Читать книгу Cadencia de estornino - Luis Mario - Страница 6
Al despertar
Оглавление—Su canto se sucede en una cadencia de trece, uno, tres, dos, cinco, veintiuno y vuelta a empezar: trece, uno, tres, dos, cinco, veintiuno y vuelta a empezar. Tan solo tiene que permanecer en silencio, fíjese, vuelve a empezar. —Señala con el índice el canto del estornino—: Uno, dos, tres, cuatro, cinco, seis, siete, ocho, nueve, diez, once, doce, trece y… —Señala con el índice el canto del estornino—: Uno y… —Señala con el índice el canto del estornino—: Uno, dos, tres y… —Señala con el índice el canto del estornino—. ¿Lo ve?
—¿Y no ha pensado que podría tratarse de una cadencia regida por lo que a ese dichoso estornino le viene dando la mismísima gana?
—¡Ya! ¡Eso es lo que usted y cualquiera podría pensar! Es lo que ocurre cuando una no se fija demasiado, que todo a su alrededor parece sumido en una preestablecida aleatoriedad. El azar no es más que una cadencia de acontecimientos sin interpretar. Fue la Grecia antigua la primera en encontrar el número áureo en innumerables proporciones presentes en incontables elementos naturales. La naturaleza y las matemáticas han convivido siempre en estrecha relación; las pentagonales flores de la petunia, la atracción fractal en el romanesco. Uno, uno, dos, tres, cinco, ocho, ¿le resulta familiar?
—Es la cadencia del estorni
—¡La secuencia de Fibonacci! Cada segmento de tiempo que ese estornino emplea en su cadencia de canto forma parte de esta secuencia. Los estorninos no destacan por la musicalidad de su canto, pero tienen la curiosa capacidad de imitar e incluso de aprenderse los sonidos de su entorno.
—¿Acaso usted se pasea por las mañanas cantando números por la huerta?
—Obviaré ese comentario. El Nokia veintiuno diez fue uno de los modelos más vendidos de la historia de la telefonía. Fueron millones las personas que se hicieron con este dispositivo alrededor del mundo, miles en la ciudad de Londres. ¿Conoce su famoso tono de llamada?
—Me quiere sonar…
—Pues que le suene —y entona—: mi re fa (sostenido) sol (sostenido). Do (sostenido) si re mi…
—… tururururuuu —remata, asiente y sonríe.
—Hay que señalar que fueron extraídas (más bien expoliadas) del Gran Vals de Francisco de Asís Tárrega y Eixea, una genialidad infravalorada. Pero a lo que iba; imagínese. Miles de personas caminando por las calles de la city cada día con sus Nokia veintiuno diez en aquellos tiempos, millones de llamadas, por tanto, cada día de un dispositivo a otro, por lo tanto, cada día, el Gran Vals era interpretado en cada bocacalle, paso de cebra y parque de Londres miles, sino millones de veces. De hecho, según datos que he podido leer, alrededor del mundo los compases catorce al dieciséis de la obra eran interpretados por estos dispositivos mil ochocientas millones de veces (veinte mil veces por segundo), una barbaridad. Pues bien. No tardaron en aparecer, para sorpresa de directivos finlandeses y ornitólogues, los primeros estorninos de la ciudad de Londres que imitaban a la perfección aquellas notas de Francisco de Asís y el Nokia veintiuno diez. No es de extrañar que con sucesos así acabasen prohibiendo décadas más tarde la telefonía móvil.
—Es interesante. Pero de nuevo se trataría de un estímulo sonoro, ¿no es cierto?
—Sí, es por ello que no supuso más que una corroboración de la capacidad ya conocida del estornino. Pero la conclusión a la que quiero llegar es otra. Los estudios acerca del canto del pájaro se intensificaron tras este hallazgo, pero tan solo centrándose erróneamente —tal y como usted ha errado— en la tendencia al aprendizaje auditivo del estornino. No existen teorías que afirmen que estos pájaros puedan también ser influenciados en su canto por formas o acontecimientos, pero tampoco teorías que lo desmientan.
—Podría tener sentido.
