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Capítulo 1

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PERO yo no puedo hacerme pasar por ti… —murmuró Lucy, incrédula.

—¿Por qué no? —insistió Cindy—. Guatemala está al otro lado del mundo y Fidelio Páez nunca me ha visto. Él no sabe que tengo una hermana gemela.

—Pero, ¿por qué no le escribes para decir que no puedes ir a visitarlo? —preguntó Lucy, intentando entender por qué su hermana sugería tan absurda mascarada.

—Ojalá fuera tan sencillo.

—Vas a casarte dentro de un mes —le recordó Lucy—. En mi opinión, esa es muy buena excusa para decirle que no puedes ir.

—No lo entiendes. No fue Fidelio quien me escribió. Fue un vecino suyo, un metomentodo que se llama Joaquín del Castillo —explicó Cindy—. Exige que vaya allí y me quede durante un tiempo…

—¿Y quién es él para exigirte nada?

—Él cree que como nuera de Fidelio, la única familia que le queda… bueno, que estoy obligada a visitarlo porque está enfermo.

Mientras trabajaba en Los Ángeles, Cindy había tenido un romance con el hijo de un rico hacendado guatemalteco. Pero su hermana había quedado viuda unos días después de casarse. Un hombre joven y aparentemente sano, Mario Páez había muerto de un infarto. En aquel momento, Guatemala sufría terribles inundaciones y el país estaba en estado de emergencia, con las comunicaciones cortadas. El padre de Mario no pudo acudir al funeral y Cindy había tenido que volver a Londres.

—No sabía que seguías en contacto con el padre de Mario —dijo Lucy, mirando a su hermana gemela con sus ojos color violeta.

Cindy se puso colorada.

—Pensé que seguir en contacto con él era lo mínimo que podía hacer. Y ahora que Fidelio está enfermo…

—¿Es grave?

—Muy grave por lo visto. ¿Cómo voy a decirle que no puedo ir a verlo porque voy a casarme otra vez? Le rompería el corazón —contestó su hermana. Lucy hizo una mueca. Su hermana tenía razón. Para Fidelio, aquello sería un cruel recordatorio de la trágica muerte de su hijo—. Ese hombre, el vecino, incluso me ha enviado los billetes de avión. Pero, aunque no estuviera a punto de casarme con Roger, tampoco iría —confesó Cindy, nerviosa—. No soporto tener gente enferma alrededor. No lo aguanto. No serviría de nada que fuera a Guatemala.

—Ya —suspiró Lucy. Conocía bien a su hermana gemela. Cindy se había limitado a ayudarla económicamente cuando ella se vio obligada a dejar su trabajo para cuidar de su madre, inválida. Cindy les había comprado entonces un apartamento cerca del hospital que, tras la muerte de su madre, habían puesto a la venta.

—Pero tú podrías ayudar a Fidelio —insistió su hermana—. Fuiste una enfermera maravillosa para mamá.

—No estaría bien engañar a Fidelio. Creo que deberías hablarlo con Roger…

—¿Con Roger? ¡Yo no quiero que Roger sepa nada de esto! —exclamó Cindy—. Si Roger supiera cuánto dinero le debo a Fidelio seguramente cancelaría la boda… ¡y yo no podría soportarlo!

Lucy miró a su gemela, sorprendida.

—¿Le debes dinero a Fidelio Páez?

—Pues… la verdad es que durante estos años me ha estado enviando dinero —admitió Cindy, incómoda.

Lucy se quedó atónita.

—¿Por qué te ha enviado dinero?

—¿Y por qué no iba a hacerlo? Está forrado y cuando Mario murió, yo no tenía nada —explicó su hermana. Lucy estaba sorprendida por la revelación—. No todo ha sido fácil para mí, Lucy.

—Ya —murmuró ella.

