha llevado a replantear no solo los fines del Estado, sino la forma de acometerlos. Se ha producido un paulatino pero constante abandono de las funciones de prestación directa de servicios públicos y de gestión de actividades económico-industriales, que se han visto desplazadas por el recurso a la función de policía (ya sea en la acepción tradicional de actividad administrativa de limitación o en la más novedosa, de regulación económica) para normar la interacción con los sujetos privados –que ahora asumen su gestión directa–, así como a la función de fomento o subvención como recurso de compensación y apoyo a los sectores menos favorecidos, que se ven desplazados en esta nueva economía.

La conversión del mercado en el referente de la actividad económica y la necesaria mejora de la competitividad han reducido el protagonismo económico de los poderes públicos en cuanto productores de bienes. Las privatizaciones, la externalización de actividades y las fórmulas de regulación de nuevas actividades económicas han supuesto la reducción de contenido del derecho administrativo económico y marcan una tendencia creciente en la que se observa la pérdida del protagonismo, el progreso del control externo y de la creación de autoridades administrativas o administraciones independientes que asumen competencias y funciones que, en otro momento, hubiesen correspondido a la Administración. Manifestación de la conocida «huida del derecho administrativo»7.

Además, la normatividad administrativa tradicionalmente se ha caracterizado por su poca ductilidad y adaptabilidad a la realidad y a este entorno internacional, so pretexto del principio de legalidad, entendido, por lo menos en México, como un dogma de fe, no como el punto de partida que garantice la actuación debida del Estado, luego entonces, tal como lo señala López Olvera, “seudo normas generales que luego maliciosamente alega limitarse a cumplir, cuando ella misma los ha preparado y emitido”8. Sin embargo, es claro que existe una tendencia a repensar la mecánica de este principio fundamental, particularmente ante el influjo del management, que parece revalorar la importancia de la discrecionalidad sin confundirla con arbitrariedad:

El derecho como el management están abandonando la ilusión de un mundo hecho de unidad y certidumbre al mundo real y actual de complejidad, diversidad e incertidumbre. El derecho ya no puede pretender señalar lo que debe ser, pero sigue resultando fundamental para definir el espacio del comportamiento aceptable, dentro del cual los individuos pueden autoorganizarse. De esta concepción de sabor claramente neoinstitucionalista, el derecho se convierte de proveedor de seguridad en reductor de incertidumbres, permitiendo así incrementar la libertad de los individuos, cuyo desarrollo es el espacio específico del derecho instrumental9.

En México, el principio de legalidad se ha entendido entonces como una camisa de fuerza autoimpuesta por el propio Estado y su Administración Pública, en lugar de entenderse como esa base de seguridad jurídica para todos los administrados de que los fines públicos serán perseguidos adecuadamente en un marco de legalidad, como lo reconoce Aguilera desde una perspectiva no limitada al derecho administrativo:

El constitucionalismo liberal moderno ha incurrido en un formalismo jurídico vacío y estéril de contenido e interpretación, pero no ha procurado la integración efectiva de los ciudadanos en el orden sociopolítico, una integración amplia en torno a una cultura sólida de derechos fundamentales y libertades públicas10.

Por tanto, siempre resulta interesante que en esa vorágine legislativa se busquen medios que otorguen cierta flexibilidad a la Administración Pública, especialmente en materia de obtención de recursos económicos, así como mejores y más flexibles formas de contratación pública.

Aunado a lo anterior, también es una realidad que cada vez es más relevante la participación ciudadana en el diseño, el establecimiento y la ejecución de las políticas públicas11. Es decir, se ha perdido esa posición ajena y propia del súbdito que guardaba el administrado frente a la Administración Pública, y el ciudadano se ha convertido en pieza fundamental en la ejecución de las políticas públicas y en un verdadero coadyuvante en la consecución de los fines de interés general del Estado, como señalaba ya hace años Muñoz Machado:

Lo que busca fundamentalmente con la participación ciudadana en las funciones administrativas es ofrecer un cauce a la expresión de las demandas sociales que sea también útil para controlar las decisiones que las autoridades administrativas adoptan en el marco de sus poderes discrecionales. No es que con la participación se vaya a sustituir o eliminar totalmente la decisión soberana e irresistible que está encomendada a la Ley (García de Enterría), sino que el ciudadano, que, en definitiva, es depositario del derecho originario de la soberanía ya no está dispuesto a dejar en las exclusivas manos de la Administración la definición del interés general, sobre todo cuando las decisiones se resuelven en puros criterios de oportunidad. El ciudadano ya no interviene sólo, según era tradicional, para defender sus personales intereses, sino para tomar parte en las decisiones que afectan a la comunidad en que vive12.