—¡Tiene todo el sentido del mundo! Es obvio que el estornino ha sido influenciado por la secuencia de Fibonacci, presente en las proporciones de los árboles, en la nervadura de sus ramas. Pero creo que haría falta una influencia mayor para inspirar su canto. Y es aquí donde corroboro, mi buena hermana mía, la teoría que proclamo y mantengo sobre el origen de la denominación de esta bahía y sus características, que viene a ser que recoge su nombre este accidente geográfico precisamente de algo que no debería denominarse accidente, sino obra premeditada. Ya que la naturaleza ejerció en esta bahía junto con las matemáticas su impecable y reconocida labor, haciendo que el mar penetrase en la tierra hasta tal punto que trazase en la costa una curvatura lo suficientemente amplia como para poder denominarse bahía y lo suficientemente exacta como para denominarse espiral áurea, comúnmente conocida como
—Espiral Dorada. Buenos días, Adela. —Nieve Grothendieck aparta las sábanas hacia los pies de su cama y resignada se incorpora para bajar las escaleras de la litera.
—¡Buenos días, Nieve!
En la Bahía Dorada vivían las gemelas Grothendieck no tanto desde que hacían uso de memoria, sino desde que la vecina que se encargó de su crianza se encargó también de decirles que no les haría ninguna falta hacer uso de ella. En aquella Bahía los días se sucedían de manera idéntica, por lo que los escasos recuerdos bastaban con agazaparse sintetizados según temática dejando innumerables recovecos vacíos que las gemelas Grothendieck siempre pudieron y supieron aprovechar. Adela y Nieve Grothendieck eran gemelas. Adela nació primero, Nieve nació ya huérfana. En el instante entre ambos nacimientos, Adolf Grothendieck hizo detonar por error veinte kilos de explosivos destinados a volar un puente que evitaría el paso amigo y sobre todo enemigo durante el conflicto bélico en el que tenía lugar. Fue por error, porque, en el momento de la explosión, el puente quedaba demasiado lejos y el resto del pelotón del que formaba parte Adolf Grothendieck demasiado cerca. Murieron sus diez integrantes. La madre de Adela y Nieve, Georgina Grothendieck, fue declarada muerta justo después de dar a luz a Adela, cuando Nieve se encontraba aún en su útero aunque ya sin vínculo vital. Por este motivo se pudo considerar que, paradójicamente, a Nieve Grothendieck se le dio a luz a oscuras, y quizá fue este el motivo por el que las hermanas, aunque gemelas, habían tenido una visión completamente diferente sobre la luz que tiñe el mundo. Esta sería su única distinción física descrita: Adela Grothendieck, pantalla para una lámpara, Nieve Grothendieck, más bien una lupa. Sobra decir que las hermanas Grothendieck tenían un rostro que se habría descrito peculiar en cualquier sala de espera, si no fuera porque de ese rostro siempre hubo dos idénticos.
Cuando Adolf Grothendieck se alistó por la fuerza para luchar en la Última Guerra Mundial —la UGM—, su mujer, Georgina Grothendieck, se quedó embarazada, al cuidado de su única y querida vecina, y orgullosa no tanto porque su marido se fuera a la batalla, sino sencillamente porque se fuera. Hacía años que la igualdad entre géneros había sido finalmente instaurada, pero por aquel entonces también se había establecido que cada cual sería responsable de luchar sus propias guerras. Y como la mayor parte de los resquicios de la estupidez viril y de la violencia solía encontrarse en cabezas de hombres, eran estos los que habían desencadenado la UGM y, por lo tanto, serían estos los que, en zonas despobladas y sin molestar, deberían sostenerla. Fue una herramienta marketiniana la denominación que recibió, habiéndose dado cuenta unas pocas publicistas que nombres como primera o segunda no hacían otra cosa que propiciar, inevitablemente, la aparición en el porvenir de una tercera e incluso cuarta guerra mundial. Algunos críticos, sin embargo, aseguran que el calificativo última había sido un recurso desesperado y promocional por conseguir participantes, dado el escaso índice de participación y muerte que tuvo la PGM, Penúltima Guerra Mundial —inapropiado aunque profético calificativo—, haciendo alusión al hecho de que supuestamente sería su última oportunidad de formar parte de un conflicto armado. Los motivos de la UGM habían dado pie a innumerables discusiones en las cenas entre vecinos de la Bahía Espiral Dorada, pero nunca se llegaba a un consenso: no tanto por definir las razones del conflicto, sino por encontrarlas.