—Roger no sabe nada de Fidelio y yo no quiero que sepa nada del dinero que me ha enviado porque… pensaría que soy una egoísta por no haber ido a visitarlo —le confió Cindy, con los ojos llenos de lágrimas—. Hay muchas cosas que Roger no sabe sobre mí. Pero he cambiado. Desde el año pasado no he vuelto a aceptar un céntimo de Fidelio y…

—No llores —intentó consolarla Lucy.

—Sé que te estoy pidiendo mucho, sobre todo cuando… te he mentido sobre ciertas cosas —siguió Cindy—. Pero necesito tu ayuda, Lucy. Tienes que ir a Guatemala por mí.

—Cindy, yo…

Su hermana la abrazó con lágrimas en los ojos y Lucy se emocionó. Cindy no solía ser tan cariñosa.

Tras el divorcio de sus padres habían estado quince años separadas y, por primera vez desde que eran niñas, Cindy le estaba pidiendo ayuda. La idea de que su elegante y sofisticada hermana la necesitase hacía que Lucy se sintiera orgullosa. Más discreta y reservada que su hermana gemela, Lucy se quedó desolada cuando Cindy desapareció de su vida. Aquel sentimiento de soledad nunca se había borrado del todo y que Cindy la necesitara era una forma de recuperar el pasado. Intentando olvidar que lo que iban a hacer no estaba bien, Lucy decidió ayudar a su hermana en todo lo que fuera posible.

—Está bien. Lo haré.

Cindy dio un paso atrás y miró a Lucy con el ojo crítico de una maquilladora, una mujer que se tomaba gran interés en su apariencia.

Irónicamente, pocas gemelas idénticas podrían ser tan diferentes. Lucy nunca se ponía maquillaje y se sujetaba la rizada melena rubia con una coleta. Llevaba vaqueros gastados, una camiseta de algodón y zapatos planos.

—El año pasado le envié una fotografía mía a Fidelio y… bueno, ya me conoces, me puse de cine. ¡Voy a tener que trabajar mucho para convertirte en mí! —confesó Cindy con una sonrisa de culpabilidad.

Lucy miró a su hermana con expresión escéptica. Cindy vestía como una modelo y solía mostrar más de lo que escondía. Su larga melena rubia caía por su espalda, peinada por el mejor peluquero de Londres y se maquillaba como una actriz. Todo en ella era perfecto, pensó Lucy metiendo estómago.

Un hombre vestido con un poncho entró en el bar y se acercó a los vaqueros que miraban a Lucy con la boca abierta. Con un vestido rosa de diseño y zapatos de tacón, la joven rubia era como una aparición en aquel remoto pueblo de Guatemala.

Cindy había insistido en que tenía que vestirse para impresionar a Fidelio, pero ella se sentía horriblemente incómoda. Además, los tacones la estaban destrozando.

Lucy había encontrado una nota en el hotel diciendo que irían a buscarla a un pueblo llamado Santa Angelita y sin deshacer la maleta, pidió un taxi. Una vez que salieron de la autopista, la carretera se había convertido en un camino de tierra. Aquella increíble jornada llena de polvo la había llevado hasta un grupo de edificios abandonados en medio de un valle situado bajo la sombra de lo que parecía un volcán y, según su guía, lo era. Exhausta y desesperada por un baño, Lucy miraba a aquellos hombres sin saber qué hacer.

¿Y si Fidelio se daba cuenta de que no era Cindy? ¿Y si hacía o decía algo que la desenmascaraba? Pero no había tenido alternativa, pensó Lucy. La idea de que Fidelio Páez muriera sin tener a su lado un solo familiar, por lejano que fuera, la llenaba de compasión.

Lucy levantó la mirada en ese momento. Un hombre muy alto que parecía salido de una película del oeste la miraba desde la puerta del bar. Intimidada, Lucy tragó saliva e intentó encoger su metro cincuenta un poco más.

Los hombres se quitaron el sombrero y un murmullo de respeto rompió el silencio. El hombre se acercó a ella con un ruido de espuelas.

