Читать книгу La lógica del daño - Luz Vitolo - Страница 8

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Cada vez que Irma se acercaba con la tijerita, Fabiana comenzaba a chillar como si alguien la estuviera apuñalando con un pedazo de vidrio. Sucedía incluso cuando Irma reptaba por la habitación, invisible al sueño de su hija, para emprolijar los pies que ya no podía usar. En un año, sus dedos habían tomado aspecto de garra, y contrastaban con la piel de las plantas, que se había regenerado hasta volverse terciopelo.

Fabiana permitía un aseo esporádico. No le gustaba ver expuestas sus cicatrices por demasiado tiempo. Por lo general, los miércoles por la tarde, cuando Irma cerraba el local por la siesta, Fabiana se dejaba manipular un rato, más por necesidad que por gusto. Los días llenos de televisión a veces traían consigo —sobre todo a partir de la siesta, cuando la programación se llenaba de reportes de accidentes— destellos inconexos del auto girando como trompo y vidriecitos nevados.

Las cáscaras habían desaparecido torpes; dejaron claros blancos para hacer su presencia inolvidable. Fabiana dejaba que su madre le pusiera crema en donde habían estado las costuras, con la esperanza de que el tiempo se las llevara. La mirada entrenada podía distinguir las marcas de los puntos. Algunos días le era más fácil ceder. Había pasado un año de aquella noche larga en la que dejó las piernas y tres materias del secundario pendientes, a la espera de un poco de atención. Costó, pero Irma aprendió a callar sus preguntas y sugerencias. Las enumeraba en su cabeza e inventaba una respuesta para cuando le preguntaran. Las respuestas que hubiera querido escuchar.

En agosto, Irma se entusiasmó con una idea que había leído en el libro de tapa lila que le había prestado una amiga. Buscó en su negocio, pero no pudo encontrar ningún cuaderno lo suficientemente lindo para la tarea. Lo terminó comprando en la regalería de Marlene. Hizo la compra bien temprano para que nadie la viera entrar en aquel negocio de tan mal gusto que había llegado a hacerle la competencia. Odió admitir que el lugar había mejorado mucho desde su apertura, y solo en la comparación pudo ver que su negocio había sido tomado por el abandono. Nada en su local, cada día más sucio, contaba la historia de sacrificio que ocurría a puertas cerradas. Contrario al plan, se tomó el tiempo para elegir un cuaderno lindo, que no diera la impresión de aniñado. El libro había sido claro en sus especificaciones. No debía parecer un diario íntimo adolescente y se debía favorecer aquellos cuadernos con hojas lisas, pues la creatividad y el desahogo necesitan libertad. Eligió uno entelado como de selva, uno en el que ella hubiera escrito si la noche no la destrozara.

Irma le presentó la idea a su hija luego de cenar juntas frente al televisor. Fabiana en su cama y ella con la bandeja sobre la falda. Los libros auguraban que luego de un período de recolección, intercalados con esporádicos episodios de furia, lentamente el afectado comenzaría a tratar de retomar su vida, y ese proceso podría verse en actos tan sencillos como animarse a comenzar la terapia física. Pero Fabiana no había atravesado ninguna de las instancias que enumeraba el libro. Habían pasado alrededor de diez meses desde que había abandonado la terapia intensiva y, desde entonces, se había sumido en una vida cada vez más silenciosa. Hablaba, pero no decía nada que no fuera meramente operativo y, cuando era posible, privilegiaba los movimientos de cabeza por sobre las palabras. Además, gritaba en lugar de quejarse. Se retorcía en la cama con tanta fuerza que a su madre le hacía acordar a los pataleos de la infancia. Con el tiempo, Irma dejó de insistir. Si no hubiera sido por el negocio, ella también hubiera callado. Nunca había sido el tipo de mujer que hablaba sola o comentaba para sí los dichos de la radio mientras baldeaba la entrada.

