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3. María formó el corazón de José

Es una oportunidad esta Misa en este primer día de mayo para que levantemos nuestra mirada a san José. San José que, como sabe hacerlo siempre, protege escondidamente, diríamos, protege a la espalda, sin querer atraer sobre él la mirada, que desea que se dirija hacia Jesús, hacia la Virgen, y él se goza de que esa mirada vaya a ellos. Él toma esa misión de ayudar, de sostener, de servir, pero con esa característica del silencio y del escondimiento.

De hecho, no conservamos ninguna palabra de José, ninguna palabra que él hubiera pronunciado. La verdadera palabra de José es la obediencia, es una obediencia total. Cuando en el Evangelio se habla de esas referencias a san José, que se realizan generalmente en sueños, las comunicaciones a José, lo único que dice es que realizó lo que se le dijo, pero ni siquiera encontramos eso que aparece en la Virgen, que es la respuesta de expresión de su docilidad. No hay una expresión semejante: «Yo soy el siervo del Señor, que se cumpla eso que acabas de decir», ni siquiera eso. Simplemente lo hace, y lo hace silenciosamente.

Es una figura arrebatadora la de José. El hombre curtido a través de las pruebas, dificultades… La obra preciosa de la Virgen, porque hemos de tener bien presente que esa justeza del corazón de José –«José hombre justo» (Mt 1,19), hombre de corazón bueno, de corazón recto–, fue y debió ser en gran parte, obra de la Virgen en su trato cotidiano con él, en su conocimiento en el período de su juventud, cuando empezaron a tener aquellas relaciones sublimes, por otra parte, de intercomunicación personal, en las que iban hablando de lo que a ellos les interesaba. Esto es tan importante, saber tratar de nuestras cosas, que son las cosas de Dios. Y como las cosas de María eran las cosas de Dios, y la preocupación de la Virgen era su entrega al Señor y el vivir en plenitud de amor esa voluntad de Dios –porque como Corazón Inmaculado que tenía, sintonizaba plenamente con el Corazón de Dios–, (…) José fue el confidente de la Virgen, fue el hombre que pudo entender a María suficientemente, que encontraba en María una cercanía ideal. Y María actuaba sobre José; de esa manera es como se va actuando. Esto tenemos que aprenderlo. José lo ha vivido, lo ha enseñado también con su ejemplo, y está ahí como Patrono de la Iglesia y patrono de la vida interior. Pero es verdad, cuando se nos dice que «estaba casada con José» (Lc 1,27), ese estar casada presupone esos conocimientos previos. La Virgen tuvo que revelar algo de su misterio interior, de sus deseos de virginidad, y vio que José la comprendía, que sus palabras encontraban eco en el corazón de José. José entendía lo que María le proponía, estaba dispuesto a colaborar, a ayudar. Y esa palabra de la Virgen, que se revelaba discretamente con la indicación de sus ideales, de su visión de la vida, de su deseo de entrega total al Señor, de su ideal de virginidad, encontraba eco en José. Y eso iba formando el corazón de José. No es que simplemente fuera bueno así, por nacimiento. Sin duda, fue predilecto de Dios y también tuvo en su corazón desde su concepción, o desde su circuncisión, esa riqueza del Espíritu del Señor. Tendría, sin duda, un amor grande al Señor. De ahí venía la sintonía con la Virgen. Pero la Virgen va formando su corazón. El corazón es bueno, es verdad, pero tiene que ser formado. María le fue dando esa forma, esa honradez, esa justeza, esa justicia que destacan los evangelios en José. Y ahí se realiza esa fusión de corazones, fusión virginal, fusión verdadera. ¡Se aman, y se aman ardientemente! Se aman muchísimo, pero se aman integrados en el amor de Dios.

Este punto de la integración del amor de Dios en el amor humano es uno de los puntos difíciles, que no se entienden simplemente por un puro discurso de razón, sino que son elementos de la experiencia de la vida, de la riqueza del don de la caridad que Dios infunde en el corazón; pero es interesante cómo esto tiene una repercusión en nuestra misma vida. Hay relaciones de amor, de afecto, relaciones con nuestros padres, con personas que amamos, que tienen que ser asumidas y elevadas por la fuerza de la caridad que el Señor infunde en nuestros corazones. Y esto es lo que muchas veces no entendemos bien. A veces se tiene la impresión de que ser llamado a la virginidad es ser llamado a no amar, a sofocar el amor, y eso no es verdad. Ser llamado a la virginidad es ser llamado a una riqueza de amor, a un amor grande, a un amor a Jesucristo con corazón indiviso, pero un verdadero amor. Hay gente que, porque no aman a nadie cree que ama a Dios, y que es amar a Dios el no amar a nadie. Y no es verdad. Amar a Dios es amarle.

