Читать книгу "Nosotros, los bárbaros": tres narradores mexicanos en el siglo XXI - Mabel Moraña - Страница 4

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Introducción

Creo que no es ocioso comenzar indicando que, en los tiempos que corren, marcados por una revulsiva atmósfera política y social, por incontrolables altibajos económico-financieros y por devastadores horizontes de muerte que resultan de la violencia sistémica, las políticas migratorias y los problemas de salud pública a nivel mundial, el lugar y función de la literatura no constituye un tema prioritario. Comienza a delinearse como un tópico de relativo interés dentro del campo cultural sólo –o, sobre todo– en la medida en que esa práctica se considera articulada a lo que, a mi criterio, representa un área de debate inaplazable: la necesidad y modos posibles de modificación de las formas de conciencia social que acompañan el avance del nuevo milenio. A este nivel es que el tema de la producción / recepción literaria empieza a entenderse como estrechamente vinculado (aunque con mediaciones) a los dominios de la política y de la ética, de la crítica social, la representación de sujetos, y el estatuto de lo subjetivo. Estas conexiones resultan particularmente relevantes en una época que se autopercibe como orientada preeminentemente hacia el objeto: sus formas de producción e intercambio, las transacciones a las que da lugar, y sus modos de circulación, en otras palabras, su cotización y valor como mercancía, su valor de uso y su valor de cambio. No quiero decir con esto que hayamos llegado a un punto en que todo principio de validación estética o toda poética deba supeditarse a los requerimientos que la realidad impone. Creo que el secreto radica en las formas en las que se produce esa articulación, en la elegancia de los engarces, la eficacia de los silencios y la fuerza de las reticencias; en el modo, en fin, en que la palabra y la idea se dejan permear por lo real sin anegarse, manteniendo su perfil, su derecho irrenunciable a la polisemia, al recato y a la redundancia.

Me orientó hacia el limitado corpus de este libro una pregunta subyacentemente similar a la que informó mi estudio sobre autores peruanos (Arguedas/ Vargas Llosa. Dilemas y ensamblajes, 2015): la que inquiere acerca de los impulsos que, desde una circunstancia histórica y cultural común, cristalizan en proyectos estéticos divergentes, ofreciendo una visión prismática de la cultura nacional y de sus imaginarios colectivos.

En el caso de los narradores mexicanos en los que se centra este libro, el análisis resultó mucho menos complejo que en el de los autores andinos, por el distinto volumen y grado de desarrollo de la obra literaria de estos escritores, y por su significado individual y papel protagónico dentro de los procesos de su tiempo. Fue, sin embargo, un ejercicio similarmente intrigante el de enfrentar las estéticas que estos escritores despliegan en sus textos de modo paralelo, creando mundos ficticios bien diferenciados y hasta opuestos, en algunos aspectos. No me interesó, en este caso, analizar comparativamente las divergencias o convergencias entre los respectivos proyectos literarios, ya que este reducido corpus no responde de manera puntual a coyunturas político-ideológicas como la de los escritores andinos analizados en mi libro (la Revolución cubana, el senderismo), o existenciales (el Premio Nobel, el suicidio), capaces de crear antagonismos manifiestos. Pero sí me sedujeron las estrategias que cada autor emplea para enfrentarse, con un arsenal propio, a los desafíos de una época poblada de conflictos y pobre en alternativas de superación de los horizontes necro-políticos que compartimos en el mundo globalizado.

Algunos de los puntos de análisis que marcan este estudio tienen que ver con aspectos previsibles. El primero, con el lugar de enunciación desde el que el texto es emitido en cada caso, entendiendo por tal la plataforma geocultural, pero también político-ideológica. Esta permite concebir el relato como una forma de producción simbólica que revela, mediatizadamente, la tensión entre el particular momento de desarrollo que atraviesa la cultura nacional y los procesos de transnacionalización cultural del capitalismo tardío.

La negociación entre localismo o regionalismo y dimensión global es realizada por los tres escritores mexicanos de manera distinta.