Consiguió que una psicóloga fuera hasta la casa para atender a Fabiana en la sala. La Licenciada Ferrero era una joven recién recibida, sin consultorio propio, que le había recomendado una clienta. Irma prefirió sorprender a su hija, para ahorrarse una escena. Fabiana reservaba sus accesos de furia para la vida privada. Durante las consultas médicas, prefería callar. La psicóloga fue tres veces y durante esas visitas cronometradas, Fabiana no dijo una palabra. La licenciada no quiso cobrarle a Irma las consultas, pero tampoco volvió.

El universo se fue contrayendo sobre las dos. Los pocos afectos no soportaron la indiferencia y abandonaron la escena despacio. Irma no guardaba resentimientos contra ellos; si estaba muy cansada se permitía pensar, justo antes de quedarse dormida, que ella hubiera hecho lo mismo, de haber podido. Hasta el padre de Fabiana dejó de mandar dinero, y las llamadas espaciadas dejaron de llegar sin mayor perjuicio. Irma instaló un contestador para que el teléfono recibiera los mensajes sin sonar. Al final de la semana, confirmaba que los únicos que habían llamado eran telemarketers. Imaginó un futuro en el que los amigos y familiares volvieran solos, y una hija alegre, en paz con su condición. Los médicos habían sido taxativos. Fabiana nunca más caminaría. Su condición no solo era inoperable, sino que era afortunada. Con esas lesiones en la espalda, era una suerte que solo tuviera paralizada la mitad inferior. Lo único que Irma podía desear era una vida independiente para su hija, feliz a pesar de su inmovilidad.

La primera vez que Irma oyó hablar de La Niña fue en abril, en un comentario casual asociado a una psoriasis capilar. Las menciones de La Niña comenzaron a hacerse más frecuentes en el barrio y, si Irma no hubiera dejado de asistir a misa los domingos, se hubiera enterado de los milagros en los escalones de la iglesia. Recién cuando su peluquera Enid le confesó que la había visitado, Irma comenzó sus averiguaciones. Enid contó que la había librado de unos dolores crónicos de cadera, que los médicos estaban ansiosos por operar. De haber tenido dinero lo hubiera hecho, pero la gracia del señor la había hecho pobre para que pudiera encontrarse con lo divino.

Irma indagó sobre el procedimiento, pero solo encontró reticencia. ¿Cómo que te curó? ¿Qué te hizo? ¿Es una curandera? ¿De las que curan culebrilla o de las que te achican los tumores? La información que recibió fue escasa. No se puede explicar; hay que vivirlo para contarlo; me cambió la vida. A pesar de que todas sus clientas tenían una bruja para diferentes tareas, lo más arriesgado que había hecho Irma en ese aspecto había sido llevar a Fabiana a un médico chino. Fabiana no se había dejado tocar y se había negado a tomar los polvos.

Cada ocho años resurgían en los diarios historias de niños sanadores de diferentes extremos del país. Los ciclos duraban dos meses y por la televisión era posible asistir al descubrimiento del niño en cuestión, el asombro y, luego, las investigaciones con la subsiguiente desacreditación. La Iglesia se mantenía al margen, pero los curas de las parroquias pedían cautela. Eran fenómenos que solo podían perpetuarse con una muerte prematura, que tomara la forma de martirio. El tiempo es el gran refutador. En los únicos en los que creía Irma, era en los curas sanadores.

En varias ocasiones había fantaseado con llevar a su hija a Rosario o a Salta, pero había desistido por parecerle, el de su hija, un caso demasiado bíblico. Y en el extraño caso en el que Fabiana aceptara encontrarse con un sacerdote para hablar, para obtener al menos un poco de sosiego, podía hacerlo a tres cuadras de su casa, o incluso pedir una cita en su domicilio.

