Читать книгу 100 Clásicos de la Literatura - Луиза Мэй Олкотт - Страница 11

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―Algo importante será. ¿De qué se trata?

―Durante las vacaciones, Tom se ha prometido.

―¿De verdad?

Había tanta sorpresa e incredulidad en aquella pregunta, que Jo temió. Pensó que tal vez Nan en el fondo estuviese también enamorada de Tom y…

Pero la muchacha reaccionó con presteza.

―¡Cuánto me alegro, Tom! Me ha sorprendido de veras, pero me da una gran alegría.

Tom respiró ya más tranquilo, pero seguía sin atreverse a mirar a la joven.

―¿Y quién es la víctima, Tom? ―preguntó con sorna.

―Es Dora, tú ya la conoces. ¿Verdad, Nan? ―Sí, la conozco. Y me alegro por ti. Es muy buena muchacha y muy bien dispuesta. Ahora supongo dejarás tu tontería de estudiar medicina. Te aconsejo que te asocies a tu padre. En el fondo, siempre has sido un comerciante. Prosperarás y tendrás una vida plácida y feliz.

―Sí, creo que será lo mejor para mí…, bueno para nosotros.

Viendo que la cosa había sido bien acogida por Nan, Jo se atrevió ya a bromear sobre aquel noviazgo.

―Ya lo ves, Nan. Tu gusano se ha decidido a crecer y dejar de ser tu esclavo.

―Nadie se alegra más que yo. Tom es un buen chico y vale. Ahora lo demostrará en la forma que puede demostrarlo. Como médico habría sido una auténtica calamidad.

Con un sincero saludo, los dos jóvenes se desearon las mejores cosas. Luego Tom se alejó, contento de haber terminado aquella escena que había estado temiendo, aunque un poco molesto por la satisfacción que Nan había demostrado al saber que estaría libre de su asedio. A él le hubiera gustado que ella lamentase un poquitín aquel noviazgo.

Por su parte, Nan estaba contentísima. Ahora se veía libre del asedio de Tom. Ella apreciaba al muchacho, aunque no se lo demostraba porque cualquier atención o amabilidad le envalentonaba y le hacía más pesado e insistente. En el futuro, Nan tendría en Tom un buen amigo sin tener que tratarle con chascos y desplantes.

Cuando Jo quedó sola meditó un poco:

―Esto se extiende como el sarampión. Primero Franz. Luego el enamorado Nath. Ahora el caso fulminante de Tom. A John también le he observado algo raro. No sé, no sé. El amor ha irrumpido en este rincón de mundo como una epidemia.

Mientras así monologaba; sonrió al recordar lo que Teddy le había dicho la tarde anterior:

―«Mamá yo también tengo deseos de tener novia. Aún no me he decidido bien. Me gusta Jossie, pero está tonta con sus comedias y dramas. Tendré que pedir a algún amigo que me busque una».

Jo sonrió. Los años no pasan en vano. La vida sigue su curso y los niños estaban en trance de ser hombres. Era lo lógico.

Incluso el «león» quería serlo ya con su ímpetu característico.

CAPÍTULO X

JOHN ENCUENTRA EMPLEO

John sorprendió a Meg con su deseo.

―Necesito hablar contigo a solas de algo importante, mamá.

Ella se inquietó, temiendo algo malo, como es habitual en todas las madres.

―Ahora mismo. No serán malas noticias, ¿verdad?

John sonrió para tranquilizarla.

―No, no lo son, Incluso creo que es la noticia que deseas.

Una vez se aposentaron en el salón ante el fuego, que los primeros fríos de la estación hacían muy agradable, John habló a su madre.

―No te gusta la profesión de periodista, lo sé bien.

Ella asintió en silencio, con un gesto afirmativo.

―Pues bien: la he dejado. ¿Te alegras?

―Sí, John, me alegro mucho. Tal vez esté equivocada, pero veo esta profesión como incierta y de poco porvenir. Me gustaría verte colocado en un empleo estable y con buenas perspectivas para el futuro.

―Bien: ¿qué te parece una oficina de ferrocarril?

Meg contuvo un gesto de desagrado.

―Preferiría otra cosa para ti. Es un empleo que obliga a estar en contacto con gente brusca y ordinaria… ¿Es ése tu nuevo empleo?

―Podría serlo ―sonrió John―. ¿Acaso preferirías verme de contable en un almacén de curtidos? ¿Qué te parece, mamá?

―No me entusiasma, francamente. Ya se sabe que quien entra de contable, sigue así toda la vida. Me gustaría algo distinto…, no sé. Lo mejor del mundo para ti.

―Entonces, ¿tal vez agente de viajes?

―¡Oh, no! ¿No serás eso, verdad? Arriba y abajo constantemente, malas comidas, el riesgo de los viajes…

―Acaso te gustase que fuera secretario de un editor. Claro es que el sueldo no sería muy elevado de momento.

―Eso me parece mucho mejor ―afirmó Meg, ya más animada― porque se ajustaba más a tus aficiones. Yo sé que todos los trabajos son honrados, pero no sería muy buena madre si no deseara para ti el mejor de todos ellos. Y el mejor creo que es aquél que puedas desarrollar encontrando placer en ello. Si viviera papá, él cuidaría de orientarte y aconsejarte. No está entre nosotros, por disposición de Dios, y yo debo asumir esta tarea, que me preocupa. Temo no saber llenar el vacío que nos dejó.

Meg se detuvo, apenada por el recuerdo y orgullosa, al mismo tiempo, de que John se pareciese tantísimo a su progenitor.

―Querida mamá, tus consejos han sido siempre muy valiosos, acertadísimos y valorados por mí. Tanto es así, que ahora puedo anunciarte ya una buena noticia.

―¡Dímela, John, no esperes más! ―pidió Meg con ilusión.

―Desde hace bastante tiempo, entre tía Jo y yo tratamos de conseguirlo. No dijimos nada por si nos fallaba. Pero al fin parece que lo hemos conseguido.

―Estoy impaciente por saberlo y te recreas en demorarte.

―Conoces al señor Tiber, editor de las obras de tía Jo, con la cual tiene muy buena amistad. Es un hombre generoso, amable y esencialmente honrado. Es muy competente y entendido. Pues hay todas las posibilidades de que yo pase a ser su secretario.

―Ésa sí que sería una buena noticia, John.

―El señor Tiber debe entrar en contacto continuamente con autores de obras de todas clases. Gente culta, distinguida, estudiosa… Trabajar en aquel ambiente es efectuar una labor agradable, es tomar contacto con el mundo intelectual, es disfrutar.

―¿Tú crees que te aceptará?

―Por tía Jo, el señor Tiber conoce mis aficiones literarias. Me sometió a una dura prueba que afortunadamente pasé bien. Puede decirse que la cosa está ya hecha. No es que sea un empleo con un sueldo espléndido. Pero sí con un magnífico porvenir y un ambiente de lo mejor.

―Has heredado del abuelo la afición a los libros.

―Es posible. Me encantan los libros. Incluso quitándoles el polvo puedo decir que gozo. Si acaso no sirvo, como tía Jo, para escribirlos, encuentro una profesión de lo más honorable editar para el mundo y dar a conocer los libros que otros escriban.

―¡Qué dice Jo a todo esto?

―Está encantada. Mientras esperábamos la contestación del señor Tiber hicimos infinidad de castillos en el aire. Trabajo me costó evitar que te lo contase, tanta era su ilusión. Ella confía plenamente en el señor Tiber y está convencida de que dadas mis aficiones pocos empleos podrían encajarme como éste.

Meg estaba muy contenta.

―Presiento que tu porvenir ya no será problema. Sin embargo, quedan aún Daisy y Jossie, que me dan muchas horas de insomnio.

John, que se sentía un hombre importante ante su futuro empleo, replicó:

―Déjalas de mi cuenta, mamá. Pienso como el abuelo, que por mucho que nos esforcemos en lo contrario debemos ser lo que Dios y la Naturaleza de cada cual han dispuesto antes. Ir contra estos designios o inclinaciones suele ser perjudicial. Hemos de procurar desarrollar lo bueno y combatir lo malo pero siguiendo una inclinación interna.

―Pero es que ellas…

―Mi consejo, mamá, es que dejes a Daisy que sea feliz a su manera, no en la forma que tú desearías lo fuese. Si Nath, a su vuelta, nos demuestra que se ha portado como un hombre digno, lo mejor, creo yo, sería decirles: «Que Dios os bendiga, hijos». Y que cuidasen de preparar su nido. En cuanto a Jossie, entre tú y yo, con más tiempo por delante, trataríamos de averiguar si está llamada para la escena o para el hogar.

―Estoy de acuerdo en lo de Daisy. Ella está enamorada y parece que él también. Si en su presencia se porta dignamente, ¿qué remedio me quedará que dar mi consentimiento? Mi prohibición actual es para que pongan a prueba la firmeza de sus sentimientos.

―Y de Jossie, ¿qué me dices?

―Me dará quebraderos de cabeza, eso es seguro. Aunque me gusta la escena como a nadie, temo por ella. La vida de actriz encierra muchos peligros.

―¿Qué mal hay en que Jossie sea actriz? Ella tiene unos principios inmejorables. Es buena a toda prueba.

―¿Y si se cansa de esa vida de las tablas, donde no todo es gloria y honores, cuando sea demasiado tarde para empezar otra?

―Déjale que pruebe. Tú y yo seremos sus guardianes y mentores. Además ―añadió John sonriendo― tu prohibición sería una paradoja. ¿No vais a interpretar una obra, Jossie y tú, escrita para vosotras por tía Jo?

―Confieso que me ilusiona la representación y también que Jossie sea actriz, pero… ¡En fin, lo pensaré una vez más!

Aquella noche llegó Jossie con su sobrecito para John.

―Ha llegado la mensajera del dios Amor ―exclamó teatralmente.

―¿Ésa eres tú? ―preguntó John con sorna.

―Así es. Y te traigo un valioso mensaje ―con coquetería añadió―: Es de Alicia. ¡Alicia!

John enrojeció, aunque procuró aparentar frialdad.

―¿Ah, sí? ¿Qué querrá Alicia? Lo ignoro.

Dominando bastante bien sus impulsos de arrebatar el sobre a su juguetona hermana y leerlo vorazmente, John se encaminó pausadamente hacia ella, tomó el sobre, lo rasgó y se dispuso a leer el papelito que contenía.

―Con permiso ―se excusó ante su madre.

Jossie ardía en deseos de leerlo también.

―¿Es elocuente Alicia cuando habla de amor?

―Lo ignoro, comediante de feria.

―¿Lo ignoras? ¿No escribió ella este mensaje?

John la miró serenamente. Con calma se lo ofreció.

―Es una invitación para ir mañana al concierto. ¿Quieres leerla?

La traviesa muchacha se desilusionó. Aquello ya no le interesaba y así lo manifestó.

Con un suspiro de alivio, John hizo una bolita con el papel, y dejó que el fuego de la chimenea la consumiera.

Sabía dominarse bien.

Por su parte, Jossie quedó algo desconcertada, pero su intuición le decía que algo había entre su hermano y Alicia.

―Puede que el papel nada dijera. Pero a mí no me la pegáis. Algo hay entre vosotros.

CAPÍTULO XI

LA ACCIÓN DE GRACIAS

El Brenda navegaba con todas las velas desplegadas al viento. De persistir aquel viento favorable pronto rendiría viaje tras largo tiempo de navegación.

Eso comentaban precisamente, tomando el sol en cubierta, la esposa y la hija del capitán, y el segundo piloto, Hoffmann.

―Si el tiempo no cambia, unas semanas más y podremos servirles el mejor té del mundo.

―Que tomaré muy a gusto, por diversos motivos. Por el té en sí y para poner pie en tierra firme. Después de tanto tiempo en el mar, por mucho que queramos al barco, es lógico que ansiemos dejarlo ―contestó la esposa del capitán.

―Creo que ya tengo los zapatos destrozados de pasear por la cubierta ―añadió su hija―. En cuanto desembarquemos tengo que adquirir otros.

―Yo la acompañaré, si me lo permite ―se ofreció Emil, añadiendo con galantería de marino―: Aunque dudo que en China, tierra de mujeres de pies menudos, encontremos zapatos tan pequeños como los que usted necesita.

La madre sonrió al oír el piropo de aquel agradable joven a su hija María.

―Gracias a la amabilidad del señor Hoffmann has realizado algún ejercicio. Realmente le estoy muy agradecida, porque esta vida tan sedentaria no es apropiada para una joven. Y sin otros pasajeros en el barco, si no fuera por su constante humor y alegría, habría sido un viaje muy tedioso para nosotras.

―Ya que mamá le está ensalzando sin reservas, ¿por qué no nos canta usted alguna de sus canciones marineras? A esta hora del día es cuando mejor suena una canción melancólica. ¿No le parece?

Los dos jóvenes miraron a su alrededor. El sol se ocultaba en el horizonte, tiñendo de arrebol unas nubes algodonosas. El mar estaba en calma y sonaba dulcemente la canción del agua al ser cortada por la proa del barco.

Emil no sabía negar nada a María, de la que sólo se separaba cuando tenía una misión que cumplir por exigencias de su cargo.

De modo que, una vez más, se dispuso a complacerla. Con dulce y a la vez varonil voz entonó una canción que era una alabanza a la vida del marino y un triste recuerdo a la amada lejana.

―No me cansaría oírle cantar. Parece realmente que vive usted cuanto dice la canción ―suspiró la joven, ganada por la habilidad y arte de Emil.

―A mí también me gusta muchísimo ―añadió la madre.

De pronto, la señora Hardy se interrumpió. Miró con cierta preocupación hacia una de las escotillas, por donde salía un hilillo de humo.

―¿Qué es eso? Es humo, ¿verdad?

Emil miró al instante. Sí, era humo, no cabía duda. Por un segundo estuvo tentado de dar la alarma, pero se contuvo. No quería sembrar el pánico en aquellas dos mujeres.

―Voy a ver. Alguien debe estar fu~ mando, y no está permitido.

Con sólo acercarse a la escotilla pudo darse cuenta de que en la bodega se había declarado un incendio. Existía el problema de que si abría la escotilla se produciría un tiraje para aquella combustión amortiguada, que degeneraría en un rápido incendio. Por otra parte, no se podía navegar con fuego a bordo durante el tiempo que les faltaba para llegar a tierra.

En un instante Emil avisó al capitán y, a sus órdenes, dispuso las medidas necesarias para cortar el incendio. Vano intento. La mercancía que el Brenda transportaba era altamente combustible, y, pese a las enormes cantidades de agua que fue lanzada al interior de la bodega, el fuego aumentaba en lugar de decrecer.

En menos de una hora se hizo patente de que el siniestro acabaría con el hermoso barco. Las llamas crecían por momentos desbordando los medios de que disponía para atajarlas, y se propagaban hacia partes vitales del barco.

Luchando valerosamente contra el fuego el capitán tuvo que dar una orden muy dolorosa para él:

―¡Arriad todos los botes!

Pese a la magnitud del siniestro y a su espectacular ―desarrollo, el abandono del barco se hizo en forma ordenada y tranquila.

El capitán Hardy se mantuvo en su puesto hasta el último momento, asistido por Emil, que no se movió de su lado desde un principio.

―Todos los botes han sido arriados, capitán.

―Ordene que se alejen del barco y que se mantengan agrupados.

―Tienen ya la orden, capitán.

―Las mujeres, ¿están acomodadas?

―Lo están, señor. Pero su bote no se aleja.

―¿A qué esperan?

―A que usted decida abandonar el barco también.

El capitán miró tristemente su barco, iluminado por el pavoroso incendio. Su rostro curtido reflejaba la emoción que aquella pérdida le causaba y, en cambio, no tenía ni una queja por el dolor que le producían unas intensas heridas recibidas en sus trabajos de extinción.

―Ayúdeme, señor Hoffmann. No hay salvación para nuestra nave.

Como si aquella decisión agotara sus últimas fuerzas, el capitán se desplomó en brazos de Emil. El muchacho le alzó en vilo y, trabajosamente, se deslizó con él por la escala de cuerda hasta el bote de salvamento, que se mantenía arrimado al casco del barco.

Una vez acomodado el capitán y atendido por sus alarmadas esposa e hija, Emil tomó el mando.

―¡Adelante! ¡Bogad! ¡Alejaos antes de que sea demasiado tarde!

De pie en el bote, Emil contempló aquel hermoso e imponente espectáculo. Las llamas prendían en la arboladura del barco, la brisa llevaba millones de brillantes chispas y el mar devolvía, mil veces reflejada, la imagen de la hoguera.

―Adiós, Brenda ―murmuró Emil.

Con el hundimiento definitivo la oscuridad llegó para los tripulantes del bote. A pesar de sus esfuerzos perdieron contacto con las demás embarcaciones. Así, a la luz del alba, por todos lados había la más absoluta desolación, sin rastro alguno de los demás supervivientes.

Un rápido recuento de las provisiones vino a demostrar que éstas no iban a escasear en un plazo prudencial de tiempo. En cambio, el agua había sido almacenada en escasa cantidad y de la existente debía gastarse una buena parte para lavar las heridas del capitán.

Emil se hizo cargo de la situación, y dictó las órdenes oportunas para un severo racionamiento. Aunque estaban dentro de las líneas más frecuentadas y era de esperar, por tanto, una rápida ayuda, había que prevenirse por si la estancia en el mar, dejados a sus escasos recursos, se prolongaba excesivamente.

―Los efectos de la herida tienen amodorrado a su esposo. Pero no creo que sean graves ―afirmó Emil a la señora Hardy para animarla.

―Tiene mucha fiebre y con este sol…

―Manténganle siempre fría la cabeza con trapos empapados. Humedézcale los labios con frecuencia porque la fiebre le seca la boca.

―Tenemos poca agua, señor Hoffmann, y si se emplea para eso… ―protestó un marinero.

Emil le miró fijamente hasta hacerle bajar la vista avergonzado. Luego le contestó:

―El agua se empleará en lo que sea más conveniente. Tú tendrás tu ración como los otros. El capitán tendrá la suya y usaremos la mía para ayudar a su curación.

―Cuente usted conmigo ―se adhirió otro marinero.

―Y conmigo ―añadió otro de los tripulantes del bote.

