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Antonia y la encargada desayunan sobre un velador del salón. El extemporáneo comienzo de jornada de Antonia le da derecho a un frugal desayuno —café con leche y bollo, o pan y mantequilla.

Mientras, las dependientas limpian y comentan. Clara, una de las chicas que hacen el turno de la noche —son dos, tres camareros y un encargado—, ha comenzado a disfrutar de sus quince días de vacaciones y Trini la substituirá. Por este motivo —las vacaciones— han sido suspendidas durante dos meses las «salidas». Naturalmente, la noticia ha exaltado los ánimos. Se habla de elevar una queja a la Dirección. Probablemente, todo se quedará en palabras. Otra cosa: ingresará en el establecimiento una ahijada del propietario. Esta muchacha ha visitado varias veces el salón de té en calidad de cliente, siempre en compañía de su familia o del jefe, y siempre dirigiendo miradas despectivas a las dependientas y tuteando como una loca a su padrino ante ellas. Este tuteo y los prodigados «padrino», la investían ante las empleadas de una superioridad social de ocasión, de la que parecía mostrarse muy satisfecha. Nadie se explica cómo ha podido «descender» tanto de pronto.

—¡Tanto postín!

—Yo me alegro.

—Pues vaya una ventaja, una espía al lado.

—Bueno; pero, de todos modos, me alegro; tanto presumir…

Pero su verdadera preocupación es la abolición del descanso semanal.

—Son unos canallas.

—¡Chist!

—No me da la gana callar; les parece mucho descanso cuatro horas a la semana.

Trini es la más exaltada. Por temperamento, y porque el cambio de turno la perjudica extraordinariamente. Es hija única de una viuda que se gana la vida como lavaplatos en un restaurante de la Puerta del Sol. Su jornal es insignificante y su trabajo, abrumador. Cuando llega a casa, por las noches, sus piernas varicosas están terriblemente hinchadas. El cambio de turno de la hija agravará su situación. En lo sucesivo habrá de recogerla cada noche —cada mañana— a las dos o las tres; el público que sale de los cines y los teatros; los artistas, que suelen establecer en el salón sus contumaces tertulias; una mujer joven que transita por las calles a tales horas se expone a ser víctima de innumerables incidentes en estos países donde se cultiva la prostitución.

Felisa ríe. («¿Va una a tomar en serio estas cosas?»).

—Trú, lalá…

—¡Mierda! Mira, cállate, que me pones negra.

Trini deja caer un gran pedazo de pan cake y lo pisotea.

—Haría lo mismo con la cabezota del «ogro».

—Es una estupidez. ¿Qué adelantas con eso?

—Bueno; lo estropeo, ¿y qué?

—Eso digo yo, ¿y qué?

Matilde empuja con un pie el dulce estropeado debajo del mostrador y con un paño aventa las migajas.

—Se han perdido seis pesetas. ¿Qué son seis pesetas para él? Menos que nada. Además, no se entera siquiera; de modo que no consigues ni disgustarlo. Y si se enterase, con ponerte de patitas en la calle…

Felisa coloca en una ancha bandeja de cristal unos pastelillos de hojaldre untados con dorada miel.

—Claro que es una tontería, Trini; al fin, una es la que se fastidia.

Abre la boca y se come un hojaldre.

Va aumentando la afluencia de público.

Es la hora de las modistas, de las dactilógrafas, de los empleados burocráticos, de los mozos de almacén.

Antonia engulle precipitadamente su último pedazo de pan con mantequilla y se levanta.

—¿Qué deseaba?

La actividad de la jornada ha comenzado.

En el mostrador de los fiambres, Paca ordena unas terrinas de mermelada.

Dos camareros empaquetan azúcar sobre una mesita.

Paco, el cocinero, cruza el salón y llega al mostrador de los pasteles. Entre sus manos, encarnadas y húmedas, reluce un ancho bote de hojalata.

—Café, Antonia.

Antonia eleva hasta el mostrador un recipiente de latón que contiene café y llena el bote al cocinero.

—Oiga, Antonia: creo que vamos a tener pronto corrida de toros.

—¿Por qué?

—Ayer me salió al encuentro la mujer de Cañete; a la cuenta, le han ido con el soplo de lo de la pulsera…

—¡Atiza!

—Está empeñada en venir a la casa y darla un escándalo.

Antonia se retira a servir a un cliente.