En el caso de Yuri Herrera, como enfatiza mi análisis, el procedimiento crucial es la depuración estética de sus referentes. Guiado por técnicas de economía narrativa que pulen la escritura, liberándola de esquirlas y asperezas, de aditamentos y digresiones, su narrativa se desliza exacta y afinada, como trabajada con cincel. Sus personajes y sus tramas evocan entre lugares fronterizos, la austeridad del paisaje desértico y la compleja simplicidad de las regiones, pero no, necesariamente, como son, sino como la imaginación de nuestro tiempo histórico nos permite pensarlas a partir de versiones y visiones dispares, sin duda desajustadas, contradictorias e interesadas que invaden el espacio público. Su literatura tiene lugar no en los escenarios elusivos de lo real, sino, más bien, en el espacio ya saneado de los imaginarios, cuando la realidad ha llegado a asentarse en imágenes, sonidos y, sobre todo, atmósferas. Éstas permiten interiorizar versiones singulares de lo que vociferan los noticieros y cantan los corridos, de lo que nos contaron que sucede y lo que suponemos que tiene lugar, aunque esos contenidos resulten ajenos a la experiencia del individuo común, e inalcanzables, en su inmanencia, desde el lenguaje, la racionalidad y la memoria. La prosa tersa de Herrera, contenida y lacónica, está poblada de ecos y huellas, y al mismo tiempo no se parece a nada. Imagina los espacios del cartel, la muerte y el amor en contextos atravesados por el vicio en el que se refugian las subjetividades alienadas y vulnerables de personajes-tipo que son únicos e inolvidables, porque enfrentan realidades ficcionales más grandes que ellos mismos. La escritura de Herrera es sensual, cautelosa y sabe dónde detenerse.

Por su parte, las narraciones recibidas hasta ahora de Fernanda Melchor, sobre todo las novelas, parecen tomarla a ella misma por asalto. Desenfrenadas, persistentemente oscuras, morbosamente atiborradas de sonidos, imágenes y palabras, sus páginas transmiten los ritmos de la respiración agitada de personajes que no encuentran en la prosa un resquicio para tomar aliento, interioridades que se salen de sí, que desbordan la página. Heredera rebelde de resonancias lejanas del barroco funerario, sus textos se producen a sí mismos como excavaciones que incursionan en las fosas comunes del inconsciente colectivo. Las subjetividades de los personajes, que Barthes llamara “seres de papel”, parecen conformadas en un material áspero, irritante. Quizá por eso empujan incansablemente los límites del texto, se derraman hacia los márgenes –de lo social, de lo textual– empujan la sintaxis, reconquistan la lengua. Los asuntos superan a los personajes, pueden más que ellos. Sus espacios parecen una escenografía mínima en una representación teatral de bajo presupuesto, en la que los actores cubren heroicamente, y por demás, la precariedad de sus ambientes. Así es que ellos van y vienen desde y hacia los estereotipos; visitan y abandonan las fórmulas creativas; incursionan en la superabundancia y el decorativismo; toman elementos de la novela negra, del gótico, del neobarroco, apropian y reciclan estéticas de manera esporádica y sin comprometerse. Sus personajes, frecuentemente jóvenes impactados por un mundo incomprensible e intransitable, entran y salen de diversos territorios poéticos, inquietos, provisionales, proteicos y melancólicos.

Con Valeria Luiselli pasan otras cosas. Su literatura es calculada, cerebral, hipotérmica. Aún el manejo de los afectos parece responder en su escritura a un plan esbozado en un bloc amarillo, donde flechas y círculos indican cómo avanzar, dónde detenerse, en qué momento entra el fantasma, sale el gato, habla el niño mediano. Dosis apropiadas de moderado feminismo (que no dice su nombre); referencias meta-literarias a una infancia de viajes, experiencias y lugares míticos, proporcionan instrucciones para el tránsito textual. Listas interminables de personajes que deben ser citados; lugares singulares y detalles que apuntan al desorden de una bohemia desfasada, común en otras épocas, porciones suficientes de humor y de ironía, se distribuyen en páginas que conocen las preferencias del mercado: tropicalismo ma non troppo filtrado por un convincente academicismo y subsumido con sagacidad en temas que conectan con el mercado al que, desde Nueva York, puede tomarse el pulso con precisión. La de Luiselli es una literatura de gestos que convergen en el objetivo principal de dibujar cuidadosamente los contornos de la imagen propia. La autoficción cunde en las novelas como una vertiente que se retroalimenta. La tensión muy notoria entre exterioridad y cultura nacional no está resuelta en la obra de Luiselli, y éste es, a mi juicio, uno de sus puntos de interés. Otra característica es el empeño por encontrar asuntos que sólo oblicuamente conectan con problemáticas actuales. Atemperado por el sonido inexistente de los nativos americanos y por los hijos propios, que intentan recuperar la atención de sus padres, el tema de los niños perdidos en el desierto se diluye entre los audiolibros, los dibujos y las anécdotas cotidianas. El gesto de mirar hacia atrás en los ricos legados de la cultura mexicana desde una posición exterior, resguardada, aspecto bien analizado por Oswaldo Zavala, entrega una perspectiva interesante del modo en que lo nacional se desgaja en los escenarios globales y se recompone, como en los juegos de un caleidoscopio, desde formas diversas de ciudadanía cultural.

