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Capítulo 1

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EL CORAZÓN de Milly palpitó de emoción cuando vio el nombre de Brooke en la pantalla de su viejo teléfono móvil. Hacía mucho que no sabía nada de su famosa y sofisticada media hermana. Brooke solía tener una actitud fría y crítica con ella, pero sabía que cuando la llamaba era porque la necesitaba. Le gustaba sentirse necesitada, y en el fondo estaba convencida de que la quería, aunque fuese demasiado orgullosa como para reconocerlo.

Si no la viera como alguien en quien podía confiar, no le hablaría de sus asuntos privados. Además, solo se tenían la una a la otra; no les quedaba ningún pariente vivo. Y con lo revuelta que estaba la vida de Brooke por culpa del tirano posesivo con el que había cometido el error de casarse, tampoco le extrañaba que la necesitara. ¿Qué clase de hombre intentaría dinamitar la carrera de su esposa? ¿Qué hombre querría divorciarse de una mujer tan hermosa y con tanto talento solo por un rumor de que le había engañado con otro? Brooke le había dicho entre sollozos, al contárselo, que se negaba a escucharla y que estaba empezando a pensar que le había tendido una trampa porque quería deshacerse de ella, que estaba convencida de que había pagado a aquel baboso para llevarla engañada a una habitación de hotel y luego difundir la mentira de que se había acostado con ella.

–Brooke, ¡qué sorpresa! –exclamó–. ¿Cómo es…?

–Escucha, Milly, necesito tu ayuda –la interrumpió Brooke–. Tienes que hacerte pasar por mí. Solo será unos días.

–¿Unos días? –repitió Milly desconcertada. Se había hecho pasar por ella otras veces, pero nunca más de unas horas–. ¿Cómo voy a hacer eso? Aunque nos parezcamos, en cuanto abra la boca la gente se daría cuenta de que no soy…

–Te alojarás en un hotel de lujo en el centro de Londres –replicó Brooke con aspereza–. No tendrás que hablar con nadie más que con el servicio de habitaciones; ni podrás salir de la suite.

Milly frunció el ceño.

–Pero… cuando dices unos días… ¿de cuántos días estamos hablando? –inquirió nerviosa.

–Cinco o seis nada más.

–¿Cinco o seis? Pero es que no puedo faltar tantos días al trabajo… –contestó Milly, en un tono de disculpa–. No quiero perder mi empleo.

–¡Por amor de Dios!, ¡eres camarera, no neurocirujana! –le recordó Brooke con brusquedad–. En esta época del año puedes encontrar trabajos eventuales en cualquier sitio, y si necesitas que vuelva a pagarte el alquiler, lo haré.

Milly se sonrojó. Era verdad que podría encontrar otro empleo con relativa facilidad, y si Brooke la compensaba pagándole el alquiler de su estudio, difícilmente podría negarse. Aunque la última vez que no había podido pagar el alquiler había acabado teniendo que dormir en el sofá de una amiga, era algo en lo que intentaba no pensar. Cierto que esa vez Brooke había olvidado darle el dinero que le había prometido prestarle, pero la culpa era suya por no habérselo recordado porque le daba vergüenza.

Milly prefirió no sacar a relucir la diferencia entre las finanzas de ambas. No le sorprendía que Brooke no quisiera que la vieran en público con ella, y que no la invitara nunca a ningún evento en su glamuroso mundo, salvo para que se hiciese pasar por ella. Claro que.. ¿qué otra cosa podía esperar?, se preguntó con tristeza. La verdad era que tenía suerte de que Brooke hubiera accedido siquiera a relacionarse con ella…

Brooke se había puesto en contacto con ella poco después de que cumpliera los dieciocho años, cuando acababa de dejar la casa de acogida del ayuntamiento en la que se había criado tras la muerte de su madre. Milly siempre había sabido que era hija ilegítima, pero no que su padre tenía otra hija. En un primer momento las palabras que Brooke había empleado para referirse a su madre la habían ofendido y chocado, pero al ponerse en su lugar había comprendido que se sintiera traicionada por su padre, y había disculpado su manera de expresarse.