Hoy en día ya no puede decirse que el control exclusivo de la Administración Pública recae sobre el Estado, sino que es la ciudadanía la que se manifiesta como el beneficiario definitivo de la Administración. Es por ello por lo que cada vez cobra mayor peso la participación ciudadana, no solo en el ámbito del ejercicio de los derechos políticos –y aún más de la simple consulta establecida en el artículo 26, apartado A, de la Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos (CPEUM) y la Ley de Planeación (LP) que le permite concertar algunos temas al momento de elaborar el Plan Nacional de Desarrollo (PND), o la Ley Federal de Consulta Popular, que le posibilita opinar sobre temas de trascendencia nacional13–, sino también como un ejecutor directo de las políticas públicas, como lo señala Rodríguez-Arana:

La participación de los ciudadanos en el espacio público está, poco a poco, abriendo nuevos horizontes que permiten, desde la terminación convencional de los procedimientos administrativos, pasando por la presencia ciudadana en la definición de las políticas públicas, llegar a una nueva forma de entender los poderes públicos, que ahora ya no son estrictamente comprensibles desde la unilateralidad, sino desde una pluralidad que permite la incardinación de la realidad social en el ejercicio de las potestades públicas14.

Es precisamente en este entorno donde se encuentra la incorporación de las asociaciones público-privadas como una modalidad más para que el Estado pueda cumplir con sus cometidos y, de alguna manera, mitigar el impacto directo (o por lo menos diferirlo) en las finanzas públicas por el desarrollo de proyectos de infraestructura.

Ahora bien, es importante destacar que la asociación público-privada claramente no es la única opción con la que cuenta el Estado. Este dispone de una batería importante de instituciones e instrumentos jurídicos para alcanzar sus cometidos, tales como las concesiones y los contratos de obra pública (y, entre estos, los denominados llave en mano), todo en el marco de un derecho administrativo, por decirlo de alguna manera, tradicional. A lo largo del capítulo VI se hará referencia a este punto.

En México, desde el punto de vista histórico, la industria eléctrica (materia específica a la cual se hará referencia en el capítulo VIII de este trabajo) inició a finales del siglo XIX como una actividad estrictamente privada, y en 1895 se otorgó la primera concesión a la Societé Du Necaxa, que luego fue traspasada a The Mexican Light and Power Co.; en 1896, el entonces Distrito Federal (hoy Ciudad de México) celebró una serie de contratos de concesión con la empresa Siemens Halske15. Según lo señala Emilio O. Rabasa, para el año de 1911 se calculaba la existencia de 199 compañías de luz y fuerza motriz16. En el año de 1937, el presidente Lázaro Cárdenas decretó la creación de la Comisión Federal de Electricidad (CFE), con lo que dio comienzo a la participación pública en la industria, en un esquema de concurrencia con los particulares. Este modelo se transformó con el paso de los años, y de operar mediante concesiones pasó a hacerlo por conducto de dos organismos públicos descentralizados: la ya referida CFE y Luz y Fuerza del Centro (LyFC), monopolios públicos vertical y horizontalmente integrados que operaban sobre una base regional. Así, en términos generales, LyFC operaba en el centro del país y comprendía la Ciudad de México y parte de los estados de México, Hidalgo, Morelos, Puebla y Tlaxcala, mientras que el resto del territorio nacional estaba a cargo de la CFE. Esta situación se mantuvo hasta entrados los primeros años del siglo XXI.

El 11 de octubre de 2009 fue publicado en el Diario Oficial de la Federación (DOF) el Decreto de Extinción de Luz y Fuerza del Centro, cuyo efecto fue la desaparición de este organismo público y la asunción plena por parte de la CFE de la prestación del entonces servicio público de energía eléctrica en la totalidad del país, ahora como monopolio único de propiedad estatal17.

En el año 2013, a consecuencia de la reforma constitucional popularmente llamada reforma energética, el modelo estructural de la industria eléctrica se modificó y la CFE se transformó, de modo que pasó de ser un organismo descentralizado a convertirse en una empresa productiva del Estado (EPE)18. Más adelante, en el apartado correspondiente, se abundará sobre este tema.

En el último capítulo de este trabajo precisamente se abordará la viabilidad de que el Estado utilice el esquema de asociación público-privada en la industria eléctrica como un modelo que le permita al Estado –en este caso, a la CFE como EPE– abandonar los modelos tradicionales de contratación pública y determinar si en efecto representa ventajas para el sector.

No resta más que agradecer al lector el interés que pueda mostrar sobre esta obra.

Las asociaciones público-privadas y el sector eléctrico en México

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