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Diseño de edición: Letrame Editorial.

ISBN: 978-84-18344-73-2

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Agradecimientos

Lo primero y al primero de todos, darle las gracias a mi marido Mon, por regalarme ese pequeño portátil que ha recogido esta novela desde el principio hasta el final. Por creer en mí, por ser mi compañero y apoyo incondicional y por empujarme a autopublicar este libro. Gracias a él esta novela ha salido de las cuatro paredes en las que llevaba encerrada varios años, transformándose en un regalo para mi alma y mis emociones.

A mis padres, por hacer posible que haya escrito este libro, por inculcarme desde pequeña la pasión por la lectura y alimentarla cada día.

A Gema S., la primera que leyó el libro y que me transmitió su admiración e ilusión para que continuase escribiendo.

A David R., gran admirador, seguidor y lector de novela fantástica, por su sincera crítica y por sus valiosos consejos para matizar determinados momentos de la historia.

A Laura M., «comelibros» insaciable, princesa de la casa, perfil perfecto para la lectura de esta novela, por ser mi conejillo de indias, por leerla y ¡querer más!

A Irene F., por ser mi primera correctora y por enseñarme sobre este mundo de la escritura.

A mi familia y amigos, por inspirarme en cada momento y por llenarme de ideas nuevas siempre.

Y gracias a todos vosotros, que os habéis animado a leer Nakerland, porque gracias a cada uno de vosotros el mundo de las ilusiones nunca desaparecerá.

A todos, nunca dejéis de soñar…

¡Por fin llegaban las vacaciones!

El curso había sido muy duro. Sack había estudiado mucho para poder disfrutar de unas fantásticas vacaciones con sus padres y su hermana. Llevaban meses planeando su viaje a las montañas. A Sack y a sus padres les encantaba la acampada, y cualquier ocasión era buena para hacer una escapada. El año anterior habían estado en tres sitios diferentes, acampando junto a lagos y en laderas, y disfrutando de excursiones diarias por lugares increíbles, donde se podía respirar aire puro y fresco. Todo lo contrario que en la ciudad donde vivían, llena de ruido y contaminación.

Sack estaba haciendo su mochila cuando su padre entró en su cuarto. Llegaba a casa después de una larga jornada laboral. Alfred llevaba toda su vida trabajando en la fábrica que había heredado de su padre. Era el menor de todos los hermanos y el único que había querido hacerse cargo de ella, y deseaba de corazón que su hijo Sack siguiese sus pasos.

El valor sentimental que tenía a la fábrica era inmenso. Se había criado en ella. Todavía recordaba aquellos días que acompañaba temprano a su padre a trabajar y se quedaba jugando entre los burros, estanterías, probadores y maniquíes. Y de verdad que se divertía mucho. Sobre todo cuando le dejaban probarse las nuevas adquisiciones de las colecciones que lanzaban cada temporada, ya fuesen Carnavales o Halloween. Un día se disfrazaba de pirata, otro de vampiro... Daba igual cuál fuese el disfraz, él disfrutaba muchísimo estrenando tan divertidos y diferentes disfraces. Y es que en realidad los ejecutivos que trabajaban con su padre le utilizaban de maniquí, ¡y a él le encantaba!, ¡se lo pasaba en grande!, ¿y qué niño no se lo pasaría genial disfrazándose cada día con algo nuevo? Lo malo era que sus hermanos no compartían su entusiasmo, así que lo tenía que hacer solo.

Sí, Alfred había heredado la fábrica de su familia, The New Fantastic World, que llevaba fabricando disfraces la friolera de ciento cincuenta años, desde 1859. Toda una vida, generación tras generación, y lo que más deseaba es que continuase la tradición muchos años más.

Sus hijos, Sack y Sarah, ocuparon su puesto. Ahora eran ellos los que disfrutaban de los disfraces que él fabricaba. Cuando le acompañaban a la fábrica se pasaban horas jugando y disfrazándose una y otra vez, aunque en la mayoría de los casos acababan peleándose.

—Hola hijo, ¿qué tal estás?, ¿tienes ya todo listo? —dijo Alfred a su hijo mientras se inclinaba para darle un beso en la frente.

—Hola papá. Sí, casi lo tengo todo preparado. ¿A qué hora tenemos que levantarnos? —preguntó Sack a su padre, impaciente. Tenía unas ganas increíbles de que llegase el momento de irse a su gran viaje.

—Tendremos que madrugar mucho, ya lo sabes, así que me voy disparado a hacer mi mochila, que al final veo que no me voy con vosotros —contestó Alfred de muy buen humor—. ¿Sabes si tu hermana ha preparado ya sus cosas?

—Papá, ¡yo que sé!, es una pesada. Se ha pasado toda la tarde diciendo que si le dolía esto, que le molestaba lo otro. Lo que pasa es que no quiere venir, como siempre. Seguro que prefiere quedarse con sus amigas las pijas, leyendo revistillas de esas que les gustan tanto. No tengo ni idea de si ha preparado sus cosas o no. Lo dudo mucho…

Alfred se asomó a la habitación de Sarah. La tenía toda decorada con posters de sus grupos de música favoritos. Había dejado de lado ya las muñecas y a su padre le parecía pronto para ver a su hija hacerse mayor. Pensaba que todavía le quedaban unos años para esas cosas. Tan solo tenía trece años, y a esa edad tendría que estar jugando a las muñecas y no leyendo revistas con chicos y saliendo con sus amigas al centro comercial. Pero esto su hija no lo compartía, porque opinaba que ella ya era lo suficiente mayor para hacer esas cosas. Era la discusión de todos los días, bueno, de casi todos. Además, lo de los estudios tampoco le iba mucho, prefería ponerse delante del espejo y mirarse con los «trapitos» —porque no se podían llamar de otra manera a esos trozos minúsculos de tela— que se compraba un día sí y otro también.

