Читать книгу El sueño de un príncipe - Maisey Yates - Страница 6
Capítulo 2
Оглавление–¿Su alojamiento le parece satisfactorio?
Jessica se dio la vuelta, con el corazón en un puño. Stavros estaba en el pasillo del hotel, sonriendo.
–Sí, mucho… Pero no esperaba verlo aquí.
Él echó un vistazo a la habitación.
–No veo por qué. Este es uno de mis hoteles.
–Sí, pero di por sentado que…
–Dio por sentado que no dirijo personalmente mis hoteles, casinos, etcétera –la interrumpió–. Sin embargo, se equivoca. Si mi vida hubiera sido distinta, habría sido un hombre de negocios… como es la que es, divido mi tiempo entre las obligaciones asociadas a mi título de príncipe y las asociadas a mis empresas.
Ella intentó sonreír.
–De todas formas, me parece extraño que, con todos los hoteles que tiene en la isla, aparezca precisamente en el mío.
–Bueno, reconozco que no ha sido casualidad. He venido por usted, aunque también tengo un motivo profesional para estar aquí.
Jessica sintió un cosquilleo en el estómago y se tuvo que recordar que Stavros era un cliente, no alguien con quien pudiera mantener una relación amorosa. Además, todavía no se habían cerrado las heridas de sus cinco años de matrimonio con Gil. La habían dejado sin ánimo para salir con otros hombres.
Al pensar en ello, le pareció irónico que se dedicara a buscar pareja a los demás cuando ella se acostaba sola todas las noches. Su divorcio había tenido aspectos positivos, porque la había empujado a dejar su antiguo empleo y a crear su propia empresa; pero desgraciadamente su vida emocional distaba de ser tan exitosa como su vida profesional.
–¿Qué motivo es ese? –preguntó.
–Tenía que hablar con mi gerente para que se encargue de los invitados a la boda de Mak y Eva. Es uno de los regalos que voy a hacerles… Quiero que la familia de Mak, el prometido de mi hermana, se aloje en el hotel. Él dice que no necesita mi ayuda, pero me temo que soy muy insistente.
–Y supongo que siempre se sale con la suya, ¿verdad?
La pregunta de Jessica fue casi retórica. Ya imaginaba que Stavros no era de la clase de persona que aceptaba una negativa por respuesta; y por otra parte, era un hombre tan carismático y poderoso que la gente lo obedecería sin rechistar.
–Sí, siempre.
–¿Y por qué quería verme? –preguntó, insegura.
–Porque necesito asegurarme de que me entiende y de que entiende las necesidades de mi patria. De lo contrario, no podrá ayudarme a encontrar esposa.
–Descuide, he investigado mucho sobre Kyonos y…
–No, eso no basta. Tiene que conocer mi país.
A Jessica no le gustó lo que estaba insinuando. Ir a Kyonos implicaría pasar más tiempo con él, someterse a sus encantos.
–¿Se está ofreciendo a enseñármelo?
–Sí, algo así.
Jessica intentó encontrar una excusa para rechazar la oferta del príncipe, pero no se le ocurrió ninguna.
–Bueno, si lo considera necesario… acepto.
–Excelente. ¿Tiene que hacer algo antes?
–No. Estaba a punto de salir a comer, así que podemos irnos cuando quiera.
Ella pensó que sus zapatos rojos, de tacón de aguja, no eran el calzado más adecuado para ir de paseo; pero afortunadamente, siempre llevaba unas zapatillas negras en el bolso.
Él la miró de arriba abajo y arqueó una ceja.
–¿Qué ocurre? –preguntó Jessica.
–Nada.
–¿Qué pasa? –insistió.
Stavros se dio la vuelta y se alejó por el pasillo. Jessica lo siguió a toda prisa.
–¿Por qué me ha mirado de esa forma?
–¿Siempre viste así?
Jessica bajó la cabeza. Llevaba un vestido de color blanco y negro y un bolso del mismo color que los zapatos.
–¿Así? ¿Cómo?
–Como si se acabara de escapar de una película de los años cuarenta.
–Ah, eso… sí, me gusta la ropa vintage. Es una de mis aficiones.
–No sabía que la ropa se pudiera convertir en una afición.