Era una sociedad igualitaria en la que habían nacido las gemelas Grothendieck, quienes habían recibido su apellido directamente de su madre. Tras una serie de golpes de Estado coordinados y llevados a cabo en todos los Gobiernos a escala mundial, la igualdad se instauró por ley en todos y cada uno de los aspectos de todas y cada una de las sociedades del planeta —de momento, tan solo de este—. La toma de los congresos siguió un plan estratégico y minuciosamente estudiado para resultar infalible contra cualquiera de los presidentes por derrocar: la ocupación se haría en bikini. Ningún presidente pudo ver venir su final. El primer sutil, aunque tremendamente eficaz, recurso para lograr la igualdad fue la implantación del lenguaje inclusivo. «La inclusión en el lenguaje es, si no imprescindible, sí necesaria para lograr la inclusión social. Pese a que no suponga el gran cambio, sin las palabras adecuadas, cuando este suceda, no tendremos la forma adecuada de comunicarlo», argumentaron irrefutables. De forma sorprendentemente rápida, los hombres afectados por siglos de genéricos masculinos fueron desprendiéndose de su supuesta superioridad al verse inconsciente y gramaticalmente equiparados al género femenino en cada conversación. Pese a esto, se había optado también por permitir a ciertos hombres la utilización de la terminación masculina. Dado que la igualdad había sido consagrada en todos los ámbitos y sectores, sin restricciones, limitaciones ni malinterpretaciones, las últimas integrantes del movimiento creyeron que esta concesión sería más fácil de soportar que los arcaicos manifestantes que se situaban desde hacía años frente al congreso, desnudos, ataviados únicamente con banderas y bufandas de fútbol y clamando por su derecho a ser hombres libres. Era una sociedad igualitaria en la que nacieron las gemelas Grothendieck, e igualitaria era la Bahía Espiral Dorada; una población que, cuando murieron Adolf y Georgina Grothendieck, pasó a estar formada tan solo por Adela y Nieve Grothendieck y su vecina, quien se encargó de su crianza y también de decirles que no les haría ninguna falta hacer uso de su memoria. «Por innecesaria —argumentó—, pero sobre todo porque tan solo os acarreará dolor». Fue una terrible ironía la que precisamente hizo que la madre y vecina de Adela y Nieve Grothendieck olvidara un día su alergia a los frutos secos, y muriera entre terrible dolor tras chupar un anacardo. Y tras su muerte, las gemelas Grothendieck se trasladaron de vuelta al domicilio familiar —lo que resultó una paradójica emancipación.
La disposición de sus escasos recuerdos, que bastaban con agazaparse sintetizados según temática, había dejado innumerables recovecos vacíos que las gemelas Grothendieck siempre pudieron y supieron aprovechar. Lo curioso era que cada una de las hermanas había parecido escoger, desde bien su infancia, recovecos situados en hemisferios completamente opuestos de sus respectivos cerebros. Era Adela Grothendieck una amante de las ciencias y de los números mientras que Nieve Grothendieck tan solo entendía de números si estos aparecían escritos —siempre con letra— en sus relatos.
En la Bahía Espiral Dorada se despertaron las gemelas Grothendieck aquel día y, antes siquiera de salir de la cama, tuvieron una de sus tantas conversaciones como una de esas tantas mañanas en las que conversaban antes de salir de aquella cama.
Primero Nieve Grothendieck bajó de la cama superior de la litera, dando por finalizado el discurso matutino de su hermana Adela y se acercó al salón, siguiendo las instrucciones que acostumbraba; calzándose la zapatilla izquierda o en su defecto la derecha, siempre en primer lugar la que no estuviera escondida bajo la cama inferior, y luego, tras un sutil resoplido, se agachaba para rescatar a la otra del inframundo de polvo y monstruos muertos. Luego, apenas levantando los pies lo suficiente como para decirse caminar, se acercaba al salón y al tocadiscos para poner, como cada mañana al despertar, uno de los vinilos de su colección. Al contrario que otros días, eso sí, aquella mañana en lugar de tomar un estuche al azar, se detuvo de cuclillas unos instantes bajo el aparato para encontrar el álbum que estaba buscando, que acompañó con sus primeras notas a Adela Grothendieck mientras finalmente descendía de la cama superior de la litera para seguir con sus respectivas instrucciones.
—¡El Gran Vals!
Oye entonces Nieve entremezclándose con las notas del Gran Vals de Francisco de Asís Tárrega y Eixea desde el cuarto de baño.