El incidente estaba zanjado por el momento. Sin embargo, Emil se daba perfecta cuenta que debía mostrarse inflexible si quería mantener el orden en aquella pequeña embarcación, caso de que el agua escaseara de verdad. Si el pánico cundía, aquellos rudos marinos podrían convertirse en seres peligrosos.

Una solución era mantener elevada la moral. Demostrar una seguridad absoluta en la salvación de todos. Estar alegre. Esto ayudaría también a tranquilizar aquellas dos mujeres de cuya salvaguardia era ahora el encargado.

Pasó el primer día y la primera noche en forma satisfactoria. Sin embargo, al segundo día empezó a cundir el desánimo. El malhumor era patente, el desaliento crecía. Se discutía… Se presentaba resistencia a remar por parte de los marineros.

Al tercer día, el agua era escasísima y su necesidad imperiosa, batidos como estaban por aquel sol de fuego. Emil, pese a que en tres días apenas probó el líquido vital, propuso que todos los marinos renunciasen a la mitad de su ración en favor del herido y de las mujeres.

La reacción de la mayoría fue negativa. Las privaciones habían despertado en ellos los instintos primitivos y alejado todo sentimiento humanitario.

Vencido por el cansancio, porque estaba sin dormir desde la noche antes del incendio, Emil cedió la guardia a un marinero de su confianza.

Aprovechando que entonces no los podía ver, dos de los tripulantes del bote se abalanzaron sobre el barrilillo del agua, del que se bebieron todo el contenido. Luego cogieron una botella de ron que apuraron totalmente también.

Alertado por María, Emil intervino rápidamente, pero sin poder evitar la pérdida total del agua.

Aquellos dos rebeldes marinos le hicieron frente, enardecidos por el alcohol. Emil derribó a uno de ellos. El otro, perdidas sus facultades a consecuencia del ron ingerido, se lanzó de cabeza al agua en la que se debatió unos momentos tratando de nadar sin conseguirlo. Se intentó ayudarle, pero fue inútil. Su cuerpo se hundió en las profundidades del mar.

Con el corazón encogido ante tal horrorosa escena, los supervivientes acudieron a atender al marino derribado por Emil, que seguía exánime en el fondo del bote. Su sorpresa fue inaudita cuando pudieron comprobar que estaba en los estertores de la muerte por los terribles efectos del alcohol bebido en cantidad, después de haber estado unos días sin apenas comer. No hubo salvación para él.

Esta doble tragedia acabó con la moral de todos.

Sin agua, con dos mujeres a bordo y un herido enfebrecido, a merced de las olas… Sin esperanza…

Desde aquel momento, el silencio fue absoluto. Sólo alguna oración, levemente murmurada, y el enervante ruido de las olas.

Como una burla del destino, que elevó su alegría hasta el paroxismo, en el horizonte apareció una vela. ¡Estaban salvados! Pero su desánimo fue mucho mayor cuando pese a sus desesperadas señales aquel navío se alejó sin verlos.

Sintiéndose responsable de aquellas vidas y no estando en su mano hacer nada para salvarlas, Emil sufría en su fuero interno. Veía al bravo capitán, inconsciente y delirando. A su desesperada esposa, dedicada a atenderle, sin una queja, pese a las privaciones a que se veía sometida. Emil veía también a María, frágil, bonita y espiritual, haciendo frente valerosamente a aquella desesperada situación pese a estar totalmente aterrada.

La miró, especialmente, cuando oyó entonar, con débil voz, un himno que Emil conocía desde muchacho. Pese a que las preocupaciones le embargaban, Emil hizo coro a la joven, cantando aquella bonita canción-plegaria.

Emil recordaba a Jo y sus últimos consejos, y se dijo: «Pase lo que pase, aunque ellos no tengan que verme nunca más ni lleguen a enterarse de esto, quiero que puedan estar orgullosos de mí».

Después de aquel esfuerzo, quedaron medio amodorrados por el calor. De repente, un grito los despertó a todos.

―¡Llueve! ¡Llueve! ¡Está lloviendo!

Efectivamente. Con timidez al principio, con mucha mayor intensidad después, gruesas gotas fueron cayendo del cielo.

Recibieron la lluvia con alegría, con exclamaciones de gozo. Se sentían felices al notar que se empapaban los vestidos, mojándose el rostro, calándose…

Emil venció la tentación de dejarse llevar por la alegría y dispuso las cosas para aprovechar aquel feliz acontecimiento.

―¡Extended las lonas haciendo bolsas! Hay que recoger todo el agua que sea posible.

Como enormes embudos, las lonas vertían el agua de la lluvia a los barrilitos, que terminaron por llenarse.

Aquello fue sólo el principio de la felicidad. Porque al amanecer, con el cielo ya despejado de nubes, Emil avistó la proximidad de un velero.

Sus señales fueron pronto divisadas y el navío viró en su busca. Poco después se hallaban en la cubierta del Urania. Viendo que todos estaban debidamente atendidos, Emil, en funciones de capitán del barco hundido, por imposibilidad del capitán Hardy, dio detallada cuenta del accidente sufrido que supuso la pérdida del Brenda.

Ni por un momento pensó en sí mismo. Primero los demás, luego el deber.

Cuando hubo cumplido su obligación y atendido la curiosidad de los oficiales del Urania aclarándoles algunos detalles, se sintió desfallecer.

Llevaba cuatro días sin probar alimento alguno y sin beber otra cosa que unos sorbos de agua de lluvia.

Aún así, se excusó:

―No es nada. Un ligero desfallecimiento.

Fue llevado a un camarote y acostado, casi a la fuerza en una litera y revisado debidamente por el médico de a bordo.

―Estoy bien, doctor, no es nada. ¿Y los demás?

―Los he visto a todos. Tienen gran agotamiento, pero nada grave. El capitán Hardy, en cuanto se reponga de los efectos de la fiebre, tendrá que batallar con unas heridas de segundo grado. Pero estoy seguro que no habrá complicaciones.

―¡Menos mal! ¡Ah! Oiga, doctor. He perdido la noción del tiempo. ¿Qué día es hoy?

―Es el día de Acción de Gracias, muchacho. Lo celebraremos con un almuerzo al estilo de Nueva Inglaterra. Le va a sentar bien después de estos días, ¿eh?

Cuando el doctor le dejó solo, Emil dejó volar el pensamiento.

El Día de Gracias; ningún otro mejor que éste para agradecer al Creador el don de la vida y la dicha de vivirla, especialmente después de haber pasado por tales adversidades.

Pensando así, Emil, el jovial y alegre marino, el muchacho siempre dispuesto a entonar una canción o bromear con una joven, elevó mentalmente una oración:

«Gracias, señor, por todo».

CAPÍTULO XII

LA NAVIDAD DE DAN

¡Cómo hubiera sufrido Jo de enterarse del paradero de Dan!

Porque Dan ¡estaba en la cárcel!

Mientras en Plumfield se celebraba la Navidad, el muchacho estaba solo en un calabozo, esforzándose por leer en la penumbra aquel librito que ella un día le regaló.

Las lágrimas que se le escapaban no eran de dolor físico. Las producían aquella sencilla y aleccionadora historia que con tanto interés leía, y todo lo que acudía a su mente.

La causa de que se hallara en aquel lugar había que buscarla en su naturaleza indómita, y puede explicarse en forma breve.

Durante el viaje, Dan trabó conocimiento con un joven simpático y expresivo. Le interesó especialmente porque explicó que se dirigía a Kansas para reunirse con unos hermanos suyos. Aquél era precisamente el destino de Dan.

El viaje era largo y pesado. Había tiempo para todo. No es raro, por tanto, que saliera una baraja y se organizara en seguida una partida.

Dan, fiel a su promesa, se abstuvo de tomar parte, pero viendo que el joven e imprudente compañero de viaje exhibía una repleta cartera de dinero decidió estar alerta. Porque dos de los jugadores no tenían muy buena catadura.

No necesitó mucho tiempo Dan para advertir que había dos jugadores confabulados en desposeer a aquel muchacho, que dijo llamarse Blair y que le recordaba vagamente a Teddy.

Blair no hizo ningún caso a su advertencia, formulada disimuladamente. No sólo siguió jugando, sino que en uno de los transbordos, que debían efectuar para enlazar al otro día con un tren distinto, Blair desapareció. Después de buscarle un buen rato, llamándose mentalmente tonto por preocuparse así de un extraño, Dan le encontró en un garito. Jugaba a las cartas con aquellos ventajistas.

Como si fuera un hermano menor, Dan pretendió llevárselo.

―No puedo ir con usted ―contestó el joven, apuradísimo―. He perdido casi todo el dinero que no me pertenecía. ¿Cómo podría presentarme ante los míos?

Con la esperanza de recuperar lo perdido, Blair deseaba seguir jugando, en vista de lo cual Dan se situó a su espalda, con objeto de evitar le siguieran haciendo trampas.

La seguridad de Dan atemorizó un poco a aquellos dos individuos. Para disimular siguieron jugando, pero limpiamente. Blair ganó entonces alguna mano lo cual le entusiasmó.

―Me parece que me da usted suerte. No se vaya, por favor. Deseo recuperar todo lo perdido.

Eso era precisamente lo que no querían los jugadores de ventaja, por lo cual decidieron volver a usar los trucos ilícitos.

A la penetrante mirada de Dan no escapó el detalle. Serenamente, pero demostrando una absoluta seguridad y un valor extraordinario, acusó a los dos sujetos:

―Acaban de hacer trampa. Se han cambiado dos cartas.

―¿Usted insinúa…,? ―preguntó uno de ellos; con mirada feroz.

―No insinúo. Afirmo. Son dos tramposos.

―¡Te voy a…!

―Yo en tu lugar me calmaría. Venga, devuelve ahora mismo a este muchacho lo que le has estafado. ¡Rápido!

Creyendo que Dan estaba pendiente de su compañero, uno de los dos jugadores intentó sacar un revólver.

Dan obró con rapidez y contundencia. De un manotazo desvió el arma en el preciso momento en que se disparaba. La bala se incrustó en el suelo de madera. Simultáneamente, con el otro puño golpeó con violencia el mentón de su enemigo, que después de dar unos traspiés cayó pesadamente contra una estufa de hierro, en la que se golpeó la cabeza.

Desde la estufa, cayó pesadamente al suelo, sangrando abundantemente por la cabeza y quedando inmóvil. En un instante se armó un tumulto espantoso. Dan cogió a Blair por un hombro. Con firmeza le ordenó:

―No te preocupes por mí. ¡Escápate!

Así lo hizo el muchacho, perdiéndose de vista. Dan, en cambio, permaneció allí, y se dejó detener. Pasó la noche en la comisaría.

Días después fue juzgado por homicidio involuntario y condenado a un año de trabajos forzados y ello gracias a la existencia de circunstancias atenuantes.

En el juicio, Dan dio como suyo el nombre de David Kent, con objeto de que sus amigos no se enteraran de los hechos en el caso de que la prensa relatase lo sucedido.

Sabía positivamente que si avisaba al señor Laurence acudiría en su auxilio inmediata y eficazmente. Pero no quiso pasar por la vergüenza.

―No he sabido contenerme, mía es la culpa. Mío debe ser el castigo.

Pese a estos pensamientos, a punto estuvo de enloquecer durante su encierro. Paseaba por la celda como una hiena enjaulada, con gran regocijo del carcelero, hombre duro y cruel.

El capellán de la cárcel, por el contrario, era dulce y bondadoso. Trató de consolar a Dan, pero hubo de desistir por hallarle impenetrable a las buenas palabras. Con muy buen sentido, aquel sacerdote pensó que el duro trabajo aplacaría aquel carácter indomable.

Dan fue destinado a una fábrica de escobas. Buscó consuelo en la actividad y trabajó incansablemente. Ello le granjeó la aprobación del maestro, pero también la rabia y el desprecio de los penados, que se veían puestos en evidencia por él.

Un día y otro día. Semana a semana… Escobas, escobas… Silenciosos paseos por los patios carcelarios, siempre en fila india, entre criminales de lo más abyecto; era un tormento físico y moral insufrible para Dan.

―Lo soportaré sin quejarme ―se decía a cada momento.

Pero había tal brillo en sus ojos cuando veía una injusticia o una brutalidad, que los guardianes comentaban entre sí:

―Ése es peligroso. Cualquier día estallará.

En la cárcel había un hombre llamado Mason, cuya condena estaba pronta a expirar. Sin embargo, era evidente que por próximo que estuviera su fin, difícilmente llegaría a vivirlo, porque su salud estaba quebrantadísima.

Dan le ayudaba en todo cuanto podía, haciendo buena parte de su trabajo, que Mason no habría podido terminar.

También hubo para Dan momentos de desánimo. En la soledad de la celda meditaba en ocasiones, y los sombríos pensamientos laceraban su alma.

―Todo ha terminado para mí. Ya no tengo remedio. He arruinado mi vida definitivamente. ¿Para qué luchar más para ser mejor? ¡Si es inútil! Mejor será que cuando salga me dedique a gozar de todo sin importarme nada más.

En otras ocasiones iba más lejos todavía:

―¿Para qué esperar al término de la condena? Debo escaparme. En esta cárcel me consumiría. Tengo que buscar un plan.

Y pensaba durante horas descabellados y atrevidos planes de fuga.

Luego, llegaba el sueño piadoso, y la paz volvía a su atormentada vida.

La víspera del Día de Acción de Gracias visitó la cárcel una comisión de un comité benéfico. Temeroso de ser reconocido por alguno de sus miembros, Dan entró en la capilla cabizbajo.

Una señora, de muy agradable aspecto maternal, les dirigió la palabra para contarles una historia:

―Eran dos soldados, caídos en el frente con una herida similar. Ambos deseaban conservar la mano derecha, que en la paz les había de dar su sustento, pero siguieron diferentes caminos. Mientras uno se sometió dócilmente a todas las curas prescritas por los médicos y aceptó incluso la amputación de la mano cuando no hubo más remedio, el otro se resistió a toda intervención, temiendo se la cortasen también. Este segundo murió de gangrena y el primer soldado, si bien con una mano menos, conservó la vida y aprendió a valerse con la otra. Está vivo y contento.

La señora miró a aquellos presos, algunos de ellos criminales endurecidos.

―Vosotros sois soldados caídos en la batalla de la vida. Tenéis el camino de resistiros, de rechazar todo ayuda, de rebelaros contra todos…, pero irá en vuestro perjuicio. Tenéis también la oportunidad de tomarlo como un aviso, como una corrección necesaria y cuando la condena termine, podréis iniciar una nueva vida. Pensad en esas esposas, hijos, padres y amigos que esperan. Haced que su espera la den por bien empleada.

Aquellas palabras llegaron al corazón de Dan, y borraron todos sus deseos de evasión. Cuando estaba en la celda meditando llegó el capellán del penal.

―Mason acaba de fallecer, Kent.

―Era un buen hombre. Lo siento mucho. De verdad.

―Antes de morir me dejó un encargo. Me pidió que te dijera: «No lo hagas, Kent. Pórtate bien y espera al fin de la condena.»

Dan no respondió.

―Espero que no decepcionará al hombre que le dedicó su último pensamiento. Adivino que desea escapar. Rechace esta idea. Aunque lo consiguiese, lo cual es prácticamente imposible, el fugarse le haría más mal que bien. Los caminos honrados estarían decididamente cerrados para usted y siempre más viviría perseguido por los hombres y por su propia conciencia. No lo dude ni un momento.

Aquellas dos circunstancias influyeron en Dan, que se avino a charlar de vez en cuando con el capellán, que lentamente y gracias a su extraordinaria bondad fue curando aquellas heridas espirituales.

Las horas de desesperación, el deseo casi doloroso de salir a los grandes espacios, de huir y gritar, siguieron presentándose de vez en cuando. Pero cada vez que Dan dominaba estas inclinaciones, modelaba en realidad una voluntad de hierro que le convertía en un auténtico hombre.

Al llegar Navidad sintió unos deseos irresistibles de saludar a sus amigos. Para ello, escribió a la esposa del difunto Mason, para que desde el lugar donde vivía, en otro Estado, cursara la carta a Plumfield. De esta manera no podrían localizarle ni que se lo propusieran.

Después, procurando dominarse y tomarlo como una disciplina necesaria para su formación, prosiguió para Dan la vida carcelaria.

Día a día, hora a hora, minuto a minuto…, pensando en el día de la salida.

CAPÍTULO XIII

EL AÑO NUEVO DE NATH

―Estoy preocupada por Dan. Exceptuando un par de postales nada sabemos de él desde su marcha. Nath escribe a menudo. De Emil tuvimos carta hace poco. Pero ese Dan… ―se lamentó Jo a su esposo.

―Sabes que es un hombre de acción. Habla poco, escribe menos y realiza mucho.

―Sin embargo, prometió informarme. Dan cumple siempre sus promesas. Temo que algo le haya ocurrido.

A los pies de Jo y buscando sus caricias permanecía el perrazo Don, que Dan había dejado al cuidado de los Bhaer.

Teddy también quiso tranquilizarla.

―Dan es así, mamá. No dice nada y de pronto aparece siendo propietario de una mina de oro.

―Tal vez esté en Montana. Lo de los indios parecía atraerle más que lo de la granja en Kansas ―sugirió Rob, que ayudaba a su madre a despachar la numerosa correspondencia recibida.

―Sin embargo, insisto. Tengo el presentimiento de que algo malo le ha ocurrido.

―Si es así pronto lo sabremos. Las malas noticias viajan rápidas. Mientras, escucha lo que cuenta Nath en su carta.

Leyó el profesor la brillante descripción que en su carta hacía Nath de las reuniones literarias y musicales a las que había tenido ocasión de asistir. De los esplendores de la Ópera, de las atenciones de sus nuevos amigos, de lo mucho que le agradaba estudiar bajo la dirección de un maestro como Bergmann. También hablaba de sus esperanzas de ganar dinero y gloria y de su eterna gratitud hacia los que hacían posible tanta ventura.

Jo se alegró.

―Ésas son buenas noticias. Me alegro de verdad.

―Esperemos que todo eso no se le suba a la cabeza. No faltan tentaciones de todas clases, que Nath deberá aprender a resistir ―contestó el profesor.

Aquellas palabras eran proféticas. Nath estaba experimentando directamente una lección.

Con la alegría e ingenuidad que le caracterizaban, Nath se había lanzado a disfrutar ampliamente de todo cuanto estaba a su alcance, en un abuso de la libertad en que podía desenvolverse lejos de los suyos.