–Por supuesto que sí. Es como un juego. Son prendas antiguas, que no se encuentran en cualquier sitio… yo las compro en subastas y mercadillos.
–¿No es demasiada molestia para ser ropa de segunda mano?
–De segunda, de tercera o de cuarta mano –respondió ella–. Pero me encanta que tengan tanta historia.
–Sí, se nota que la tienen.
Ella apretó los dientes.
–Me da igual que no le guste. A mí me gusta y punto.
–Yo no he dicho que no me guste.
–Pero lo ha insinuado –replicó.
Él se detuvo y la miró con intensidad.
–Sabe que soy de la realeza, ¿verdad?
Jessica asintió.
–Sí.
–Y sin embargo, se atreve a hablarme con descaro.
Jessica frunció el ceño, horrorizada.
–Lo siento –se disculpó–, tengo la fea costumbre de hablar más de la cuenta. A veces necesito que me pongan en mi sitio.
Stavros soltó una carcajada.
–No se preocupe, señorita Carter. Lo encuentro de lo más interesante.
Ella se estremeció por dentro al ver su sonrisa de picardía. Hacía tiempo que no le sonreían de ese modo.
–Jessica, por favor. Llámeme Jessica.
–Jessica –el príncipe repitió su nombre con lentitud, como saboreándolo–. Muy bien… Pero preferiría que nos tuteáramos.
El corazón de Jessica se detuvo durante un instante.
–No sé qué decir… supongo que no estará acostumbrado a que la gente normal y corriente lo tutee.
Él se encogió de hombros.
–La gente suele utilizar mi título para dirigirse a mí. Y hasta cierto punto, lo considero útil de cara a los medios de comunicación y a la política de Kyonos. Pero en una conversación prefiero que me llamen por mi nombre.
–De acuerdo. Entonces, te llamaré Stavros.
Jessica tuvo que hacer un esfuerzo para pronunciar el nombre del príncipe. Lo hizo saboreando las sílabas, como él unos segundos antes.
–Si te parece bien, empezaremos tus lecciones sobre mi país aquí mismo, en el hotel donde te alojas. A fin de cuentas, los hoteles son fundamentales para el principado.
–¿Por qué? –preguntó.
–Tras la muerte de mi madre, mi padre descuidó la industria del turismo. De hecho, descuidó muchas cosas –explicó con amargura–. Yo tenía catorce años por aquel entonces y mi hermano mayor, Xander, dieciséis. Como ya sabes, él era el heredero al trono; y cuando se marchó, se extendieron rumores de inestabilidad política que dañaron un poco más el turismo de Kyonos. La gente no quiere ir de vacaciones a sitios peligrosos.
Stavros respiró hondo y siguió con la explicación.
–Hice lo que pude por revitalizar el sector. Incluso estudié economía y empresariales en el extranjero para conocer mejor los problemas de mi país y devolverlo al lugar que merecía.
–De modo que transformaste Kyonos en una empresa.
–Más o menos. Pero no para beneficiarme yo, sino para beneficiar a los ciudadanos.
–Sin embargo, todo el mundo dice que has ganado mucho dinero…
–Y es verdad. No lo niego. Mi cuenta bancaria goza de buena salud, aunque en parte se debe a los intereses que me paga el banco –el príncipe se giró y la miró de nuevo–. ¿Necesitas un cálculo exacto de mis bienes y mi fortuna?
–¿Para qué? –preguntó, sorprendida.
–Para las mujeres que estén interesadas en mí, claro.
–Oh, no es necesario. Estoy segura de que ya se hacen una idea al respecto. Bastará con una cifra aproximada.
–Eres muy directa…
–Sí, bueno… ocultar la realidad no sirve de nada.
–Eso es cierto.
Por su tono de voz, Jessica supo que hablaba por experiencia propia. Como ella misma. Y le pareció extraño que tuviera más cosas en común con un príncipe que con ninguna de las personas que conocía.
–La realidad suele ser tan dura que nos obliga a mirarla a los ojos.
Él asintió y sonrió sin humor.
–No podría estar más de acuerdo. Por eso es tan importante la claridad. A veces, nos vemos envueltos en problemas que no nos hemos buscado y de los que no tenemos la culpa, pero nunca se arreglan por el procedimiento de ocultarlos.