Sack, sin embargo, era totalmente diferente. Tenía dieciséis años y disfrutaba de otro tipo de cosas, que no tenían nada que ver con los gustos de su hermana. Le gustaba hacer deporte, por eso estaba apuntado a la liga de béisbol de su colegio, ¡y se le daba de maravilla! El año anterior le habían nombrado capitán del equipo. Además, le encantaba estudiar. Era un chico inquieto y le gustaba aprender cada día cosas nuevas, por eso también destacaba entre los de su clase, sacando siempre las mejores notas.

Lo que sí compartían los dos hermanos era belleza, porque es verdad que los dos eran guapos. De ojos verdes y pelo castaño, heredado de su abuela, cuerpo esbelto, como su madre, y mirada intensa, como su padre. También compartían el mismo carácter, cosa que dejaba exhaustos a sus padres cada vez que discutían, que era muy a menudo.

Sarah, en el fondo, envidiaba a su hermano, porque siempre se llevaba las alabanzas de sus padres, y ella lo único que recibía eran broncas por todo. Así que estaba permanentemente en guerra con los tres.

—¡¡¡Sarah!!! —gritó Alfred con fuerza para ver si daba señales de vida. La seguía buscando por la casa pero no daba con ella. Nadie contestó, así que marchó a hacer su mochila sin haber encontrado a su hija.

Al rato de que Alfred llegase a casa, Mariah llamó a todos a cenar.

—La cena está en la mesa. Bajad antes de que se quede fría —avisó Mariah a su familia.

Había preparado unas tortillas y un poco de ensalada. Se había encargado de poner cubiertos para todos, pero Sarah no apareció a la mesa.

—Esta niña me tiene harta… ¿aprenderá algún día a hacer las cosas como es debido? —dijo la madre suspirando de desesperación.

Se levantó de la mesa y se fue a buscarla.

—Mariah, no intentes buscarla por arriba, que ya lo he hecho yo y no la he encontrado. Mira a ver si está en el sótano, o si ha salido al jardín —advirtió Alfred a su mujer para evitarle el paseo hasta la planta de arriba, donde ya se había encargado él de mirar a fondo en cada una de las habitaciones y rincones, sin éxito.

Vivían en una casa de tres plantas a las afueras de la ciudad de Austin (Texas), en una buena urbanización. La casa era preciosa, de estilo clásico, a dos aguas, las paredes de la fachada pintadas de blanco, con detalles en madera de roble bordeando las ventanas y puertas. Un jardín daba paso a la entrada principal, desde donde serpenteaba un camino de piedras blancas pulidas y, a ambos lados, jardineras en madera desbordaban flores de varios colores: amarillas, lilas, blancas, rosas…

El interior de la casa estaba muy bien decorado. Mariah tenía muy buen gusto para esas cosas. Primero un amplio y luminoso hall de entrada, y a continuación, a mano izquierda, el salón. Tres sofás en tonos marrones rodeaban una chimenea de mármol blanco, encima de la que Mariah había colocado fotos de toda la familia en diferentes momentos de sus vidas, y coronando esta, un cuadro que le había pintado su padre en uno de sus viajes a la costa griega. Ubicada detrás de los sofás, una mesa para diez comensales, vestida con un camino de mesa, unos candelabros y un jarrón con flores. Las plantas les gustaban mucho, habían colocado una palmera en una de las esquinas y un ficus en otra de ellas.

A mano derecha estaba la cocina, con los fuegos situados en medio de la estancia, como siempre había soñado la madre de Sack, y una mesa a uno de los lados, donde desayunaba la familia todas las mañanas. Todo de estilo moderno.

Al fondo tenían un baño pequeño, de azulejos blancos en la mitad superior de la pared y azules claros con rayas blancas en la mitad inferior. Mariah había colocado algunos cuadros con motivos de flores en las paredes.

Lo que sí se podía decir era que en todas las estancias primaban las flores. Esto daba mucha vida a la casa, además de una fragancia inigualable, algo que alababan continuamente todas las visitas.

Subiendo las escaleras estaban las habitaciones. Las de Sack y Sarah enfrentadas, con un baño al lado que compartían, y la de Mariah y Alfred al otro lado de las escaleras, con baño y vestidor dentro. El vestidor —el sueño de cualquier mujer­— con dos hileras de armarios a los lados, en el fondo un espejo completo desde el suelo al techo, y una butaca sin respaldo y con reposabrazos a ambos lados de estilo clásico, tapizada en flores, colocada en medio. Sack creía que su madre la había colocado allí porque pensar en lo que tenía que ponerse le tenía que llevar mucho tiempo, ¡con la cantidad de ropa y zapatos que tenía cualquiera se hacía un lío!, así que mejor pensarlo sentado, ¿o no? A su hermana le encantaba pasarse las horas muertas metida en el vestidor, probándose los vestidos y zapatos cuando su madre no estaba. «Cosas de chicas», pensaba Sack. Si su madre se llegaba a enterar alguna vez de este intrusismo seguro que le caería bronca. Pero su hermana siempre se las apañaba para dejarlo todo tal y como se lo había encontrado.

Y ya por último, la parte de abajo, el sótano, donde estaba un pequeño salón, con una puerta al fondo que daba a la bodega. Al padre de Sack le encantaba el buen vino, por lo que decidió ponerse una bodega de lujo, con puertas de cristal y climatizada, para que el vino se mantuviese a la temperatura perfecta. El salón no lo usaban mucho, solo cuando venían los amigos de Sack o Sarah, aunque más los de Sack, porque Sarah y sus amigas preferían quedarse encerradas en la habitación hablando de sus cosas.

Sack había colocado en el salón del sótano una televisión de cuarenta y dos pulgadas y una consola donde él y sus amigos se pasaban las horas jugando.

—Sarah, cariño, ¿dónde te has metido?, ya estamos todos sentados a la mesa —dijo Mariah pacientemente mientras miraba en el sótano de la casa.

No estaba allí tampoco, por lo que el único lugar de la casa donde quedaba mirar era el jardín.