José es el hombre que ama a Dios. María fue maestra de José en ese amor de Dios. Le enseñó a amar. Y María amaba a José. ¿Cómo no le iba a amar? Pero no es un amor en contraposición al amor de Dios. Aquí es donde está la cuestión para nosotros importante, que no es un amor contrapuesto, que de alguna manera ensombrece el amor de Dios, sino que es un amor que viene potenciado por el amor de Dios, pero con unas características especiales, con unas características de liberación de todo egoísmo. Es la fuerza misma del amor de Dios la que nos lleva a amar a los que son hermanos, padres, amigos nuestros. Es la fuerza misma del amor de Dios, pero se les ama de manera distinta. San Ignacio llama a esto transformación del amor carnal en amor espiritual. Transformación no es eliminación del amor. En vez de poner una especie de raciocinio, de discurso, por el que yo digo: «Yo amo a esta persona; bueno, yo no le amo, pero como Dios quiere que le ame, yo quiero también servirle», eso no sería amar. Se trata de amar, con la fuerza de ese amor. En el campo del amor es donde esto se realiza, y no por el mero discurso de la razón, sino que es verdadero amor, pero un amor que es realización del amor de Dios presente en nosotros. No es contrapuesto.

Nosotros sabemos que en nuestra vida interior muchas veces hay unas corrientes interiores. Llamamos a eso la unción del Espíritu Santo, nos sentimos como llenos, ungidos interiormente, reblandecidos. Hay dentro una suavidad como perfumada, silenciosa –la suavidad siempre es silenciosa–, que nos mueve, nos conduce. Hay una paz. Todo el caminar interior, todo el trabajar y el obrar no queda suprimido. No es el silencio de la inactividad, sino es el silencio de la calidad de la acción. Hay una suavidad, hay una unción dentro. Hay momentos en los que, en la Eucaristía, en un momento de fervor, el Señor interiormente nos enciende, nos inflama, nos acerca hacia Él, nos eleva a las cosas superiores. Cuando uno está disfrutando de esto, eso no le arranca de la realidad. A veces sí, lo confundimos, porque quizás lo empezamos a saborear de tal manera, que se nos va todo en saborear lo que tenemos, y no somos fieles a eso que se nos da, que no es simplemente para saborearlo, sino para que, en la suavidad de esa presencia del Señor dentro de nosotros, actuemos lo que tenemos que hacer, sea en el cumplimiento de nuestros deberes, sea en nuestras relaciones con los demás. Y hay eso de curioso, en ese momento en que está uno con esa fuerza de unción interior: que uno sale del encuentro eucarístico como elevado, ungido, cuando eso le unge así, se siente uno como cercano a todo lo que encuentra. No se puede hacer uno con Dios sin hacerse uno con todo lo que es creación de Dios, porque en todo está el Señor. Y entonces tiene esa prontitud. De manera que con esa suavidad dentro, si ve a una persona necesitada, siente una ternura que no siente en otros momentos, que viene de esa suavidad que tiene. Esto es elevar. Y si encuentra a su madre, la ama, pero no es con una relación simplemente de relación carnal, sino con la riqueza que acoge ese amor de Dios a su madre. Y la maternidad es acogida, es aceptada, es vivida, pero desde esa riqueza interior en la que uno está lleno, y entonces levanta. Es transformar en espiritual eso que es relación de amor carnal. El espíritu es tan fuerte que espiritualiza la carne.

Nos pasa en la resurrección algo parecido. Leíamos el día pasado, ayer o antes de ayer en san Cirilo Alejandrino, en el Oficio de Lecturas, unas palabras que se referían a la resurrección, e insistía en que Jesús resucitó con su cuerpo, el cuerpo de Cristo ha sido glorificado; pero añadía enseguida: aunque está en una condición espiritualizada, pero es el Cuerpo de Cristo el que ha sido resucitado, está en una condición espiritualizada. Esto nos sucederá a nosotros, sucede al cuerpo de Cristo, es la espiritualización de la carne. En su grado, esto se vive en la espiritualización, es una cierta participación de la resurrección de Cristo en la espiritualización de lo que es amor carnal. ¡Es verdadero amor!, no es decir: no es amor. Es verdadero amor, pero es un amor espiritualizado. Un santo ama a su madre como no ama un simple hijo a su madre. La ama, pero la ama con toda su riqueza. Y no es que le ame menos, ¡ni mucho menos! Le ama más, le ama con un amor más alto, más grande, con un amor que no es contrapuesto al amor del Señor. Ahí hay una tarea muy grande en nosotros.