—¿Lucinda Páez?

Lucy se quedó mirando el cinturón de cuero con una hebilla de plata. Después, sintiéndose diminuta al lado de aquel gigante, se puso en pie. Pero los tacones de diez centímetros no ayudaban mucho. Aquel hombre debía medir más de un metro noventa y ella no le llegaba ni a los hombros. Preguntándose si iba a necesitar su diccionario de español para entenderse con él, Lucy levantó la cara.

—¿Ha venido a buscarme? —preguntó—. No he oído el coche.

—Será porque he venido a caballo.

El fluido inglés del extraño la tomó por sorpresa. Lucy se echó a reír. Tenía que ser una broma. Nadie iba a buscar a otra persona a caballo en el siglo XX. Sobre todo, si esa persona llevaba maletas.

—¿Puede mostrarme alguna identificación?

—Soy Joaquín Francisco del Castillo y no estoy acostumbrado a que duden de mi identidad —contestó él, ofendido.

Lucy intentó no acobardarse.

—Y yo no estoy acostumbrada a irme con hombres que no conozco…

—Ya, claro. Por eso conoció a Mario en un bar y se fue a la cama con él esa misma noche. No creo que sea usted particularmente selectiva con los hombres —replicó él entonces.

Lucy se quedó paralizada. No podía creer que le hubiera dicho algo tan ofensivo a la cara.

—¿Cómo se atreve? —exclamó, poniéndose colorada—. ¡Eso no es verdad!

—Mario y yo crecimos juntos, así que está perdiendo el tiempo. Guárdese el numerito para Fidelio. ¿Va a venir conmigo o piensa quedarse aquí?

—¡Yo no voy a ningún sitio con usted! Que manden a otra persona a buscarme…

—No hay nadie más, señora —la interrumpió él, dándose la vuelta. Lucy se quedó mirando aquella espalda increíble, como hipnotizada.

Los hombres empezaron a murmurar y Lucy se preguntó si alguno de ellos hablaba inglés y habría entendido la grosería de Joaquín del Castillo. Con la cara roja de vergüenza, Lucy tomó su maleta y salió del bar.

Joaquín del Castillo la estaba esperando en la puerta.

—Es usted el hombre más grosero y desagradable que he conocido en toda mi vida —le espetó—. Por favor, no vuelva a dirigirme la palabra a menos que sea absolutamente necesario.

—No puede llevar eso.

Antes de que Lucy pudiera replicar, el hombre le quitó la maleta de las manos.

—¿Qué está haciendo?

—Es un camino muy largo y quiero llegar antes de que se haga de noche. En el rancho no le va a hacer falta nada de esto —dijo Joaquín del Castillo—. Elija lo que necesite y lo colocaré en la silla. El dueño del bar se quedará con la maleta hasta que vuelva.

—¿No lo dirá en serio?

—Fidelio ha vendido su camioneta, de modo que tenemos que ir a caballo.

—¿A caballo? —repitió Lucy, atónita.

—Dentro de un par de horas empezará a oscurecer. Le sugiero que entre en el bar y se ponga algo más apropiado.

¿Fidelio había vendido su camioneta? Lucy no entendía nada. Cindy le había dicho que Fidelio Páez era un hombre muy rico.

—Pero yo no sé montar a caballo…

El hombre se encogió de hombros y la miró de arriba abajo. El sol iluminó sus facciones entonces y Lucy pudo ver su cara por primera vez.

Y se quedó sin aliento. Joaquín del Castillo era el hombre más guapo que había visto en su vida. Tanto que no podía dejar de mirarlo.

Tenía los ojos de color verde claro, los pómulos altos, la nariz recta y una boca tan apasionada y tan perversa como un pecado. Era tan atractivo que Lucy se quedó clavada en el suelo.