La parte trasera de la casa tenía un jardín precioso, al que Mariah dedicaba varias horas al día. Rosales rojos, tajetes amarillos, pensamientos morados y un etcétera de flores de infinitos colores inundaba cada rincón del jardín. Sus olores hacían despertar cada uno de los sentidos.

Dos grandes robles a cada lado del jardín coronaban la belleza de la naturaleza, y en uno de ellos colgaba un columpio de madera, que Alfred había colocado para sus hijos hacía ya muchos años.

Y allí estaba Sarah, sentada en el columpio, dibujando aburrida círculos en el suelo con sus pies mientras se balanceaba.

—Sarah, hija, ¿es que no nos oías?, ya está la cena en la mesa y te estamos esperando.

—Mamá, no tengo hambre, no quiero cenar… —Sarah hizo una breve pausa antes de comenzar a decir lo que de verdad necesitaba transmitir a su madre. Cogió carrerilla para soltarlo de golpe—. ¡No quiero ir con vosotros de vacaciones a esa estúpida montaña!, ¡me aburre mucho hacer excursiones y acampar!, ¡jo, mamá!, ¿no me puedo quedar aquí con Eli o irme con los abuelos a su casa?, por favor, por favor, por favor…

Sarah había saltado del columpio y se había arrodillado a los pies de su madre suplicando que la dejase quedarse. No soportaba la idea de pasar otras vacaciones haciendo acampada, ella quería ir a la playa o a cualquier otro lugar, menos ir de acampada. Los bichos, los sacos, las excursiones… todo eso la disgustaba muchísimo, cualquier cosa era mejor que esas vacaciones dichosas que siempre tenía que aguantar.

Por eso había decidido intentar convencer a su madre para que la dejase quedarse con su amiga Eli, o incluso con sus abuelos, Phil y Gretel.

—Cariño, esto ya lo hemos hablado antes. Lo siento pero nos vamos de vacaciones juntos, en familia, como debe ser. Además no te mereces ningún privilegio, lo sabes de sobra, has suspendido tres asignaturas que tendrás que recuperar después de las vacaciones, ¿o no te acuerdas ya de eso? Cuando volvamos de la excursión empezarás con la profesora particular. Vamos a cenar.

—¡Mamá!... —Pero Mariah había dado por zanjada la conversación y se había dado la vuelta encaminándose hacia la casa.

Sarah frunció el ceño, puso morros y la siguió, echando humo.

Cuando entraron en la cocina, Alfred y Sack las esperaban muertos de hambre.

—¡Vamos! Que la cena se ha debido de quedar helada… —dijo Alfred un poco enfadado.

Mariah había preparado una exquisita cena: una ensalada de lechuga y verduras variadas, con tomate, aderezada con una salsa balsámica de aceite, vinagre de Módena y un toque de orégano, para acompañar a una tortilla. Otra de las cosas que se le daban de maravilla era la cocina. Era muy creativa y siempre innovaba. Cada receta nueva era más impresionante y deliciosa. Y tanto su marido como sus hijos alababan su manera de cocinar. Alguna vez le habían propuesto dedicarse a esto, pero ella siempre se había negado. Pensaba que no era lo mismo hacerlo por puro placer para su familia y amigos que para auténticos desconocidos, donde no pondría el mismo entusiasmo y cariño a la hora de preparar los platos.

—¿Dónde estaba? —preguntó Alfred.

—En el columpio del jardín —contestó Mariah, también un poco enfadada.

—¡No quiero ir con vosotros a la montaña! —dijo, casi gritando, Sarah.

—Sarah, ya hemos hablado esto antes, harás lo que digamos y punto final, no hay más que discutir —dijo Alfred un poco cansado, intentando evitar la misma discusión que habían tenido el día anterior, y el anterior…

Sack, mientras tanto, miraba a su hermana tratando de entender por qué no le gustaba ir a la montaña ni pasar unas vacaciones con su familia. Él lo pasaba genial, era divertido y relajante hacer algo diferente rodeado de naturaleza y belleza.

Sarah se dio cuenta entonces de que su hermano la estaba observando, cosa que la alteró todavía más.

—¿Qué estás mirando?, no te soporto, ¡te odio! —chilló Sarah mientras empujaba la silla con su cuerpo hacia atrás y se levantaba estrepitosamente de la mesa para ir a su cuarto, escaleras arriba.

—¡Ven a sentarte a la mesa inmediatamente, Sarah! —dijo Alfred enfadado.

Pero Sarah hizo caso omiso y siguió su camino escaleras arriba.

Lo dieron por imposible. Igual que Sarah, que decidió empezar a hacer su mochila, no fuesen a dejarla ir de viaje sin sus cosas, ¡capaces eran!

Los tres, resignados, comenzaron a cenar sin la compañía de Sarah, que pasaría hambre aquella noche.

Cuando ya estaban terminando el postre, Sack pidió ansioso a su padre que le explicase la ruta de la excursión que había planificado para aquellas vacaciones de verano.

Alfred se levantó para coger su libreta de encima de la mesa de la entrada y volvió con ella para enseñarles lo que había planeado. Extendió un plano encima de la mesa, que comenzaron a observar escuchando atentamente las explicaciones y observaciones que les iba dando. Sack y Mariah se levantaron y se colocaron cerca de Alfred, inclinando sus cuerpos hacia delante para poder observar mejor el mapa.

—Mirad, saldremos desde este punto mañana. Recorreremos todo este camino, hasta aquí —iba diciendo Alfred, señalando con el dedo en el mapa el recorrido que había pensado—. Pararemos a dormir en este camping y al día siguiente haremos este otro recorrido. Como es más largo nos tocará quedarnos a dormir a mitad de camino, en este valle. Probablemente nos encontremos con más gente, ya sabéis que me gusta hacer rutas algo frecuentadas, por si necesitamos ayuda, aunque llevemos los walkies sincronizados con los guardas forestales. Mirad, esto lo veremos el tercer día, es la catarata del Ángel, tengo aquí una foto. —Y sacó una foto de su cuaderno de viaje. Era espectacular y muy alta. El vapor que se generaba por la condensación del agua al caer y chocar con la parte de abajo producía una imagen que parecía la de unas alas, por eso probablemente habían decidido ponerle ese nombre—. Aquí, desde este punto el paisaje es espectacular, se ven kilómetros de bosque, incluso se alcanza a ver la ciudad.