Con un guardarropa bien surtido, una buena cantidad en un banco y sin que nadie conociera su pasado, irrumpió en sociedad bajo los auspicios del conocidísimo profesor Bhaer y del acaudalado señor Laurence, motivos todos que contribuyeron a que se le abrieran innumerables puertas.

Si se añade que Nath hablaba muy bien el alemán, era simpático y tenía indudable talento musical, se comprenderá que se le recibiera bien en un círculo de la sociedad en el que muchos pretendían entrar sin conseguirlo.

Estas facilidades trastornaron un poco a Nath. Alternando siempre con personas de fortuna y alta categoría se vio obligado a dejar creer que él estaba en idéntica situación. Sin llegar a mentir, dejó vislumbrar que poseía fortuna personal muy elevada, que sus relaciones eran de lo más distinguido y sus influencias muy efectivas.

La continuación tuvo un reflejo en lo económico. Obligado a obrar de acuerdo con la supuesta personalidad creada dejó la modesta pensión en la que inicialmente se alojara.

Además, debía corresponder a las amables invitaciones de sus nuevos y ricos amigos con otras invitaciones no menos rumbosas.

De todo esto, como es natural, nada decía en sus cartas. Contaba sus éxitos en sociedad, pero no la carrera de gastos en la que se había metido.

En Plumfield se analizaban sus cartas y se discutía sobre él.

―Ya lo dije. No está acostumbrado a manejar dinero. Se estropeará ―se lamentaba el profesor.

―La cantidad le puede parecer enorme a él, pero no lo es, ni mucho menos. Esperemos aún que la vida le dé una lección. Estoy seguro que no adquirirá deudas. Es demasiado honrado ―aseguró Laurie.

Nath tenía momentos en que veía claramente que no obraba bien. Pero aquella vida era muy atractiva.

―Este mes, y no más. Al mes próximo, vida de estudio y sacrificio. Debo hacerlo y lo haré.

Pero no ponía en práctica los buenos propósitos.

Hizo amistad con una jovencita, que vivía con su madre. Eran de buena familia, pero sin fortuna. La posición que suponían a Nath y los amigos de que alardeaba le hacían especialmente atractivo para ellas.

Por este motivo le recibían y se esforzaban en agasajarle, con gran contento del joven.

Llegaron las Navidades y con ellas una serie de sorpresas desagradables. La primera se la llevó Nath al visitar a Minna, que así se llamaba la mencionada muchacha, con una serie de obsequios para ella y para su madre.

Le recibió la señora, abordando en seguida un delicado asunto. Ella deseaba saber inmediatamente cuáles eran las intenciones de Nath, porque si no era para casarse no podía consentir que Minna perdiese más tiempo. En fin, que ya era tiempo de formalizar las relaciones.

Aquella situación espantó a Nath. Él no podía ni deseaba prometerse a Minna ni era cierta la situación que le suponían. No le quedaba más remedio que decir la verdad.

La dijo sin ambages, declarando la humildad de su nacimiento, la carencia de fortuna y que los estudios los pagaba un protector.

Inmediatamente salió de aquella casa para no volver más.

Poco después, un compañero de estudios le anunció su inmediato viaje a América, pidiéndole la dirección del profesor Bhaer para visitarle.

―Me presentaré como amigo tuyo y me atenderá. Sobre todo cuando sepa que siempre nos divertimos juntos.

―Verás…, es que… ―balbució Nath.

Aquello era un pequeño problema. Porque aquel amigo era muy capaz de contar todo cuanto hacía, y Nath no lo deseaba. Para salir del paso sólo había una solución.

―Toma, ésa es su dirección.

Y se la dio de tal manera que no era probable que consiguiese localizar al profesor por mucho que lo intentase. Pero cuando las preocupaciones de Nath tomaron incremento alarmante fue al llegar a casa.

―¡Dios mío, qué es eso!

Eran facturas. Montones de facturas que ante la proximidad de fin de año le habían sido enviadas para que atendiese su pago. Modestas unas, de mayor importe otras, entre todas formaban una considerable cantidad, que aterró a Nath.

―¡Qué locura! ¿Cómo soluciono ahora eso?

Además de las facturas había una carta de casa. Le felicitaban el Año Nuevo.

Miró en derredor decidido a buscar un remedio.

―Venderé todo eso. Volveré a la pensión donde estaba. Trabajaré en lo que sea. Pero no les pediré más dinero. Me quieren tanto que no puedo defraudarlos.

Uno de sus primeros pasos fue contárselo lealmente al profesor Bergmann, quien le aconsejó debidamente para que del lance sacase la oportuna lección.

―Te prometo no divulgar esto. Pero tú debes hacer lo restante. Estudia mucho y trabaja cuanto sea necesario.

―Lo haré, profesor. Una lección de ésas basta para aprender.

CAPÍTULO XIV

GALA TEATRAL EN PLUMFIELD

Reseñar la historia de la familia March sin aludir a sus representaciones teatrales sería olvidar algo de importancia.

Al construirse el colegio, Laurie quiso que se le añadiera un teatro, reducido, pero completísimo. En su telón aparecía Apolo rodeado de las Musas, y por ingenio y habilidad del pintor el dios era muy parecido al señor Laurence.

El ingenio y la habilidad de la familia proporcionó toda clase de artistas para este teatro. Llegaron a representar obras de gran calidad.

Jo quiso prescindir de las obras entonces en boga, casi siempre adaptadas del francés, amaneradas y parecidas todas ellas. Quiso recoger una serie de facetas de la vida humilde, con mezcla de lo cómico y lo patético, deseando demostrar que la verdad y la sencillez tenía un gran encanto.

Laurie la ayudó con entusiasmo. Incluso llegaron a ponerse los nombres de Beaumont y Fletcher, como coautores de la obra.

Los días que precedieron al de Navidad fueron de auténtico esfuerzo para todos los componentes del cuadro escénico, para la orquesta, los decoradores y cuantos intervenían de un modo u otro en la obra.

Pero Jo y Laurie batían todas las marcas de actividad, cuidando con esmero los detalles, corrigiendo defectos, subsanando errores…

Llegó por fin el día esperado.

―¡Qué aspecto tiene el teatro! ―comentaban los invitados al entrar.

―Está arreglado con muchísimo gusto. Les felicito ―añadían caos.

Así era. Nada podía mejorarse ya.

―¿Ha llegado ya? ―preguntaba Jossie a cada momento.

―¿Quién?

―¡Quién ha de ser! La señorita Cameron.

Aquella pregunta fue contestada negativamente varias veces. Por fin alguien avisó a la excitada muchacha.

―Jossie, Jossie, ¡ahí está!

Jossie miró discretamente desde detrás del telón. Sí, allá estaba. Radiante, bellísima y elegantemente vestida, sentada en el lugar de honor.

―Sí, es ella. ¡Qué responsabilidad la mía!

John se acercó a su hermana y la encontró temblando de excitación.

―Procura serenarte, Jossie. Lo ha» ces muy bien y a la señorita Cameron le gustará. Pero debes dominar tus nervios. Serían tus peores enemigos.

Unos instantes después se levantó el telón.

La velada se iniciaba con un paso de comedia de época. Alicia era una coqueta marquesa y John un atrevido barón. Sus aventuras hicieron reír con ganas a la concurrencia, especialmente las intervenciones de Jossie en el papel de una pizpireta, curiosa y entremetida doncella que todo lo fisgoneaba. La muchacha dio a su papel una dosis de comicidad y juvenil picardía, que lo hicieron encantador.

Cuando ya la marquesa se rendía al asedio del barón en el escenario se oyó un crujido.

El barón saltó y gracias a su rapidez pudo evitar que el bastidor de uno de los decorados cayese encima de la pareja. La marquesa quedó sin habla.

La inesperada situación complació al público que rio de buena gana ante los esfuerzos de John para enderezar el decorado, mientras la blanca peluca le tapaba los ojos.

Uno de los tramoyistas subió a una escalera por la parte interior, e intentó sujetar el bastidor con tan mala fortuna que se le escapó el martillo.

John estaba debajo y recibió el martillazo precisamente en la cabeza.

Cayó rápido el telón y ocultó a los espectadores una emotiva escena. Alicia había corrido hacia el caído John, y mientras intentaba restañar la sangre que empezaba a manarle de la herida repetía:

―John, John, háblame. Háblame. ¡Por favor!

Hay quien asegura que John tardó en hablar, porque en aquella postura y con la asistencia de Alicia se encontraba como nunca se había hallado.

Nan acudió al instante con su inevitable botiquín, y con mano segura curó y vendó al muchacho.

También acudió Jo, alarmada en un principio. Pero al asegurársele que nada grave había ocurrido lo tomó a chacota.

―Supongo que la herida no le impedirá seguir trabajando. Fracasaría mi obra.

Compareció también Laurie. Alegremente, pese al incidente, preguntó a Jo, llamándola por su nombre de «guerra»:

―¿Qué tal tus nervios, Fletcher?

―Alterados como los tuyos, aunque trates de disimularlos, Beaumont.

―No te preocupes, saldrá bien.

―Eso espero. Hemos trabajado con entusiasmo y hay mucha vida real en la obra.

Así era. Se levantó el telón para empezar la obra de Jo.

La escena representaba una cocina campesina en la que una mujer de pelo cano zurcía calcetines y mecía una cuna.

El monólogo de Meg, pues ella era la campesina de la obra, tenía una gran humanidad. Habló de su hijo Sam, empeñado en alistarse en el ejército, de su nietecita Dolly, que soñaba con los placeres y comodidades de la ciudad, y con el nietecito, que su desgraciada hija Elisa le había confiado antes de morir.

En la estancia entró entonces un hombre, desaliñado, de repulsivo aspecto, que reclamó el niño a la campesina, como padre del mismo. Todos los espectadores que conocían a la señora Meg, y su dulzura y suavidad, quedaron maravillados de la briosa reacción que tuvo en la escena. En su papel se negó a entregar el niño que su hija le había confiado. El malvado amenazó, insultó y, ante su resistencia, trató de apoderarse por la fuerza de la criatura.

La brava abuela se le enfrentó, llegándole a golpear con el atizador del fuego, y el acto terminó con la campesina teniendo a su nieto en brazos, asustado y llorando de verdad, mientras el mal padre quedaba acobardado ante su valerosa defensa.

Los aplausos fueron sinceros y duraderos.

El segundo acto presentó la actuación de Jossie en el papel de Dolly, una muchacha empeñada en marchar a la ciudad, seducida por el lujo y las diversiones. Jossie representó admirablemente su papel, mostrando un desprecio total hacia todo lo del campo. Luego, para tratar de convencer a su madre, se mostró mimosa, seductora, irritada, suplicante, y en todos estos matices estuvo soberbia.

Jo observó a la señorita Cameron y vio que varias veces aprobó con la cabeza la actuación de la muchacha. Ello le complació mucho.

Después de ceder a los ruegos de la hija, la campesina tiene que ceder también a los del hijo, que decide alistarse.

El acto terminó con la viejecita meciendo al nieto, como único consuelo y esperanza.

En el tercer acto, Jossie lució con todo su esplendor. No en vano Jo lo había escrito pensando en este lucimiento. Representaba la vida en la ciudad, las fiestas, las tentaciones y la hipocresía que la bonita e inocente joven encuentra. Y especialmente, una escena dramática en la que al principio se avergüenza de su tosca e ignorante madre que ido a buscarla, pero luego reacciona con gallardía cuando observa que se burlan de ella.

En el quinto, intervinieron Nan y Tom, representando a un médico y una enfermera en un hospital de campaña. La atribulada madre campesina recorre todos los puestos de socorro después de una cruenta batalla, rezando por todos los muertos, aunque no sean sus hijos, «todos son hijos de una madre». Al fin, cuando mayor es su desesperación, encuentra al suyo, vivo pero herido.

Terminó la obra con una escena de Navidad en la modesta casa campesina, con la madre, el hijo herido, la muchacha y el nietecito. Están contentos de estar juntos, pero su alegría es tranquila. De pronto irrumpen todos los vecinos con numerosos presentes y baja el telón en un momento de alegre exaltación al amor materno.

Después de la obra, plato fuerte de la jornada, se representó una pantomima titulada Las estatuas del profesor Owlsdark.

Ataviados como los dioses del Olimpo, pero con ligeras variantes de tipo humorístico, fueron presentados los «dioses» por el profesor Bhaer, que con fina ironía fue poniendo en evidencia alguno de sus defectos, ante la risa de los espectadores que veían retratadas a personas conocidas.

Teddy fue Mercurio; Bess, Diana cazadora; Nan, Minerva defendiendo los derechos de las mujeres; Apolo, con un parche en la frente, John, y así, sucesivamente, a todos los dioses se les encontró la debida réplica terrenal. La gente gozó tanto por los humorísticos disfraces como por las posturas estatuarias que adoptaban. Los jocosos comentarios del profesor aumentaron la diversión.

Después de la fiesta se celebró una animada y suculenta cena a la que todos hicieron honor.

La única excepción fue Jossie, que esperaba el veredicto de la insigne señorita Cameron. Cuando la vio acercarse hacia ella y su madre sintió desfallecer de temor.

―La felicito, señora Brooke. Es usted una actriz formidable. Lo digo de corazón. Sabiendo eso no me extraña que sus hijos hayan heredado tan grandes dotes para la escena.

Jossie abrió la boca para hablar sin conseguirlo. Al fin, con un hilo de voz preguntó:

―Así cree usted que yo…, que yo… puedo ser…

―Sí. Creo en tus condiciones. Tanto es así, señora Brooke, que le pido ya ahora que el próximo verano me la confíe. Las dos en la playa podremos hacer grandes progresos.

Desde aquel momento, Jossie no pareció ser de este mundo, tan y tan contenta estaba.

De regreso a casa, Jo se apretujó a su esposo, más afectuosa que de ordinario.

―En el juego de las estatuas se me ha retratado muy Bien. Pues bien; te prometo que procurará contener mi impaciencia. Te lo mereces.

Y prosiguieron su camino más unidos que nunca. Eternamente enamorados…

CAPÍTULO XV

INQUIETA ESPERA

El profesor Bhaer entró en el salón donde estaba Jo. Estaba pálido. Lentamente, procurando dominarse, le habló:

―Tengo una mala noticia, Jo.

Ella se sobresaltó. En seguida pudo advertir que la cosa era grave, pues el profesor tenía gran dominio de sus sentimientos y en aquella ocasión se le veía demudado.

―¿Qué ocurre, Franz? ―preguntó alarmada.

―Es necesario tener calma, querida. Ven; siéntate.

Dominada por los peores presentimientos, Jo dejó que él la acomodara en un sillón y se sentase en un taburete, a sus pies.

―Franz me ha telegrafiado que se ha perdido el barco de Emil.

―¡Oh, Dios mío! ¿Y él?

―Verás, las noticias son escasas por ahora. El barco se hundió y algunos de los botes salvavidas han sido recogidos por otros navíos. El de Emil todavía no. Eso no quiere decir que…

―¡Franz, Franz! ¿No me ocultas la verdad? ¡Dímelo todo, por favor!

―La verdad es que no se sabe de fijo…, pero desgraciadamente los indicios son desfavorables. Los náufragos recogidos dicen que vieron a Emil con el capitán poco antes de hundirse el barco.

Aunque se resistía a creer en un fatal desenlace, Jo estuvo a punto de desmayarse por la impresión recibida.

Luego, pareciéndole imposible que a Emil le pudiera suceder nada grave, se aferró a la esperanza a pesar de que cada día que pasaba eran menores las posibilidades favorables.

Las muestras de pesar que los Bhaer recibieron fueron tantas, tan sinceras y de tan variada índole, que les conmovieron profundamente. Les demostraban que habían sabido granjearse la estima de todas las personas del pueblo.

Pero, aunque procuraron soportar la pena con resignación, les costaba hacerse a la idea de la pérdida de Emil, el jovial y cantarín muchacho, ídolo de todas las chicas.

Especialmente Jossie llegó a estar casi enferma, obsesionada día y noche por la escena del naufragio. Una carta de la señorita Cameron, diciéndole que esa primera tragedia en su vida había de tomarla como una lección, la hizo reaccionar favorablemente.

Pasaron unas semanas. Plumfield seguía anonadado por aquella inesperada desgracia cuando llegó un telegrama, que ya nadie más que Jo esperaba:

«Todos salvados. Pronto recibiréis cartas.»

La alegría fue indescriptible. Jo pareció salir de un infierno y derrochó vitalidad.

―¡Izad la bandera del colegio! ¡Que repiquen las campanas!

Los escolares más pequeñines entonaron un cántico de acción de gracias, que conmovía por la pureza de las voces y la sinceridad de su sentir.

Las cartas anunciadas no tardaron en llegar también. En una de ellas, Emil daba cuenta del incendio y naufragio, de una manera casi lacónica. En otra, la señora Hardy escribía con elocuencia en términos tan elogiosos para Emil, que enorgullecieron a la entusiasmada comunidad. El capitán ponderaba el valor, pericia y espíritu de sacrificio del muchacho y se expresaba con gran agradecimiento. En cuanto a María escribía con palabras que conmovieron a todos.

Entonces empezó otro tipo de espera. Febril, impaciente, pero alegre y bulliciosa. Todo Plumfield quería festejar a su héroe.

Rob compuso un poema épico, inspiradísimo, al que John puso música con objeto de convertirlo en himno de bienvenida.

Pero la espera se alargaría aún. Porque los salvados náufragos regresaban vía Hamburgo, donde pensaban asistir primero a la boda de Franz, retrasada como consecuencia del luto que había llevado por el resucitado Emil. Eso saldrían ganando todos, porque Franz y su esposa los acompañarían a América en su luna de miel.

Los otros ausentes vivían diversas visicitudes, que vamos a analizar antes de la llegada de Emil a Plumfield.

Nath seguía fielmente el camino trazado, muy distinto del de los primeros tiempos de su estancia en Alemania. No le importaba soportar privaciones. Quería seguir adelante, pese a todo, por respeto a quienes habían confiado en él y que estuvo a punto de defraudar.

Durante el día daba lecciones y por la noche tocaba el violín en un teatrucho de los arrabales. Se abstenía de cuanto no fuera indispensable, incluso en lo más crudo del invierno, y estudiaba todo cuanto podía.