Lo primero que Adela hacía al despertarse era ir al baño, lentos sus pasos pero siempre de baile, al ritmo que marcaban las notas que previamente su hermana había hecho sonar. Suelen los días en cualquier lugar del mundo despertar con una mañana diferente. En la Bahía Espiral Dorada, despertaban con una canción distinta. Pese a la seriedad, frialdad y raciocinio que supuestamente correspondería a cualquier persona amante de las ciencias, Adela Grothendieck era tremendamente alegre, cariñosa, cálida y extrovertida. Mientras que Nieve Grothendieck, poeta, melómana y demás características características a su vez de personas emocionales e inquietas, no era nada de eso; Nieve era una persona jovial, realmente feliz, no cabe negarlo, pero trataba de mantener siempre su felicidad por dentro, tal vez y como le decía su hermana Adela Grothendieck, para que le durase más tiempo. Adela Grothendieck la desperdiciaba cada día, esparciéndola entonces y cada mañana para empezar desde su cama hasta el baño, donde se acicalaba el pelo, cepillaba los dientes y limpiaba las legañas mientras Nieve Grothendieck preparaba unas tostadas, la mantequilla, la mermelada y la cafetera repleta de café para desayunar.
(En la Bahía Espiral Dorada se despiertan las gemelas Grothendieck como cada mañana por el canto de un estornino, no por un reloj. Había sonado el estornino. Suena el Gran Vals.)
* * *
—Por los cargos de homicidio en primer grado, posesión y fabricación ilícita de armas, evasión de la justicia y pertenencia a un grupo terrorista…
—¡¿Qué?!
—Se declara al acusado…
—¡¿De verdad?!
—Culpable de todos los cargos.
—¡Serás hijo de puta! ¡¿Grupo armado?!
—Llévenselo.
—¡Maldito cabrón orejudo! ¡Este juicio es una puta patraña! ¡¿Grupo armado?! ¡¿Grupo?!
—¡Seguridad! Háganme el favor de llevarse a este hombre.
—¡Individuo! ¡Individuo terrorista! ¡¿Te enteras?! ¡Puto tonto del culo! ¡Lo hice solo! ¡Lo hice yo solo! ¡Gilipollas! ¡Lo hice YO!
Una descarga eléctrica había puesto énfasis en aquel pronombre que había usado muy conscientemente Julio Denis para remarcar la individualidad de sus actos antes de desmayarse sobre el parqué de los juzgados. El traslado a la prisión fue sencillo y sobre todo tranquilo, ya que Julio Denis permaneció inconsciente hasta llegar a su destino, su nuevo destino, una de esas prisiones que casualmente de destinos tan solo conoce su ausencia. Julio Denis había sido condenado a ciento veinte años de cárcel principalmente por ser el fundador, líder y único integrante del Grupo Individualista para la Liberación del Individuo Singular que desde hacía una década había azotado a la población, sin distinción de raza, religión, simpatía política o ideología, sino simplemente por eso, por población.
A las siete y media de la tarde de hoy un coche bomba ha explosionado a la salida del Teatro Concepción Sua, causando la muerte de doce personas, entre ellas la concejala populista Reunida Demó. La explosión sucedía justo en el instante en el que les asistentes a la sesión de las cinco y cuarto salían del teatro mientras decenas de personas aguardaban para entrar al siguiente acto. La explosión fue de tal calibre que logró incluso romper la fila recta de gente por la mitad, causando, como hemos dicho, una docena de muertes, varias personas heridas leves y otras tantas desordenadas. Se desconoce la identidad del individuo responsable de la colocación y activación del artefacto, aunque la policía asegura haber encontrado una nota en una de las farolas aledañas con alguna pista sobre la entidad culpable del incidente. Dado que se cuestiona aún la veracidad de este documento, las autoridades han pedido paciencia para desvelar su contenido. Pese a que un gran sector de la población habla ya de ataque terrorista, el Gobierno ha preferido esperar al veredicto profesional de la policía antes de emitir cualquier comunicado. Permaneceremos atentes a nuevos datos. Les mantendremos informades.
Con aquella apertura en telediarios, Julio Denis comenzaba hacía años la trayectoria mediática de su grupo individualista y terrorista, que, tras este atentado en un otoño cualquiera dirigido específicamente a la concejala Reunida Demó y de manera general al grueso de población que pudiera afectar, inició una nevada de terror que fue calando en la sociedad, abrasando el país, hasta la reciente captura de su fundador, líder y único integrante ya conocido: Julio Denis.