Alfred se pasó un buen rato contando a su mujer y su hijo cuál sería el recorrido que harían en esos cinco días de excursión, mientras ellos observaban atentos sus explicaciones. Este año las vacaciones eran muy cortas; el padre de Sack tenía que volver pronto a la fábrica por la cantidad de trabajo que tenían, y además Sarah había suspendido otra vez varias asignaturas y debía empezar a estudiar pronto para los exámenes de recuperación.

Pero a Sack no le importaba, se conformaba con cinco días con su familia y viendo lugares tan impresionantes como los que iban a conocer.

—Bueno, a la cama todos que mañana hay que levantarse muy temprano —dijo Alfred recogiendo las cosas de la mesa y volviendo a guardarlas en su libreta.

—Id subiendo vosotros, yo ahora mismo voy. Recojo esto y subo. —Mariah prefería dejar todo ordenado para no tener que hacerlo al día siguiente con las prisas.

—¡Buenas noches, mamá! —dijo Sack desde la escalera a su madre.

—¡Buenas noches, cariño!, ¡que descanses!

Sack se quedó dormido imaginando los espectaculares paisajes que verían en su viaje.

n

El despertador sonó con fuerza, su sonido voló rápido colándose en cada una de las estancias y rincones de la casa de la familia Williams. Todos dormían profundamente pero rápido despertaron de sus sueños y comenzaron un nuevo día. Un día especial, porque empezaban sus deseadas vacaciones. Aunque no para todos. Sarah, al abrir sus ojos y recordar lo que le esperaba, se dio la vuelta en la cama, se colocó boca abajo y tapó su cabeza con la almohada con fuerza, para poder escapar de la realidad, o por lo menos intentarlo.

En la habitación de al lado dormía Sack, que al contrario que su hermana se levantó de un salto de la cama dispuesto a comenzar sus fantásticas vacaciones en familia.

Bajó rápidamente las escaleras de la casa para ir a la cocina a desayunar. Allí se encontró con su madre, que estaba preparando el desayuno. Sack pudo escuchar su estómago rugiendo, ¡tenía mucha hambre!

—¡Buenos días, hijo!, ¿cómo has dormido? —preguntó Maríah mientras le daba la vuelta a unas tortitas que se estaban haciendo en la sartén. Olían tan bien que a Sack se le hizo la boca agua.

—¡Buenos días mamá!, bien. ¡Qué hambre tengo! —Sack se sirvió un vaso de leche mientras su madre volcaba en el plato la última tortita que había preparado.

—¡Buenos días a todos! Mmmm, ¡qué bien huelen esas tortitas! —dijo Alfred mientras se sentaba a la mesa y alcanzaba a coger una, para untarla de mantequilla y mermelada.

—¡Sarah!, baja, cariño, que ya estamos todos desayunando, que tenemos que prepararnos y salir cuanto antes. Vamos, cariño —llamó Mariah a su hija.

Sarah la escuchó desde su cuarto, a pesar de intentar apretar con todas sus fuerzas la almohada contra sus orejas. Resignada, decidió bajar a desayunar. Apartó la almohada dejándola a un lado, se incorporó y sacó las piernas por uno de los lados de la cama, quedándose sentada un momento. En verdad tenía hambre, lo que no tenía era ningunas ganas de ir con su familia de vacaciones, pero ya había intentado de todas las maneras posibles escaquearse, aunque no lo había logrado.

Juntó su pelo con las dos manos haciéndose una cola de caballo y comenzó a descender las escaleras mientras bostezaba.

—Ya estoy aquí, ¡vale! —contestó Sarah al llamamiento de su madre con voz de resignación.

Se sentó a la mesa junto al resto, con desgana, y comenzó a desayunar.

Pronto terminaron el desayuno y se pusieron manos a la obra para organizar su partida.

Cuando todo estuvo preparado, las mochilas dentro del coche, la casa recogida y todos vestidos, Alfred echó un último vistazo para comprobar que todo quedaba bien cerrado y salió, cerrando la puerta con varios giros de la llave.

Se subió al coche, miró hacia atrás para comprobar que estaban subidos sus dos hijos, les dedicó una amplia sonrisa y arrancó, dando marcha atrás para sacarlo del aparcamiento de la casa.

Comenzaron a alejarse de su hogar. A ambos lados de la calle se podían contemplar casas majestuosas, todas arquitectónicamente diferentes, que llenaban de armonía el barrio residencial. Sarah se giró para mirar a través del cristal trasero del coche, tenía una sensación extraña. Sentía como si no fuese a ver su casa durante una larga temporada. Se quedó unos instantes pensativa pero agitó la cabeza quitándose esa idea de la mente. «Odio estas vacaciones», pensó. Y volvió a sentarse de frente.

n

El viaje se hizo algo largo. Pararon en varias ocasiones para descansar y estirar las piernas. Pero por fin comenzaron a vislumbrar a lo lejos las Dream Mountains, las Montañas de los Sueños, así las conocía la gente comúnmente en todo el mundo.

Al cabo de unos kilómetros llegaron a la entrada del parque forestal, donde un guarda muy amable les saludó y les dio la bienvenida, les entregó un plano del lugar y una hoja con las recomendaciones y prohibiciones que tenía el parque.