Cuando sus ojos se encontraron, sintió un escalofrío y su corazón empezó a latir con violencia. Los ojos de Joaquín del Castillo eran verde esmeralda, verdes como el fuego. Un pensamiento completamente absurdo, desde luego, pero nada de lo que Lucy experimentaba en aquel momento tenía sentido.

Furiosa consigo misma, apartó la mirada. Debería estar eligiendo ropa de la maleta, no mirándolo como una adolescente atontada.

—No sé montar a caballo —repitió.

—La yegua es muy tranquila —dijo el hombre, con aquel tono de voz ronco y suave como la seda.

A Lucy le temblaban las manos mientras elegía algo de ropa. Y él seguía mirándola con expresión irónica. Joaquín del Castillo parecía una estrella de cine, pero tenía las maneras de un asno. Seguramente se había criado en aquel lugar desértico, alejado del mundo y rodeado de vacas, se decía a sí misma. Lucy sacó unos vaqueros de diseño y una blusa bordada, lo único remotamente informal que Cindy había guardado en la maleta.

—No puedo cambiarme en público.

—No es usted tímida… ¿por qué quiere aparentarlo? Dos meses después de la muerte de Mario, apareció enseñándolo todo en una revista.

Lucy cerró los ojos, horrorizada. Ella sabía muy poco sobre la vida de su hermana. Y aquel hombre horrible parecía divertirse ofendiéndola. ¿Cómo sabía tantas cosas sobre Cindy? ¿Realmente había aparecido desnuda en una revista? Lucy sabía que era demasiado gazmoña, pero no podía evitar sentir vergüenza por el comportamiento de su hermana gemela.

Aunque, en realidad, desnudarse delante de una cámara no era algo tan infame. Muchas actrices famosas lo hacían. ¿Cómo se atrevía aquel pueblerino a criticar a su hermana?

—Le he pedido que no me dirija la palabra a menos que sea absolutamente necesario —le recordó Lucy, intentando aparentar severidad.

Cuando salió del servicio vestida con los vaqueros y la blusa, Joaquín del Castillo la hizo objeto de un largo y lento escrutinio al que ella no estaba en absoluto acostumbrada. Los vaqueros eran muy ajustados y la blusa demasiado escotada, pero no había encontrado nada mejor.

El silencio se alargó durante lo que a Lucy le pareció una eternidad. Bajo la mirada intensa del hombre, se sentía consciente de su cuerpo como nunca lo había sido antes. Era como si él la estuviera acariciando con aquellos increíbles ojos verdes. Y eso la ponía muy nerviosa.

—¿Dónde está mi maleta? —preguntó. Sin molestarse en contestar, Joaquín del Castillo colocó un maloliente poncho sobre sus hombros—. ¿Qué hace?

Ajeno a su reacción, Joaquín le colocó un sombrero de paja sobre la cabeza.

—Hay que tener cuidado con el sol.

—¿Dónde está mi maleta? —insistió ella.

—He colocado algunas de sus cosas en la silla. Vamos, no tenemos tiempo que perder.

—¿Ha sacado las cosas de mi maleta? —preguntó Lucy, incrédula. No podía imaginar que aquel hombre había estado tocando sus braguitas y sujetadores…

—Vamos —insistió él, impaciente—. Ponga el pie izquierdo en el estribo y salte sobre la silla.

Lucy apretó los dientes al oír risas detrás de ella. Afortunadamente, se había puesto unas cómodas zapatillas de deporte y decidida, colocó un pie en el estribo. Pero la yegua se movió y Lucy cayó al suelo.

Joaquín del Castillo la levantó de un tirón.

—¿Quiere que la ayude, señora? —preguntó, irónico.

Lucy se soltó de un tirón.

—¡Hubiera podido subir si ese maldito caballo no se hubiera movido! —exclamó, irritada. Aunque no estaba acostumbrada a gritarle a nadie, aquel hombre la ponía de los nervios—. Y lo haré sin su ayuda aunque me mate… así que quédese ahí detrás riéndose con sus amigotes.