Julio Denis había nacido en un país septentrional bajo el régimen socialista. Su padre era profesor y su madre también, por lo que Julio Denis había crecido en una familia cómodamente asentada en una clase media que llevaba años convirtiéndose en la única clase presente en aquel país. Debido a las fuertes medidas sociales, impuestos sobre las riquezas, ayudas para la igualdad y un arraigado sentimiento de comunidad, poco a poco y desde bien niño fue desarrollándose en Julio Denis un desprecio irracional por el pueblo. Julio Denis tenía un hermano un año menor, y sus primeras críticas manifiestas de sus ideales se sucedían, a modo de ejemplo, de tal forma: la madre de Julio se disponía a repartir la paga de la semana a partes iguales entre Julio y su hermano. Ambos habían realizado las mismas tareas en la casa, ambos sacaban los mismos —excelentes— resultados en el colegio y ninguno de ellos se había comportado de ninguna forma que fuera motivo de mayor premio o castigo. Por lo tanto, su madre repartía diez plumos a Julio y diez a su hermano.
—¡Esto es injusto! —clamaba Julio Denis— ¡Eres una comunista!
A causa de la costumbre, su madre apenas se exaltaba con estas salidas de tono de su hijo; había decidido ejercer el diálogo por encima de todo y con una serenidad autoimpuesta.
—Los dos debéis recibir lo mismo y así lo he hecho. ¿Cómo lo repartirías tú, querido Julio? ¿Acaso crees que te correspondería a ti más por alguna razón que desconozco? —le cuestionaba su madre.
—¡De ninguna de las maneras! —contestaba presuroso Julio, evitando cualquier malentendido que le pudiera tachar de capitalista. —¡Que no me tachen de cerdo capitalista!
—¡Julio! ¡Esa lengua especista! Entonces, dime, porque no hay quien te entienda.
—Debes repartir lo mismo tanto a mi hermano como a mí, pero nunca, y digo nunca, partiendo de un reparto equitativo de tu presupuesto para pagas semanales entre la población, véase, mi hermano y yo. Sí, ambos merecemos la misma cantidad al haber ejercido las mismas tareas, incluso alguno podría recibir más si así se hubiera presentado la semana. Pero ¡olvídate de comunismo y capitalismo! En este caso en concreto deberías darme a mí una cantidad y a mi hermano la misma, que en efecto partirían de tu presupuesto de veinte plumos semanales para pagas. Pero en ninguno de los casos deberías dividir tus veinte plumos entre la población, sino que deberías darme a mí, Julio Denis, mi cantidad correspondiente como individuo individual y a mi hermano su cantidad correspondiente, a su vez, como otro individuo individual.
—¿Y a cuánto correspondería entonces cada una de las cantidades, Julio? —Su madre, como bien había augurado, no era quién para entender a su hijo Julio Denis.
—Mmm… Diez plumos para mí y diez para mi hermano, si no me equivoco.
—¿Y no vendría a ser lo mismo que las cantidades que hace cinco minutos os he dado?
—¡De ninguna de las maneras! ¡Arriba la supremacía del individuo! ¡El pueblo es el opio del pueblo!
De verdad que se le hacía a su madre compleja ya no solo la tarea de entender a Julio Denis, sino incluso de aguantarlo desde bien niño. Y así se le hizo también a la policía aquel otoño de teatro cuando tuvo que comunicar a la prensa los motivos por los que supuestamente un nuevo grupo terrorista, de siglas GILIS, había aparecido para «recuperar la nunca obtenida autopertenencia general de cada individuo en particular y erradicar del lenguaje el término masa por ser un riesgo potencial para el desarrollo de la unidad», citaba en sus declaraciones. A pesar del extenso manifiesto facilitado, algunas de sus proclamas fueron rápidamente malentendidas y tachadas, para desgracia de Julio Denis, con gran variedad de semejanzas políticas e históricas y sus respectivos calificativos. Ocurrió así que cuando en las noticias citaron la primera proclama, que decía: «se deben erradicar los gobiernos basados en dar el poder a la masa de nombre pueblo», instantáneamente tacharon de fascista al grupo encabezado y formado por Julio Denis. Pero días más tarde, cuando alguna de las redactoras profundizó en aquel manifiesto, comprobó que este calificativo se contradecía con otro de los puntos tratados posteriormente —y posteriormente tratados de neoliberalistas— que afirmaba que se debían erradicar también los gobiernos que, pese a basarse en atribuir el poder a un solo individuo, contemplen de nuevo una masa cualquiera bajo su mandato. Entre aquellos puntos y durante los primeros meses, sin embargo, algunos estudiosos creyeron leer entre líneas algunas ideas interesantes. Afirmaba un escritor sudamericano de nombre Francisco Isidoro que las nacionalidades y clases sociales, tal y como afirmaba Julio Denis pero con otras palabras, son «meras comodidades intelectuales», acompañando su opinión de las siguientes líneas poéticas: «Un solo hombre ha nacido, un solo hombre ha muerto en la tierra. Afirmar lo contrario es mera estadística, es una adición imposible. No menos imposible que sumar el olor de la lluvia y el sueño que anoche soñaste».