Se detuvieron a llegar al ascensor. Stavros pulsó el botón, y las puertas, de color dorado, se abrieron segundos después. El descenso fue tan rápido como el cruce posterior del elegante vestíbulo.
Al salir a la calle, Jessica vio que los estaba esperando una limusina. Era negra, típicamente oficial. No parecía encajar con lo que sabía del príncipe, y tuvo la impresión de que, de haber podido, Stavros habría elegido un vehículo menos conservador.
Él le abrió la portezuela y ella suspiró cuando se acomodó en el asiento trasero y notó el aire acondicionado. Kyonos era un lugar realmente bonito, pero aquel día no soplaba ni más leve brisa y hacía calor.
En cuanto se pusieron en marcha, Jessica preguntó:
–¿Por qué una limusina?
Él se encogió de hombros.
–Es el procedimiento rutinario –dijo.
Stavros pulsó un botón y automáticamente se abrió un panel. En su interior había dos botellas de cerveza, heladas.
Jessica rio.
–Estás lleno de sorpresas…
Stavros le dio una botella.
–¿Tú crees?
–Sí. Contratas a una celestina para que te encuentre esposa y bebes cerveza en una limusina. Yo diría que no eres exactamente lo que la gente espera de un príncipe.
–Bueno, tengo que asumir mis responsabilidades y acatar bastantes protocolos; pero hay cosas en las que gozo de cierta libertad.
–Y las aprovechas.
–Hay que disfrutar de los placeres de la vida, ¿no?
–Por supuesto.
Stavros alcanzó un abridor, se inclinó sobre ella y quitó el tapón a la botella que le había dado.
–Eres un caballero. Y un profesional con la apertura de botellas… –bromeó–. ¿Practicaste mucho en la universidad?
–Como todo el mundo, supongo.
–¿Dónde estudiaste?
–Estuve dos años en Gran Bretaña y otros dos en Estados Unidos.
Ella asintió.
–En ese caso, deberíamos buscarte una mujer que haya viajado, que tenga conocimiento de varias culturas y que hable varios idiomas.
–¿Lo dices porque parezco un hombre culto?
Stavros echó un trago de cerveza y pasó un brazo por encima del respaldo del asiento. Su pose era tan relajada que Jessica sintió el deseo de acurrucarse contra él.
–Sí, claro… Tendrás que comunicarte con tu esposa; establecer con ella un contacto intelectual –respondió.
–La mayoría de las mujeres con las que he salido solo son capaces de establecer contactos a nivel físico –dijo con tono sugerente–. Aunque no tengo quejas al respecto; es un nivel fundamental.
Ella carraspeó y se maldijo en silencio por ruborizarse ante una simple insinuación sobre las relaciones sexuales. No tenía sentido. El sexo formaba parte de su trabajo. Y ella no se ruborizaba nunca.
–Yo también creo que el sexo es fundamental. –Jessica fue consciente de que su voz sonó tensa y algo mojigata, aunque no supo por qué–. Sin embargo, tu esposa no dejará de serlo cuando salgáis del dormitorio. Tendréis que tener algo más en común.
–Desde luego. Pero, como ya he dicho, tengo mis prioridades… la atracción sexual me importa menos que una reputación intachable y la capacidad de tener hijos.
–¿Y cómo quieres que comprobemos si es capaz de tener hijos?
–¿Comprobarlo? ¿Para qué? Casi todas las mujeres son fértiles –dijo con desdén, como si la infertilidad le pareciera una posibilidad absurda.
Jessica apretó los labios.
–Algunas no.
–Entonces, las candidatas tendrán que pasar por un examen médico.
–Y tú.
Stavros la miró con sorpresa.
–¿Yo?
–Naturalmente. Es lo justo… las candidatas tienen derecho a saber que gozas de buena salud –alegó.
–¿Pretendes que me haga análisis para demostrar que estoy libre de enfermedades de trasmisión sexual?
–Sí. Quieres tener hijos con tu mujer, lo cual significa que haréis el amor sin métodos anticonceptivos. Y eso siempre supone un riesgo para la salud.
–Pero ellas también se harán los análisis, ¿verdad?
–Todas las mujeres y los hombres que están en mis archivos tienen la obligación de hacérselos –dijo.