El profesor Bergmann estaba muy contento de él y empezaba a distinguirle como alumno predilecto. Tanto es así que al llegar la primavera le propuso:

―¿Deseas formar parte del conjunto que actuará en un festival musical en Londres? Yo creo que te será conveniente en todos conceptos.

―¿Usted cree que estoy preparado para ello, profesor?

―Lo afirmo categóricamente.

―Entonces, por mi encantado. No sé cómo expresarle mi agradecimiento. ¡Es tanta mi alegría!

―Hay un modo de agradecer las oportunidades: haciéndose digno de la confianza de quien nos las proporciona.

Nath comprendió perfectamente el alcance de estas palabras. Serenamente, pero con una firmeza de la que antes no parecía capaz, contestó:

―Seré digno de esta confianza.

La excursión a Inglaterra y la ocasión que le brindaba en su carrera parecieron a Nath una dicha insuperable. Sin embargo, la vio aumentada aún con la visita que le hicieron Emil y Franz, y sobre todo cuando se enteró de lo del naufragio.

Los tres «hermanos», como se llamaban entre sí los muchachos de Jo, vivieron horas de feliz camaradería, y Nath tuvo la íntima satisfacción de demostrarles que se había superado a base de sacrificios, de modo que su mal principio era cosa olvidada.

Emil y Franz lo celebraron y le felicitaron efusivamente. Franz le invitó a su próxima boda, a celebrar en junio, y Emil, quieras que no, le llevó a un sastre para encargarle un magnífico traje con que sustituir la deficiente ropa que llevaba.

Como si las alegrías se encadenaran llegaron para Nath cartas de los suyos en las que le felicitaban por el éxito conseguido y por su magnífica demostración de hombría y firmeza. Entre las cartas había un cheque por una cantidad apreciable, que al muchacho le pareció extraordinaria.

Muy lejos, a miles de kilómetros de los tres camaradas, también Dan formaba proyectos para el futuro, contando las semanas que faltaban para verse libre en agosto próximo.

Sin embargo, a él no le esperaban ni una boda feliz, ni un recibimiento triunfal, ni grandes conciertos. Pensaba que ningún amigo le tendería la mano cuando saliese de la cárcel. No tenía ante sí ni la menor perspectiva feliz.

No obstante, su triunfo había sido muy meritorio, aunque sólo Dios y el capellán del penal lo supieran. Porque la batalla había sido despiadada dentro de sí, entre el bien y la desesperación que conduce al mal.

Pero había encontrado un buen aliado en la Biblia, que se había acostumbrado a leer.

―Cuando me vea libre volveré con mis amigos los indios. Trabajaré para ayudarles, porque necesitan ayuda. Enterraré en su comprensión esta mancha de mi vida. Y, cuando haya hecho algo de lo que pueda estar contento, volveré a Plumfield. ¡Antes no!

Estaba totalmente decidido a no volver hasta borrar con algo magnífico aquello que le separaba de sus amigos.

―Conseguiré que se enorgullezcan de mí.

Y al decirlo miraba al cielo como si formulase un juramento, que estaba decidido a cumplir costase lo que costase.

CAPÍTULO XVI

EN EL CAMPO DE TENIS

Plumfield estaba ganado para la causa del deporte. El río en que otrora sólo navegaba un bote cargado de chiquillos se veía concurridísimo de toda clase de embarcaciones de remo, desde el ligero esquife al adornado y cómodo bote de gran capacidad.

Había lugares adecuados para la práctica del baseball, por el que existía gran afición, para el atletismo y para el tenis.

Jo era asidua practicante de este último deporte, tanto que a uno de los campos de tenis le llamaban «el de Jo».

Una tarde dominical estaban aquellos lugares más concurridos que nunca. Por doquier había actividad.

Jossie y Bess competían, aunque era tanta la diferencia que ninguna opción tenía la «princesa» al triunfo. Eso la aburría y ponía de malhumor, aunque procurase contenerse por cuestión de buenos modales.

A propuesta de Bess, decidieron descansar un poco, aunque Jossie no lo deseaba. Por eso recibió tan alegremente a dos elegantísimos jóvenes que acababan de llegar.

Eran Dolly y «Relleno».

―¿Cuál de los dos quiere jugar conmigo?

«Relleno» sudó sólo de pensarlo. Dolly se ofreció.

―Encantado de hacerlo, Jossie.

―Yo acompañaré a la «Princesa» ―decidió «Relleno», sentándose cómodamente a la sombra.

También Dolly fue vencido por Jossie. Luego se sentaron los cuatro sobre el césped, aunque Dolly se levantó con presteza al ver que se había manchado ligeramente su inmaculado pantalón blanco.

Jossie rio de buena gana. Estaba satisfecha por sus triunfos en el tenis.

―Deja ya de estar pendiente de tu ropa, Dolly. No mata a nadie mancharse alguna que otra vez.

―Un caballero debe ir impecable ―contestó Dolly, con énfasis.

―No vayas a creer que el traje hace el caballero. Debe tener otras cualidades más importantes para serlo. Y tú pareces vivir para lucirte. ¿Verdad, Bess?

Viendo que Bess no contestaba por prudencia, Dolly aprovechó para contraatacar.

―El señorío también está en ser discreto en las afirmaciones. En no atacar directamente a los demás. ¿Verdad, Bess? ¿Verdad, Jorge?

«Relleno,» amodorrado por el calor y los efectos de una pesada digestión, estaba dormido ya. Como contestando a su amigo soltó un ronquido, que produjo la risa de los tres.

Poco después llegó tía Jo.

―¿Os apetece una cerveza?

La aprobación fue unánime.

―¡Estupendo!

―Es una magnífica idea.

―Tía Jo es genial y oportuna en todo.

Luego, la señora Bhaer aprovechó la oportunidad que ahora se le presentaba pocas veces para conversar con Dolly y Jorge.

Sabía que aquellos muchachos habían empezado la vida en condiciones peligrosas. Vivían alejados de su familia, disponían de dinero en abundancia, escasa experiencia de la vida, y menos amor al estudio.

Jorge era indolente y abúlico, tan mimado por el lujo que era incapaz de hacer esfuerzo de ninguna clase.

Dolly era un fatuo presumido, capaz de hacer cualquier tontería para sobresalir de los demás.

Consideró el momento apropiado para hablarles cuando sus palabras podían tener los mejores resultados.

―Os voy a hablar, como pudieran hacerlo vuestras madres, que tenéis muy lejos de vosotros ―les previno Jo.

«¡Válgame el cielo! ―pensó Dolly―. Ya tenemos el sermón encima.»

Por su parte «Relleno› procuró beberse la cerveza que quedaba.

Jo lo vio, y por ahí empezó todo.

―Esta cerveza. Jorge, no te hará daño, Pero quiero prevenirte contra otra clase de bebida. He oído que hablas de vinos y licores como si realmente entendieras de ellos. Como si los bebieras a menudo. También te oí decir que hoy en día los jóvenes beben. Pues bien; en esto hay un enorme peligro.

―Le aseguro, señora Bhaer, que sólo bebo vino con hierro, porque mamá dice que debo reponerme del desgaste que los estudios me ocasionan.

―No creo que lo que tú estudias te desgaste en absoluto. Lo que te desgasta es ese comer, que ya es tragar. Yo quisiera tenerte unos meses conmigo. Verías como conseguirías correr sin soplar y pasar los días sin comer seis o siete veces.

Tomó su mano, blanda y regordeta, con hoyuelos en los nudillos y sin marcársele siquiera un hueso.

―Observa esta mano. Es absurda en un hombre. Debiera darte vergüenza.

Jorge se excusó, algo avergonzado.

―En casa todos somos gordos. Es cuestión hereditaria.

―Mayor razón para estar sobre aviso. ¿Es que quieres acortar tu vida? ¿O pasarla como una bola de sebo dependiendo de los demás?

―No. Claro que no.

Jo vio tan asustado a «Relleno», que dulcificó su acento.

―Si usted me ayudara… Hágame una lista de lo que puedo y no puedo comer. Si soy capaz, me sujetaré a sus instrucciones.

―Hazlo así, y en un año serás un hombre musculoso. No un odre. No te quepa duda.

Entonces Jo se volvió hacia Dolly, que se había divertido a costa de su inseparable compañero. Severamente le interpeló.

―¿Cómo van tus estudios de francés, Dolly?

―¿Francés? ¡Ah, bueno! Pues bien. Sí, bastante bien.

―Tengo entendido que todo el francés que aprendes es en las novelas de cierta índole que lees, o asistiendo a todas las representaciones de comedia y revista francesas.

―Verá, no acostumbro a ir. Fui una vez, y pensé que no era apropiado para un muchacho serio. En cambio, otros mayores que yo esperaban a las artistas y las llevaban a cenar con ellos.

―¿Lo hiciste tú también?

―Una sola vez. Pero volví pronto a casa. No me gustó.

Dolly estaba ruborizado. La señora Bhaer lo notó.

―Me alegra que puedas aún ruborizarte. Pero ésa es una facultad que se pierde precisamente en sitios así. El trato con esta clase de mujeres te estropeará después para alternar con otras de tu misma clase social. Tu moral, tu refinamiento, tu cultura y educación saldrán siempre malparadas con estas amistades. Sabía que no ibas muy bien, y me dolía pensar que lo hacías para presumir de hombre de mundo, casi contra tu gusto. Pero con el tiempo serías esclavo de estas aficiones que degradan.

Dolly y Jorge estaban alicaídos por la filípica de Jo. Ella les puso una mano en el hombro.

―Os he hablado así porque os quiero, porque conozco vuestra valía y, sobre todo, porque ahora es tiempo de remediar los defectos. Estas tentaciones podéis aún dominarlas. Haciéndolo, os salvaréis vosotros y salvaréis a otros, con vuestro ejemplo. Si tenéis dificultades, acudid a mí. Sabéis que siempre os atenderé. Podéis hablarme con franqueza, porque muchas confidencias he recibido de cosas que ni aún podéis soñar.

―Comprendo cuanto nos dice ―aceptó Dolly―. Pero cuando uno se da cuenta que incluso jóvenes de buena familia son llevadas por sus padres a ver estos espectáculos, porque es moda, es difícil oponerse.

―Lo comprendo. Pero el mérito de un hombre es obrar de acuerdo con su conciencia, pese a la opinión de los demás. Incluso contra esta opinión adversa.

Jo hizo una pausa, luego prosiguió con entusiasmo:

―Cierto es que será duro resistir todas esas tentaciones que ofrecen los libros, los cuadros, los bailes, los espectáculos e incluso las propias calles. Pero si os lo proponéis, no será difícil. ¿Sabéis qué contestó John a mi hermana Meg, cuando ella se preocupaba porque como periodista debía volver tarde a casa, expuesto a mil tentaciones? ¿Lo sabéis?

―No. No lo sé.

―¿Qué dijo «Medio-Brooke»? ―preguntó «Relleno».

―Contestó con absoluta seguridad en sí mismo: «El hombre que se extravía… es porque quiere extraviarse». Nada más que eso.

Aunque exteriormente los dos muchachos procuraron «encajar» el sermón como hombres duros y curtidos en su fuero interno dieron a Jo toda la razón.

En consecuencia también se formularon un propósito de enmienda, que era precisamente lo que ella deseaba.

CAPÍTULO XVII

ENTRE LAS MUCHACHAS

Aunque la historia se refiere casi exclusivamente a los muchachos de Jo, sus vidas se relacionan íntimamente con las chicas, por cuyo motivo no puede dejárselas de lado.

En Plumfield, pequeña república, las muchachas tenían puestos adecuados a su valía personal, y tanto su formación espiritual como cultural las preparaba para ocupar dignos cargos en la vida de sociedad.

Esto no suponía ni un desprecio ni un abandono siquiera de las tradicionales labores de la mujer.

Buena prueba de ello era una de las costumbres establecidas: la costura de los sábados.

A pesar de las ocupaciones que a nadie faltaban, en las tardes de los sábados se reunían las tres hermanas con varias de las muchachas, y cosían y remendaban juntas, enseñando unas, aprendiendo las otras, y haciendo prácticas muy útiles las más. Resultaban reuniones muy agradables, porque la clase de trabajo que hacían les permitía hablar entre ellas, discutiendo puntos de interés común y sacando, por tanto, una doble enseñanza.

En ocasiones, Bess leía en alta voz escogidos libros o recitaba Jossie si se trataba de obras teatrales o simplemente poéticas.

También tenían entrada en la reunión libros de economía doméstica, cocina, primeros auxilios y puericultura.

Un día surgió una controversia acerca de las carreras femeninas. Jo fue preguntando a cada una de las muchachas qué es lo que iban a hacer.

―Seré maestra.

―Yo, médico.

―Ayudaré a mi madre.

Así otras muchas contestaciones, distintas entre sí. Pero todas con algo común; luego añadían: «Hasta que me case.»

―Muy bien. Pero ¿y si no os casáis?

―Entonces… ¡no sé!

―Os he preguntado eso ―afirmó Jo― sabiendo bien la respuesta. Lo supeditáis todo en la vida al casamiento. Pero ¿y si no os casáis? No pensáis bien. Vuestros proyectos deben prever la posibilidad de quedaros solteras, lo cual no debe aterraros. No es ninguna deshonra y en este estado podéis ser muy útiles a la sociedad y a vosotras mismas.

―¡Vaya panorama halagador! ―bromeó una chica.

―Pues es halagador de verdad. Elevarse y cultivarse una misma y servir y ayudar a los demás son motivos suficientes para llenar una vida. Aparte de que en ocasiones se encuentra el premio. Por ejemplo, yo misma, y sin merecerlo. Cuidé durante un tiempo a una vieja algo rara. Interiormente me consideraba desafortunada, pero me esforcé siempre en ser amable, cortés, educada. La traté con cariño, con atenciones… y la viejecita me dejó esta finca cuando yo no lo podía ni siquiera imaginar.

―¡Qué gracia, por una finca así también me sacrificaría yo! ―rio una.

―Pero hay que hacerlo sin esperar premio. Simplemente, tener dispuesta la rueca que Dios ya mandará el lino.

Así, entre bromas y veras, cosiendo y aprendiendo las lecciones sobre la vida iban penetrando en aquellas mujercitas, que estaban destinadas a crear nuevos hogares o mejorar el nivel cultural de las mujeres de otras épocas, gracias a la labor de una abnegada familia.

No era raro ver a la muchacha más despierta de la clase, o a la que mejores notas conseguía en latín, esforzándose en coser un sencillo delantal, mientras otras, menos inteligentes en los estudios, la ayudaban a corregir los defectos.

Aquella tarde, Jo les dio una inesperada noticia.

―Hoy tendremos una visita. Recibiremos a lady Ambercombrie.

―¡Oh, señora Bhaer! ¿Por qué no nos avisó antes? ¿Cómo vamos a recibir a una lady con estos vestidos de diario?

―No conocéis a esa señora. Lady Arbercombrie y su esposo dedican su vida al bien de sus semejantes. El señor está estudiando en nuestro país los sistemas penitenciarios, y ella los métodos de enseñanza. Son sencillos en todo, afables en el trato y humildes. Ellos están más a gusto en reuniones así que en las de alta sociedad, donde el esplendor y el lujo a duras penas tapan la hipocresía.

Pese a las palabras de Jo, confirmadas por Amy y Meg, aquellas chicas estaban intranquilas. No ocurre cada día la circunstancia de recibir una representante de la aristocracia británica, y ellas hubieran deseado estar vestidas con sus mejores galas.

Cuando lady Ambercrombie entró quedaron decepcionadas. Incluso hubo alguna, más atrevidilla, que contuvo a duras penas una sonrisa de burla. Todo porque aquella señora tenía un físico poco agraciado y una forma de vestir no demasiado elegante.

Jo se dio cuenta de esta errónea impresión. Ayudada por sus hermanas fue interrogando a la noble señora, la cual habló sencillamente de las escuelas nocturnas sostenidas por su esposo, de la pensión que su esposo obtuvo del gobierno para las viudas desamparadas, de cómo unos amigos, nobles también, se dedicaban a regenerar mujeres descarriadas, otros fundaban bibliotecas para gente modesta, construían nuevas casas para los trabajadores, luchaban para suavizar las condiciones de las cárceles inglesas, y mil otras acciones que grandes intelectuales, destacados miembros de la nobleza, industriales y terratenientes, realizaban sin otro fin que el de ayudar a sus semejantes y hacer más dichosa su vida.

Esto impresionó más a las muchachas que cuanto pudieran decirles en su casa en cien sermones. Aquello probaba que gentes que valían mucho consideraban a los necesitados como hermanos.

Cuando lady Ambercrombie se despidió lo hizo amablemente, saludando una por una a todas las muchachas e interesándose por sus trabajos, a los que acertó a elogiar según lo merecían.

Nuevamente solas, quedó en ellas la impresión de que acababan de recibir una lección bellísima: la del amor a los semejantes.

CAPÍTULO XVIII

DÍA DE APOTEOSIS

El buen tiempo se sumó a la festividad del día. En el ambiente todo era luz, color y alegría.

Flores y gallardetes adornaban el colegio Laurence. Los alumnos, ataviados con sus mejores galas, esperaban con ilusión el acto de la entrega de premios y cuanto rodeaba la ceremonia.

Representantes de otros centros escolares, personalidades distinguidas y familiares de los alumnos acudían a distintos lugares, convirtiendo el colegio en el corazón de la zona, que irradiaba vida e ilusión.

Jo, alma de todas las celebraciones, iba atareada como siempre corrigiendo fallos y mejorando todo lo que podía.

Por esta causa descuidó un poco la vigilancia de Teddy. «El león» aprovechó este momento para arreglarse lo más elegante que pudo.

Cuando al fin su madre le vio se mostró inflexible.

―Por favor, Teddy. ¿De dónde has sacado este sombrero de copa? Anda, anda, ve a casa y cámbialo por otro más adecuado. Por lo visto deseas que las burlas de nuestros paisanos nos obliguen a marchar corriendo de aquí.

Eso de las burlas era un motivo suficiente para convencer a Teddy. Marchó a casa y cambió el sombrero por otro de paja. Se consoló colocándose un cuello duro, tan alto y rígido, que se vio obligado a andar como si tuviera tortícolis o mirase a los demás con aire de superioridad.

