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I.

IDENTIDAD E INSPIRACIÓN CRISTIANA DE LOS CENTROS EDUCATIVOS

1. Libertad y autenticidad

La cuestión que nos planteamos en esta jornada de reflexión puede despertar a priori diferentes reacciones en los presentes. Para algunos, podrá parecer una temática sin excesivo interés, porque la relación entre educación —y centro educativo— e inspiración cristiana, está fuera de dudas. Sin embargo, para otros, se antojará complicada en exceso o incluso inconveniente, en un contexto cultural en el que no son escasas las voces que postulan una dicotomía entre razón y libertad, por un lado, y fe cristiana, por otro. En mi opinión, volver sobre la relación entre el quehacer educativo y la inspiración cristiana tiene por objeto, no solo dirimir la citada dicotomía y reivindicar la legitimidad humana y cívica —y, por ello, democrática—, de una educación que, respetando escrupulosamente la libertad, presta atención a la riqueza antropológica, cultural y religiosa del cristianismo, sino también adentrarse en dicha relación para ser más conscientes de su relevancia.

Por lo dicho y para abordar el tema con mayor rigor, me parece imprescindible detenernos muy brevemente en el contexto contemporáneo. Nosotros somos herederos de una cultura que se forja durante la época moderna: un movimiento histórico imperante en Occidente de más de cuatro siglos, en los cuales se va formando lo que hoy en día constituye el humus cultural en el cual nacemos, crecemos, nos desarrollamos y nos educamos.

En el seno de este proceso histórico memorable, una de las grandes ideas que trasversalmente va recorriendo todo el arco de la modernidad es la idea de la dignidad de la persona humana. Ciertamente es un concepto que posee raíces cristianas, si bien sus primeras formulaciones, todavía de carácter unilateral, se encuentren en el pensamiento clásico. Grandes prohombres grecolatinos atisban y se adentran en lo que cabe denominar humanismo clásico: una afirmación del carácter irreducible del ser humano, de su razón y libertad, de sus derechos, del papel activo que le corresponde en la sociedad. Sin embargo, la idea de dignidad que subyace en sus logros filosóficos, jurídicos, políticos, etc., se aplica de un modo limitado a los “ciudadanos” de la polis correspondiente, pero no a todo ser humano.

Con el cristianismo, irrumpe una concepción de la dignidad de la persona humana que corresponde a toda mujer y hombre, con independencia de su nacimiento, de su origen, de su sexo, de que incluso haga las cosas bien o las haga mal. Nadie puede arrebatar a persona alguna esa dignidad.

Volvamos al contexto actual. La dignidad de la persona humana que se forja en la cultura moderna se expresa, de un modo progresivo, en la convicción de que dicha dignidad conlleva que cada uno de nosotros posea el derecho y el deber de ser protagonista de su existencia. Ese “protagonismo” deriva de la identidad constitutiva del ser humano, en cuanto ser racional y libre; por eso, es algo irrenunciable. De ahí que se nos presente como un derecho que cada uno reivindica, frente a las instancias sociales que puedan mermarlo. Como consecuencia, en el seno de la modernidad comienza un proceso de emancipación, encaminado a superar las estructuras de carácter cultural, social o político que pueda impedir de hecho el ejercicio de dicho protagonismo.

Pero el protagonismo se presenta además como un deber. Yo me sentiría moralmente malo si no fuese protagonista en mi existencia; si delegara mi pensamiento y mi libertad a otra instancia. En otras palabras, si me inhibiese de lo que significa para la persona tener que llevarse a cabo.

Por eso, en el mundo moderno surge y se asienta —con claridad creciente y de un modo progresivo— la idea del protagonismo que nos compete a todos, tanto en el ámbito personal como en la construcción de la sociedad, con sus aplicaciones sociales y políticas. El proceso moderno de emancipación aspira a alcanzar un orden social en el que las instituciones públicas garanticen y promuevan la actuación y el desarrollo del protagonismo de cada ciudadano. Nos encontramos ante una alta concepción del ser humano y de su dignidad.