–Pues tienes suerte, porque me hice esos análisis hace poco y estoy limpio. ¿Quieres que te los envíe?
–Sí, por favor… pero doy por sentado que no mantendrás más relaciones sexuales hasta que te encontremos esposa –contestó, ruborizándose otra vez–. Porque, si las mantienes, tendrás que hacértelos de nuevo.
Stavros le lanzó una mirada llena de calidez.
–No tenía intención. De hecho, hace tiempo que no me acuesto con nadie.
–Magnífico… Y eso me recuerda que no te puedes acostar con las mujeres que te presente. Ya conocen las normas. No permito las relaciones sexuales entre mis clientes.
Él la miró con incredulidad.
–¿No?
–No hasta que mi trabajo haya terminado. Yo no me dedico a facilitar revolcones a la gente, sino a formar parejas duraderas –respondió–. Obviamente, la relación que establecen se puede disolver más tarde, pero eso ya no es asunto mío.
–Ah, comprendo… no quieres ser una intermediaria del sexo.
–Exacto. Cuando empecé con este negocio, estaba tan entusiasmada que no me di cuenta de que, si alguno de mis contactos resultaba ser un profesional del sexo, yo me convertiría en una proxeneta.
–Y decidiste establecer normas.
–Sí.
–Dime una cosa… Si es verdad que no eres una romántica, ¿por qué te decidiste por una profesión como esta?
Jessica se giró hacia la ventanilla y contempló el azul del mar y la blanca línea arenosa de la playa.
–Porque me gusta ayudar a la gente y porque se me da bien. Mis métodos funcionan.
–Entonces, ¿por qué no te los aplicas a ti misma?
Ella rio.
–Porque no siento el menor deseo de volver a casarme. Ya me vestí de blanco una vez y no quiero repetir la experiencia.
–Y sin embargo, buscas pareja a los demás…
–Sí, ya sé que resulta paradójico. Pero curiosamente, mi trabajo me ha ayudado a recuperar la fe en la humanidad.
Stavros sonrió.
–¿Tan mal te fue en el matrimonio?
Ella sacudió la cabeza lentamente.
–Bueno… digamos que la gente cambia. A veces, las parejas cambian juntas y, a veces, una persona cambia y la otra no puede soportarlo.
Jessica prefirió no dar más explicaciones. En su caso, la que había cambiado era ella. Su cuerpo había cambiado. Y, al cambiar, había alterado las bases de su matrimonio y destrozado sus sueños.
–No sé qué te habrá pasado, Jessica, pero no se puede decir que tu forma de hablar anime a casarse… –ironizó él.
–Pero tú no necesitas que te animen –le recordó ella–. Vas a contraer matrimonio por obligación.
–Cierto.
–Además, mi historia personal no disuadiría a ninguna de las personas que contratan mis servicios. Solo es una historia triste, como tantas. Y por otra parte, la mayoría no se molesta en preguntar por mi vida personal.
–Me resulta difícil de creer…
El conductor de la limusina aminoró la velocidad y giró por una calle estrecha, que ascendía por una colina.
–¿Lo dices en serio?
Él asintió.
–Por supuesto que sí. Eres una mujer interesante, que viste de forma interesante y dice cosas interesantes. Me extraña que la gente no te acribille a preguntas sobre tus relaciones.
–Pues no lo hacen.
–Como ya he dicho, me resulta difícil de creer –repitió.
–Soy una mujer aburrida, Stavros. Vivo sola, trabajo demasiado y tengo una casa en Dakota del Norte, que está vacía casi todo el año porque viajo constantemente. No hay mucho más que contar.
–Lo dudo.
–¿Lo dudas?
Stavros se inclinó sobre ella y la miró con intensidad, como un hombre a punto de besar a una mujer.
–Hay montones de cosas que no has contado, Jessica. Por ejemplo, no me has dicho por qué eres tan quisquillosa.
–Ni te lo voy a decir. Y deja de coquetear conmigo.
–¿Estoy coqueteando contigo?
–Sí.
–Lo siento, es que no lo puedo evitar. Eres preciosa.
Jessica tragó saliva.
–Mira… supongo que estás acostumbrado a que las mujeres se rindan a tus encantos, pero yo tengo un trabajo que hacer.