Se atrevió a más. Incluso se colocó un bigotillo postizo de los usados en representaciones teatrales. Cuando se cruzaba con su madre se llevaba mano a la cara disimuladamente para ocultarlo. Sin embargo, al final fue descubierto y, muy a pesar suyo, tuvo que dejarlo.

Se inició la fiesta. Hubo las consabidas poesías, en las que más brillaban los buenos deseos que la auténtica calidad poética. Todo el mundo se sentía feliz y contento.

Alicia Heath consiguió un clamoroso éxito con su breve y sentido parlamento, cordial y humano. Por la sinceridad de su contenido y por la forma como supo decirlo llegó al corazón de todos los oyentes. Los aplausos fueron unánimes.

También habló el profesor Bhaer. Cada año lo hacía y representaba un placer para él dirigirse a aquellos amados discípulos para darles un paternal consejo. También al público le gustaba oírle.

Un plato fuerte lo constituyó el himno de la escuela. Eran tantas y tan potentes las voces que lo cantaron, era tal el entusiasmo, que fue un milagro que los techos y paredes resistieran aquella atronadora y no muy afinada melodía.

Luego, ya oscurecido, se hizo una pausa antes de empezar la fiesta nocturna, pausa que los escolares aprovecharon para pasear por Plumfield en animados corros.

Pronto todos los grupos se constituyeron en uno solo, en torno de un coche que por las trazas acababa de realizar un largo viaje.

Con la misma rapidez corrió la voz:

―Han llegado Franz y Emil…

Era una maravillosa noticia para la familia Bhaer. Entre los recién llegados y Jo, el profesor y Teddy se abrió un pasillo de personas sonrientes, felices y curiosas, que contemplaron con emoción el abrazo colectivo.

―¡Os presento a mi esposa! ―exclamó Franz en, cuanto pudo hablar.

Era en verdad una bonita mujercita su esposa. Rubia, distinguida y con una sonrisa maravillosa que les entusiasmó. Todos le felicitaron, y puede decirse que desde aquel momento ya la consideraron una más, como si siempre la hubieran conocido.

―¡Escuchadme a mí también! ―gritó Emil con potente voz―. ¿No os habéis fijado en nada? También yo traigo a mi esposa.

No era una de las clásicas bromas de Emil. Era realidad. Junto con él, María, la bella y valerosa hija del capitán Hardy, la compañera de viaje primero, de aventuras después, se había convertido en compañera suya para todo lo que la vida les pudiera deparar.

―Emil, Emil, ¿por qué no nos has advertido? ―le recriminó Jo con dulzura―. Os habríamos preparado una recepción adecuada a vuestros méritos.

En cambio, ahora había acudido a recibirlos envuelta en una bata hogareña y con los bigudíes puestos, porque su llegada coincidió con el momento en que se estaba arreglando para la fiesta nocturna.

―Quise hacer como tío Laurie. Aproveché que estaba libre de servicio y tenía la marea a favor, y, ¡zas!, me casé. No fuera que malos vientos se me la llevaran hacia otra dirección.

María se acercó más aún a Emil. En su cariñosa mirada se veía bien claro que estos malos vientos no podían existir. Estaban muy unidos.

Hubo un momento en que todos hablaban en tropel. El profesor, Franz y Ludmilla, en idioma alemán; Emil, con las tías. Luego se fue serenando la reunión, agrupándose todos alrededor de Emil, el héroe de la fiesta.

Todos deseaban oír, de sus propios labios, la aventura del «Brenda».

Emil los tuvo prendidos de su relato, gráfico y expresivo. Los oyentes se emocionaron al compás de la narración, aunque el marino procurase pasar por alto algunos detalles que a él hacían referencia. Sin embargo, su esposa, la dulce María, completaba estos detalles con encendidas palabras en favor de la resistencia, valor, decisión y abnegación de Emil.

―Siempre recordaré aquellos días. Recordaré también el comportamiento valeroso y sereno de dos mujeres, una de ellas casi una niña, en momentos en que incluso muchos hombres flaquearon.

María contestó:

―Es posible que haya mujeres de conducta valerosa, pero hay hombres capaces de tanta ternura y espíritu de sacrificio como ellas. Yo sé de uno que renunció a su ración en favor de dos mujeres, aunque estaba desfallecido de hambre; que durante horas y horas sostuvo con sus brazos a un herido enfebrecido; que gobernó con firmeza y acierto, ayudó con delicadeza y sacrificio. Que nos salvó.

Una salva de aplausos coronó aquellas palabras dichas con todo el amor y admiración que María sentía por su esposo Emil.

El marino tosió para disimular su turbación. Quiso quitarle importancia a la cosa, con la humildad que sólo poseen los auténticos héroes.

―No hice más que lo que debía. Era mi deber. Además, si aquel martirio hubiese continuado, es muy posible que entre todos el más malvado hubiera sido yo. Aquellos dos marinos enloquecieron ante el peligro y no reaccionaron a tiempo. ¡Pobres hombres!

―No pienses más en ello, Emil ―le dijo María, amorosamente―. Mejor será recordar los felices momentos que pasamos en el Urania, cuando nos salvaron y papá mejoró rápidamente.

Emil se animó. También la concurrencia se sintió interesada por conocer otro capítulo de su historia, más alegre y feliz.

―En Hamburgo lo pasamos maravillosamente. Tío Hermann se multiplicó para que el capitán Hardy fuera atendido debidamente. Su esposa, hoy mi madre política, no se separaba de él y… ¡claro está!, María y yo teníamos mucho tiempo para estar juntos.

La miró cariñosamente y continuó:

―Supo aprovecharlo bien. Lo cierto es que cuando me di cuenta, ya la había aceptado como segundo piloto de mi nuevo barco. ¡Y dice que no se separará de mí!

El tono jocoso de estas palabras fue coreado con carcajadas. María se sonrojó con timidez.

―¡Por favor, Emil, no digas tonterías! ¿Qué dirán…?

―¡Oh, le conocemos bien! ―terció el profesor―. Sabemos que es un buen muchacho a carta cabal, pero bromista y burlón. La cierto es que puede considerarse muy afortunado con su boda contigo, María.

―El capitán quería que esperásemos un tiempo antes de casarnos ―intervino Emil―. Pero yo le dije que si no nos conocíamos ya, después de lo que habíamos pasado juntos, nunca nos conoceríamos. Además, si me separaba de María, ya no podría responder de mi pericia como marino.

―Pero algún día habrás de dejarla en tierra, ¿no? ―preguntó Jo.

―Pues no, hemos decidido que María irá siempre conmigo.

―¿Es verdad eso, María? ―preguntó Daisy con admiración.

―Es verdad. He visto a mi marido y capitán puesto a prueba por los elementos. Con él estaré más tranquila que esperándole en tierra.

―¡Qué romántico! ―añadió Bess―. Será como un larguísimo viaje de bodas.

Jo miró a aquella inglesita con admiración. Bajo su apariencia frágil y delicada escondía un corazón valeroso.

―Así habla la mujer de un marino. Tienes suerte, Emil, y la mereces. Todos saben que yo era la única que esperaba tu vuelta, contra toda lógica, casi `contra toda esperanza. Tenía el presentimiento de que habías de volver.

―Me ayudaron mucho los consejos que tío Fritz y tú me disteis al marchar. Recordé siempre aquella veta encarnada del cordaje de la armada británica, y pensé que yo también debía distinguirme en todas las ocasiones y en todos los lugares. Fuese cual fuese la prueba, mientras quedase algo de mí, debía tener la marca que distingue.

―Tus acciones te han distinguido, hijo. Procura que siempre sea así. En unas ocasiones obtendrás premio, como ahora al conseguir el amor de María; en otras, no habrá otro pago que el saber que has cumplido como debías. Pero eso sólo ya es un pago. Y muy importante por cierto.

Emil miró con satisfacción alrededor suyo, y se recreó en todos los pequeños detalles de la habitación.

―Es curiosa la forma como uno recuerda pequeños detalles, a los que nunca prestó atención, en cuanto se ve en peligro. Cuando estábamos sin agua, a merced de las olas y medio desfallecidos, recordaba como si lo estuviera viendo cada detalle de esta casa. Incluso los olores. El del café recién hecho, al despertar. El de los pastelillos de jengibre, que tanto me han gustado siempre. Y estos recuerdos fueron un auténtico tormento. Moral, porque temía perderlos para siempre con todo lo que suponía, y físico, porque aquellos olores eran terribles cuando se necesita comer y beber. Por cierto, ¿tenéis ahora algún pastelillo de jengibre?

Los había. Siempre había alguna golosina dispuesta en aquella casa. Mientras Emil daba buena cuenta de ellos, las mujeres conversaron animadamente con María, a quien encontraron encantadora.

Entretanto, Franz contó lo de Nath.

―Por su delgadez y su maltratada ropa me di cuenta inmediatamente que algo había ocurrido. Como él nada dijo, nada dije. Pero el profesor Baumgarten y Herr Bergmann me contaron luego toda la verdad. Nath había gastado más de lo debido y estaba procurando reparar imprudencias pasadas a base de un trabajo y sacrificio realmente agotadores. Baumgarten pensó que eso podría serle muy provechoso, y por este motivo guardó silencio hasta la llegada.

―Me satisface la reacción de Nath ―intervino el profesor―. Demuestra una integridad moral muy meritoria. No todos sabemos soportar dignamente la humillación para reparar equivocaciones.

Con su habitual oportunismo Jo decidió intervenir:

―Sabes, Meg, que siempre he creído en el muchacho. Le faltaba una prueba, la ha tenido y ha sabido salir de ella por sus propias fuerzas y, con toda seguridad, pensando en Daisy.

―Yo también me alegro, especialmente por él mismo, Jo. Supongo que acabaré por ceder. Parece una epidemia de enamoramientos. Incluso temo que cualquier día Jossie me pida novio.

Jo era muy perspicaz. Sabía que Meg estaba cediendo un poco y por tanto era la ocasión de defender a Nath. Por eso, después de sus virtudes, decidió hablar de sus éxitos.

―¿Y ese ofrecimiento que Nath ha tenido de Bergmann? ¿Es ventajoso? ―Jo lo sabía muy bien, porque Laurie se lo había explicado ya.

―Efectivamente ―contestó Franz―. Lo es en todos los sentidos. Representa un prestigio, una oportunidad para adelantar, y si les satisface es de esperar que venga aquí con la orquesta. Se trata de algo seguro para ahora y un trampolín para el futuro.

―¿Y de qué te habló?

―Cuando al fin me contó todo, se mostró muy contento por esta oportunidad, y repitió cien veces: «Díselo a Daisy.» ¡Ah! Tiene un aspecto magnífico con una romántica barba rubia.

La reunión se prolongó por espacio de varias horas y se olvidaron otras obligaciones sociales.

Cuando finalmente se dio acomodo a las dos parejas de recién casados y cada cual se retiró a su casa, Meg iba pensando que debería hablar con Daisy y, en lugar del rotundo «No», decirle algo así como «Ya veremos… si vosotros os queréis…»

Había sido realmente un día apoteósico en muchos aspectos. La felicidad había volado sobre Plumfield.

CAPÍTULO XIX

ROSAS BLANCAS

Jossie bajó al jardín. Deseaba coger unas rosas blancas con objeto de obsequiar a las novias. Cuidadosamente elegía las más hermosas, dispuesta a lucirse en su delicada atención para sus nuevas primas.

En esta tarea vio acercarse a John. Cabizbajo, pensativo, marchando pausadamente como agobiado por sus pensamientos. Ni siquiera se dio cuenta de la presencia de su hermana hasta que ella le llamó.

―¡Ah, hola! No te había visto. ¿Qué haces ahí, calamidad?

Jossie sonrió. Le gustaba ser llamada así por su hermano con aquella mezcla de suave ternura y de tonillo burlón.

―Cogiendo rosas para las novias. ¿No te gustaría tener una?

―¿Una novia o una flor? ―bromeó él.

―Podrías tener las dos. La novia te la buscas tú. La flor te la daré yo.

John no respondió. Sin darse cuenta se le escapó un suspiro que su hermana notó. La animosa muchacha decidió ayudarle.

―¿Por qué no te decides? ¿No ves lo feliz que puede ser la gente? Si tienes alguna intención, ponla en práctica. Porque «ella» tardará poco en marchar, y para no volver.

John se mordió los labios para contenerse. Con expresión indiferente preguntó:

―¿A quién te refieres?

―¿A quién va ser? A Alicia, naturalmente. Te quiero de veras y deseo ayudarte. Sigue mi consejo y habla con Alicia antes de que se marche.

―Bien, marisabidilla. ¿Puedes decirme también de qué forma debo hablarle?

―Hay varios procedimientos. En teatro, los enamorados se declaran de rodillas, pero es incómodo y ridículo. Otros escriben versos, cosa que ya debes haber intentado. No sé. La forma es más bien cosa tuya.

―Te hablaré con franqueza. Estoy enamorado de Alicia. Tú lo has notado y casi todo el mundo; incluso ella, seguramente, lo ha notado también. Pero cuando voy a hablarle… no sé…, tal vez el miedo a que me diga que no…, el caso es que no puedo.

Se quedó pensativo, mirando a Jossie y al rosal. Tuvo una idea:

―Me parece que le voy a escribir.

Pero Jossie le interrumpió con alegría.

―¡Ya lo tengo! Es algo maravilloso. Para ella, que es tan sensible y romántica, y para ti, que tienes el alma de poeta.

―Por favor, Jossie, no lo tomes a broma. ¿De que se trata? Dímelo, por favor.

―No, no es broma. No podría bromear con una cosa que te atormenta. Verás, en un libro leí que un enamorado ofreció a su amada tres rosas. Una, que era tan sólo un capullo; otra a medio abrir; una tercera abierta en todo su esplendor. Según la rosa que ella eligiera, quería decir que también le quería un poquito, que le correspondía o que le aceptaba plenamente.

―¿Y si no escogiera ninguna?

―¡Oh, John! ¿Por qué has de ser tan pesimista? Alicia vale mucho, pero también vales tú. Si no lo pruebas, nunca lo sabrás.

―Pero tal vez Alicia no comprenda el significado…

―No lo dudes más. Alicia lo sabe, porque también leyó el libro.

John quedó un momento pensativo. Le gustaba la idea. Era delicada y sugeridora. Recreándose en sus propios pensamientos sonrió con anticipada felicidad.

Brevemente pidió a Jossie:

―Pon las rosas, por favor.

La muchacha lo hizo con el mejor de los cuidados, y deseó que diera buen resultado. John escribió con mano casi trémula por la emoción unas breves líneas:

«Querida Alicia:

»Conoces el significado de estas flores. ¿Quieres ponerte una o todas ellas? Seré más feliz de lo que ya soy.

»Tuyo siempre

John.»

Entregó la tarjeta a la bulliciosa Jossie.

―Confío en ti, hermana. De esto depende mi felicidad.

Jossie salió, deseosa de cumplir el encargo inmediatamente.

Entregó primero los ramos a las dos novias, que se lo agradecieron como una delicada atención. Luego, llevó las tres rosas a Alicia. Aquellas tres rosas conmovieron a Alicia. Estaba sola en la habitación porque Daisy y Meg estaban en la de al lado. Nadie pudo ver, por esta causa, el rubor que cubrió su rostro, ni las lágrimas de felicidad que se deslizaron por sus mejillas.

No hubo vacilación en lo que ella deseaba. Por su gusto, inmediatamente hubiera escogido la esplendorosa rosa abierta, como una aceptación sin reservas.

Y sin embargo no lo hizo. ¿Por qué?

Recordó a su madre inválida y a su anciano padre, que la necesitaban, especialmente ahora que había terminado los estudios y estaba en situación de ganarse la vida.

Era un grave problema para ella. Un problema del que dependía su felicidad. Pero conocía su deber y había que cumplirlo.

―No sería justo pedir a John que esperase. El sacrificio debo hacerlo yo sola sin encadenarle a una larga espera.

Con lágrimas en los ojos ―pero entonces de dolor― cogió el blanco capullo.

―Ese significa esperanza. Pero, aunque lo quiero muchísimo, ni eso puedo darle. ¿Cuánto habría de esperar?

Abatida por la tristeza quedó sumida en sus pensamientos.

Pasaron unos instantes. Unas voces hablando en la vecina habitación llegaron a los oídos de Alicia, alejando sus dolorosos pensamientos. Como es natural no habría escuchado, pero al oír el nombre de John no pudo resistir.

―¿Viste a John cuando Alicia recitó aquel discurso? Si no lo detengo, la abraza delante de todos. Estaba entusiasmado.

―También a mí me gustó su actuación. Vale mucho Alicia. ¿Tú crees que John siente por ella…?

―Seguro que sí. No podría negarlo. Sin embargo, nada me ha dicho. Yo creo que es porque tiene pocas esperanzas y prefiere reservárselo para sí. Deseo que todo le salga bien.

―No debiera de ser de otra manera, Daisy. ¿Qué muchacha con sentido común puede rechazar a nuestro John? ¿Hay algún joven mejor que él?

―No, mamá.

―Seguramente no sabes lo último que ha hecho. Ha gastado todos sus ahorros para pagar una operación al pobre Barton, que se estaba quedando ciego. Ni yo lo hubiera sabido de no haberme enterado en forma casual. ¿Te das cuenta?

Alicia se emocionó al oír aquello. Por esto perdió algunas frases de la conversación. Luego siguió escuchando:

―¿A ti te gustaría Alicia, madre?

―Muchísimo. No he conocido muchacha más completa que ella.

―Es una suerte. Así John no conocerá la pena que yo conozco. Si su elegida te gusta a ti…

Alicia oyó entonces un rumor indefinido. Pensó que con toda seguridad madre e hija estaban abrazadas y quizá de ello saliera una tolerancia de Meg para Nath.

No quiso escuchar más. La forma como hablaban de ella la decidió. En su corazón podían muy bien tener cabida el amor y el deber y, ante todo, debía una franca explicación a John, mucho más extensa de lo que las rosas podían expresar.

Con mano firme prendió las tres rosas sobre su corazón, como mensaje elocuente para quien había de interpretarlo.

Cuando Alicia bajó a reunirse con los invitados, John estaba ausente muy a pesar suyo. Por pura y molesta obligación estaba ayudando al abuelo a atender a unos señores, que alargaban más de la cuenta sus discusiones filosóficas.