—Tengan cuidado por la noche con los animales. No dejen comida fuera porque pueden correr el riesgo de que algún jabalí, o incluso algún oso, atraídos por el olor, se acerquen a su campamento —dijo el guarda con una sonrisa en la boca, sabiendo que los animales del parque eran lo suficientemente miedosos para no acercarse, aunque en los últimos años, al haberse acostumbrado a la presencia de los seres humanos, se habían acercado en alguna ocasión a algún campamento, asustando a los visitantes, por lo que se sentía obligado a advertir a todos los que acudían al parque del riesgo que corrían si dejaban comida a la vista y al olfato de los animales—. También quería recordarles que todas las zonas de acampada tienen sus cubos de residuos donde deben depositar toda la basura que generen —advirtió el guarda, ahora más serio. Últimamente se habían encontrado con muchos problemas con respecto la basura. Sobre todo por parte de jóvenes visitantes que, inconscientes del daño que causaban algunos residuos en la naturaleza, se dedicaban a esparcirlos sin conciencia alguna allí por donde pasaban. Una lata de Coca-Cola, una bolsa de patatas… se habían encontrado todo tipo de desechos. Por eso los guardas del parque se habían puesto muy serios y penalizaban con grandes multas económicas a todos aquellos que pillaban tirando basura al suelo.

—No se preocupe, no hay problema —dijo Alfred al guarda. Él conocía bien las normas. Eran muchos años de excursiones por lugares como ese.

— Muy bien, que disfruten de la naturaleza —respondió el guarda mientras levantaba la mano avisando a su compañero (al que se veía sentado y con cara de aburrido dentro de la garita de la entrada) para que les abriese la barrera y les dejase pasar.

¡Dios mío, qué bien olía en aquel lugar, se podía respirar aire puro, la naturaleza! ¡Cómo le gustaba aquel olor a Sack! Incluso levantó el ánimo de Sarah, que parecía que sonreía mientras miraba por la ventanilla del coche.

Sack se había fijado en que la cara de su hermana había cambiado, transformándose en un gesto de horror, cuando el guarda avisó del peligro de animales en la zona, cosa que en cierto modo le hizo gracia. Menos mal que no le vio cuando se le dibujó una sonrisa en la cara, imaginándose a su hermana asustada por la aparición repentina de un jabalí que se estaba intentando colar en su tienda de campaña. Lo que no le hizo tanta gracia a Sack fue lo del oso, eso ya era otra cosa, le causaba más respeto. Pero pronto pensó que era muy difícil que se diese el caso, con las precauciones que siempre tomaban. Se giró para mirar por su ventanilla y empezó a pensar en otras cosas.

No tardaron mucho en llegar a la zona de inicio de la ruta. Había pocos coches, señal de que no se cruzarían con demasiada gente en el camino, la suficiente por si hubiese problemas.

Comenzaron a descargar todos los bártulos. Cada uno se colocó su mochila y después de que Alfred cerrase el coche, iniciaron su primera excursión.

—Dentro de una hora pararemos a comer, que se ha hecho un poco tarde —dijo Alfred a su familia, mientras se colocaba su mochila que le sobresalía por encima de la cabeza. «Menos mal», pensaron los otros tres cuando Alfred lo dijo, ya que empezaban a tener hambre.

Caminaron una hora por un sendero de piedras que discurría a través de un bosque de pinos, que daba frescor y buen olor al ambiente. El descanso fue corto —iban un poco mal de tiempo— por lo que reiniciaron la excursión pronto para poder llegar a su destino, la primera parada donde acamparían para pasar la noche.

La diferencia de ánimos se podía apreciar entre los dos hermanos. Sack derrochaba alegría y entusiasmo a cada paso, y Sarah, sin embargo, iba arrastrando los pies, parecía que cargaba con doscientos kilos, y de vez en cuando resoplaba resignada al tener que soportar cada instante en aquel lugar.

Comenzó a anochecer cuando alcanzaron la zona de acampada. Todos estaban cansados, porque para ser el primer día la caminata había sido dura, aunque agradecida, porque habían ido siempre entre árboles que hacían sombra y daban frescor, amortiguando el calor típico de esa época del año.

Cuando llegaron, en el campamento había otro par de familias con hijos. Eso a Sarah le gustó, porque había chicos de su edad, sobre todo uno que era guapo y no paraba de mirarla. Las familias se saludaron afables mientras los Williams montaban sus tiendas de campaña.

—Hola, mi nombre es Tomás, ¿cómo te llamas? —dijo el chico, acercándose con cautela a Sarah.

—Me llamo Sarah y este es mi hermano Sack —señaló a su hermano que estaba a su lado.

—Encantado de conoceros, Sack y Sarah. Esas de ahí son mis hermanas Nicoletta y Simona, son gemelas. —Señaló a dos niñas de unos siete años que jugaban a unos pasos de donde estaban ellos.

—¡Pues sí que se parecen! —dijo Sarah mientras observaba a las gemelas. Las dos eran de pelo rubio y ojos azules, de la misma estatura, incluso tenían los mismos gestos. Era curioso verlas. En verdad no habían visto a muchos gemelos a lo largo de su vida. Solo a un par de hermanos del último curso del colegio.

Esa noche se sentaron a cenar las dos familias juntas. Además de hacer buenas migas los niños, los Williams también las habían hecho con los padres de Tomás.

—¿De qué parte del país sois? —preguntó Alfred. Los padres se llamaban Elizabetta y Carolo, claramente nombres que no eran típicos del país.

—En realidad no somos de aquí, somos italianos, pero vinimos hace unos dos años a vivir a la parte norte del estado porque mi empresa me trasladó para abrir una nueva sede —dijo el padre. Su acento era otra de las cosas que dejaba a la luz que eran extranjeros, aunque hablaban el idioma a la perfección.

—¡Pues sí que habláis bien nuestro idioma! —dijo Mariah.

—Bueno, son muchos años practicándolo. Y vosotros, ¿de dónde sois? —preguntó Carolo.

—Nosotros somos del sur, de Texas —contestó Mariah.

Mientras los padres charlaban, Sack, Sarah y Tomás se metieron en una tienda de campaña a contar historias.

A Sack le gustaba contar historias para asustar a su hermana, y la mayoría de las veces lo conseguía, aunque en esta ocasión, al estar Tomás delante, a Sarah no le hicieron ningún efecto, o al menos es lo que quería aparentar.

—¡Vaya! —dijo Tomás—. Esas historias que cuentas son fantásticas, sobre todo la del indio y el oso.