–¡Tu madre fue la zorra que casi destruyó el matrimonio de mis padres! –le había dicho con aspereza el día que se habían conocido.

Siendo justos, era verdad que su madre, Natalia Taylor, una joven modelo, se había convertido en la amante del rico empresario William Jackson, el padre de Milly, a sabiendas de que era un hombre casado, infligiendo un sufrimiento terrible a su esposa y a su hija.

Sin embargo, aunque William había amenazado con dejar a su esposa, no llegó a hacerlo porque un infarto segó su vida. Brooke tenía quince años y ella solo nueve. Su madre murió apenas un par de años después, en un accidente de tráfico, y a ella la enviaron al hogar de acogida, donde había permanecido hasta alcanzar la mayoría de edad.

Al conocerse, las dos se habían sorprendido del parecido entre ellas. Ambas habían heredado de su padre el cabello rubio y rizado y los ojos azules. Sin embargo, Milly había nacido con el caballete de la nariz bastante pronunciado, y por sus facciones podría decirse que era bonita, pero no una belleza, como Brooke.

Había sido idea de esta utilizarla como a su doble para evitar los eventos que le resultaban aburridos o, más frecuentemente, para confundir a los paparazzi que seguían sus pasos como sabuesos, y que algunas veces la fotografiaban en lugares donde no quería que se la viese, o con personas con quienes no quería que se la viese. Estaba obsesionada con controlar y moldear la imagen que se daba de ella en los medios.

Por eso había llegado al extremo de decirle que para poder hacerse pasar por ella tendría que «arreglarse» la nariz para que se pareciese a la suya, que era mucho más elegante. En un primer momento ella se había negado en redondo, no porque sintiese un especial cariño por su nariz imperfecta, sino simplemente porque era su nariz y estaba acostumbrada a sus defectos.

Brooke se había puesto hecha un basilisco ante su negativa y había cortado todo contacto con ella durante semanas, haciéndola sentirse fatal. Cuando había vuelto a llamarla, un mes y medio después, se había sentido tan aliviada que había acabado accediendo a someterse a esa operación estética y antes de que pudiera cambiar de opinión Brooke la había llevado a una clínica privada para que se la hicieran.

La primera vez que se había hecho pasar por Brooke para que pudiera escaquearse de un aburrido evento benéfico, había pasado unos nervios tremendos a pesar de ir vestida, peinada y maquillada como ella. Sin embargo, nadie había sospechado nada y por primera vez en su vida se había sentido como alguien importante. Además, Brooke se había mostrado tan agradecida con ella…

La segunda vez solo había tenido que bajarse de una limusina y entrar en una boutique mientras Brooke estaba en otro lugar a miles de kilómetros. Había descubierto que era divertido ponerse ropa cara y fingir ser otra persona, sobre todo cuando en su vida hasta entonces no había habido mucha diversión.

La inquietaba que en esa ocasión Brooke estuviera pidiéndole que se hiciera pasar por ella no unas horas, sino varios días, pero con la difícil situación por la que estaba pasando Brooke con la crisis de su matrimonio, sabía que no podía negarse. Haría lo que fuera por ayudarla.

–¿Y dónde estarás mientras yo me alojo en ese hotel? –le preguntó con curiosidad.

–Voy a tomarme unas pequeñas vacaciones en el extranjero, así que necesitaré tu pasaporte para que los medios no se enteren –respondió Brooke.

Milly frunció el ceño al oír lo del pasaporte, pero luego esbozó una sonrisa. Unas vacaciones eran justo lo que necesitaba la pobre Brooke en ese momento, con todo el estrés y la tensión a los que estaba sometida, y al fin y al cabo ella lo único que tendría que hacer sería pasar unos días en una suite de hotel. Sería egoísta por su parte negarle su ayuda.

–Está bien, lo haré.

–Solo podrás llevar una bolsa de viaje pequeña. Yo prepararé una maleta con ropa mía para que te vistas con ella esos días –la informó Brooke–. Pasaré a recogerte y nos cambiaremos la ropa en el coche. Y te maquillaré yo; se me da mejor que a ti.