Pudo al fin desprenderse de tan intempestiva presencia, y corrió al salón. Solamente pensando en facultades extrañas que tienen los enamorados se comprende que John descubriese inmediatamente a Alicia, que esperaba en un rincón, turbada por la emoción y la esperanza.

Con todo el salón por delante, John miró ávidamente. Sí, llevaba una rosa. ¿Cuál de ellas? Pero no, no era una; eran dos. ¿O acaso las tres?

―Lleva las tres. ¡Las tres!

Esta exclamación la dijo casi en voz alta. Una señora que estaba a su lado detuvo a John, que se lanzaba impetuosamente en busca de Alicia, para preguntarle algo.

El muchacho contestó de forma tan incoherente, tan fuera de lugar, que la buena mujer quedó desconsolada.

―Es una auténtica vergüenza que los jóvenes de hoy día beban como nunca lo hicieron sus padres. Incluso este chico que parece excelente.

Aquella interrupción había dado ocasión a que Daisy y «Relleno» mosconeasen ya alrededor de Alicia. John hubo de contener el impulso de la sangre, aunque no respondía de él si aquellos inoportunos no se marchaban pronto.

Se alejaron al fin, porque Alicia se esforzó en no hacerles demasiado grata su compañía. Cuando quedó sola, John se acercó.

―Alicia, Alicia…

Ella le miró dulcemente con emoción contenida.

―¿Cómo podré pagarte en toda mi vida, Alicia? Es la felicidad lo que me concedes. ¿Qué podré hacer yo para compensarte?

―¡Por Dios, John, aquí no! Y no hables nunca de pagar. Soy yo la que no te merezco.

―¡Oh, sí! Mereces mil veces la mejor.

―John, por favor, ten prudencia. Los demás se reirían y no podemos consentir que se rían de eso que tanto vale para nosotros.

El muchacho se contuvo. Calló, pero en su mirada había todas las promesas de felicidad que sus labios deseaban también convertir en palabras.

―Pero somos muy jóvenes aún…, será preciso esperar… y sabremos hacerlo, ¿verdad?

―Sí, Alicia. Lo que tú dispongas.

Como acostumbraba a suceder con rara frecuencia, Tom Bangs fue inoportuno una vez más. Sin darse cuenta en absoluto de la intimidad de aquella pareja fue hacia ellos.

―No lo soporto más. Por todas partes oigo hablar de filosofía, de educación, de arte… ¿Por qué no habrá un poco de música? ¡Eso mismo! Alicia, ¿quieres cantarnos algo?

La muchacha vio en aquella propuesta la solución para decir a John lo que aún no le había dicho. Así, pues, aceptó.

Interpretó con excelente estilo, mejor voz y una vibración interior que sólo dos personas comprendían, una bonita canción, a la que arregló la letra sobre la marcha.

De esta forma dijo a John que debían tener paciencia porque eran muy jóvenes, y porque dos viejecitos esperaban que se les endulzasen los últimos días de su vida; pero que aquella espera fortificaría sus esperanzas en un futuro feliz.

Cuando la canción terminó, John se acercó a ella.

―Estás muy acalorada. Necesitas tomar un poco el aire.

Salieron al jardín, donde conversaron durante largo rato. Entre los dos quedó el secreto de la conversación.

Aquella noche, John comunicó la buena nueva a su familia. Meg, Daisy y Jossie le felicitaron con gran alegría, haciendo algo suya la felicidad del muchacho.

Cuando ya iban a acostarse, Meg retuvo a Daisy.

―Cuando vuelva Nath, también tú tendrás flores blancas, hija mía.

Daisy correspondió con un impetuoso abrazo y unas lágrimas de alegría.

CAPÍTULO XX

VIDA POR VIDA

La estancia de Franz y Emil. En Plumfield, con sus respectivas esposas, sirvió para que las mismas se identificaran totalmente con sus nuevos familiares.

Ludmilla era una verdadera ama de casa con múltiples habilidades. María tenía un don, adquirido en sus múltiples viajes, que la hacía adaptarse instantáneamente a todos los ambientes y ser siempre una compañera ideal.

Tía Jo llegó a la conclusión de que podía despreocuparse bastante de los dos muchachos, porque con tan excelentes compañeras habían de tener un buen sostén en todas las circunstancias de la vida.

Las relaciones de John y Alicia satisfacían a toda la familia. Todos estaban de acuerdo que por su extremada juventud debían esperar todavía. Ellos esperaban, pero eran completamente felices con esa esperanza.

También las cosas se arreglaron para Daisy. Instantáneamente había recuperado su perdida alegría. Era otra vez la muchacha cantarina, jovial y animada que siempre fue.

Jossie vivió la dicha, para ella inmejorable, de pasar un mes en la playa con la señorita Cameron, de la que aprendió muchísimo.

Tom y Dora seguían desconcertando a la gente. Hablaban, se les veía juntos, pero no concretaban nada. Tom parecía más irresoluto que nunca.

O sea que, en general, las cosas marchaban bien para los muchachos y, por tanto, la tranquilidad de Jo iba en aumento.

Había una excepción solamente: la constituida por Dan.

De forma muy espaciada habían recibido últimamente noticias suyas. Por toda dirección, para que le contestasen, les había mandado la de «Casa de la señora Mason. Para entregar a…»

La última carta, llegada en septiembre, decía:

«Por fin me encuentro nuevamente aquí, probando fortuna con lo de las minas aunque por poco tiempo. He desechado la idea de la granja y pronto os daré cuenta de mis planes. Estoy bien de salud, muy ocupado y contento. D. K.»

Al decir Dan «contento» quería decir libre. Porque habiendo cumplido su condena buscó el contraste de un trabajo muscular que le rehiciese del largo encierro. Gozó lo indecible luchando con un pico contra la roca.

También halló placer en trabar amistad con aquellas rudas y sencillas gentes que no conocían su pasado y en ir regenerándose poco a poco.

Había llegado el mes de octubre. Caía el agua a torrentes y Jo estaba removiendo los cajones. Sacó una repleta carpeta con una anotación: «Cartas de los chicos.»

―Hace más de un mes que no ha escrito. Tiene tiempo sobrado de contar todos sus planes, que me gustaría conocer.

Al poco de haber expresado este deseo llegó Teddy. Llevaba un periódico en la mano, y estaba excitadísimo.

―¡Mamá, mamá! Ha ocurrido una catástrofe… en una mina… Veinte hombres atrapados… ¡Y Dan los ha salvado! Dan es un héroe. Todos los periódicos hablan de él.

―¡Por favor, dame el periódico! Déjame que lo lea yo. ¡Pronto!

La información era extensa. Contaba que veinte hombres quedaron atrapados en una mina inundada, en la que iban a morir ahogados sin remisión. Dan, que fue el único en recordar la existencia de una galería en desuso, ya tapiada, se ofreció voluntario para intentar el salvamento de los mineros.

No permitió que nadie más se expusiera y fue descolgado solo. No solamente abrió el paso, sino que penetró en la galería inundada para llamar, guiar y recoger a los mineros atrapados. Desde aquella salida salvadora los veinte hombres fueron izados uno a uno, quedando Dan el último.

Cuando en último lugar Dan intentó trepar, las cuerdas, ya muy desgastadas, cedieron y cayó desde considerable altura, quedando herido de gravedad. Al fin se le consiguió rescatar y los propios mineros que él había salvado le llevaron triunfalmente en camilla hasta el hospital.

Las esposas de los mineros besaban su rostro y sus manos, ennegrecidas y manchadas de sangre. Los dueños de la mina prometieron recompensarle espléndidamente.

―Lo sabía. Lo sabía. Ese chico tenía que hacer algo grande… si antes no le pegaban un tiro o le ahorcaban por alguna de sus locuras. Ahora tiene que vivir con nosotros. De esta forma se recuperará totalmente.

Teddy la estaba incitando.

―Debieras ir a curarle, mamá. Yo te acompañaré. Sabes que Dan me quiere más que a nadie, y le agradará verme.

Laurie entró en la habitación con un periódico en la mano.

―¿Conoces la noticia, Jo? ¿Qué te parece? ¿Me marcho ahora mismo a cuidar de este valiente?

―¡Ojalá pudieras hacerlo! Pero a lo mejor es sólo un rumor.

―He telefoneado a John para que lo compruebe. Si es verdad me marcharé inmediatamente. Si puede ser le traeré aquí; si no se le puede trasladar, me quedaré con él.

―¿Podré acompañarte, tío? Yo le podría cuidar muy bien, ¿verdad, Rob?

―Sí. Pero si mamá no te deja, estoy dispuesto a ir yo.

―No, ni uno ni otro. A los demás no puedo retenerlos, pero a los míos sí. En cuanto os separaseis de mí, desastre seguro. Llevamos un año muy movido: bodas, naufragios, inundaciones, compromisos matrimoniales…

Laurie rio.

―Es la ley de la vida, mi querida amiga. Todo se mueve, todo evoluciona. Hoy retienes a tus hijos, más adelante no podrás hacerlo. Y cuando sean ellos los que echen a volar, nos tendremos que consolar mutuamente, ¿no es cierto?

―Ahora quien me inquieta es Dan.

―Pronto tendremos noticias por John. En cuanto las tengamos, saldré inmediatamente.

Las noticias llegaron y confirmaron lo que decían los periódicos.

Laurie marchó sin perder un minuto. Teddy le acompañó hasta la ciudad y estuvo ausente todo el día. Pero Jo no se inquietó.

―Está enfadado porque no le he dejado ir. Esta noche volverá con John y Tom, más manso que un cordero. Le conozco bien.

Pero en eso se equivocaba Jo. Porque al llegar la noche, ni había aparecido Ted, ni nadie sabía nada de él. Empezaba a cundir la alarma, cuando llegó un telegrama de Laurie, puesto en una estación de su itinerario. Decía:

«Encontré a Ted en el tren. Me lo llevo. Escribo.

T. Laurence»

Rob dijo juiciosamente:

―Teddy ha emprendido el vuelo antes de lo que suponías, pero va en buena compañía. Además, a Dan le alegrará tenerle consigo.

Jo oscilaba entre la furia y la inquietud.

―Cuando vuelva, le castigaré severamente. Mira que si le pasara algo. ¡Pobre hijo mío! Si es un niño todavía… ¡Pobrecillo! La culpa la tiene Laurie. Debe estar divirtiéndose con la travesura. Ya le apañaré también.

Así era. Laurie se divertía extraordinariamente con Teddy. Se sorprendió al verle en la estación, sin más equipaje que una botella de vino reconstituyente para Dan dispuesto formalmente a emprender el viaje.

Le gustó la decisión de su sobrino, un chiquillo aún. La entereza y el valor que demostraba y, especialmente, el que su acto estuviera guiado por el afecto hacia otra persona, en ese caso Dan.

Siendo como era un hombre generoso, Laurie admiraba a los generosos. Así es que no lo pensó más. Decidió llevar consigo a Ted.

Después de un largo viaje localizaron a Dan. Cuando llegaron a su lado estaba realmente enfermo. Tan enfermo que pasó varios días en pleno delirio sin conocer ni al señor Laurence ni al «león».

Ambos le cuidaron solícitamente y se esmeraron cuanto pudieron. Además, escribieron con frecuencia a Plumfield. En las cartas no sólo dieron noticias del estado de Dan; Teddy incluyó en ellas vivas demostraciones de arrepentimiento por haberse ido sin el permiso materno.

Aquellas cartas calmaron el enojo de los padres. Especialmente, cuando en una de ellas Ted contó que las primeras palabras conscientes de Dan, al recobrar el conocimiento, fueron: «¡Hola, Ted!».

En una de sus cartas decía Laurie:

«Dan está muy cambiado, no por el accidente y enfermedad, sino por algo ocurrido antes. No sé qué puede ser, aunque tú lo descubrirás pronto. Ha envejecido bastante, pero su carácter es mucho mejor. Me conmueve ver la forma cómo mira a Ted, al que aprecia muchísimo, tanto que la presencia del chico le ha ayudado a curarse. No desea hablar del último año pasado, dice tan sólo que tuvo un fracaso. Otra cosa curiosa es que antes le molestaban las expresiones de afecto. Pues bien; ahora le encanta que la gente le tenga en buen concepto; le place sentirse alabado a todas horas, como si tuviera necesidad de oír decir a los demás que él es una buena persona.»

Aquella carta despertó la fantasía de Jo. ¿Qué podía haberle ocurrido a Dan? ¿Qué podía haber en su pasado?

Redactó una carta invitándole a pasar una temporada en casa y puso más cuidado en ella que en escribir un artículo para uno de sus libros.

Aquella carta no la leyó más que Dan y consiguió el efecto deseado.

Cierto día de noviembre un coche se detuvo ante la puerta de Plumfield. Descendió Laurie y ayudó a apearse a un hombre que apenas podía tenerse en pie: era Dan. Teddy cuidó del equipaje y los tres entraron en la casa, donde fueron recibidos por los Bhaer con grandes demostraciones de afecto.

A Jo se le oprimió el corazón al mirar a Dan aunque lo disimuló admirablemente.

Aquel muchacho fornido, de ágiles y felinos movimientos, de enérgicos y poderosos ademanes presentaba un aspecto desastroso. Con los ojos hundidos, la cara pálida y demacrada, esquelético el cuerpo, precisaba de ayuda para poder avanzar paso a paso, como si cada uno que daba le costase un sufrimiento.

―Quede bien claro que ahora mando yo en el enfermo ―dijo Jo con una seriedad que trataba de ocultar su pena―. Y ordeno que se retire ahora mismo a descansar.

Dan se sometió de buen grado, con alegría, a aquella dulce disciplina. Con mucho esfuerzo llegó hasta la habitación que ya tenía preparada, y se dejó caer en una especie de silla camilla, dichoso de estar en aquella casa. Jo le dio el alimento casi en silencio. Luego quedó a su lado hasta que Dan, quebrantado por el largo viaje, se durmió plácidamente.

―¿Qué te ha parecido, Jo? ―Preguntó Laurie.

―Es terrible lo que ha pasado.

―Así debe ser. Y eso que tú juzgas solamente por el aspecto. Pero hay otras cosas que me hacen pensar mucho en él.

―¿Cuáles son? ―preguntó Jo con interés.

―Quisiera equivocarme. Pero creo que Dan ha cometido un crimen y ha sufrido las consecuencias. Cuando llegamos, deliraba. Hablaba en alta voz de un juicio, del carcelero, de un hombre muerto y de unos hombres llamados Blair y Mason. De vez en cuando, sin reconocerme todavía, me alargaba la mano preguntándome si yo querría perdonarle. En una ocasión deliraba con gran excitación. Estaba frenético, casi violento. Para calmarle, le puse las manos sobre los hombros y ¿sabes cómo reaccionó?

―¿Cómo?

―Se calmó instantáneamente y me suplicó una y otra vez que no le pusiera las esposas. Te aseguro que era horrible oírle pedir que le trajesen a Plumfield para morir en paz aquí.

―No me angusties con esos presagios, Laurie. Dan no morirá aún. Vivirá, y, si ha hecho algo malo, se arrepentirá. No me importa que haya faltado a los Diez Mandamientos. Le seguiré queriendo e igual te sucederá a ti, y juntos le ayudaremos a levantarse para que se convierta en un hombre de provecho. Puede haber hecho algo malo, pero no está pervertido. No digas nada a nadie y dentro de poco me lo habrá contado todo. Estoy segura de ello.

Esta conversación pudo tener efecto gracias a que los demás estaban pendientes de Teddy. «El león» lucía unas magníficas botas de vaquero, de cuero repujado, con espuelas de plata, y se cubría con un amplio sombrero de cowboy. Sus ademanes estaban de acuerdo con su atuendo.

Pasaron unos días de quietud y tranquilidad para Dan. Los solícitos cuidados de Jo y la reconfortante alimentación le iban animando físicamente.

Hablaba poco. No tenía grandes deseos de hacerlo y, ayudado por Jo, se excusaba en el médico que le recomendaba no se cansase. Sólo los viejos amigos podían visitarle, pese a que eran muchísimos los que deseaban hacerlo.

Cuando le hablaban de su proeza contestaba:

―Cualquiera en mi lugar habría hecho lo mismo. No podía dejar morir a aquellos hombres. No tiene importancia.

Una tarde que estaban a solas, Jo le preguntó:

―¿Acaso no es agradable pensar que has devuelto esposos, padres e hijos a mujeres que los amaban?

―Sí. Es muy agradable pensar eso. Porque lo es. Consuela pensar que veinte vidas compensan con creces el haber…

Dan se calló de repente, y se mordió los labios. Hablando bajo el impulso de una fuerte emoción interior había estado a punto de delatarse.

Jo quiso aprovechar la oportunidad para sonsacarle.

―Es algo maravilloso eso de haber salvado vidas con riesgo de la propia.

―«Quien pierde su vida, la salvará» ―murmuró Dan.

Aquella máxima sorprendió a Jo. Era extraordinario oírla en boca de Dan.

―Dan, ¿leíste el libro que te di?

―Sí, lo leí. No sé mucho aún de él, pero aprenderé.

―No sabes cuánto me alegra oírte hablar así. Sé que algo te aflige, Dan. Cuéntamelo. Confía en mí. Debes compartir tu pena y te resultará más ligera.

―Me gustaría contárselo…; lo estoy deseando…, pero temo hacerlo. Porque si usted no me perdona no podré mantenerme a flote.

―Las madres lo perdonan todo. Ten la seguridad de que no te abandonaré nunca. Aunque el mundo entero se volviera contra ti.

Jo tomó entre las suyas una de las manos de Dan. La mantuvo fuertemente estrechada y aquel contacto pareció decidir al muchacho. Lentamente, con largas y penosas pausas, sin osar levantar ni una vez la mirada, Dan contó su triste historia.

Jo escuchó en silencio sin interrumpirle ni una sola vez.

―… eso es todo. Ahora, ¿puede usted perdonarme? ¿Querrá tener en su casa a un ave de presidio?

Nada dijo Jo, porque la emoción se lo impedía. Pero su acción fue lo bastante reveladora para suplir las palabras.

Con los ojos inundados de lágrimas abrazó a Dan y puso su atormentada cabeza sobre su pecho de madre, porque era una madre para él.

Así lo comprendió Dan, que se abandonó a aquella caricia maternal, sediento de afecto y comprensión.

Aquella confesión, aquella humillación ante la persona más querida, y aquel suave abandono al afecto que se le mantenía pese a todo, doblegaron su orgullo produciéndole una sensación de alivio que nunca soñó poder experimentar.