—Como usted diga… pero no me gustaría que se hiciera daño —replicó él, sin mover un músculo.

—¡Apártese! —gritó Lucy, sorprendiéndose a sí misma. Sentía tal rabia que habría podido montar sobre un elefante. Segundos después, estaba montada sobre el animal.

—Voy a atar una rienda de paseo a la yegua —murmuró Joaquín del Castillo, sin mirarla.

Aquel tipo parecía un aristócrata dándole órdenes a su criado, pensó Lucy cada vez más furiosa. Unos segundos después, el animal que había debajo de ella empezó a moverse, inquieto.

—El caballo se está moviendo…

—Es una yegua —la interrumpió él—. Chica se pone nerviosa cuando la monta alguien que no conoce. Pero no va a pasarle nada, no se asuste.

Lucy lo observó mientras ataba la yegua a un semental negro que movía las pezuñas como un toro.

—Espero que pueda controlar a ese monstruo…

—No es un monstruo, señora —murmuró él entre dientes.

Joaquín del Castillo era un tipo de hombre desconocido para Lucy. Un hombre temperamental y machista. Y orgulloso de serlo. No parecía haber en él ninguna debilidad.

¿Pero por qué era tan grosero con ella? Después de todo, Lucy había ido a visitar a Fidelio, como él quería. Y, lo supiera o no, debía alegrarse de que ella no fuera Cindy. Su hermana ya estaría de vuelta en el aeropuerto. Cindy, acostumbrada a la admiración masculina, no habría soportado ni un segundo a aquel hombre.

Irónicamente, su hermana le había dicho que la tratarían como a una princesa. Fidelio Páez era un caballero a la antigua usanza, pero Joaquín del Castillo no parecía saber nada sobre la galantería latina. Evidentemente veía a Cindy como una oportunista solo porque se había acostado con Mario la primera noche. ¿Cómo se atrevía a juzgarla tan duramente?

—¿Cómo está Fidelio? —preguntó Lucy entonces.

Joaquín la miró muy serio.

—¿Por fin se ha acordado de él? —preguntó. Lucy se puso colorada—. Está tan bien como cabe esperar en sus circunstancias.

Joaquín subió a su caballo de un salto. Se movía como si formara parte del semental, mientras Lucy estaba tan tensa que le dolían todos los músculos.

—¡No vaya tan rápido! —gritó cuando los caballos empezaron a galopar.

—¿Qué pasa?

—Si me rompo una pierna, no le serviré de nada a Fidelio.

—Pronto se hará de noche y…

—Me estoy asfixiando con este poncho —lo interrumpió ella, agobiada.

—Siento mucho que esta forma de viajar no sea de su gusto, señora.

—Llámeme Lucy. Llamarme «señora» con tan mala educación es ridículo —le espetó ella, furiosa. Joaquín del Castillo la miró como si quisiera matarla—. Sé que no le gusto y no soporto la hipocresía.

—Se llama Cindy, ¿por qué voy a llamarla Lucy? —preguntó él entonces.

Lucy apartó la mirada, molesta por su propio despiste. Afortunadamente, sus padres las habían llamado Lucinda y Lucille.

—La mayoría de la gente me llama Lucy.

—Lucinda —pronunció él lentamente, antes de clavar los talones en el semental.

Lucy intentó no caerse de la yegua mientras seguían galopando por aquel camino polvoriento. El paisaje era irreal. El cielo y la hierba… y el calor, como un ente físico golpeándola sin remordimientos. No había casas, ni gente, ni siquiera el ganado que había esperado. Cuando vio una colina con palmeras, estuvo a punto de lanzar el sombrero al aire. Pero no le quedaba energía. Ni siquiera sabía la hora que era, pero apartarse el poncho y levantar el brazo le parecía un esfuerzo imposible.

—Necesito beber algo —dijo por fin, con la boca seca.