Conseguir la entrevista con La Niña había sido una tarea difícil en la que Irma había invertido mucho tiempo. Llamó a tres números distintos antes de dar con el adecuado. Los desvíos eran parte de un protocolo armado, cuyas reglas eran difíciles de dilucidar. El cuarto número resultó ser el correcto. Irma se comunicó un jueves temprano. Había anotado en un papel todo lo que debía decir. Le habían comentado que La Niña había tenido un inconveniente con un paciente —Irma no quiso averiguar más— y desde entonces se había vuelto más difícil de alcanzar, pero aun así no esperaba que fuera tan complicado dar con ella. No la asombró que no la atendiera la misma Niña. Asumía que tenía gente que gestionaba su agenda. La imaginó impoluta y hermosa, como Fabiana de chica. El pelo un poco desaliñado y las manos un poco sucias de tocar tanta gente. Su cara, como un ángel norteño. Una voz suave y con acento. Un espíritu sabio, una ninfa de la tierra.

Intentó comentarle a la voz en el teléfono su problema, pero no quiso escucharla. La voz le dio unas indicaciones que ella anotó en los bordes de su papel y le advirtió contra su incumplimiento. Entre las premisas: ir solas, no discutir con nadie la entrevista con La Niña y vestir de manera apropiada.

Irma demoró la noticia todo lo que pudo. La cita era para el día siguiente y todavía no había podido decidir cómo le iba a decir a su hija adonde irían. Resolvió que la mejor manera era plantearlo como un favor, el último que debía hacerle Fabiana a modo de retribución. No le diría que había sacrificado su propia vida por la de alguien que se había quedado sin ganas, pero la observaría de una forma tan penetrante, apenas desgarradora, para que sintiera algo de su desolación. Y esa pena sería tan natural que Fabiana lo vería. Tal vez por intervención divina, pero lo sentiría. Un último favor y luego podía pudrirse en la cama sin ser molestada. No era que Irma confiara en las capacidades de La Niña, es que necesitaba que la esperanza se esfumara toda junta. Había hecho todo lo posible y la energía se había drenado, dejando culpa y el eco de las voces en su cabeza que le decían que había aguantado poco, que podía hacer más y que el nombre de su pecado era desidia.

Fabiana quiso saber qué debía esperar del encuentro, pero Irma no podía hilar los pedazos aislados de información que había recolectado. Abrazó la idea de La Niña, porque reconoció la obligación hacia su cuidadora. Prometió dejarse manipular y gritar para adentro. Ese día, Irma pasó el baño de Fabiana a la mañana. La lavó con un esmero inusual. Frotó la esponja contra la costra de amargura. La vistió con un conjunto blanquísimo de fibras naturales, como le habían indicado. Era un vestido de bambula bordado con flores de hilo color marfil. Fabiana no hizo preguntas y se dejó preparar como una novia antigua, encontró moderado placer en las caricias de su madre, al menos en las partes en las que podía sentirlas. Irma la perfumó con una crema de nardos proveniente de un pomo barato sin identificación y le cepilló el pelo cien veces.

Condujo a su hija hasta el espejo para que se admiraran. Fabiana, una virgen paralítica en busca de una paz duradera. Su madre, marchita a pesar de sus cincuenta años. Irma le besó la cabeza a su hija y en ese beso profundo dijo plegarias calladas.

Un viernes de marzo, madre e hija peregrinaron hacia La Niña en un auto prestado. Con las indicaciones anotadas en un papel, se dirigieron hacia su destino. El traqueteo del auto se asemejaba a una oración que Irma seguía en su cabeza. Dios te salve. María. Llena eres. De gracia. El señor es. Contigo. Bendita tú eres. Entre todas. Mujeres. Fabiana miraba los sembrados intercalarse con inundaciones. Su mente, imposible de leer. No dijo nada en todo el viaje.

Irma manejó una hora hasta el pueblo que le habían dicho y luego se metió por un camino precario que nacía en la ruta. Cuando la pregunta acerca de si estaban en la dirección correcta empezó a picar, las cintas rojas comenzaron a multiplicarse. A ambos lados del camino, señalaban el sendero. Desembocaron en un terreno con una casa humilde. Rectangular en su simpleza, parecía apoyarse sobre la tierra sin caños ni estructura que la sujetaran al terreno.