Arribamos así a tres modelos diferentes de posicionamiento intelectual en el que el fantasma de lo nacional se hace presente de distintas maneras. Como se ha visto, el lugar de enunciación se refiere a una serie de decisiones y posibilidades situacionales, y al modo de concebir la creación como trabajo intelectual, es decir, como producción de discursos ficcionales que emergen de sujetos concretos, relacionados con condiciones específicas de producción cultural. Estas poéticas provienen de muy diversos territorios existenciales, e involucran una comprensión diferenciada de la función del cuerpo y los afectos, de la clase, la raza y el género, del valor identitario de la lengua, el deseo y la creencia. Constituyen, entonces, formas alternativas de conciencia social y acercamientos singulares a la relación entre ficción y realidad, imaginación y racionalidad, saber, sentir y poder, nación y exterioridad posnacional.

La obra de Yuri Herrera sugiere como punto de partida una experiencia de vida poéticamente decantada, capaz de sostener líricamente los mitos que se integran en los imaginarios populares, sin hacer de los textos tesis sobre la historia mexicana ni requisitorias sobre los horrores de nuestro tiempo. Herrera, más bien, deja que la literatura se deslice sobre la superficie escabrosa de lo real iluminando el lado subjetivo de procesos sociales y el precio que se paga por la supervivencia. Su narrativa va imprimiendo una huella indeleble sobre la materia narrada, rastro que se percibe en las conductas sociales de sus personajes, en sus creencias, y en las subculturas a las que pertenecen, en las que se procesa el día a día de lo nacional.

Desde los escenarios de Veracruz que enmarcan las historias de jóvenes atormentados por la precariedad y la violencia, lo nacional tiene una presencia sangrienta –gore–, y al mismo tiempo delirantemente imaginativa, mostrada por Melchor en una prosa que por momentos parece una especie de viaje sicodélico que, sin embargo, guarda inquietantes relaciones con el mundo vivido. En la obra de Melchor el margen es el principal protagonista: espacio residual, promiscuo y profusamente visualizado, que habla con voz propia. Los personajes de Herrera son también habitantes de la periferia, pero el margen de Melchor se expresa de un modo mucho más dramático en los estratos de la psicología y la emocionalidad revulsiva de sus personajes y de sus acciones, presentados con una inmediatez cruda y flagrante. Melchor le apuesta al exceso; Herrera, a la mesura. En éste la posicionalidad fronteriza toca la trascendencia mítica, roza la abstracción, aunque la encarnadura de sus seres ficticios tiene una profunda, sintética verosimilitud. Son personajes simples y profundos, breves, contundentes, perfectamente oportunos, exactamente diseñados.

En Luiselli lo nacional es, por supuesto, fantasmático. El recurso de la espectralidad quita a su mundo credibilidad, y le agrega una dosis a veces excesiva de atemporalidad y de literatura. Pero, de todos modos, lo nacional atrae como un imán a través de sus referentes canónicos, algunos recovecos de lo urbano, algunos dramas contemporáneos que comienzan con lo testimonial y conducen a lo novelesco. Los fantasmas recorren en la prosa de Luiselli un espacio cultural claramente compartimentado (elitista e institucionalizado, por un lado, popular y/o mass-mediático, por otro). Son los indicios de un legado nacional(ista) que se transmite de generación en generación dentro del sector de una intelectualidad ya, en buena medida, transnacionalizada, cuyo contacto aséptico con las perversidades de lo real realiza nuevas síntesis de la densa y conflictiva historia mexicana. Aunque Herrera escribe también desde un enclave exterior, en Estados Unidos, su localización no parece haber atemperado su relación con una materia prima irrenunciable. Su origen provinciano, desplazado del contacto constante con el núcleo absorbente del DF, su capacidad para retener la vivencia de espacios periféricos y decodificar el desafío epistémico de la frontera, han resultado en un uso impecable de la lengua, la expresividad y hasta los gestos que el lector imagina acompañando el habla fronteriza, la respiración del paisaje y el pensamiento de sus personajes.