—Hay una cantimplora colgada en su silla —dijo Joaquín, sin mirarla—. Pero no beba demasiado o se pondrá enferma.

—Tendrá que dármela usted. Si miro hacia abajo, me mareo.

Joaquín del Castillo obligó a su caballo a cruzarse con la yegua para que se detuviera y, con una habilidad que la dejó sorprendida, saltó del semental y desató la cantimplora con una mano.

—Una vez vi a un cosaco hacer eso en el circo.

—Yo no aprendí a montar en un circo, señora —replicó él, ofendido.

—Era un cumplido —murmuró Lucy, antes de llevarse la cantimplora a la boca.

—Ya es suficiente.

Lucy le devolvió la cantimplora y se secó los labios con una mano temblorosa. En realidad, le temblaba todo el cuerpo y estaba muy pálida. Con una imprecación en español, Joaquín del Castillo la tomó por la cintura.

—¿Pero qué hace…?

—Irá conmigo —dijo él, colocándola sobre el semental y saltando después sobre la silla con tal rapidez que Lucy no pudo protestar. Cuando intentó apartarse de aquel cuerpo duro y musculoso, él la sujetó apretándola contra su pecho con fuerza—. No se mueva —ordenó, impaciente.

Lucy intentaba respirar con normalidad, pero le resultaba imposible. Se le había quedado la boca seca. Joaquín del Castillo olía a cuero, a caballo y… a hombre. Lucy sintió un calor extraño en el vientre, un calor que la hacía sentir extrañamente relajada y sumisa. Las suaves cumbres de sus pechos se habían endurecido al contacto con el torso masculino y la dejaba atónita comprobar que, sin que ella pudiera evitarlo, su cuerpo respondía a la sexualidad que emanaba Joaquín del Castillo.

—Me aprieta demasiado —murmuró, intentando apartar las manos del hombre.

—No se preocupe —dijo él—. No me gustan las mujeres con el pelo teñido.

—¡Yo no llevo el pelo teñido! —protestó Lucy—. Es usted el hombre más desagradable que he conocido nunca. Estoy deseando perderlo de vista. ¿Cuándo llegaremos al rancho de Fidelio?

—Mañana…

—¿Mañana? —lo interrumpió ella, incrédula.

—Acamparemos dentro de una hora para pasar la noche.

Lucy no tenía intención de pasar la noche al aire libre y menos con aquel hombre.

—Pero yo pensé que llegaríamos enseguida.

—Se está haciendo de noche, señora.

—No tenía ni idea de que el rancho estuviera tan lejos —murmuró ella, angustiada.

Siguieron galopando en silencio durante una hora y lentamente el sol empezó a desaparecer en el horizonte. Lucy estaba exhausta. Cuando Joaquín la tomó en brazos para bajarla del caballo, le temblaban las piernas.

El mes anterior había estado en la cama con gripe y se encontraba fatal. Ni a ella ni a Cindy se les había ocurrido pensar que el rancho de Fidelio estuviera en un lugar tan remoto.

Alejada de la gran ciudad, se sentía muy vulnerable. Cindy había viajado por todo el mundo, pero aquel era el primer viaje de Lucy.

Joaquín llevó los caballos al río y ella se dejó caer al suelo. Le temblaban tanto las piernas que no podía sostenerse.

—Supongo que tendrá hambre —dijo él unos segundos después, ofreciéndole una manta.

Lucy negó con la cabeza y lentamente, como un juguete que se queda sin pilas, se tumbó sobre la hierba.

Joaquín del Castillo extendió la manta y la tumbó sobre ella con delicadeza. Era un hombre contradictorio. Recortado contra el horizonte, parecía una sombra amenazadora.

—Parece el demonio —murmuró ella, medio dormida.

—No voy a quedarme con su alma, señora… pero tengo intención de quitarle todo lo demás.

El cerebro de Lucy no registró aquellas palabras. Estaba demasiado cansada.

Sin salida

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