Después de que acordaran a qué hora pasaría a recogerla, Milly fue a la cafetería donde trabajaba para decirle a la dueña que dejaba el empleo, aduciendo una urgencia familiar. Odiaba dejarla tirada de esa manera, avisándola de que se iba con tan poca antelación, pero Brooke tenía razón: probablemente no tendría problema en encontrar otro empleo como camarera.

Volvió a casa, se alisó el pelo y metió en una bolsa de viaje su pasaporte, ropa interior, un par de libros y sus agujas de tricotar y unas madejas para entretenerse esos días que pasaría «encerrada» en el hotel.

Cuando bajó a la calle solo estaba lloviznando un poco, pero abrió el paraguas nada más salir para que no se le mojara el pelo. Brooke siempre lo llevaba perfectamente liso.

Al poco rato apareció una limusina con las lunas tintadas, que se detuvo frente a ella. La puerta trasera se abrió y vio sentada dentro a Brooke, que la apremió diciéndole:

–¡Vamos, sube ya! ¡No nos pueden ver juntas!

Milly se apresuró a entrar en el coche y cerró tras de sí.

–Pero… ¿y el conductor? –le siseó cuando se pusieron en marcha.

Brooke pulsó un botón y se elevó un panel de cristal frente a sus asientos, aislándolas de la parte delantera del vehículo. Luego pulsó otro botón y el cristal se oscureció.

–Le pago bien para que mantenga la boca cerrada –respondió, desabrochándose el cinturón–. Y ahora ayúdame a quitarme esto… –masculló, girándose para señalarle la cremallera que su vestido tenía en la espalda–. ¿Te has acordado de traer tu pasaporte?

–Sí, pero… ¿no es ilegal que viajes con el pasaporte de otra persona? –murmuró Milly incómoda, bajándole la cremallera.

Brooke giró la cabeza y le lanzó una mirada furibunda.

–No tengo elección. Si viajara con el mío, los medios se enterarían de a dónde voy y me seguirían. Pero si viajo con el tuyo, como tú no eres nadie, no habrá problema.

A Milly le dolió oírle decir que no era nadie, pero era la verdad, así que le entregó el pasaporte a regañadientes y la ayudó a quitarse el vestido.

–¡Por Dios, dejo de verte un par de meses y mira cómo te descuidas! ¡Mira qué manos! –la increpó Brooke ceñuda, agarrándola de una mano para mirarle más de cerca las uñas, más cortas que las suyas y sin pintar–. Yo siempre tengo las uñas perfectas. Cuando entres en el hotel y vayas al mostrador de recepción a recoger la llave de la suite, intenta ocultarlas lo más posible y pide que te manden a una esteticista para que te haga la manicura –le ordenó impaciente.

–Lo siento –murmuró Milly mientras se desvestía ella también, omitiendo que no podía permitirse, como Brooke, tratamientos de belleza semanales.

Brooke le metió por la cabeza su vestido y resopló al ver que le quedaba justo.

–¿Has puesto peso otra vez? –exclamó exasperada–. Anda, contén el aliento para que pueda subirte la cremallera.

Milly no era tan esbelta como Brooke, pero tampoco podía decirse que tuviera sobrepeso. De hecho, desde la primera vez que le había pedido que se hiciera pasar por ella, se había esforzado por perder unos kilos para que le cupiera mejor su ropa. Y eso le había supuesto sacrificios importantes, como evitar sus antojos favoritos y controlar su pasión por el chocolate.

Brooke se quitó los zapatos y se puso sus vaqueros y su suéter. Luego se recogió el cabello, se puso una gorra, y de su bolso sacó unas toallitas húmedas y empezó a desmaquillarse.

–Esto es casi como ser una espía –observó Milly divertida.

–¡No seas niña! –la reprendió Brooke con impaciencia–. ¿Tienes idea de lo importante que es este viaje para mí? Voy a reunirme con alguien que puede que me consiga un papel en una película.

–Bueno, para mí esto es emocionante –le confesó Milly azorada, frunciendo la nariz–. Perdona, es que me imagino que pasar varios días encerrada será bastante aburrido, así que para mí esta es la parte divertida.