Cuando Julio Denis pudo leer la publicación, estas líneas se grabarían para siempre en lo más hondo de su alma, allí donde guardaba el respirar y la primera vez que vio un muerto. Y las hizo titular para encabezar siempre su movimiento. Las ideas de aquel columnista detalladas en el editorial hicieron que Julio Denis sintiera el mayor de los gozos, uno tal que desafortunada o quizá afortunadamente apenas le permitió acabar de leer aquel escrito en el que se exponía una cómica explicación del origen de las siglas de aquel grupo terrorista, a modo de conclusión del artículo, basadas en el prefijo calificativo que definiría a sus miembros: unos auténticos gilipollas.
Cada tarde, en las sesiones de GILIS que él mismo presidía, era un requisito fundamental recitar al comienzo las líneas de aquel autor: «Un solo hombre ha nacido, un solo hombre ha muerto en la tierra. Afirmar lo contrario es mera estadística, es una adición imposible. No menos imposible que sumar el olor de la lluvia y el sueño que anoche soñaste», recitaba alto y claro y solo Julio Denis en su local. Era, obviamente, el único integrante del grupo terrorista GILIS, y eso que candidatos nunca le faltaron. Pero había decidido que debería ser así y así sería, más aún desde aquel incidente sucedido el primer y único día que había permitido asistentes a una de las reuniones.
—Primer punto del día: la individualidad del individuo en la... ¿sí, Dodó? ¿Tienes algo que añadir?
—Me preguntaba, bueno, llevaba tiempo preguntándome, ¿por qué, si luchamos como lo hacemos para lograr el reconocimiento del individuo sobre las masas y la erradicación de cualquier ente abstracto que trate de agrupar a cada persona singular bajo un plural alienante, la primera sigla de nuestro… colectivo, hace alusión, precisamente, al desacertado término de grupo?
Tras pensárselo dos instantes, Julio Denis le pegó un tiro en la cabeza y expulsó a les asistentes. Uno de los instantes fue para reflexionar sobre lo expuesto por el joven Dodó, y el otro, para discernir a qué altura le colocaría la condecoración en forma de bala. A partir de ese día, Julio Denis estableció que, pese a que las siglas se quedarían así —sería tremendamente costoso y confuso volver a hacerse un hueco mediático bajo otras siglas—, cada uno debería hacer honor a sus valores y llevar la lucha de aquel grupo armado de manera individual. Y que, a pesar de recibir el calificativo de grupo en su nombre, lo cual, declaró, era una cuestión sencillamente propagandística, cada uno debería siempre clamar su pertenencia a un grupo individualista y terrorista armado, si es que se les requería manifestación alguna.