El protagonismo traído a colación genera, a su vez, el reconocimiento de la autenticidad como un gran valor. Todos reivindicamos autenticidad para nosotros y exigimos autenticidad a los demás. Cada uno de nosotros desea relacionarse con personas que sean auténticas. A alguien que no es auténtico, intentamos evitarlo. Por un lado, esperamos autenticidad de los demás, pero, por otra parte, también la autenticidad se nos presenta como una exigencia personal que nos interpela. En otros términos, la autenticidad se vive como un imperativo ético: no corresponde a la dignidad del ser humano desatender su responsabilidad de ser sí mismo, de pensar por sí y actuar desde sí, de decidir la persona que se es. En el fondo, la autenticidad es expresión de que el “yo” no ha rechazado su dignidad y actúa con conciencia moral, sin dejarse llevar por lo que establecen, en cada caso, las instancias sociales detentoras de poder fáctico, sea político, de opinión pública, laboral, etc.

Sin embargo, la autenticidad, con cierta frecuencia hoy en día, se entiende en unos términos que reducen su alcance antropológico. De un modo más o menos intuitivo, es considerada como equivalente a la expresión “espontáneo”. Parece como si la autenticidad coincidiese sin más con la espontaneidad. Es claro que, en no pocas ocasiones, la actitud o acción auténtica se manifiesta con la caracterización de lo espontaneo. Es más, suele ser uno de los criterios habituales para reconocer un comportamiento auténtico. Sin embargo, autenticidad y espontaneidad no coinciden en el ser humano. La espontaneidad es lo propio de los animales. El animal actúa desde unos impulsos que calificamos de naturales y que se generan de la interacción entre los estímulos que recibe del medio y su dotación biológica: es espontáneo. Es claro que el animal recibe una cierta “educación” a lo largo de su vida, que proviene de su entorno (progenitores, agrupación, ecosistema) y de su experiencia, según la cual modula sus reacciones. En el caso de los animales domésticos, también interviene el ser humano. Cuando uno posee un perro, lo instruye: induce, por ejemplo, que el perrito de algún modo inhiba su espontaneidad para que no haga dentro de casa lo que tiene que hacer en el jardín o para que no haga en la calle lo que tiene que hacer en el parque. De forma natural o cultural, los animales adaptan su impulsividad y adquieren una espontaneidad segunda, mediada por lo “aprendido”. Cuando lo que se induce artificialmente contradice su naturaleza, se dice que el animal ha dejado de ser espontáneo que le han sustraído la autenticidad.

El ser humano se encuentra dotado de una constitución natural genética que se modula con la mediación del contexto, de la experiencia y de lo que recibe de los otros. Sin embargo, también le caracteriza su capacidad racional y su libertad. Es protagonista en su existencia y configura, con sus elecciones, el “quién” que es. De ahí que en el ser humano la autenticidad sea mucho más. Autenticidad significa que el comportamiento y la personalidad que cada uno va forjando sean plenamente humanos.

La experiencia demuestra que, por desgracia, no toda acción espontánea es auténticamente humana. Hay ocasiones en las que las reacciones desdicen de la dignidad humana, por muy espontáneas que sean. Un arrebato de furia o la insensibilidad y ausencia de compasión ante el dolor o la penuria de un indigente no son humanos, aunque respondan al temperamento de la persona en cuestión. Escudarse en el temperamento no excusa la falta de humanidad que puede corresponder a un modo de comportarse. Lo auténtico no es lo que brota espontáneamente, sino lo que cada uno va haciendo consigo mismo, según una serie de actos libres en los que se expresa verdaderamente “lo humano”. Una persona es tanto más auténtica cuanto más libre y humana sea. Repárese que, desde estas consideraciones, se empieza a intuir que existe una correspondencia insoslayable entre libertad y humanidad: entre ser libre y ser auténticamente humano, entre ser sí mismo de modo cabal y comportarse con humanidad. En consecuencia, la educación debe promover una ganancia en humanidad y, por ello, en libertad.

En la modernidad, como veíamos, se afirma un alto concepto de la dignidad de la persona, que se expresa en el protagonismo y en la autenticidad, como exigencia irrenunciable, como derecho y deber. Precisamente por eso, consideramos la falta de autenticidad como alienación, es decir, como enajenación: el yo se va haciendo ajeno a sí mismo. Como acabamos de constatar, la autenticidad consiste en ser humanos; sin embargo, eso no se puede dar por descontado. En la historia, también reciente, y en la experiencia de cada uno, hay demasiados testimonios —desgarradores en no pocas ocasiones, por desgracia—, para olvidar con ingenuidad que garantizar y promover lo humano no es algo meramente espontáneo.