Los tres autores han logrado, cada uno a su manera, encontrar formas seguras y merecidas de inserción en el mercado cultural globalizado, al cual han logrado cultivar por su dominio ejemplar del oficio y por una voluntad sostenida de innovar y de integrar una voz auténtica, distinta, en un espacio público multicultural, que impone sus propias leyes y expectativas. Cada uno ha conquistado un público cuyas aficiones se irán definiendo a medida que la obra de estos escritores se desarrolle y encauce por caminos todavía imprevisibles. Lo cierto es que, sin embargo, a pesar de sus diferencias, los escritores estudiados entregan al lector una versión distinta del México revulsivo e insoslayable de José Revueltas, de la mexicanidad cosmopolita de Carlos Fuentes, de la experimentación vanguardista de Contemporáneos y del proyecto rupturista del Crack. Algo persiste de todos ellos, decantado, en las estéticas de esta generación. Pero si algún fantasma sobrevuela, invicto, insoslayable en las poéticas actuales es el de Juan Rulfo, lacónico y sobrecogedor.

Se ha dicho de los textos de Luiselli que han “nacido traducidos” o “nacidos para la traducción”, no sólo porque en algunos casos salieron a luz primero en inglés, sino porque su temática y su armazón han sido pensados para públicos no necesariamente mexicanos. Algo similar podría ser dicho de las obras de Herrera, aunque en su caso se percibe mucho menos la estrategia deliberada de inserción del producto literario en formas transnacionales de circulación y consumo. Herrera es un autor que, quizá sin proponérselo, interpela a un público que excede el límite de lo nacional; en él se percibe claramente que está aquí para quedarse. En el caso de Melchor, su traductibilidad parece un proceso más complejo, tanto a nivel cultural como lingüístico, ya que el tema de la inteligibilidad tiene, en su caso, una dimensión más profunda. Requiere la comprensión de contextos, pero sobre todo la intuición del lector para internarse en todo aquello que la traducción no logrará captar, pero que las texturas narrativas comunican, sin pausa.

Junto a lo señalado, creo, asimismo, que en los tres autores uno de los aspectos que atrae principalmente la atención del lector es el de sus particulares lecturas de la modernidad como un sistema multifacético de articulación social, distribución cultural y direccionalidad política, pero también como una plataforma epistémica que organiza el saber, las formas de privilegio cognitivo y los grados de acceso e integración a los espacios públicos y a los bienes simbólicos. Los tres escritores se aproximan de modo muy distinto al problema de los descentramientos y desplazamientos sociales, evidenciando técnicas bien diferenciadas para la administración de la distancia respecto a los centros principales del capitalismo tardío y a los flujos culturales que ellos emiten. La localización de anécdotas y personajes y las formas diversas de abordar el lenguaje muestran diferencias muy significativas entre ellos. En sus obras el lenguaje cubre un espectro que va desde la apropiación de giros coloquiales que regionalizan el discurso literario y lo intervienen simbólicamente (Melchor, Herrera) hasta las formas más convencionales y estandarizadas que revelan el dominio de la lengua culta. Esta es utilizada como una herramienta ajustada e informada por la aparición de referencias canónicas y de aportes léxicos de otras lenguas que indican la cosmopolitización del discurso y su apertura hacia el mundo globalizado (Luiselli). Esta tensión entre localismo y mundialización apunta a aspectos neurálgicos de los procesos actuales. En éstos, el debilitamiento progresivo de la nación-Estado como plataforma primaria del análisis cultural se contrabalancea con la potenciación de idiolectos e imaginarios provincianos, y con el retorno hacia la representación de formas de creencia y sensibilidad que corresponden a distintos enclaves sociales y económicos. Se iluminan así los fragmentos de lo nacional, sus recortes, hibridaciones y desfases. Ilustrando la dialéctica local/global, estos paradójicos vaivenes alimentan la nostalgia por un mundo que se va disolviendo en la estandarización y recuperan voces que se dejan oír en los espacios globales reclamando una historia inclusiva, diferenciada y abierta a formas otras de percibir lo social y lo político.