Fue una década aproximadamente la transcurrida entre aquel primer atentado mortal de la concejala Reunida Demó y la clausura de GILIS por la detención de su líder, Julio Denis. Pero, durante aquellos años, numerosos atentados fueron perpetrados entre una población cada vez más aterrada de serlo. Los objetivos principales solían ser indiscriminadamente polítiques de izquierdas y de derechas —socialistas y populistas eran en aquellos tiempos calificados—, principales opresores según el grupo armado del individuo, causa primera de la imposibilidad del ciudadano de desprenderse de la abstracta y absorbente masa alienante y responsables de la extinción del libre albedrío humano. Una década de terror en la que, en las urbes más afectadas, comenzó a ocurrir que familias enteras pasaban poco a poco a disgregarse —algunas madres y padres aprovechando la amenaza para largar a sus hijes, ya mayorcites, de sus casas—. También se disolvieron innumerables asociaciones para innumerables y muy diversas causas, bandas de música, grupos de teatro, equipos deportivos. En las salas y estadios más concurridos comenzaron a programarse entre el miedo monólogos y cantantes solistas y partidos de tenis, nunca de dobles. El único inconveniente era que la afluencia a los eventos era escasa y, a su vez, las personas asistentes sufrían durante el transcurso, mirándose recelosas en el caso de que fueran —en su opinión— peligrosamente demasiadas, hasta que las más tímidas e influenciables solían abandonar poco a poco su calificativo de asistencia. Julio Denis, sin embargo, no llevó a cabo más atentados con coche bomba tras aquel primero, debido principalmente a que antes de aquel atentado tan solo tenía un coche, el suyo, el que hizo explosionar, y, por tanto, después del atentado, los daños catastróficos de la explosión sobre el automóvil hicieron que Julio Denis ya no tuviera coche que volver a explosionar o que le llevase a su entonces trabajo, por lo que lo perdió, lo que le imposibilitó definitivamente alcanzar la capacidad monetaria necesaria para hacerse con otro vehículo. En su lugar, Julio Denis llevaba a cabo sus atentados, en la mayoría de las ocasiones, colocando pequeñas cargas explosivas camufladas bajo un tipo de instalación que solía denominar cebo para borregos. Eran estructuras sencillas, la mayoría de las veces bastaba un tenderete con unos panfletos y pancartas de atrezo que hacían normalmente alusión a causas inconfundiblemente populistas: apoyemos la televisión pública, libertad para los colectivos oprimidos, salvemos a los pingüinos. Era Julio Denis antiespecista ya no solo por educación, sino incluso de nacimiento, así como prácticamente la totalidad de la población mundial. Pero detestaba a estas y otras aves por su tendencia natural a crear y convivir en sus detestables macrocomunidades y bandadas. Los cebos para borregos actuaban como llamada de atención en las calles que previamente Julio Denis había estudiado para asegurarse de la próxima y posible presencia del cargo público en cuestión. «Cargos públicos... ¡valientes hipócritas! ¡Engrudo para la cohesión irrevocable de la población!» Y cuando alguno de los doce cargos públicos que ejecutó Julio Denis se aproximaba al cebo para borregos, Julio Denis hacía explotar el dispositivo y se iba a su casa camuflado entre el terror y las farolas.
Nunca erró ninguno de sus atentados, salvo en una ocasión, que fue suficiente. Los servicios secretos no tardaron más de once explosiones en darse cuenta del sistema con el que el grupo GILIS —Julio Denis— solía proceder. Fue así como incrementaron la vigilancia de las calles, prohibieron la recogida de firmas en las aceras —se cree que esto fue más bien un consenso de la totalidad de ciudadanos, que encontró en la seguridad una excusa para acabar con este tipo de activismo, culpable de atribuir a cada uno de sus lunes una carga más para sus conciencias—, y así la tarea de establecer el siguiente cebo para borregos fue para Julio Denis un quebradero de cabeza tremendo. Hasta que creyó dar con una idea infalible, con la que después, paradójicamente, falló. Y es que entre el miedo esparcido por las ciudades y el descontento con la gestión del Gobierno respecto al terrorismo era complicado camuflar un tenderete que resultase creíble cuando se disponía para «la defensa de todos y cada uno de los cuerpos nacionales del Estado». El cebo para borregos actuó a la perfección, cabe señalar, ya que al instante acudieron innumerables miembros de la policía. Antes de que Julio Denis acabase de instalar la mochila cargada de explosivos les agentes le detuvieron, pese a los gritos del arrestado, que se declaraba inocente y protector de toda corporeidad alienada al servicio de la masa. Aunque cuando Julio Denis se vio sin salida, esposado en los asientos traseros del furgón policial, se limitó a decir:
—Si en efecto fuerais parte de un cuerpo del Estado, seguro seríais el puto culo.
A lo que les agentes respondieron con un golpe en la sien, y Julio Denis, con una siesta hasta el calabozo, y más tarde hasta el juzgado. Y días después hacia su nuevo destino, que suponía precisamente y, en efecto, ciento veinte años de ningún destino en absoluto, todos y cada uno de aquellos días hasta una hipotética muerte prematura transcurridos entre los barrotes de alguna celda de la prisión de Las Mamoneras.
En la prisión de Las Mamoneras se había despertado Julio Denis otra mañana más, pero que Julio Denis se había jurado sería una mañana completamente diferente a las demás.