Esto puede enseñarnos san José. Cómo amaba san José a la Virgen. La amaba como amiga, como esposa, pero como la Madre de Dios. La amaba con esa riqueza interior de su corazón transformado. Y le hacía colocarse en una postura de una servicialidad constante, diríamos, detrás de la Virgen y del Niño, él está como detrás. Él está siempre como en la sombra, actuando simplemente, con una actuación que está llena de admiración, llena de respeto; que está al mismo tiempo impregnada de sencillez, impregnada de suavidad. Y ahí es donde nosotros tenemos que aprender nuestro actuar. José trabaja así, actúa así. De esa manera pasa por las páginas del Evangelio con esa suavidad con que él lo hace, eficiente, como apareciendo sin aparecer, casi como en el extremo del cuadro, siempre ahí. Siempre en una misión de servicio generoso, abnegado, y, al mismo tiempo, en el escondimiento. Esto nos tiene que enseñar san José a nosotros.

San José ayuda mucho, lo sabéis bien. El recurso a san José es continuo en nosotros, nos ayuda en todo. En las cosas materiales, en todo lo que sea… San José sabe lo que es ir a Egipto, caminar, sabe lo que es ir por las carreteras, él sabe todo eso. Y sabe intervenir, le debemos mucho. Pero no le reduzcamos a eso a José, como si dijésemos: es el administrador, es el que se cuida del dinero, el que se cuida de que tengamos posibilidades de actuar. El gran patrón de la vida interior, es el gran patrón del amor sobrenatural, del amor espiritual, del amor de entrega y de servicialidad. Es un modelo continuo. Es ese saber estar donde uno se encuentra, en el servicio a la manera de José: en ese servicio atento, humilde, escondido, abnegado, en una intimidad con la Virgen, en una cercanía con María, en una servicialidad a Jesús, a la Eucaristía, a la presencia eucarística del Señor. Siempre impregnándoos personalmente e irradiando ese amor del Señor, el amor que el Señor quiere que se difunda en el mundo, el reinado de su Corazón, la civilización del amor.

Pues bien, hoy es un día para agradecerle a san José todo lo que nos ha hecho. Dadle gracias por su servicio abnegado, sacrificado. Dadle gracias por su trabajo, con el que sostuvo a la Virgen y al Niño, ¡tan abnegadamente! Y dadle gracias por el cuidado que tuvo siempre para defender la vida y para defender la existencia de sus seres tan queridos, y seres tan fundamentales para nosotros. Dadle gracias.

Dadle gracias también por su ayuda a la Iglesia. Es la fiesta que vino a sustituir a la fiesta del Patrocinio de san José. Se celebraba antes una fiesta que era el Patrocinio de san José sobre la Iglesia. Aun cuando no exista una celebración así, pero sí existe el patrocinio. Parece que José sigue insistiendo en esa línea de su disimulo, de su escondimiento y, hasta le han quitado las fiestas que tenía. ¡No importa! Él no se preocupa de eso, no le preocupa en absoluto. Se alegra de las fiestas de la Virgen. Él sigue sirviendo y no como protesta dice: «pues yo ya no os protejo». No es así san José, sino que sigue protegiendo, sigue cuidando. Y tenemos que darle gracias por todo su patrocinio en la Iglesia. Dadle gracias por todas sus ayudas. ¡Le debemos mucho! Él es callado y no quiere ni que lo recordemos, pero se lo recordamos, se lo queremos recordar, que le debemos mucho.

Y pedidle este sentido interior espiritual sencillo, como él. Ese sentido del servicio por amor. Esa elevación del amor humano, ese amor verdaderamente humano, pero divinizado, pero amor humano, perfecto. El amor que él aprendió de María, en el que la Virgen le formó, y que él nos presenta a nosotros como verdadero modelo de nuestra vida.

(Homilía, 1-5-1989)

Con José, siervo humilde y fiel

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