A Sarah no le estaba gustando nada que su hermano fuese el centro de atención de Tomás y a ella no le estuviese haciendo ni caso, así que decidió entrar en acción.

—Pues yo sí sé una historia buena, la mejor que jamás hayas oído —dijo Sarah para atraer la atención de Tomás.

—No creo que sea tan buena como la del indio, me ha encantado —contestó Tomás inmediatamente.

A Sarah no le hizo ni pizca de gracia la contestación, ni la falta de interés que mostraba Tomás hacia ella.

—Pues os vais a quedar con las ganas porque no os la voy a contar, y es buena, muy buena. —Sarah se levantó indignada de la colchoneta y salió de la tienda de campaña para ir a la de sus padres. Se metió y no volvió a salir.

—Sí que tiene carácter tú hermana. No sé por qué se ha enfadado, podría haber contado su historia. No entiendo a las chicas —dijo Tomás mientras se rascaba la cabeza moviendo con fuerza su pelo rizado y rubio.

—Yo tampoco las entiendo —afirmó Sack.

Continuaron así las dos familias cerca de dos horas, charlando y contando anécdotas de sus excursiones, hasta que vieron que se hacía un poco tarde. Recogieron entonces rápidamente la comida, siguiendo las instrucciones del guarda del parque, no querían llevarse ninguna sorpresa en mitad de la noche. Cada uno se fue a su tienda de campaña, apagando de su interior las lámparas hasta la mañana siguiente.

n

Cuando Sack abrió los ojos todavía no había salido el sol. Se desperezó un poco y se deslizó con cuidado fuera de la tienda, para no despertar al resto de su familia. Comenzaba a aparecer una tímida luminosidad a su alrededor, el sol luchaba con fuerza para salir de su escondite y mandar a la luna a dormir hasta la noche siguiente.

Se escuchó un ruido a su espalda, el chasquido de las hojas en el suelo, como si alguien estuviese pisando con cuidado para no ser descubierto. Solo de pensar que se pudiese tratar de un animal, en concreto de un oso, se le pusieron los pelos de punta. Había visto en documentales que los osos atacaban cuando percibían que sus víctimas estaban asustadas. Pues estaba claro que si atacaban por ese motivo le iba a pasar algo malo, porque no estaba asustado, ¡estaba aterrorizado! Por su mente se cruzaron imágenes de osos enfurecidos, rugiendo con fuerza, imponentes, con su impresionante estatura al colocarse sobre sus dos patas traseras y después dejándose caer sobre sus patas delanteras, haciendo un ruido estrepitoso al impactar contra el suelo y corriendo a toda velocidad detrás de su víctima. Sack se veía reflejado en esa persona que estaba huyendo del furioso oso. Fueron unos instantes eternos hasta que consiguió girar con cuidado de no hacer ningún movimiento brusco y pudo alcanzar a ver que se trataba de su padre.

—¡Papá!, ¡me has dado un susto de muerte! Uffffff —respiró Sack más tranquilo. El corazón le latía a mil por hora y parecía que se le iba a salir del pecho. Tuvo que respirar profundamente unas cuantas veces hasta que consiguió que volviese a su ritmo normal.

—Hijo, perdona. No quería hacer ruido para no despertar a nadie. ¿Qué tal has dormido? A mí me duele la espalda horrores. Siempre me pasa lo mismo, estas colchonetas no son muy cómodas, donde esté un colchón en condiciones… y la almohada, lo mismo —se quejó Alfred mientras hacía estiramientos, inclinándose hacia delante y tocando con sus manos el suelo, luego estirando sus brazos hacia arriba con fuerza y después rotando a un lado y a otro. Cuando hubo terminado se acercó a Sack, que se había sentado junto a la mesa.

—¿Preparamos el desayuno? Tu hermana y tu madre tienen que estar a punto de levantarse. ¡Mira! —dijo Alfred señalando hacia el horizonte—. ¡Está saliendo el sol!

Sack se giró para mirar en la dirección que indicaba su padre y quedó fascinado ante la imagen del sol que comenzaba a aparecer tímidamente entre las montañas. Era un espectáculo impresionante.

La zona de acampada se situaba en una ladera en lo alto de una de las montañas y estaba despejada de árboles, por lo que las vistas eran increíbles.

Se quedaron contemplando la salida del sol durante unos minutos, y comenzaron a preparar el desayuno.

Al ratito salió de la tienda Mariah y también vieron que la familia de Tomás se había levantado al completo. Las gemelas comenzaron a jugar, haciendo ruido, lo que significaba que iban a despertar a los pocos que todavía dormían en las tiendas cercanas, entre ellos su hermana Sarah. A ver con qué humos se levantaba esa mañana… La noche anterior se fue enfadada a dormir y todavía no entendía el porqué.

Efectivamente no mucho más tarde se levantó su hermana con cara de pocos amigos. Cualquiera le decía nada, así que Sack decidió estar calladito para no llevarse ningún bufido de su hermana.

—Buenos días, cariño, ¿qué tal has dormido? —preguntó Mariah a su hija.

—Pues cómo quieres que haya dormido, mamá, ¡de pena! Sack no ha parado de darme golpes por todos lados y con una colchoneta de mierda por colchón… ¡estoy deseando volver a casa! —Esa fue la contestación de Sarah, a la que ninguno quiso decir nada, por si acaso.

Después de recoger y organizar todo, la familia Williams se despidió de la familia de Tomás, que tomaría otra ruta distinta a la de ellos. Probablemente no se volverían a ver en toda la excursión.

—Bueno, ha sido un placer haberos conocido. Disfrutad mucho de vuestro viaje —dijo Alfred, mientras le estrechaba la mano a Carolo despidiéndose.

—El placer ha sido nuestro —le respondió Carolo, con una sonrisa.

—Muchas gracias por las historias tan buenas que me has contado, mis amigos van a alucinar con ellas cuando se las cuente —dijo Tomás a Sack muy efusivamente.