–También necesitarás mis anillos… ¡y por amor de Dios, no vayas a perderlos! –la advirtió Brooke–. Puede que tenga que venderlos –masculló mientras se los quitaba para dárselos–. ¡Ese bastardo de Lorenzo! Está podrido de dinero, pero insistió en que hiciéramos ese acuerdo prematrimonial y no recibiré ni un penique más de lo que me corresponde. Pero dentro de unos años no será más que un mal recuerdo. Mi próximo marido será un icono de la moda, o un actor, ¡no un banquero!

Alicaída por el mal humor de Brooke, Milly se puso sus anillos y sus zapatos.

–¿Crees que podríamos… no sé, quedar una tarde cuando vuelvas? –le preguntó vacilante.

–¿Para qué? –inquirió Brooke con aspereza.

–Bueno, es que hace mucho que no nos vemos –apuntó Milly, abrochándose el cinturón–. Me apetece mucho pasar un rato contigo, aunque solo sea para tomar un café y charlar, y tal vez te sentirías mejor si hablaras de todo lo que te preocupa.

–No me hace falta; estoy bien –replicó Brooke. Bajó el cristal que las separaba del chófer y le ordenó que fuera más deprisa porque no quería perder su vuelo–. Cuando me enteré de que mi padre había tenido otra hija te busqué porque sentía curiosidad y ya está. Me he portado muy bien contigo: te he enseñado a tener un poco más de estilo, te pagué esa operación estética… ¿Qué más quieres de mí? Tampoco esperarás que seamos amigas, después de que tu madre se acostara con mi padre. ¿Sabías que mi pobre madre intentó suicidarse al enterarse de que él la estaba engañando?

Milly palideció al oír eso y agachó la cabeza.

–No sabes cuánto lo siento. Pero esperaba que con el tiempo… bueno, que podríamos dejar todo eso atrás porque somos hermanas.

Brooke que había sacado del bolso su kit de maquillaje, le levantó la barbilla para pintarle los labios con su barra de carmín.

–Mira, jamás podré olvidar que tu madre se acostaba con a mi padre, y yo no soy de tener amigas. Las amigas te dejan tirada y hablan a tus espaldas.

–¡Pero yo jamás haría eso! –protestó Milly.

–Bueno, hasta ahora no lo has hecho, es verdad –concedió Brooke a regañadientes mientras continuaba maquillándola–, y me has sido muy útil, pero no tenemos nada en común. Tú eres pobre, no tienes estudios y ni siquiera hablarías bien si no te hubiera mandado a esas clases de dicción… Te gusta leer y hacer punto; ¿de qué íbamos a hablar? A los cinco minutos estaría aburriéndome como una ostra.

Milly palideció de nuevo y se puso tensa. Era una idiota, dejándose maltratar por Brooke de esa manera. Durante todo ese tiempo había ignorado la frialdad de Brooke hacia ella, con la esperanza de que llegase a aceptarla como su hermana y dejase atrás el pasado, superando el dolor que le habían causado su madre y el padre de ambas. Pero ahora se daba cuenta de que Brooke seguía tan furiosa y resentida con ella como cuando se habían conocido.

Brooke guardó su kit de maquillaje y volvió a decirle al chófer en un tono agrio que acelerara. La lluvia estaba cayendo con mucha más fuerza y chorreaba por los cristales, dificultando la visibilidad.

–Está será la última vez que me haga pasar por ti –le dijo Milly, en un tono quedo pero firme–. De hecho, para serte sincera, desearía no haberlo hecho nunca.

–¡Por amor de Dios! ¿Tienes que enfurruñarte precisamente ahora? –le espetó Brooke airada.

–No me estoy enfurruñando, y no pienso dejarte tirada –respondió Milly con voz tirante–, pero cuando esto se haya acabado, no volveré a hacerme pasar por ti.

Brooke esbozó una sonrisa encantadora y le apretó la mano.