Paco se va a su rincón.

Un hombre con una barra de hielo a la espalda cruza hacia el sótano, dejando en el pavimento anchos hilos de agua.

Entra un inglés alto, caído de hombros, coloradote y con un largo bigote gris, y se sienta.

Uno de los camareros que empaquetan azúcar se levanta y acude a servirle.

El inglés pide un té completo y naranjas. Pero no hay naranjas en el establecimiento; tan sólo una, chiquitina y medio seca.

La encargada riñe a Paca por su falta de previsión.

—No está usted pensando más que en sus santos.

Paca se pone pálida; nada hubiera podido ofenderla más que tales palabras. La encargada lo sabe bien, y por eso se complace en atormentarla.

—Tome; dígale a Paco que se traiga una docena.

Saca de la registradora unas monedas, que entrega a la empleada.

Paca va hacia la cocina, con un ligero temblor en los huesudos y caídos hombros.

En seguida se ve salir a Paco, secándose las manos en el mandil azul.

El inglés ha sacado del bolsillo amplio de su americana una revista londinense y se ha puesto a leer.

El camarero le prepara sobre la mesita el servicio.

En el mostrador de los pasteles se sigue discutiendo el problema de la abolición de «salidas». Las vacaciones estivales no implican lo más mínimo el buen funcionamiento del servicio, por cuanto en el verano el trabajo se amortigua un tanto. Por lo cual, nada justifica la absurda supresión. Antonia, como suele, sonríe resignada. ¡Bueno! ¿Bueno? Sí, es muy cómodo aguantarse con todo; cómodo para «ellos», los de arriba. Ya no falta más que rebajen los salarios y aumenten la jornada de esclavitud; y contando con la pasividad de las empleadas es de temer que lo intenten el mejor día. Otra vez se habla de protestar. Felisa, aunque débilmente, apoya la protesta, sugerida por Trini; no la afecta gran cosa la abolición: su novio hace el servicio militar, y sus fiestas, transcurridas en el cuchitril giboso de una portería, al lado de una anciana pariente, no son ciertamente perspectivas brillantes; aquí, al menos, se pasa más distraídamente el tiempo, aunque se trabaje. Matilde, aunque tampoco siente su vida complicada con la supresión —los chillidos de su madre con los pequeños, las carreras de éstos, el griterío, los gruñidos de los acreedores que desfilan por su casa, no son cosas amables, por cierto—, apoya la protesta por solidaridad, por convicción; únicamente Antonia retira su voto: ha sufrido demasiado durante sus largos años de servicio, de adhesión a la casa y a su reglamento, para exponerse a perderlo todo ahora, cuando la juventud ya está lejana. Bien, resignarán la protesta; de lo contrario, Antonia quedaría en una posición nada airosa respecto al resto de sus compañeras; y, verdaderamente, la cosa es soportable, si bien se mira. Total, son dos meses; además, la perspectiva de un despido en unos momentos en que la crisis de trabajo se agudiza en el mundo entero, no es nada agradable. Este último argumento, esgrimido por Antonia, disipa el deseo reivindicativo de Matilde: son veintiuna pesetas a la semana; una porquería; pero cuando no hay medios de disponer de un salario más elevado… Todo se queda en palabras y en protestas baldías, como siempre.

El inglés, que ha consumido su desayuno, sigue leyendo su revista.

Se oyen los porrazos que el cocinero descarga en el sótano sobre el hielo, con un mazo de madera.

Zumban los ventiladores, arrojando un viento calentón y duro sobre las cosas.

Felisa, que acababa de colocar en las vitrinas las bandejas colmadas de pasteles, aparta un plato de merengues, bañados de chocolate, deshechos y feos.

Al poco, el inglés se retira.

No se ha vuelto a hablar más del asunto de la supresión de «salidas». Felisa ha estado toda la mañana canturreando por lo bajo, como de ordinario; Antonia, con su sonrisa bobalicona en los labios delgados, resignada, sometida a todo desde hace muchos años; sólo Trini ha demostrado su disconformidad, continuando su sistema de sabotaje por todos los medios a su alcance.

En el mostrador de enfrente parece no haber alterado los nervios la orden. La encargada sigue en su puesto, con los ojos azules, redondos, antipáticos, fijos en todo. En cuanto a Paca, ¡oh!, ésa, con su cara pálida y humildita de beata, cualquiera adivina lo que piensa.

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