—Pasadlo bien en vuestro viaje —contestó Sack, alejándose de ellos y levantando la mano para despedirse.

n

Los días pasaban y las vacaciones se acababan. Habían visto lugares espectaculares.

El más bonito de todos ellos, la cascada del Ángel, sin duda. Una cascada de unos mil metros de altura, que caía desde una montaña plana con unas inmensas paredes verticales y con un bosque a su alrededor.

La nube de vapor de agua que desprendía producía una sensación de humedad en el ambiente que calmaba, en esos días de mucho calor, el sofoco de la caminata. Daban ganas de quedarse allí para siempre, observando esa maravilla de la naturaleza.

Ese mismo día, y tras una larga jornada de excursión, pararon a montar el campamento en una ladera verde rodeada de pinos de unos tres metros de altura. En uno de los laterales había una cabaña, donde pasaba las mañanas un guarda forestal cuya tarea era la de ayudar a los excursionistas, pero a esa hora estaba cerrada, por lo que estaban completamente solos en medio de la naturaleza. Bueno, solos no, los animales siempre estaban acechando, entre ellos los osos… no habían visto ninguno durante todos esos días, pero era algo impredecible… ¿quién les iba a decir si esa noche iban a ver alguno? Sack esperaba que no sucediese, pero había que estar preparados para cualquier cosa.

Recogieron ramas de los pinos y maleza seca, así como algunas piñas para hacer una hoguera. El padre de Sack tenía mucha experiencia en el tema, así que no les costó que prendiera.

La noche entró sin que se diesen cuenta y, después de tomar algo de sopa caliente, sacaron sus colchonetas y sacos y los colocaron cerca de la hoguera. Los dispusieron haciendo un círculo, de tal manera que las cabezas de los cuatro estaban pegadas, daba la sensación de que dibujaban una estrella en el suelo. Todos tumbados, se relajaron observando el luminoso cielo que contrastaba con la oscuridad de la noche, y que en aquel lugar apartado de la contaminación lumínica de las ciudades, se acentuaba. La única luz que les acompañaba era la que daba la hoguera y la de la luna y las estrellas.

Al principio Sarah no quería salir con ellos, prefería quedarse en la tienda, pero finalmente la convencieron y seguro que no se arrepintió de ello, porque Alfred comenzó a contar una historia fascinante sobre las estrellas que nunca antes les había relatado.

—¡Habéis visto eso! —dijo Sarah, alucinada por la visión de una luz fugaz que pasaba ante ellos a miles de kilómetros y cruzaba el cielo.

—Es una estrella fugaz —explicó Alfred a su hija.

—¡Ya lo sé papá!, es preciosa… —añadió Sarah, mirando fijamente al cielo para ver si veía otra.

—¡Rápido!, pide un deseo… —dijo Sack a su hermana. Era bien sabido por todos que cuando se ve una estrella fugaz hay que pedir un deseo, aunque el que se cumpliese o no era otra cosa.

—¿Nunca os he contado la historia de las estrellas fugaces, hijos?

—No. —Sack no recordaba que su padre les hubiese contado ninguna historia de estrellas fugaces, pero siempre eran bien recibidas para su amplio repertorio.

—Vaya, estaba convencido de que ya la conocíais. Me la contó vuestro abuelo hace muchos años, cuando tan solo era un niño. Estoy seguro de que os va a encantar. Era mi historia favorita. Pero tengo que advertiros de algo antes de contárosla —dijo Alfred con semblante serio.

Sack y Sarah, al oír esas palabras, prestaron más atención esperando a que su padre arrancase a contar la historia. Alfred había creado en sus hijos una gran expectación.

—Hay que tener mucho cuidado con las cosas que se desean —advirtió Alfred, antes de comenzar la historia que su padre le contó y que este, a su vez, había escuchado a su padre. Generación tras generación, ahora llegaba a oídos de sus hijos, que esperaban impacientes escucharla.

—Hace ya muchos años, esta historia ya pasaba de padres a hijos. Es tan antigua que realmente no se sabe a ciencia cierta de que época procede. —Y así, Alfred comenzó a relatar la leyenda a sus hijos.

Claude era un hombre sin esperanza ni ilusión en la vida, había perdido a su mujer y a su pequeño hijo de cinco años en una horrible batalla, en la que los enemigos de su poblado atacaron sin piedad a todos sus habitantes. Él se salvó por un milagro. La espada que lo atravesó le hizo pasar una temporada en cama, con fiebres altas que le mantuvieron en un continuo delirio día y noche.

Pero Claude era un hombre fuerte y consiguió reponerse. Aunque cuando fue consciente de lo que había sucedido, habría preferido morir en la batalla junto con sus seres queridos. No concebía una vida sin las personas a las que tanto había amado. Era tan grande el deseo que sentía de volver a reunirse con ellos que cada día suplicaba, mirando al cielo, que volviesen a su lado.

Una noche, después de un día lluvioso, las nubes se abrieron ante Claude, mostrando un cielo bañado de estrellas. Todas brillaban con intensidad, pero una en especial. Claude se quedó mirándola fijamente, diciendo: «Tú, estrella de los cielos, hermosa luz de la oscuridad, amante de la luna y hermana de tantas pequeñas luces. Tú que brillas con intensidad cada noche, que iluminas los caminos de los perdidos, escucha mi plegaria. Perdí a mis seres queridos en una terrible batalla y mi corazón vaga perdido desde entonces. Tú que puedes conceder deseos, llévame con ellos, es lo que más anhelo».

Por el rostro de Claude cayó una lágrima llena de pena, de amargura y de pesar.

De repente la estrella se iluminó con más intensidad que antes, y como una flecha disparada por el mejor arquero, cruzó el cielo en dirección a Claude.

Este se asustó, al principio, pero a medida que la estrella se acercaba a él, una paz iba invadiendo su cuerpo, llenándole de una sensación de esperanza que hasta entonces no había tenido.

Cuando la estrella estaba a punto de chocar contra él, disminuyó de velocidad y, despacio, su luz cegadora fue disminuyendo hasta dejar ver la silueta de una mujer hermosa, de un hada madrina.