Preservar y promover lo humano es lo propio de la ética. Por eso, libertad y autenticidad se entrelazan con el discurso ético. Cuando se desligan, se cae en la alienación, ya sea porque se renuncia a la libertad —se rechazan el protagonismo y la autenticidad— o porque se actúa de un modo inhumano. En ambos casos, la persona se enajena, en el sentido estricto del término: pierde su yo, su humanidad. El proyecto de la modernidad, asumido en su alcance antropológico, está llamado a subrayar la importancia de la instancia ética en la existencia y, por ello, debería instar a retomar las cuestiones ontológicas de la identidad y teleología del ser humano: en qué consiste lo humano (identidad) y cómo se lleva a cabo lo humano (en dónde radica su fin: teleología).

Sin embargo, en el contexto contemporáneo, no siempre se constata una conciencia ética a la altura de un concepto completo, no sesgado, de dignidad humana. Tampoco se percibe el desarrollo de un discurso acerca de la identidad y sentido (telos) de lo humano con entraña ontológica. ¿Por qué?

La pregunta es, sin duda, comprometida. No es sencillo hacerse cargo de un contexto cultural, ni elaborar una comprensión equilibrada de las corrientes imperantes en una sociedad. Son muchos los elementos y dinamismos para pretender expresar en dos líneas la idiosincrasia de una cultura con su multiplicidad de agentes y factores. De todos modos, solicito indulgencia para intentar dar una primera respuesta a la pregunta formulada, para obtener alguna indicación de cara al tema que nos hemos propuesto: la relación entre educación e inspiración cristiana, en el marco cultural de hoy. Es evidente que la pregunta enunciada requiere análisis y elaboraciones de mayor envergadura, pero volver la mirada hacia lo que caracteriza el marco cultural de nuestra sociedad nos puede ayudar a comprender mejor la naturaleza y el alcance del quehacer educativo, vivificado por la fe.

2. Desafíos de la posmodernidad

Nuestro contexto suele denominarse posmoderno. Con este término se pretende indicar una de las claves para adentrarse en la cultura en la que nos encontramos. No hay que entender esa expresión en su acepción simplemente cronológica, como la época que sucede a la modernidad, sino con un significado cultural. En este sentido, un modo de acercarse a la comprensión de la posmodernidad estriba en prestar atención a cómo nos entendemos hoy con referencia a la modernidad.

En una palabra, la posmodernidad se sitúa de un modo dialéctico o ambivalente ante la modernidad. Me explico. Por un lado, se continúa un proyecto; por otro, se critica el enfoque desde el que se ha intentado la realización de dicho proyecto, enfoque que ha conducido a las ideologías de los dos últimos siglos. Se retoma el proyecto moderno de emancipación, reivindicando la dignidad y la libertad del sujeto, pero a la vez se rechaza la presunción de la primera modernidad; se rechaza el intento de llevar a cabo una emancipación apelando a una razón humana absoluta, es decir, capaz de hacerse con una verdad universal y, por ello, promotora de un progreso indefinido, porque el hecho es que ha generado ideologías inhumanas que han provocado mucho daño. Ahí radica la ambivalencia de la posmodernidad ante la modernidad: la dualidad de actitudes desde la que se elabora nuestra cultura.

Por una parte, como decíamos, se presume la conciencia de la dignidad del ser humano. Hoy en día somos bien conscientes del sentido de la dignidad de la persona y, por lo tanto, nos insertamos con naturalidad en un proyecto de emancipación que ya está en curso. Lo que pretendemos con este proyecto es que a todos se nos reconozca nuestra dignidad, se respete nuestra libertad y se garanticen las condiciones para ejercer nuestro protagonismo. Para eso se crean instituciones cívicas, que deben instaurar y proteger un orden social que permita la libertad. El estado de derecho, las instituciones políticas democráticas, la libertad de iniciativa —económica y social—, la libertad religiosa, la libertad de pensamiento y de palabra, la promoción de la solidaridad y un largo etc. son expresiones culturales que se fraguan en un proyecto orientado hacia una sociedad verdaderamente humana.

En el contexto contemporáneo junto al reconocimiento de la dignidad, con la asunción del proyecto de emancipación, asistimos a otro fenómeno, de carácter opuesto con respecto a la modernidad: la crítica de las ideologías que han derivado de ella, en cuanto epígonos de un enfoque determinado del ideal moderno. El rechazo de las ideologías se ha llevado a cabo desde dos niveles o puntos de vista. Para empezar, uno de naturaleza práctica, histórica y existencial. El otro de tenor intelectual. Ambos corren parejos porque uno conduce al otro.