Estacionaron en paralelo a la línea de casuarinas, junto a otros autos. Un adolescente les indicó el lugar exacto con señas. Cuando se bajó, este le entregó a Irma un papelito de rifa con el número cuarenta y cinco y le pidió una propina. Le señaló unos troncos cortados debajo de una media sombra y la ayudó a sentar a Fabiana en la silla. La irregularidad del terreno la obligó a hacer fuerza.

Para defenderse de las miradas ajenas, Irma evitó observar en los cuerpos de sus compañeros las aflicciones de cada uno. No eran las cuarenta y cinco personas que se había imaginado apenas le entregaron el papel, pero conjeturó que la espera sería larga. Supuso que curar era trabajoso, incluso en el campo de la santería popular.

Las moscas navegaban la ola de calor brincando cuerpos.

A Irma le pasaron un mate sin mediar palabra y eso le dio tranquilidad. Era un gesto que podía comprender. Los presentes conformaban una escena de una pintura. Todos de blanco, en el purgatorio del campo. Había tres sillas de ruedas, sin contar la de Fabiana. Algunas con personas ante las que Fabiana no se animó a exhibir su miseria. Cuerpos retorcidos y caras chorreadas, espejos del auto impactando en otro ángulo. Si no era paz, pero perspectiva lo que se llevaba de la caseta, el viaje habría valido la pena. Esperaron alrededor de tres horas en ese reparo pobre. Fabiana estaba con ocho horas de ayuno encima. Irma disfrutaba la promesa cumplida de no quejarse y se felicitaba en voz baja.

Cuando fue su turno, Irma empujó a Fabiana al interior de la casa. Era oscura y no muy grande. Una mujer salió de la cocina y le informó que La Niña las vería a una por vez. La madre no se animó a corregirla. Tenía miedo de hablar y del procedimiento sombrío que nadie le había explicado. La tranquilizaba pensar que un rayo no impacta dos veces en el mismo lugar, aunque sabía que esa información era falsa. Pensó en los cuadripléjicos, la evidencia de que había más zonas para inmovilizar.

La mujer tomó la silla de ruedas y empujó a Fabiana a través de una cortina de tiras plásticas que separaba el ambiente. Irma estaba incómoda. Le hubiera gustado presenciar el encuentro y no quedarse sola en esa habitación descascarada donde los gatos circulaban con libertad. Se sentó en un sillón desvencijado y trató de obviar los detalles de ese hogar tan venido a menos. En la pared convivían un calendario viejo con una imagen de Juan Pablo II y algunas fotos descoloridas. Irma las inspeccionó para ver si en ellas podía adivinar a La Niña, pero la precariedad hasta en los recuerdos la angustió.

El ventilador giraba mongo acompañando con ruido su soledad. Del cuarto vecino llegaban murmullos que reconoció como propios de su hija. La calma profunda que había regido ese día la hizo sentir que venía a confesarse y se recordó en la fila de la iglesia rastrillando pecados con sustancia. Comenzó a rezar por inercia, tal vez para aplacar los nervios. Pasaron alrededor de treinta y cinco minutos cuando la mujer fue a buscar a Fabiana. A pesar de que nadie la había llamado, sabía exactamente cuándo aparecerse. Los milagros debían estar estandarizados por aquellos pagos.