Los escritores analizados en este libro elaboran de manera bien diferenciada las nociones de comunidad, identidad, género y afecto, así como los conceptos de patria, frontera y ciudadanía, centrando o desplazando los temas ineludibles de la desigualdad y la (in)justicia social, las formas subjetivas o socializadas de culpa y redención, de deseo, nostalgia y corporalidad. Al hacerlo, el mundo representado se ve atravesado por lo grotesco, lo sentimental o lo lírico; en ocasiones incluye segmentos muy concretos de las formas contemporáneas de socialización, o se aventura por los territorios del mito.

Es digno de notar que en los tres casos los primeros avances literarios de Herrera, Melchor y Luiselli tomaron el camino de la crónica, en direcciones diferentes: la reconstrucción del incendio en la mina El Bordo, en la que Herrera apunta a la construcción de una versión del hecho para sacar a luz el papel de los responsables en el desastroso suceso; los episodios ocurridos en el área de Veracruz, en los que se mezclan la crónica roja y las notas sociales, rescatados por la pluma periodística de Melchor en Aquí no es Miami, y artículos o notas que componen Papeles falsos. En esta obra Luiselli deja aflorar aspectos y tonos que caracterizarían sus textos posteriores: la predilección por itinerarios urbanos o suburbanos recorridos a la manera del flâneur, el diletantismo, la referencia constante a personajes famosos del mundo cultural, la visita a lugares icónicos (el cementerio de San Michele, la tumba de escritores, los recorridos ciudadanos que descubren sitios secretos o intersticiales a los que se otorgan significados especiales, etc.).

Es asimismo significativa la relación que guardan los autores mencionados con la tradición literaria, siendo explícitos los regresos a la estética de Contemporáneos y del Crack, en el caso de Luiselli, y la filiación que algunos críticos han resaltado entre la obra de Herrera y la narconovela o la narrativa de frontera, que elaboran, en estilos muy distintos a los utilizados por el escritor hidalguense, autores como Homero Aridjis, Heriberto Yépez, Elmer Mendoza, Daniel Sada y Orfa Alarcón, entre muchos otros. La obra de Melchor, por su parte, ha sido aproximada a la de Flannery O’Connor por sus preferencias por lo grotesco y por los vericuetos de la conducta humana, y también ha sido comparada con el estilo de autores norteamericanos que cultivaron el “gótico sureño”. Por su interés en cuestiones de género (masculinidad, homosexualidad, feminismo) se considera que Melchor es heredera de aportes realizados desde la mitad de siglo pasado por autoras como Josefina Vicens (El libro vacío,1958) e Inés Arredondo. Más recientemente, se la aproxima a la obra de Cristina Rivera Garza (Ningún reloj cuenta esto, 2002; La muerte me da, 2007) y, en algunos aspectos, a la escritura de Ana Clavel.

Sin embargo, más allá de posibles legados literarios y asimilaciones estéticas, debe enfatizarse el hecho de que la literatura escrita hoy en o acerca de México no puede comprenderse como una esfera autónoma o circunscrita al campo literario en tanto sistema cerrado y autosuficiente. En efecto, ningún tipo de creación simbólica puede desentenderse hoy de la necro-cultura instalada tanto dentro del país como a nivel transnacional, asociada al narcotráfico y a otras formas de crimen organizado, pero derivada y en muchos casos generada por estrategias de control estatal transnacionalizado, en las que las “fuerzas del orden” se han involucrado protagónicamente durante décadas. La violencia incide en la creación simbólica no sólo al impactar las formas de vida y las condiciones materiales de producción cultural, sino al incidir en los imaginarios colectivos, penetrando el cuerpo social y desprotegiendo el cuerpo de la ciudadanía. La violencia se manifiesta cuando el Estado fracasa en la salvaguarda de los derechos humanos, cuando se desatiende la socialización de recursos naturales y la implementación de justicia social.