–Perdona si he perdido los nervios, pero es que esta oportunidad ha surgido tan de repente, y estoy tan estresada… –le dijo melosa–. Mira, ya no falta nada para llegar al hotel. Recuerda que no debes hablar más de lo estrictamente necesario con los empleados; yo no charlo con gente irrelevante. Quédate en la suite y haz que te suban el desayuno, el almuerzo y la cena. Y no comas porquerías. Todo el mundo sabe que llevo una alimentación muy sana, y dentro de poco tengo pensado subir a mi canal de YouTube un vídeo con unos ejercicios para mantenerse en forma. Recuérdalo: no debes dejarte ver. Es lo que espera la gente; saben que mi matrimonio se ha acabado y parecería insensible si no diese la impresión de que lo estoy pasando muy mal y necesitara pasar unos días a solas, apartada de todo.

Milly no se dejó engañar por aquella sonrisa falsa ni por sus disculpas. Estaba claro que Brooke solo estaba mostrándose amable con ella porque temía que la dejara plantada en el último minuto, y la entristecía ver que pudiera ser tan falsa cuando ella había llegado a sentir por ella un afecto sincero.

De repente el chófer, que había acelerado para contentar a Brooke, frenó bruscamente y dio un volantazo. Milly miró hacia delante y vio aterrada que estaba intentando esquivar un camión que se había saltado un semáforo en rojo e iba hacia ellos.

Milly se preparó para el impacto, rezando en silencio, y trató de agarrar a Brooke de la mano, pero estaba inclinada hacia delante, chillándole al conductor, y no podía alcanzarla. Se oyó un horrible crujido metálico cuando chocaron y el golpe sacudió todos sus huesos. Una ola de insoportable dolor la envolvió. Brooke… «¡Brooke…!», quiso gritar, presa de horror, al recordar que su hermana se había quitado el cinturón y no había vuelto a ponérselo, pero una densa oscuridad la engulló poco a poco y perdió el conocimiento.

Lorenzo Tassini, el banquero más excepcional de su generación y reconocido genio de las finanzas, estaba de muy buen humor porque esa mañana Brooke, que pronto sería su exmujer, por fin había firmado los papeles del divorcio.

Ya estaba hecho. Dentro de unas semanas sería libre, libre al fin, de una esposa que le había mentido, que le había engañado acostándose con otros, y que había dado pie a un sinfín de vergonzantes titulares en los periódicos.

Brooke confiaba en que su notoriedad la ayudase a abrirse paso en la industria del cine para labrarse una carrera como actriz. Él la despreciaba, pero se culpaba más a sí mismo por haber cometido el error de casarse con ella, que a Brooke por cómo lo había decepcionado. Echando la vista atrás, apenas podía comprender la locura que se había apoderado de él al conocer a Brooke Jackson. Sin duda la lujuria que había despertado en él había sido su perdición.

Su belleza lo había hipnotizado, pero los dos años que habían estado juntos habían generado en su interior rabia y resentimiento. La felicidad ilusoria que había experimentado al principio había durado muy poco. Pronto se había dado cuenta de que era imposible hacer realidad su sueño de crear un hogar y formar una familia junto a una mujer que no quería tener hijos y que no quería pasar tiempo con él a no ser que fuera en un ruidoso club nocturno.

Claro que… ¿qué sabía él lo que era un hogar feliz, o tener una familia? Había crecido en un antiguo palacete en Italia, con un padre a quien le importaban más sus calificaciones académicas que su felicidad, y había sido criado y educado por una sucesión de estrictas niñeras y tutores.

Las traiciones de Brooke habían aniquilado sus sueños de una vida familiar normal, de un hogar cálido. Había dejado atrás todos esos anhelos absurdos. No necesitaba nada de eso; era un hombre muy, muy rico y libre de todo tipo de ataduras. No volvería a casarse, y tampoco tendría hijos porque, con el mal ejemplo que había tenido, estaba seguro de que sería un pésimo padre.

Iba a salir a almorzar cuando llamaron por teléfono. Era la policía. La limusina en la que iba Brooke se había visto involucrada en un accidente. Se quedó paralizado al oír los detalles que le relató el agente al otro lado de la línea: su esposa estaba gravemente herida y la habían ingresado en la unidad de cuidados intensivos; el chófer, que trabajaba para él, había muerto, y también la otra mujer que iba a bordo. ¿Qué otra mujer?, se preguntó aturdido.