Él volvió a sonreír.
–¿Insinúas que tú también podrías rendirte a ellos?
–No. Lo siento mucho.
Stavros soltó una carcajada y se recostó en el asiento.
Momentos después, la limusina se detuvo frente a un restaurante pequeño, de fachada blanca, cuya terraza daba al mar.
–¿Preparada? –le preguntó él.
Ella asintió y dejó la botella de cerveza a un lado. El príncipe salió del vehículo y le abrió rápidamente la portezuela.
–¿No se supone que tendría que abrirla el chófer?
Stavros sacudió la cabeza.
–Cuando tengo compañía femenina, abro yo.
–Otro dato que añadir a tu archivo…
–No sé qué pensar sobre el contenido de ese archivo tuyo. Por una parte me incomoda y, por otra, me excita.
Jessica se ruborizó.
–¿No te parece que ese comentario es inapropiado?
–¿Por qué? ¿Acaso tú eres la única que puede hacer bromas?
–No, claro que no, pero yo no hago bromas de ese tipo.
Stavros arqueó una ceja.
–¿Seguro? ¿Y qué me dices de las A.A.?
–¡Eso lo dije en serio! –protestó.
En cuanto entraron en el restaurante, el maître se acercó a ellos. Era una mujer, que se ruborizó al reconocer al príncipe.
–Príncipe Stavros… es un honor –dijo–. Pero no sabía que tuviera intención de venir a nuestro establecimiento.
Stavros le guiñó un ojo.
–Me gusta ser espontáneo.
–Sí, por supuesto. ¿Quiere que los acompañe a su mesa? ¿Les sirvo la comida de costumbre? –preguntó.
Jessica ya se disponía a rechazar el ofrecimiento cuando él volvió a hablar.
–Sí, gracias. Pero no es preciso que nos acompañe. Conozco el camino.
La gente los miró cuando atravesaron el salón del restaurante. Además de ser el príncipe heredero de Kyonos, Stavros era un hombre enormemente carismático, que llamaba la atención de cualquiera.
Al verlo, Jessica imaginó el tipo de mujer que necesitaba. Una mujer a su altura, tan fuerte como él y tan buena representante de Kyonos como él. Una mujer capaz de darle hijos y de mantener, con ello, la línea dinástica.
Al llegar al final del salón, salieron a la terraza por unas puertas dobles y se sentaron a la mesa de Stavros. Ella se puso a mirar el mar porque le pareció menos peligroso que mirar al hombre que la acompañaba. Por su trabajo, estaba acostumbrada a reunirse con hombres en restaurantes caros y elegantes; pero ninguno de ellos le había hecho sentir las cosas que sentía con Stavros.
–Bueno, tenemos que hablar sobre las mujeres a las que vas a conocer en la boda de tu hermana.
–¿Ah, sí? ¿Tenemos que hablar de eso? ¿Ahora?
Stavros lo dijo con expresión tranquila, pero Jessica supo que estaba tenso porque puso las manos sobre la mesa y apretó los puños.
–Bueno, supongo que no es totalmente necesario; pensaba hablar contigo mañana, cuando nos viéramos… pero ya que estamos aquí, podríamos tratar el asunto. Con lo que sé ahora, me hago una idea más exacta de lo que necesitas. He hablado con dos de las tres mujeres que quería presentarte; solo falta someterlas a tu consideración.
–Suena como ir al mercado…
–Porque lo es –dijo ella–. Nunca había trabajado con un príncipe, pero he trabajado con millonarios y con aristócratas y siempre tiene algo de mercado. Hay mujeres y hombres que tienen dinero y buscan un título nobiliario… y hay mujeres y hombres que tienen un título pero necesitan dinero.
–Comprendo.
Jessica sacó su teléfono móvil y le enseñó la fotografía de una rubia sonriente.
–Esta es Victoria Calder. Es inglesa, de buena familia, con dinero pero sin título. Ha estudiado en las mejores universidades y, por lo que he podido averiguar, su reputación es tan intachable como la de un ángel. Además, trabaja y hace donaciones generosas a organizaciones no gubernamentales.
–Suena bien.
–Por otra parte, es fértil y se sabe desenvolver con gracia en todo tipo de actos públicos.