Los plásticos acariciaron a Fabiana desde las rodillas hasta la cabeza, como ungiéndola. La desilusión fue inmediata e Irma se sintió una imbécil. En lo profundo, se había figurado a su hija caminando. Había esperado encontrar en esa caseta el milagro que no le había provisto la medicina. No se había dado cuenta hasta entonces que durante toda la semana había alimentado una promesa que nadie podía cumplir. Ya conocía los caminos de la esperanza y el largo retorno a la resignación, que debía recorrer una vez más. Volvió a su hija y le posó su mano en el hombro; Fabiana la tomó y se la llevó a los labios. La besó fuerte y luego la mordió despacio. Irma se sintió un poco mejor. Se propuso no preguntarle nada a pesar de su curiosidad. Sacó de su bolsillo un paquetito de billetes de cien y se lo entregó a la mujer, quien le dijo que La Niña quería verla. A Irma le preocupó que le cobraran doble, pero inmediatamente desestimó su inquietud por mundana. Aceptó la invitación; a la decepción la mueve la inercia. Fabiana le pidió a la mujer que la llevara afuera y le aseguró a su madre que estaría bien. Irma miró a su hija tratando de nombrar la nueva cualidad que le había sentido, pero no pudo.

Cruzó el umbral de plásticos y se adentró en el cuarto sin ventanas. Las velas del piso chorreaban sobre cera petrificada. En el centro de la habitación había una cama y sobre ella la esperaba sentada La Niña. La chica que Irma esperaba encontrarse era una mujer, cuya edad era difícil de precisar. No sabía si era más grande que ella o tenía su edad. Tenía el semblante de alguien con cincuenta o setenta años. Era frágil y delgada, con ojos jóvenes y la piel curtida, pero no por el sol. Quiso preguntarle por qué le decían La Niña, pero no lo hizo por no poder decidir la prioridad entre todas sus preguntas. Haría sus averiguaciones luego.

Irma avanzó hacia ella sin poder resistir su magnetismo. De cerca, los surcos que nacían en sus ojos y desembocaban en la quijada se veían profundos. Se llenó de ganas intensas de recorrerlos con un dedo. La Niña no dijo nada e Irma sintió la necesidad de llenar la habitación con explicaciones. Primero, le agradeció que hubiera visto a su hija y luego no supo por qué más agradecer y calló en el medio de la oración. No sabía qué había pasado. Cayó en su propia mudez de rodillas al lado de la cama. No era una conversación.

El aire se había espesado y a Irma le costaba respirar, como en esos días húmedos de verano en los que hay que hacer un esfuerzo de más para separar el oxígeno del vapor. Se tapó la boca con las manos y hundió su cabeza en el colchón. Bastó una caricia de La Niña para que el llanto brotara a borbotones. Era un llanto seco, hecho de lamentos en glosa. Las contracciones del diafragma intentando expulsar una angustia sepultada. El alarido contenido en el colchón con olor a humedad. Irma se agarró del brazo de La Niña para sostener la purga. Tiró como si se estuviera agarrando de una raíz para evitar que se la llevara la corriente. Comenzó a trepar hasta que llegó a la altura de sus ojos. Quería abrazarla, acostarse arriba de ella, fundirse con la vieja y volver a ser chica. La Niña parecía delicada, hecha de cristal diáfano. Se encontraron y recién ahí Irma pudo normalizar su respiración. La Niña cerró los ojos y, cuando los abrió, un parpadeo convirtió en lágrima lo que se había generado en su mirada. La primera gota roja se deslizó lenta por el camino marcado en la faz de La Niña. Cuando el recorrido se pintó entero de bermellón, la sangre comenzó a fluir de a poco.

La Niña emanaba un aroma a ciruelas en descomposición. Irma sabía que deseaba, pero no podía identificar la acción que satisfaría la sed. Se miraban a los ojos, pero ninguna estaba detrás. Se sentía contenida, a gusto con un extraño que irradiaba tranquilidad. Sintió la necesidad de revelar sus más íntimos sentimientos. A la vez, sintió que La Niña todo lo sabía, tan vieja y tan experta, recostada en su vitalidad muda. No tenía que hacer nada porque su presencia ya era imponente. Las piernas de Irma temblaban inseguras. Todo lo que creía, lo que era, puesto en duda. La impresionó el estado tan desinteresado e indolente de La Niña. Su carne, al servicio de la sanación. La entrega de esa mujer la conmovió, se parecía un poco a la suya, mas sin el gusto a resentimiento. Era hermosa en su simpleza. Lloraba distinto, como una estatua de una madre para todos. Cargaba el dolor del mundo en su cuerpo, que oscilaba entre lo mustio y luminoso.