Nadie ha hecho recientemente mayor contribución a la comprensión del régimen necropolítico que Zayak Valencia al caracterizar el capitalismo gore como el régimen político, económico y social que se ensaña en los cuerpos y en la devastación de la vida utilizando estos recursos como estrategias para la imposición de la autoridad, la generación del miedo y la espectacularización del poder. Asimismo, Rossana Reguillo y José Manuel Valenzuela han venido trabajando temas vinculados a estas situaciones, iluminando la cultura de los jóvenes, bien representada en la poética de Melchor y en los temas de frontera y narco-cultura que reaparecen en la narrativa de Herrera. Del mismo modo en que esta materialidad se traduce en la proliferación de cadáveres, en mutilaciones, secuestros y violaciones, el capitalismo tardío, apoyado en las políticas del neoliberalismo, se impone asimismo a través de modelos epistémicos que obnubilan la conciencia social, naturalizan la agresión y legitiman la impunidad. Los que Félix Guattari denominara territorios existenciales se delinean de acuerdo a esos parámetros. La vivencia interioriza afectos, imágenes, formas de concebir lo social y lo comunitario, que luego reaparecen en el registro simbólico en la literatura, en las modulaciones del lenguaje y en las imágenes que visualizan lo innombrable.

Los tres autores de quienes se ocupa este libro otorgan al tema del cuerpo una persistente atención, como el espacio en el que se concentran el control social, el deseo, el sacrificio y la embestida de la violencia: la violencia sistémica o estructural, la delictiva y la que el propio sujeto se infringe como autodestrucción o como inmolación. Pero el cuerpo también es el repositorio de afectos contradictorios y sutiles, de pasiones volcánicas y arrasadoras, de sentimientos reprimidos y frustraciones irreparables, de luchas y resistencias sostenidas. Las imágenes del cuerpo se pluralizan: se trata del cuerpo nómade y fronterizo, expuesto a la violencia o al contagio, obnubilado por el sexo, o empeñado en un itinerario mítico, que busca redención o que es sacrificado impunemente en las minas, al servicio del capital ajeno, como en la obra de Herrera. Se trata también del cuerpo proliferante, sumido en la perversión y la promiscuidad, en busca permanente del momento en que se nublan los sentidos y el mundo se apaga, subsumido en el espacio del mal, donde se expresa el inconsciente colectivo y sus formas subliminales de invadir el espacio de la vida, en la escritura torrencial de Melchor. Se trata, finalmente, del cuerpo de los niños migrantes, imaginado o testimonial, herido a muerte en las mismas tierras que les fueran arrebatadas a sus antepasados, que persiste en rumores y en relatos. Éste es el cuerpo-sombra, fantasma de sí mismo, que puebla los intersticios del presente, como en los textos de Luiselli.

Y todo esto en actualizaciones diversas de la lengua, como si se tratara de vertientes de un mismo río que van a dar al vertedero múltiple de la literatura que las absorbe, las revuelve y las entrega al espacio global, exuberantes y autónomas. Jergas, localismos, figuras del habla coloquial, cultismos, interferencias de otras lenguas, modismos del lenguaje infantil, neologismos, citas, palabras soeces junto a términos de lenguas antiguas, se abren paso en diálogos, descripciones y avances narrativos, creando en la obra de los tres autores espacios de convergencia léxica y semántica que visualizan sus asuntos y los dejan flotando en el imaginario colectivo. Lo mismo sucede con los escenarios en los que se teatralizan los movimientos y parlamentos de personajes únicos, que se quedan con el lector cuando el libro se acaba y se suman al rico repertorio mexicano de seres de papel inolvidables y certeros, representativos de un mundo que resiste codificaciones y hermenéuticas.

Modernidad, patriarcalismo, marginalidad, violencia, consumismo, racionalismo instrumental, productividad, necro-estética, son algunos de los conceptos que la escritura de nuestros autores deja sobre la mesa como contribución a la indagación política, filosófica y poética en nuestro tiempo. Se trata de ideologemas que capturan núcleos de sentido que es necesario desentrañar, porque apuntan a coordenadas que definen la forma de ser/estar-en-el-mundo en el capitalismo tardío. La condensación del espacio/tiempo en que vivimos, la proliferación de mundos virtuales, la simultaneidad y el vaciamiento de las estructuras que distribuyeron poder/saber en la modernidad, son desafíos epistémicos y no sólo variantes sociales o políticas en el nuevo milenio. Nada es estético sin ser político; toda ideología es, a su vez, una poética, mesiánica o diabólica, orientada hacia la vida o hacia la muerte, pero condensada en imágenes, lenguajes, formas plásticas y ahora también digitalizadas, que nos toca decodificar. La obra de los escritores aquí estudiados apunta hacia esos horizontes comunes desde lecturas minuciosas del presente, cautivantes y, como no, polémicas.



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