Stavros le quitó el teléfono y observó la imagen con atención. Era una mujer muy bella, de nariz perfecta, labios bien definidos y ojos azules. No pudo encontrarle ningún defecto. Pero no le gustó; no despertó nada en él. Y cuanto más la miraba menos interesante le parecía.
Puestos a elegir, prefería la cara de Jessica con su nariz grande, sus labios sensuales, sus verdes ojos de gata y su figura exuberante, como la de una pin-up.
Durante unos segundos, se preguntó hasta dónde llegaría su amor por la ropa vintage. Y se excitó al considerar la posibilidad de que, bajo aquella apariencia tan estricta, se ocultara una amante de los ligueros, las medias y los corpiños.
–Sí, bueno…
–Victoria es una de las tres mujeres que quiero presentarte en la boda de tu hermana –dijo ella, sacándolo de su fantasía sexual.
–¿Y es consciente del motivo por el que la has invitado?
Jessica asintió.
–Sí. Todas las mujeres que están en mis archivos contrataron mis servicios por motivos parecidos a los tuyos.
–Así que todas buscan una pareja rica y con título… como yo.
–Es lo justo. Son relaciones sin expectativas falsas, donde todo el mundo sabe lo que quiere y lo que puede esperar.
–Sin expectativas falsas –repitió él–. Entonces, doy por sentado que incluirás una lista de mis defectos en el informe que des a esas mujeres.
–Solo si pasan las primeras cribas. En mi negocio, la discreción es fundamental.
–Por supuesto.
Stavros miró su rostro, iluminado por el sol de la tarde. Y la encontró preciosa. No por la perfección de sus rasgos, que indudablemente eran preciosos, sino por algo más importante y profundo.
Era encantadora. Diferente.
Sexy.
–Y la primera criba se hará en la boda de mi hermana, ¿no?
–Si te parece bien, sí. Pero si prefieres que lo dejemos para otro momento…
Stavros pensó un momento en Evangelina. De repente, había dejado de ser una niña y se había convertido en una mujer a punto de casarse.
–No es necesario. No hay incompatibilidad alguna entre la boda de mi hermana y los asuntos que nos ocupan. Aunque ella se casa por amor.
–Es un buen motivo para casarse.
Él la miró fijamente.
–Desde luego. Pero tú y yo sabemos que hay otros.
–Sí.
–Mi padre la había condenado a un matrimonio de conveniencia, por el bien de Kyonos. Y se va a casar con su guardaespaldas, ¿sabes?
–¿Y eso te molesta?
–En absoluto.
–Pero al final, vas a ser el único que se case por obligación.
–No importa. Puedo con ello.
–¿Y qué me dices de tu hermano mayor?
–Para mí, es como si estuviera muerto –respondió con amargura–. No le importa ni su país ni su familia ni su gente.
Justo entonces apareció un camarero con una bandeja llena de comida y de bebidas, que sirvió. Stavros echó un trago de vino y Jessica se llevó una uva a la boca.
–Me alegro mucho por Eva –continuó él–. Además, tampoco se puede decir que se vaya a casar sin tener en consideración las necesidades de Kyonos. Mak, su prometido, es un hombre con mucho dinero y contactos importantes.
La amargura de Stavros había desaparecido. Ahora hablaba con aparente buen humor y con una sonrisa en los labios, como si estuviera preparado para una sesión fotográfica. Pero Jessica no se dejó engañar.
En su actitud había un fondo de tristeza. Y era lógico. Su hermana abandonaba sus responsabilidades para casarse por amor. Su hermano renunciaba al trono y lo condenaba a él a asumir su carga.
Lo habían dejado solo.
–Bueno, no te preocupes. Encontraremos una mujer a la altura de las necesidades de Kyonos y de las tuyas –dijo en un intento por animarlo.
Él volvió a sonreír y ella sintió una punzada en el corazón.
El príncipe Stavros le gustaba mucho; tanto que, cuando volvió a mirar la fotografía de Victoria Calder, sintió un acceso de celos.
Sin embargo, no se podía permitir el lujo de sentir algo por él; ni desde el punto de vista económico, porque al fin y al cabo era su cliente, ni desde el punto de vista emocional. El amor le había salido muy caro. Y no estaba dispuesta a repetir el error.