Desde un punto de vista histórico, en el seno de las ideologías se han originado regímenes políticos que han provocado millones de muertos, por medio de la represión que han promovido o de las guerras que han suscitado. En el siglo XX hemos visto demasiados muertos. Y eso no aconteció en un lugar desconocido, inhóspito, sumergido en la barbarie. Eso ocurrió en la cuna de la cultura del progreso, en la sociedad ilustrada europea, en el meollo de la modernidad. Esta experiencia nos ha marcado: hemos visto demasiada sangre, demasiadas ideologías. De ahí su rechazo, para empezar, existencial.

El motivo que liga la ideología con un régimen político de represión conduce a su rechazo conceptual. Una ideología es, en síntesis, una visión unilateral absolutizada. La ideología detecta un elemento relevante del ser humano y de la sociedad; pero se limita a él. Lo que ha visto la ideología no es algo absurdo o sin sentido; todo lo contrario. Pero se trata solo de un lado. Y si ese lado se considera único, entonces se absolutiza. Absolutus significa lo que está desligado, desatado, sin dependencias ni relaciones. Lo absoluto no es relativo a nada: es lo que se sostiene en sí, de modo pleno, suficiente. Hacer absoluto algo que es solo un aspecto supone incurrir en una unilateralidad.

El régimen totalitario es la aplicación de una ideología, de una visión unilateral que se considera completa. Ahora bien, la aplicación social de una ideología se ve obligada a recurrir a algún tipo de violencia, porque intenta introducir la totalidad en uno de sus lados. Si uno se compra una chaqueta que solo tiene una manga e intenta vestirla, o se rompe la “chaqueta” —y eso es lo que no quiere el ideólogo— o se rompe “el brazo” de la gente. Esto último es lo que finalmente el dictador hace. Por eso en el siglo xx hemos asistido a ideologías de diferentes tenores que han pretendido aplicarse a la sociedad, violentándola.

Se objetará, quizá, que tampoco hoy en día faltan las ideologías. Por desgracia es cierto. Parece que el ser humano no acaba de aprender la lección. Las de hoy, como las de entonces, suelen apelar a motivos característicos de la modernidad: la emancipación, la igualdad, etc. Pero si se mantiene la unilateralidad, los proyectos sociales que se derive de ellas continuarán generando concepciones “políticamente correctas”, ordenamientos civiles y praxis de comportamiento de tenor represivo, aunque se pretenda lo contrario.

Si regresamos a la historia, el cataclismo que supuso en Europa la primera guerra mundial, en la Europa ilustrada del progreso burgués, anunciaba que nos encaminábamos a una nueva época. La modernidad que hasta ese momento se había desarrollado se sustentaba sobre un fundamento frágil. La razón ilustrada y la libertad emancipada no fueron capaces de detener un conflicto terrible. Es más, la configuración que habían adquirido lo hizo posible. La reacción, como es sabido, no resolvió el problema. Las ideologías políticas que se impusieron después de esos años de guerra acuciaron el problema y condujeron a nuevos conflictos armados.

El resultado, en términos de conciencia cultural, es la persuasión de la fragilidad del ser humano, también en lo que respecta a su inteligencia. Las desventuras de la razón moderna —que creía ser capaz de hacerse con una verdad absoluta desde sí misma y ha generado monstruos— ponían de manifiesto, en los hechos, que esa razón no es absoluta, como no son absolutas las ideas que elabora. Es claro que siempre se podrá argumentar que se trataba de derivaciones de la razón humana; que las ideologías, con sus unilateralidades absolutizadas, no son el único derrotero que puede recorrer la razón; que siempre cabe un ejercicio diferente de la razón. Pero la sospecha de que las pretensiones de poseer una verdad generan represión y violencia, ha prevalecido. A este respecto, la respuesta posmoderna ha sido contundente: los únicos discursos racionales legítimos son aquellos que no se entienden desde la pretensión de aspirar a la verdad, sino los que elaboran narrativas acerca de lo humano, ocasionales, relativas a un contexto, siempre provisionales, tanto desde un punto de vista ontológico como axiológico. La legitimidad no la pierden ni la razón empírica, ni la razón instrumental o técnica; pero sí la que aspira a un horizonte antropológico de mayor alcance, en la esfera existencial o social.