Visitaría a la familia del chófer en cuanto le fuera posible para darles sus condolencias, decidió de inmediato tras colgar el teléfono. Y aunque ya no pensara en Brooke como su esposa, sabía que no tenía ningún pariente y era su responsabilidad moral hacerse cargo de ella. Por eso, se fue derecho al hospital. Hacía mucho que había perdido el aprecio y el respeto a su mujer, pero jamás le desearía mal alguno.

Cuando Lorenzo llegó al pabellón de urgencias había un par de policías esperándole. Querían hacerle unas preguntas sobre la otra mujer, la que había muerto en el accidente. Según el pasaporte que habían encontrado se llamaba Milly Taylor, pero Lorenzo nunca había oído ese nombre ni sabía quién era.

La policía pensaba que tal vez también hubiera sido una extraña para la propia Brooke, que quizá, como estaba lloviendo tanto, se había ofrecido a llevarla porque le pillaba de paso. A Lorenzo le costaba imaginar a Brooke haciendo de buena samaritana y contestó que tal vez fuera una de las maquilladoras o estilistas a cuyos servicios recurría con frecuencia.

Se preguntó si el accidente habría sido culpa del conductor, y por ende culpa suya también por haber permitido a Brooke el capricho de seguir usando una de sus limusinas hasta que estuvieran oficialmente divorciados.

Aunque el acuerdo prematrimonial que habían firmado antes de la boda le aseguraba un férreo control para evitar que sus bienes acabasen en sus garras, se había mostrado generoso con ella. Además de dejar que siguiese haciendo uso de la limusina, le había comprado un lujoso apartamento para que viviese en él cuando abandonase Madrigal Court, su casa de campo. De hecho, ya le había entregado las llaves, pero Brooke aún no se había mudado porque le gustaba demasiado la comodidad de contar con un servicio pagado que le cocinaba, limpiaba, lavaba la ropa… ¡Madre di Dio…!, ¿cómo podía estar pensando esas cosas en un momento tan grave?, se reprendió.

La policía le aseguró que el accidente no había sido culpa de su chófer. Un camionero extranjero había girado en la calle equivocada, le había entrado el pánico en medio del intenso tráfico y se había saltado un semáforo en rojo, provocando el accidente.

Brooke había sufrido un severo traumatismo craneal y el neurocirujano que estaba a punto de operarla le advirtió que era posible que no sobreviviera a la intervención. Lorenzo se pasó horas paseándose arriba y abajo por la sala de espera, rumiando los demás detalles que le habían dado sobre su estado: le habían dicho que Brooke tenía múltiples cortes y golpes en la cara y aunque solo había podido verla unos segundos cuando habían pasado con ella en una camilla, camino del quirófano, había podido comprobar hasta qué punto el accidente había desfigurado sus facciones. Sabiendo lo importante que era para Brooke su apariencia, sintió lástima de ella. Si sobrevivía, se aseguraría de conseguirle al mejor cirujano plástico para que pudiera volver a mirarse al espejo sin sentirse mal. Haría todo lo que estuviera en su mano por ella.

Cuando por fin apareció el médico para decirle que la operación había ido bien, respiró aliviado. Sin embargo, el neurocirujano también le explicó que Brooke estaba en coma y que no había manera de saber cuándo saldría de él, ni en qué estado quedaría. Esa clase de traumas craneales solían causar complicaciones y secuelas. En cualquier caso, le dijo, tenía un largo y lento proceso de recuperación por delante.

Una enfermera le entregó los efectos personales de Brooke. Entre ellos estaban su anillo de compromiso y la alianza que él había puesto en su dedo el día de la boda con tanta confianza y optimismo. Tragó saliva, consciente de la encrucijada en la que se encontraba de repente. Hacía unas horas solo había podido pensar en que dentro de unas semanas sería libre, pero Brooke aún era su esposa, y le daría todo el apoyo que fuera necesario en esos momentos difíciles. Dejaría en suspenso el asunto del divorcio hasta que Brooke se recuperase.

Recuerdos borrados

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