Irma posó sus labios en la muñeca de La Niña y la besó tímidamente. Pensó en los besos que los devotos estampan en los anillos de los pontífices. El suyo era más puro, porque nada mediaba el contacto. Se incorporó de a poco. Tocó los volados de su camisón y empezó a subir. Palpó el vestido sacrificial y lo estimó antiguo. La tela cedía un poco luego de cada consultante. Las fibras resistían las explosiones de energía como podían. Refregó su cara en el camisón, buscando hacerse un lugar en ese cuerpo abierto. La sangre se deslizaba por el cuello de La Niña. Irma besó el cogote chorreado y cuando sintió la humedad, perdió el pudor. Estiró la lengua despacio, demorando el placer. El músculo hizo contacto y limpió la curvatura del cuello recogiendo el néctar. La Niña no se movía. Cambiaba cura por aflicción, permeable a procesos que la excedían. Irma saboreó la sangre y la tragó. Tenía el gusto que uno espera, pero con tonos de rabia. Con la lengua escaló sus mejillas sorbiendo lo que podía. El líquido espeso bajaba como un manjar. Una sed enfurecida se apoderó de esa madre, quien cambió de lado con desesperación. Para no derrochar, manchaba sus manos con el fluido y luego se lamía los dedos. Perseguía las gotas que se escurrían por el antebrazo. Desesperada, absorbiendo sin despilfarrar. Tenía la cara manchada en un patrón irregular. El metal impregnando todo. Chupaba el caño de un colectivo y la cadena de una hamaca. Sorbía imágenes duras.

Estaba encaramada sobre La Niña sosteniéndole la cabeza. Aspiraba sin preocuparse por la posibilidad de matarla. La Niña cerró los ojos, e Irma eligió el izquierdo para encerrarlo con sus labios. Succionó el lagrimal. Bebió hasta que la sed menguó sola. La saciedad se presentó como decoro. Un fulgor de vergüenza la hizo alejarse.

Se pasó la lengua por los dientes negros. Se relamió, tratando de decodificar los sabores del plasma. Apretó la lengua contra el paladar y refregó lo último de la sangre. Tragó. Irma se bajó de la cama y se limpió las manos y la cara con su camisa blanca. Rayas borradas y alguna gota intensa se marcaron en el lienzo claro. La Niña sacó un pañuelo que guardaba en el corpiño y repasó los surcos de su cara. Se volteó para el costado, exhausta, dando la espalda a su comensal. Irma entendió la señal; su agradecimiento fue inaudible.

Ya en el otro cuarto, juntó en su cartera todos los billetes y monedas que tenía y los apoyó al resguardo del Papa. Salió de la casa y sintió que tanto sol le lastimaba la vista. Debajo de la media sombra todavía quedaban algunos purgantes.

Fabiana tomaba un mate que le habían convidado. Irma la cargó en el auto, con vigor restablecido. Avanzaron con el sol a sus espaldas. Irma miró a su hija y notó unas gotas marrones en el canesú del vestido, justo donde tocaba el cinturón de seguridad. Le corrió el pelo de la cara con una caricia. No dijo nada; no tenía las palabras para explicar lo que había sucedido. Atesoraba la certeza de haber presenciado un milagro. Quiso saber si su hija había experimentado exactamente lo mismo. Luego, lo pensó imposible. Había asistido a una manifestación única y a medida. Se preguntó si La Niña habría nacido llorando así, y si vivía su destino como sacrificio o entrega. Cuando llegara a su casa, abriría todas las ventanas. Sintió importante mover la televisión a la sala y empezó a hacer listas en su cabeza de tareas que quería hacer. Sobó la pierna inerte de Fabiana y prendió la radio. El silencio ya no le pesaba.

La lógica del daño

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