El problema que se cela en este planteamiento es doble. Por un lado —como han puesto de manifiesto no pocos pensadores contemporáneos— el enfoque posmoderno esbozado postula una actitud derrotista ante la búsqueda de la verdad, permite que se generen nuevas ideas, nuevos relatos, nuevas teorías, pero nos obliga a desechar la esperanza de obtener, no solamente nuevas concepciones acerca de lo humano, sino concepciones mejores: más verdaderas, más humanas. Por otro, nos deja sin criterios de discernimiento ante las propuestas que se suceden sobre el modo de enfocar lo humano. Lo que corresponde a las ciencias de la naturaleza puede, al menos, apelar a criterios cuantificables, para advertirnos ante teorías o actitudes que no respetan el cosmos. La ecología permite hacerse con datos que denuncian acciones o comprensiones de la naturaleza de carácter dañino, que hay que evitar. Pero ¿y lo humano? El sentido de la existencia humana, con su belleza y sufrimiento, queda desasistido desde un punto de vista intelectual: se deja en manos de la emotividad o del pragmatismo.

El fenómeno de la crisis del concepto de verdad no acontece aislado. Su ocaso se encuentra acompañado por el proceso, de raíz moderna, de la secularización. Secularización, como proceso, significa que la religión se relega progresivamente al ámbito de lo privado. El ciudadano no puede apelar a motivos de inspiración religiosa en la esfera pública. Pero, además, secularización indica que la religión va perdiendo relevancia existencial en la vida de la gente.

El proceso de secularización se entrelaza con el que hemos esbozado precedentemente de una manera que no es casual. No podemos detenernos ahora a considerarlo por problemas de tiempo. Pero es menester hacer notar que, de ambos fenómenos, surge una sociedad que ha sido descrita con una imagen gráfica: la sociedad líquida. La expresión ha hecho fortuna porque el contexto cultural que se ha generado en la posmodernidad, con su actitud dialéctica con respecto a la modernidad, es tal que produce la impresión de encontrarnos situados en un espacio vital en el que todo fluye, en el que se carece de tierra firme, donde no hay ningún lugar en el que el yo pueda asentarse y sentirse seguro. En la sociedad líquida, se resquebraja la idea de que las cosas, los eventos, las instituciones, las personas y sus acciones, las diferentes relaciones, tengan una identidad de suyo. Los discursos de la razón no dejan de ser narraciones coyunturales en un mundo en donde no hay una verdad en sí. La libertad alcanza, entonces, la última meta de su aspiración a emanciparse; supera lo que parecía el último obstáculo en su afán de autonomía absoluta: la instancia de una ética con valor en sí. Si las acciones, las relaciones, las instituciones carecen de una identidad de suyo, entonces el sentido de un acto proviene de la voluntad del sujeto que lo realiza, no de la acción en sí. En esta tesitura, la moral se relativiza; el sentido y la valoración ética de cada acción dependen de la voluntad del sujeto. La libertad se emancipa de una referencia moral objetiva, se considera completamente autónoma en una existencia donde se impone lo líquido. Lo humano se ha tornado líquido.

¿Por qué líquido? Porque ninguna configuración se consolida, porque carecemos de identidades. Ahora bien, si no hay identidades, las diferencias pierden relevancia.

Es curioso, pero una sociedad como la nuestra, que aspira a valorar la diferencia, acaba en una situación cultural en la que la diferencia pierde categoría. Frente a la impresión de uniformidad que despierta el fantasma de la “verdad en sí”, la posmodernidad defiende el derecho de las diferencias; y, ante las actitudes dictatoriales de las ideologías, lo hace con razón. Sin embargo, sin una referencia a identidades, las diferencias se tornan triviales. Ahí se asoma una paradoja: precisamente porque carecemos de identidad —o del concepto de identidad—, las diferencias se hacen indiferentes. Una cultura vale la otra, un acto vale el otro, una actitud vale la otra, una elección vale la otra. Todo es in-diferente. Las diferencias caen de nivel, se empequeñecen, se vuelven indiferentes.

El resultado se intuye con facilidad. En la tesitura aludida, se esfuma del horizonte de lo humano un discurso acerca de la autenticidad con pretensiones éticas. Lo humano queda a merced de la voluntad desasistida de una razón con alcance ontológico. De ahí la precariedad de la situación en la que se encuentra lo humano porque esa voluntad, con facilidad, o se acomoda sin más a lo espontáneo, a las meras emociones superficiales, pasajeras, y a los intereses y beneficios personales, o acaba sucumbiendo, quizás sin ser del todo consciente, a los dictámenes de los que se hacen con poder social. Es el imperio del denominado “pensamiento único” o de lo “políticamente correcto”.