―¡Pobre hijo mío! ¡Cuánto habrás sufrido durante este año! Te creíamos libre como el viento y… Pero, Dan, ¿por qué no lo dijiste? ¿Acaso dudabas de nosotros? Te hubiéramos ayudado.

―Estaba avergonzado. Me dolía causarle una decepción que ahora procura disimular. Pero no le importe demostrármelo. Es natural y tengo que acostumbrarme a soportarlo como pena merecida.

―Es verdad que me apena tu culpa, pero me alegra tu arrepentimiento. Nadie más que mi esposo y Laurie sabrán la verdad. A ellos se la debemos, pero sabes bien que opinarán como yo.

―Sí, deben saber, aunque seguramente ellos no me perdonarán como usted. Cuéntelo en mi nombre. Pero me gustaría que ni Ted ni… las chicas llegasen a enterarse.

Y en los tristes ojos de Dan había una súplica humilde, que conmovió a Jo.

―Será como tú deseas. No te preocupes.

Dan deseaba aclarar un punto muy importante.

―No se trataba de un asesinato, fíjese usted. Fue en defensa propia. El tiró y yo le contesté obligado. Pero no tenía intención de matarle. Sin embargo, estoy tan apenado como si lo hubiese deseado realmente. Yo ya he cumplido mi penitencia y creo que es mejor que aquel infame haya abandonado este mundo.

―¡Por Dios, Dan, no hables así!

―¿Por qué no? Desprecio a los bribones. Me gustaría que desaparecieran todos. Yo no lo hice a propósito, pero tampoco lamento que ya no exista. Aunque mejor habría sido que me hubiese matado él… De todas formas mi vida ya está arruinada…

Jo comprendió que la sombra de la cárcel pasaba por el recuerdo de Dan. El muchacho había pasado por la prueba del fuego que le purificó, pero a costa de dejar una marca indeleble en su memoria, que se le aparecería a cada momento importante de su vida.

―¿Arruinada dices? ¡Nada de eso! A causa de todo lo que has pasado, has aprendido a apreciar más la vida. Ha sido un año mucho más provechoso de lo que tú crees. Ahora estás en situación de comenzar de nuevo y todos te ayudaremos porque ahora tenemos más confianza en ti que nunca tuvimos.

―Sé muy bien que nunca podré volver a ser el de antes. Estoy envejecido, y ahora que estoy de nuevo aquí nada me importa. Déjeme quedarme una temporadita más. No muy larga, no. Solamente para que pueda andar un poco más. Luego me iré y nunca volveré a molestarles.

―No quiero que hablemos más, Dan ―cortó Jo―. Estas ideas sombrías se deben a tu debilidad física. Te recuperarás, volverás a estar fuerte y sano y encontrarás la forma de ayudar a tus amigos los indios. Aquella antigua energía la tendrás de nuevo, y ahora estará acompañada de una paciencia que antes te faltaba. No lo dudes ni por un momento, Dan.

Poco después Jo dejaba a Dan, descansado espiritualmente y más animado. Ella, en cambio, tenía un nuevo pesar que sumar a los suyos.

La señora Bhaer contó a su esposo y a Laurie cuanto le acababa de ser revelado. Ambos se conmovieron profundamente por la tragedia. Sin embargo, como Jo había previsto, reaccionaron favorablemente.

Por esto, un rato después, los tres celebraron consejo para determinar qué es lo que debía hacerse para remediar aquella catástrofe.

CAPÍTULO XXI

EL CABALLERO DE ASLAUGHA

La confidencia hecha a Jo operó un gran cambio en Dan. Se sentía como si se hubiera quitado un peso de encima.

En muy pocas ocasiones tenía aún destellos de su impetuosidad, pero moralmente se esforzaba en demostrar su afecto y agradecimiento a todos aquellos amigos, siendo con ellos sumamente cariñoso.

Tanto el señor Laurence como el profesor Bhaer evitaron hablarle de su pasado. Tan sólo un fuerte apretón de manos renovándole su ofrecimiento de amistad y alguna palabra de estímulo demostraron que estaban en el secreto.

Laurie interesó a influyentes amistades suyas en el asunto de los indios de Montana, a fin de que movieran los resortes gubernamentales para obtener las necesarias facilidades.

En cuanto al profesor Bhaer se esforzó en facilitar a la hambrienta inteligencia del muchacho los conocimientos de que carecía. Fue el profesor un maestro paciente y hábil, un preceptor inteligente y un auténtico padre del muchacho.

Los chicos y chicas divertían a Dan con sus travesuras y conversaciones y rivalizaban en prodigarle atenciones de todas clases.

―Estoy realmente como un sultán. Bellas mujeres que me atienden y magníficos payasos que me divierten ―decía Dan, con buen humor.

Daisy preparaba la comida, Nan comprobaba los medicamentos, Jossie leía y recitaba para evitar su aburrimiento y Bess le distraía con sus libros, ilustrados con láminas de arte, e incluso trayendo la cabeza de búfalo para modelarla en presencia del convaleciente.

Dan llamaba a Jossie «Madrecita», pero para Bess siempre mantuvo el apodo de «Princesita». Su proceder con ambas era muy distinto.

Mientras Jossie le impacientaba y aturdía con frecuencia con su alborotado proceder, aceptaba y toleraba todo cuanto venía de Bess.

También las tres hermanas le atendían tanto como podían. Pero Meg estaba muy atareada en casa, Amy estaba enfrascada preparando una excursión a Europa para la próxima primavera y Jo estaba absorbida en su novela, muy retrasada ya.

Jo escribía en la habitación vecina de la ocupada por Dan, a quien podía ver con sólo levantar la cabeza.

La cortina existente entre ambas habitaciones, generalmente, estaba descorrida, y permitía ver al grupo de enfermo y acompañantes. A un lado, Bess con su blusón gris de escultora modelaba afanosamente.

Al otro, Jossie con el libro. Entre ambas, Dan, tumbado en el diván entre un sinfín de almohadones.

Jo observó al trío, con curiosidad primero, con auténtico interés después.

Porque en la mirada de Dan observó algo inquietante. Podía notar que no estaba atento a la lectura de Jossie. Sus ojos estaban fijos en Bess y sólo los apartaba cuando ella levantaba casualmente la mirada. En ocasiones eran dulces y pensativos. En algún momento, ardientes y suplicantes. Pero luego su mirada volvía a ser triste, sombría, desesperada, como la del que contempla una felicidad que le está prohibida.

Alguien llamó a Jossie, que se excusó antes de salir.

Bess se ofreció a reemplazarla.

―Gracias, Bess. Me gustará que continúes. Comprendo que soy muy exigente con vosotras.

―Nada de eso, Dan. Es natural. Te ves obligado a quedarte en casa cuando siempre has estado libre y suelto…

Aquellas palabras fueron como un golpe para él. Habían sido dichas con toda inocencia, pero trajeron a su memoria algo que quería olvidar.

Jo pensó que era la ocasión propicia para acercarse a Dan y a Bess. Parecía prudente hacerlo así.

―¿Qué puedo leer, tía? A Dan lo mismo le da una cosa que otra. Mejor que sea corto porque Jossie volverá en seguida.

Antes de que la señora Bhaer pudiera contestar, Dan sacó un libro de debajo un almohadón.

―¿Quieres leerme el tercer cuento de este libro? Me gusta mucho ―pidió el muchacho.

Bess miró con sorpresa el libro.

―¡Me sorprendes, Dan! Nunca hubiera dicho que te gustase eso tan romántico.

―No tenía mucho que leer y casi me lo sé de memoria. Este cuento, El caballero de Aslaugha, me encanta. Creo que Edwualdo es demasiado suave, pero Froda es estupendo. Con sus cabellos dorados, lo imaginaba como tú.

La «Princesita» enrojeció por el piropo.

―Estoy segura que sus cabellos no le fastidiaban tanto como ―a mí los míos. Me recogeré las trenzas.

―¡Oh, no lo hagas! ―suplicó él―. Me gusta verlos brillar así. Además, de esta forma están más en carácter para leer el cuento Rizos de Oro.

Azorada por los cumplidos, Bess comenzó la lectura que Dan siguió con delectación.

Esto permitió a Jo observarle detenidamente, y ver la expresión de serena placidez que se apoderaba de él, como si siguiese la lectura del cuento, dándole forma en su pensamiento y gozándose en hacerlo.

El encantador cuento de Fouqué se refería al caballero Froda y a la hermosa hija de Sigurd, una especie de espíritu que aparecía junto a su amante en los momentos de peligro o de prueba; así como en los de triunfo y alegría, siendo siempre su guía y guardiana, inspirándole valor, nobleza y lealtad y ayudándole a llevar a cabo grandes hazañas en el campo de batalla. Por ella aprende a hacer sacrificios en favor de los amados y triunfo, de sí mismo mediante el resplandor de aquel cabello de oro, que de día y de noche brilla ante él. Hasta que después de muerto, el caballero encuentra al adorable espíritu para recibirle y recompensarle.

De todos los cuentos del libro, éste era el menos apropiado para Dan. Incluso Jo quedó sorprendida de que lo hubiera preferido e incluso hubiese captado el sutil significado.

Sin embargo, ya Dan había demostrado en otras ocasiones una rara virtud para apreciar la belleza en lugares inéditos para otros. En el perfil de las montañas, en las nubes, en el color de las flores o el galope de un caballo. Lo que pasaba es que no acertaba a describir lo que su alma sensible percibía. Era como una gran roca por cuyo interior corriera una veta de oro oculta a todos.

Ahora que el sufrimiento de alma y cuerpo domó sus fuertes pasiones, había taladrado también la firmeza de su carácter, aquella roca de que estaba constituido, y quedaba a la vista algo muy distinto de él. Algo interior, sensible y muy valioso.

Aquella paz, aquella belleza espiritual y física que él buscaba, aquella cultura y sensibilidad estaban representadas para Dan por la tierna Bess. Esto estaba ahora muy claro para Jo.

Y con toda la vehemencia de que era capaz se sentía atraído hacia la chiquilla, pero estaba obligado a contener sus impulsos, porque en su pasado había algo que ocultar.

Jo sintió oprimírsele el corazón. Aquello era irrealizable. La luz y las tinieblas no estaban más separados entre sí que lo estaban Bess con su inmaculada blancura y Dan, manchado de grave pecado.

La tranquila actitud de Bess demostraba que no tenía ni la más remota idea de todo aquello. Pero ¿podrían contenerse durante mucho tiempo los expresivos ojos de Dan?

Y cuando se denunciasen, que tarde o temprano ocurriría, ¡qué tragedia para él! ¡Qué violencia para ella!

―¿Qué es lo que puedo hacer? ¿Tendré suficiente valor para hacerlo? ―se decía Jo―. Este muchacho necesita ayuda y, sin embargo, debe intervenirse a tiempo para matarle una ilusión, tal vez la única que tiene, porque es irrealizable.

Bess acabó de leer el cuento. Dan le preguntó:

―¿Te ha gustado también?

―Mucho. Tiene un bello significado. Sin embargo, siempre me gustó más Undine.

―Es muy natural. Parece escrito expresamente para ti. Lirios, perlas, almas y agua pura. A mí me gustaba Sintram. Pero una temporada que estuve…, que estuve un poco triste me aficioné a éste. Me hizo mucho bien. Había como un mensaje que era un aliento espiritual.

Dan hablaba a la muchacha con dulzura, pero se revolvía inquieto en los almohadones. Pensando Bess que deseaba otra clase de distracción cogió el periódico.

―Las noticias de Bolsa no te interesan. Las pasaremos, pues. Las informaciones musicales te dejan frío. Aquí hay algo que antes solía apasionarte.

―¿De qué se trata?

―De un suceso. ¿Lo leo?

―Tú misma, si te parece.

―Dice: «Un hombre mata a otro…»

―¡No! ¡No! No lo leas, por favor…

Aquel ruego salió de lo más hondo del atormentado muchacho y sorprendió a la «Princesita». Jo se impresionó por el dolor que representaba para Dan, que se tapó la cara con un brazo como huyendo de la luz.

Bess se acercó a su tía.

―Me parece que debe querer dormir.

―Sí, déjale. Ya le cuidaré yo ahora.

Cuando la señora Bhaer se decidió a acercarse a Dan, éste dormía realmente. Como si el sueño quisiera liberarle de malos recuerdos.

Más compadecida de él que nunca, Jo se sentó a su lado, en una sillita baja. Deseaba pensar la forma de resolver aquel conflicto, y deseando estuviera en su mano conseguirlo.

El sueño de Dan era inquieto. Tenía, no obstante, una mano cerrada sobre su pecho con un ademán firme y resuelto.

En uno de los bruscos movimientos, causados por alguna pesadilla, la mano que tenía sobre el pecho se escurrió hasta llegar al suelo. Luego abrió la mano. Jo vio con sorpresa que de aquellos crispados dedos se desprendía un pequeño estuche de confección india. Quedó asombrada.

―Debe ser un amuleto indio ―se dijo, recogiéndolo y examinándolo con curiosidad―. Tiene el cordón roto. Se lo repararé y se lo pondré mientras sigue durmiendo.

Pero al moverlo, del estuchito cayó una fotografía, recortada para que ajustase.

Jo la recogió con presteza.

Era un retrato de Bess. Debajo de su bello rostro había dos palabras escritas: Mi Aslaugha.

Ya no cabía duda alguna. Lo que podían haber sido suposiciones suyas, ahora quedaba confirmado por desgracia.

Con un suspiro, Jo se dispuso a restituir aquella fotografía a su estuche, devolvérselo a Dan y fingir que ignoraba su secreto. Cuando se lo iba a poner vio con sobresalto que él la estaba observando.

―¡Oh, creí que dormías!…

―¿Vio usted el retrato?

―Lo vi, Dan.

―Así, ya sabe usted lo loco que soy.

―Dan, siento en el alma que…

―¡Bah!, no se preocupe por mí. No pensaba confiárselo nunca, pero me alegra que lo sepa. Comprendo perfectamente que se trata de un sueño absurdo. Ese ángel no podría ser nunca para mí más que una ilusión de todo lo dulce, bueno y bello que hay en la vida.

A Jo le apesadumbró aquella resignación sin esperanza.

―Por duro que sea, hijo mío, esa es la única manera de ver el problema. Tú eres fuerte y razonable. Así comprenderás que el secreto debe quedar entre los dos, y tendrás la suficiente fuerza para conseguirlo.

―No se preocupe, mamá Bhaer. Ni una palabra ni una mirada mía me delatarán. Nadie podrá imaginar nunca lo que yo siento. Y si mi sentir queda oculto, ¿hay algún mal en que conserve esta ilusión?

―Debes esforzarte en combatirla ahora. Esta ilusión irrealizable te atormentará si la alimentas.

Dan denegó con la cabeza, con firmeza pero tristemente.

―No me atormentará más de lo que me atormenta el remordimiento. Antes al contrario, al pensar en ese ángel de bondad que es Bess hallaré la fuerza necesaria para vivir y para ser bueno, pese a todo lo que la vida quiera reservarme.

Dan quedó un momento pensativo, luego, ~como si hubiera estado recordando días difíciles, habló nuevamente, con voz enronquecida por la emoción.

―En el penal, cuando la desesperación me aconsejaba barbaridades, cuando sólo proyectaba huir para correr una vida de aventuras, el recuerdo de Bess fue la barrera que me contuvo.

Jo le animó a que hablara con el fin de que encontrase alivio en relatar aquello que durante tanto tiempo le había quemado en su interior.

―Cuéntamelo todo, Dan.

―Usted sabe que nunca fui aficionado a los libros. Sin embargo, por consejo del sacerdote, procuré leer para distraer y alejar los malos pensamientos.

Hizo una pausa, y siguió.

―Tenía la Biblia, que poco a poco fui comprendiendo. Pero tenía también este otro libro de cuentos y leyendas, que me entretuvo mucho. Al principio la narración preferida era Sintram, después, poco a poco, fue este de Aslaugha que me hacía recordar la feliz época del verano último que pasé con ustedes.

Conmovía oír a Dan, siempre fuerte y valeroso. Ahora estaba postrado en el lecho, y recordaba el origen de un sueño romántico que le ayudó a superar la desesperación.

―Me acostumbré a pensar que yo era Fronda y que veía el resplandor del cabello de Aslaugha, que me prometía una nueva vida lejos de aquellos muros. La imaginaba en una de las pocas estrellas que el estrecho ventanuco de mi Calabozo me permitía ver. Usted dirá que todo eso son tonterías, ¿verdad? Quizá tenga razón. Pero en todo caso, esas tonterías obraron el milagro de contener mis ímpetus, de que me esforzase en dominar mi carácter desbocado, en ser mejor, en aceptar con humildad el castigo, en proyectar una nueva vida de honradez, trabajo y ayuda a mis semejantes.

Se enardecía mientras hablaba, le brillaban los ojos de apasionamiento.

―Si eso son tonterías, ¡benditas sean! No me las quite. Con ellas no hago mal a nadie. No me aconseje que borre esta ilusión de mi corazón. Poco importa que no pueda ser nunca realidad. Pero necesito amar algo y prefiero estar enamorado de una quimera, como Fronda lo estaba de un espíritu, que de cualquiera de esas chicas vulgares a las que yo compararía a todas horas con la maravillosa «Princesita».

La tranquila desesperación de Dan llenó de dolor el corazón de Jo. Pero no quiso darle esperanzas, porque ella entendía que no las había y habría sido cruel mantener esta ilusión.

Sin embargo, aquel amor sin esperanza podía servir para purificar su vida y elevarle por encima de lo que hubiera sido sin esa ilusión.

Pocas mujeres aceptarían casarse con él, en sus actuales circunstancias, con su pasado, con un presente aventurero e inestable y con un futuro cargado de dudas.

Por otra parte, pensó Jo, era mejor que siguiera solo. No fuera a resultar como su padre: un hombre guapo, atractivo, interesantísimo, sin escrúpulo alguno y responsable de más de un desengaño amoroso.

―Tienes razón, Dan. Me parece muy bien que conserves esa inocente ilusión, si ha de servirte de ayuda y consuelo. Tal vez más adelante se presente en tu vida otra ilusión que pueda sustituirla.

―¡Jamás! ¡Ni lo deseo ni es posible! ―exclamó Dan con exaltación.