A lo visto, habría que añadir un fenómeno que hoy nadie desatiende. Me refiero al hecho de que las tecnologías han invadido lo humano. La tecnología no es ya algo con lo cual me relaciono, sino algo que incorporo. No aludo a la inserción de elementos artificiales en el organismo humano como las prótesis, trasplantes, etc., que tanto bien hacen a muchas personas; sino, sobre todo, a la incidencia que tiene en la mente humana el uso de tecnologías que configuran nuestros hábitos mentales, nuestros circuitos neuronales, nuestras praxis y capacidades cognitivas, nuestras relaciones, nuestras decisiones. La tecnología se introduce en lo humano, con muchísimos efectos positivos que mejoran la calidad de vida, pero también encierra riesgos. La tecnología influye en la configuración de uno mismo porque los hábitos mentales que induce repercuten en la capacidad de elaborar conceptos, y en su calidad. Junto a las habilidades cognitivas, la tecnología repercute en los hábitos operativos y relacionales. A lo que hay que añadir el preocupante capítulo de las manipulaciones en el campo de la generación humana y la genética.

Por todo lo dicho, es claro que la tarea del educador adquiere una categoría especial. La modernidad nos ha legado grandes logros. La posmodernidad corrige descaminos importantes de alguno de sus epígonos. Pero al mismo tiempo, el ser humano se encuentra en una situación inédita en la que lo que se encuentra en juego, ante el desafío que la existencia lleva consigo, es lo humano, y no simplemente lo profesional. En otras palabras, el quehacer educativo no se limita a instruir en la adquisición de conocimientos y habilidades de cara a la inserción laboral y a saber manejarse con soltura en los diferentes ámbitos sociales por los que discurre la vida. Eso es imprescindible, pero no suficiente. Hoy en día la educación concierne también a lo humano.

Se dirá que siempre ha sido así, que ya lo hemos visto por ejemplo en Sócrates. Y es verdad. Pero ahí radica la cuestión. La acción educativa, hoy, como siempre, no puede marginar la dimensión de lo humano ante los peculiares desafíos del contexto contemporáneo que hemos intentado esbozar. Es también ahí donde se puede reconocer la relevancia de la inspiración cristiana en el quehacer educativo.

Procuremos dar un paso más.

3. Educar en humanidad

En el sucinto análisis del contexto contemporáneo que hemos llevado a cabo, se han puesto de manifiesto algunos desafíos. Estos sugieren la idea de que nos encontramos ante un cambio de época, como propone el papa Francisco, y no simplemente ante una época de cambios. El problema estriba en que en los cambios de época es difícil vislumbrar hacia dónde nos dirigimos. En el momento del cambio no es sencillo saber hacia dónde se va, sobre todo cuando el cambio no lo pilota uno mismo. Estamos en el cambio y, en este cambio, los protagonistas son múltiples. Como confesaba Hegel, en los momentos de cambio de paradigma histórico, cultural, no es fácil adivinar el resultado.

La excitación que despierta lo aventurado de la novedad, mezclada con la sensación de un cierto desasosiego ante la incertidumbre del destino, se acrecienta cuando se considera que lo que está en juego no son estructuras que atañen a la sociedad, con más o menos importancia, pero en definitiva externas a la intimidad del ser humano. Lo que hoy en día está en juego, es lo humano, estrictamente hablando. Esto implica que lo afectado por el cambio son las modalidades de la configuración de sí mismo y de las relaciones humanas. En una palabra, la persona en su dimensión más radical.

A este respecto es claro que la tarea educativa requiere idoneidad profesional por parte del profesorado. A las alumnas y alumnos hay que prepararlos para la vida. Necesitarán ser gente profesionalmente muy competente. El mercado del trabajo es exigente y sin una seria competencia profesional, es enormemente azaroso abrirse camino en la vida. El alumnado requiere una muy buena preparación en capacidades de naturaleza científica, técnica, lingüística, etc., pero no menos importantes son las habilidades de índole relacional, las cualidades emocionales, la formación del carácter, la forja de la propia personalidad. La formación en estos aspectos —en lo humano— repercute tanto en su existencia personal como en los diferentes ámbitos por los que discurre, también en el profesional. La mayor parte de conflictos que se presentan en las organizaciones laborales, por mentar un ejemplo, son en gran medida problemas de relación: dos colegas que no se pueden hablar, incomprensiones entre dirigentes y colaboradores, etc., y estos dan lugar a conflictos complejos, precisamente porque la solución no estriba en medidas técnicas o estructurales. La experiencia pone de manifiesto que los problemas más serios con los que nos enfrentamos los seres humanos no son de competencia profesional, sino de relación.

La inspiración cristiana en el quehacer educativo

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