―Nunca puede decirse. Pero, aunque no se presentase otra ilusión, debes comprender que no hay esperanza alguna. Bess es el encanto de sus padres, su auténtico orgullo. El mejor pretendiente del mundo les parecería poco digno de ella.

―Lo sé muy bien, y estoy de acuerdo con usted y con ellos. Nadie la merece.

―Llévala como guía en tu vida. Que sea como una estrella que te oriente en los momentos difíciles para saber ir siempre por el buen camino.

Tía Jo no pudo continuar. Las lágrimas que ella pugnaba por contener afloraron a sus ojos y corrieron libremente por sus mejillas.

Dan se sintió aliviado al ver compartida su pena. Poco después se repuso de la emoción e incluso trató de restar importancia a todo para consolar a Jo.

Era un auténtico hombre. Un carácter noble, curtido por la adversidad. Todavía hablaron largo rato bajo la luz crepuscular. Aquel secreto que compartían, aquella conversación clara y sincera, les unió mucho más de lo que siempre habían estado.

Cuando terminaron, la larga y fría noche invernal estaba ya muy avanzada.

Jo se acercó a la ventana. Antes de bajar la cortina dijo alegremente a Dan:

―Ya que te gusta tanto el lucero de la tarde, míralo. Hoy parece que luce con mayor esplendor que nunca.

Luego le tomó la mano con ternura.

―Y no olvides nunca que si la voluntad de Dios te niega esta niña angelical siempre tendrás aquí a esta vieja amiga dispuesta a ser una ayuda para ti, una confidente o, si tú me aceptas como a tal…, una segunda madre, orgullosa de este hijo.

Esta vez Dan no la decepcionó como en otra ocasión al decirle que deseaba fumar. El muchacho había, cambiado mucho y no se avergonzaba ya en demostrar sus sentimientos.

Por esto tomó a la señora Bhaer entre sus brazos y solemnemente le contestó:

―No lo olvidaré jamás. Porque en usted he encontrado la mejor y más inapreciable ayuda que pude nunca soñar. Por eso repetiré siempre: ¡Dios la bendiga!

CAPÍTULO XXII

LAS ÚLTIMAS ESCENAS

Después de una noche de reflexión, Jo pensó que algo debía hacer.

―Esto es como un Barril de pólvora y la presencia de Bess es el fuego. Lo prudente será alejarla. Sí; esto será lo mejor.

De acuerdo con este pensamiento Jo visitó a su hermana Amy. No le contó el secreto de Dan. Había prometido no hacerlo. Pero bastó que hiciese a Amy una velada insinuación para que ésta se alarmara y decidiese alejar a su hija por una temporada.

Precisamente Laurie iba a salir para Washington con objeto de gestionar una ayuda para el plan de Dan. Cuando se le sugirió que Bess podría acompañarle, acogió la idea con entusiasmo. No en vano estaba algo celosillo de su esposa, pensando que su hija pudiera quererla más que a él.

La conspiración de Jo salió perfectamente. Sin embargo, aun cuando la idea era buena, se sentía culpable de traición hacia Dan, y temía el momento de enfrentarse de nuevo con él. Pero Dan no la recriminó. Acogió la noticia de la marcha de Bess con aparente calma. Tan sólo pudo notarse una ligera palidez en su ya pálido rostro y cómo apretaba la mandíbula para contenerse. Sin embargo, no protestó. Sabía que tarde o temprano aquello iba a suceder y estaba dispuesto a soportarlo, cuando llegara la ocasión, sin una muestra de desfallecimiento. La ingenua Bess, ignorante del drama en el que estaba incluida, fue a despedirse de Dan. El muchacho, ya prevenido por la señora Bhaer, estaba desempeñando admirablemente su papel, sometiendo a dura disciplina sus emociones para que no se manifestasen.

Lo habría conseguido plenamente de no ser porque la misma Bess, sin darse cuenta, provocó la reveladora reacción.

Dan le había cogido la mano sosteniéndola con delicadeza. Sonriendo con tristeza le dijo:

―Adiós, «Princesita», adiós. Si no volviéramos a vernos, acuérdate alguna vez del viejo Dan.

Ella, pensando que su pesimismo se refería a su quebrantada salud actual, le contestó cariñosamente:

―¿No volver a vernos? ¡Dios no lo querrá así! Estamos muy orgullosos de ti y para nosotros siempre será una felicidad tenerte aquí. No lo dudes ni un momento, Dan.

Aquella mirada llena de sincero y puro afecto hizo comprender a Dan, más que nunca, lo que estaba perdiendo con aquella separación.

Hubo una lucha en su interior. Súbitamente, tomó entre sus manos aquella cabecita dorada y besó con veneración, casi con adoración y con el máximo respeto, aquellos cabellos cuyo recuerdo le acompañaría toda la vida.

La única palabra que dijo pareció más bien un sollozo.

―¡Adiós!

Y ocultando el rostro a la sorprendida mirada de Bess huyó corriendo a encerrarse en su habitación, donde nadie podría ver su cruel sufrimiento.

Aquella brusca despedida, aquel desgarrador «adiós» asustaron un poco a Bess. Su instinto de mujer le hizo comprender que algo había en todo aquello, desconocido para ella hasta el momento.

Quedó mirando la puerta por la que había marchado Dan, con las mejillas encendidas por el rubor.

Jo intervino:

―Debes comprender que todo lo que ha pasado le ha vuelto más sensible a las emociones. Le ha enternecido separarse de una persona querida, como le dolería separarse de cualquiera de los que nos quedamos aquí con él.

―Comprendo. Los efectos de la caída y de la enfermedad…

―No se trata de eso, Bess. Debe bastarte saber que ha tenido que soportar algo muy triste para él. Pero podemos y debemos estar orgullosas de nuestro Dan. Ha sido tan valiente y firme en lo espiritual como lo fue al salvar aquellos mineros con peligro de su vida.

―¡Pobre Dan! Supongo que habrá perdido a alguna persona muy querida. Tenemos que ser siempre muy cariñosas con él.

Jo dejó que Bess creyera eso. Sin embargo, la verdad no era muy distinta, porque Dan perdía a una persona querida, la más querida por él, al alejarse de aquella muchacha de cabellos rubios y sentimientos delicados.

La perdió primero con su crimen. Ahora perdía la posibilidad de tenerla cerca con la marcha de Bess a Washington.

Si fácil fue convencer a la inocente muchacha, en cambio Ted no se daba por satisfecho con tanta facilidad.

Estaba fuera de sí por la extraordinaria reserva de Dan. En vano Jo le había prohibido terminantemente que molestase a Dan con preguntas; alegando que su debilidad aconsejaba no charlase demasiado. La perspectiva de la próxima marcha de su héroe decidió definitivamente al «león».

Deseaba obtener una clara y satisfactoria versión de las aventuras que había vivido, y que él imaginaba extraordinariamente emocionantes.

Esa idea la sacó a través de algunas palabras oídas al propio Dan cuando estaba delirando.

Así, aprovechando un momento en que estaba poco vigilado, le interpeló directamente:

―Siempre te he tenido por mi mejor amigo.

―Es una satisfacción para mí, Ted.

―¿No lo eres, acaso?

―Estoy seguro. A ningún otro hombre aprecio más.

―Eso pienso. Por esto me atrevo a pedirte que me cuentes con detalle todas tus cosas.

―¡Válgame el cielo! ¿Otra vez?

―No me refiero a lo de las granjas de Kansas, ni a lo de los indios de Montana. No me importan tus anteriores aventuras en Australia. Lo que deseo que me cuentes son tus aventuras desde que te fuiste de aquí el año pasado.

―¡Oh, aquello no puede interesar a nadie! No hice apenas nada…

―¿Por qué?

―Tenía otras cosas que hacer.

―¿Cuáles?

―Escobas. ¿Te parece bien?

―Por favor, Dan, no estoy bromeando.

―Ni yo tampoco, Teddy. No podría hacerlo con eso. Sólo que tú me preguntaste, y yo contesto.

―¿Para qué hiciste escobas? ―siguió preguntando el muchacho, decidido a llegar al final por el camino que fuese.

―Para no hacer cosas mucho peores.

―Mira, Dan. Pareces olvidar que durante tu enfermedad te velé y cuidé…

―No lo olvido, Teddy, y te lo agradeceré siempre. Sin embargo, no debieras echármelo en cara. Las cosas se hacen o no se hacen.

―¡Oh, no me interpretes mal! Quiero decir que como te velé, tuve ocasión de oír algunas palabras tuyas, dichas a causa de la fiebre.

Dan se alarmó. Súbitamente interesado preguntó:

―¿Qué es lo que oíste?

―Nombraste a Blair y a Mason…; dijiste que uno había caído…, que otro echó a correr…

―No deseo hablar de eso, Ted.

―¡Hazlo, Dan, cuéntamelo! ¿No somos amigos? Demuéstramelo con eso. ¡Debió de ser algo apasionante!

―No fue nada de lo que pueda estar orgulloso.

―¡Oh sí, seguro! De otra manera no lo hubieras hecho.

El muchacho le acosaba, cada vez más interesado. Dan llegó a pensar que bien podía decírselo, pero…

―No quisiera que Jossie… o Bess… se enterasen.

―Cuenta conmigo, Dan. Será nuestro secreto.

Dan llegó a la conclusión de que sería mejor contarle un conjunto de medias verdades, convenientemente disfrazadas. Así colmaría su ansia de saberlo todo.

―La de cosas que habrás imaginado, Teddy. Y es que cuando se oye alguna palabra suelta, uno fuerza la imaginación. Total: salen verdaderas novelas.

―¿Me lo vas a contar?

―Verás: Blair era un chico con el que hice cierta amistad durante el viaje a Kansas. Mason era un individuo que estaba en… en una especie de hospital de altas paredes…, en el que estuve en cierta ocasión. Blair se fue con sus hermanos y Mason murió allá. Eso es todo.

―¿Pero quién fue el que escapó?

―Supongo que me refería a Blair.

―Saqué la impresión por tus palabras que hubo una lucha. ¿La hubo?

―Efectivamente.

―En la lucha mataste a alguien. ¡Oh, no quiero decir que fueses malo, no! Yo sé bien que en aquellas tierras es necesario responder a la violencia con la violencia. Tú no asaltaste diligencias, ni robaste ganado, de eso estoy seguro. Pero a lo mejor ayudaste a colgar algún cuatrero. O tuviste que liquidar algún bribón…

Aunque Dan procuraba aparecer burlón no pudo evitar una ligera, contracción en su rostro y apretar los puños con fuerza al decir Teddy estas palabras. El muchacho lo notó instantáneamente.

―¡Ah, es eso! No puedes negarlo. Estaba seguro que acabaría sabiéndolo. ¿Por qué no me lo cuentas con detalle? A menos que lo hayas jurado… Dime, Dan.

―Así fue. Lo juré.

El muchacho quedó decepcionado.

―Si juraste no contarlo, no lo cuentes, claro está. Pero por lo menos podrás decirme a cuántos mataste.

―A uno solo.

―Debía ser un malvado, ¿verdad?

―Sí, lo era.

―Supongo que luego estarías una temporada encerrado.

―Bastante larga.

―Pero luego saliste y como primera providencia vas y salvas la vida a veinte mineros. ¡Todo es interesantísimo! Pero no te preocupes, a nadie lo contaré.

―¡Pobre de ti si lo hicieras!

Hubo un momento de silencio, ya saciada la curiosidad del turbulento chico.

―Escucha, Ted. ¿Sentirías haber matado a un hombre? Un facineroso, por supuesto.

―No, si era cumpliendo un deber. En la guerra, por ejemplo, o en defensa propia…, pero si fuera en un arrebato de ira, supongo que luego lo sentiría mucho. Tu caso fue una lucha noble, ¿verdad?

―La razón estaba de mi parte. Sin embargo, hubiera preferido no haber vivido esta experiencia.

―Creo que lo comprendo. Pero no temas, a nadie lo diré. Especialmente a las mujeres. Ellas no comprenderían ni aprobarían nunca una cosa así.

Pasaron varias semanas, lentas y tranquilas. Dan se impacientaba al no recibir las credenciales que le permitirían actuar como representante o agente de los indios de Montana.

Cuando por fin recibió la noticia de que le habían sido concedidas, insistió en partir inmediatamente. Tenía interés en alejarse pronto y enfrascarse en su misión, altruista y humanitaria, para ver si en ella encontraba sino el olvido, por lo menos el consuelo.

En una desapacible mañana del mes de marzo partió Dan. Montado en su yegua Octto y seguido por el perrazo Don, el caballero Sintram volvió a enfrentarse con sus enemigos. Unos enemigos que le hubieran vencido sin la ayuda de Dios y la de unos auténticos amigos.

Pocos días después conversaban Amy y Jo.

―Son tantas las despedidas que he tenido que soportar que pienso si la vida no será sólo eso: una eterna despedida. Lo malo es que a medida que pasa el tiempo soporto peor las separaciones.

―La vida ofrece sus compensaciones, Jo. Incluso a eso.

―¿A qué te refieres?

―Hemos despedido ahora a Dan ―dijo Amy―, pero Nath está a punto de llegar.

―Tal vez tengas razón. Sólo pienso en la despedida de Dan porque es la primera a la cual ha faltado alguno de nosotros, pudiendo estar presente.

―¿Te refieres a Bess? Era lo más prudente, me parece.

Jo asintió con el gesto, y suspiró.

―Sí, Amy. Probablemente tienes razón. Pero pienso en lo que habría dado él para poder verla por última vez…

En aquel momento entró Laurie y su presencia tuvo la virtud de deshacer aquel ambiente triste y melancólico. Como siempre, Laurie tenía la obsesión de los cuadros vivientes. Abrió solemnemente la puerta del salón y exclamó con viveza:

―Mirad; un nuevo cuadro. Yo lo titularía «Sólo un violín», de Anderson.

En efecto, a través del marco de la puerta podía verse a un joven, radiante de dicha y placer, asediado y saludado.

Daisy perdió por un momento su habitual aplomo y corrió a su encuentro sollozando de alegría. Sin darse cuenta siquiera los dos jóvenes se encontraron fundidos en un abrazo.

También Meg abrazó a Nath. Aquello fue la señal para que lo hicieron John y Jossie, que por el gesto de su madre veían al triunfador violinista como a un nuevo hermano.

Jossie le saludó teatralmente.

―Fuiste un modesto gorrión. Eres segundo violinista. ¡Y serás el primero!

Como es natural entre personas tan amantes del arte pronto» pidieron a Nath que interpretase alguna pieza.

El muchacho no se hizo rogar. En realidad lo estaba deseando.

Su actuación fue magistral. Maravilló tanto por su perfección, que denotaba los indudables progresos realizados por Nath, como por el temple y energía que vibraron en las notas, que parecían impropias del tímido Nath que ellos habían conocido.

Pero es que la vida le había transformado en otro hombre, seguro de sí, decidido.

Lo demostró al dirigirse a los que le aplaudían y felicitaban tras su actuación.

―Permítanme que toque ahora una pieza que posiblemente recordarán, pero que nadie como yo puede recordar con tanto cariño.

Hecho el silencio comenzó a interpretar la melodía callejera que les hizo oír por primera vez el día de su llegada a Plumfield.

Sí; recordaban la canción. Y tímidamente al principio y con mayor seguridad después, cantaron todos aquellas melancólicas estrofas que tan bien expresaban los sentimientos del violinista.

De vuelta a su casa, Jo pareció salir de su pasajera tristeza.

―Me siento más animada. Es cierto que algunos de nuestros muchachos no han resultado como esperábamos. Pero otros, en cambio, como el mismo Nath, han superado nuestras más optimistas previsiones.

―Así es en realidad ―corroboró el profesor.

―Como tú eres quien más mérito tiene en el cambio de Nath, te felicito de todo corazón. Estoy orgullosa de ti, porque lo estoy de él.

―Poco podemos hacer. Sembrar la buena semilla y confiar que caiga en tierra fértil. Es cierto que yo sembré. También lo es que tú vigilaste que las aves no comieran la semilla. Laurie le dio agua en abundancia. De modo que de esta cosecha todos somos un poco responsables.

―En Dan pensé haber sembrado sobre terreno estéril. Ahora confío que fructifique y sus frutos superen los de los demás chicos. Su caso será aún más meritorio.

Jo seguía fiel a su oveja negra, porque las demás iban andando y pastando tranquilamente ante ella.

Al llegar a este punto de la historia el autor siente deseos de ponerle fin de una manera brusca. Un terremoto o una inundación que borrase Plumfield y sus alrededores de la faz de la tierra sería un buen final.

Pero sería también una desagradable impresión para los lectores que hayan seguido la narración. Antes de que formulen la clásica pregunta: «¿Y qué fue de ellos?», haremos un breve resumen.

Todos los matrimonios fueron afortunados y felices. En general, todos alcanzaron las metas propuestas.

Bess y Jossie consiguieron fama y dinero con su arte y, más adelante, contrajeron ventajosos matrimonios, en los que fueron muy dichosas.

Nan permaneció soltera conforme a sus deseos. Dedicó su vida al cuidado y atención de los demás y llegó a ser un médico insustituible en la comarca.

Tampoco se casó Dan. Fiel a su «Princesita» vivió con sus amigos, los indios de Montana, a los que defendió en todos los terrenos. Murió por ellos y se llevó a la tumba un secreto que Jo guardó celosamente, un rizo dorado y una fotografía que eran su talismán.

Jorge «Relleno» engordó y prosperó al mismo tiempo. De resultas de un pantagruélico banquete falleció de apoplejía.

Por su parte, Dolly vivió alegremente, y despilfarró más de la cuenta. Cuando tuvo necesidad, se empleó como asesor en una casa de modas.

John, «Medio-Brooke», llegó a ser socio accionista de la editorial, y siempre encontró gran placer en su trabajo.

Rob siguió los pasos de su padre y ejerció el cargo de profesor en el colegio Laurence.

Finalmente, queda Teddy. Contra los pronósticos de quienes temían llegara a parecerse al indómito y aventurero Dan, a medida que fue creciendo varió de tal forma que a la edad apropiada llegó a ser un elocuente y famoso predicador, en el que no se sabía qué admirar más, si la agudeza de su inteligencia o el ardor con que defendía sus convicciones. Fue, desde luego, el mayor orgullo de su madre, la inefable «tía Jo».

100 Clásicos de la Literatura

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