El hada miró a Claude y le sonrió. Claude le devolvió la sonrisa y le dijo: «Hermosa dama de las estrellas, tú que has descendido de los cielos como una estrella fugaz, ¿eres acaso mi hada madrina?, ¿vas a concederme el deseo que más anhelo?, ¿has venido a devolverme lo que tanto amo y deseo?».

El hada, sin dejar de sonreír, le dijo: «Hola, Claude, vengo de Nakerland, la ciudad de los deseos. He podido escuchar tus plegarias y la pena que tu corazón alberga desde hace tanto tiempo. Tus sentimientos son tan puros y limpios que mereces una vida mejor. Vengo a ayudarte a recuperar la felicidad perdida. No desesperes dejando que la pena inunde tu ser, tu alma, tu corazón. Siento todo por lo que has pasado y el amor que has perdido, tu mujer, tu hijo. Lamento no poder ayudarte a recuperarlos porque se han ido, y ni tú ni yo podemos hacer nada. Pero la vida continúa y te ayudaré a superarlo y a encontrar la felicidad perdida. Tus días de pena han terminado. Volverás a sonreír de nuevo».

Del cuello del hada colgaba una estrella blanca que comenzó a iluminarla, su pelo rizado, su rostro de ángel, su cuerpo esbelto, y como un soplo de viento agitando las hojas de los árboles, la luz abrazó a Claude, envolviéndole en esperanza e ilusión por vivir.

Claude cerró los ojos, aspirando la tranquilidad que había perdido hacía tanto tiempo. Y cuando volvió a abrirlos, vio que la luz perdía intensidad y se alejaba de él, desapareciendo de la misma manera que había llegado, como una estrella fugaz surcando el cielo.

A partir de aquel día Claude volvió a ser un hombre feliz. Partió con los supervivientes de su poblado en busca de una nueva vida. Llevaron consigo las pocas pertenencias que habían sobrevivido al ataque y, después de unas semanas de travesía por senderos, entre montañas, cruzando ríos y atravesando valles, llegaron a un nuevo poblado donde habitaban unas gentes que les acogieron amablemente.

Claude comenzó a construir su nuevo hogar en aquel apartado lugar, en lo alto de un acantilado, donde todas las noches se acercaba al borde para ver las estrellas y escuchar el sonido del mar.

Una de las noches en las que disfrutaba de su lugar secreto, escuchó a sus espaldas algo que se movía entre la maleza. Asustado, se levantó de un salto y sacó su arma. Ante él apareció un niño de unos seis años, que se asustó al ver la imagen de Claude en la oscuridad de la noche, empuñando un arma en su mano. Se le llenaron los ojos de lágrimas. Entonces Claude le dijo: «¿Qué haces aquí, tú tan pequeño, en este lugar y a estas horas?». El niño, con voz entrecortada, le respondió: «Sentía curiosidad y te he seguido». Claude se acercó al pequeño y se agachó para ponerse a su altura: «Vamos, te llevaré de vuelta a tu casa, tus padres deben de estar muy preocupados».

Claude y su pequeño acompañante caminaron de vuelta al poblado. Las estrellas iluminaban su camino.

Cuando llegaron, una mujer preguntaba asustada a los que se cruzaba si habían visto a su hijo. Claude se acercó a ella llevando de la mano a su pequeño perdido. La madre le abrazó con entusiasmo y le dijo: «No vuelvas a hacerme esto, hijo». Enseguida se incorporó y le dio las gracias a Claude: «Me llamo Mirele. Gracias por haber encontrado a mi hijo». Se miraron fijamente y entre ellos brilló algo especial que a ninguno de los dos les sucedía desde hacía mucho tiempo.

Mirele había perdido a su marido hacía poco tiempo y también se había sumido en la pena. Pero cuando conoció a Claude, la felicidad volvió a aparecer de nuevo en sus vidas.

Después de un tiempo en el que Claude sentía que había recuperado la alegría al lado de Mirele y su hijo, volvió a su poblado, al mismo lugar desde el que pidió su deseo. Miró al cielo y, fijándose en la estrella que más brillaba, dio las gracias llorando de felicidad, porque su hada madrina había cumplido la promesa que le había hecho. Había recuperado la ilusión por vivir.

Entonces, surcando el cielo, una estrella fugaz pasó ante sus ojos y Claude sonrió.

Cuando Alfred dejó de hablar, el silencio se hizo por un momento.

—¡Vaya! —dijo Sack alucinando.

—Una historia bonita, ¿verdad? —dijo Alfred a sus hijos.

—Me ha encantado, papá —contestó Sack agitando su cabeza en sentido afirmativo.

—¿A ti no te ha gustado, Sarah? —preguntó Mariah a su hija, que no había pronunciado palabra.

Sarah se quedó pensando por un momento, recordando las palabras que había pronunciado su padre antes de iniciar la historia.

—No entiendo una cosa —comenzó a hablar—. ¿Por qué has dicho entonces que hay que tener cuidado con lo que se desea? —preguntó intrigada. Pensó qué podría tener de malo pedir un deseo.

Los cuatro se quedaron en silencio. Ciertamente parecía que era algo bueno, no advertían nada de lo que se tuviese que tener cuidado.

—Tiene razón Sarah, ¿por qué hay que tener cuidado con lo que se desea? —preguntó Sack, también intrigado.

Alfred se incorporó para poder hablar a sus hijos mirándoles fijamente a los ojos.

—En realidad, sí hay que tener cuidado con lo que se desea. —Y entonces Alfred les contó la segunda parte de la historia a sus hijos—. La historia que os he relatado es la leyenda que se contaba al principio, pero desde hace algún tiempo, en realidad no hace tanto, ha cambiado. Se cuenta que ha habido personas que por desear cosas inapropiadas, y al pedirlas con el corazón lleno de odio, se encontraron con algo horrible que cambió sus vidas, llevándolas por un camino tortuoso y lleno de desgracias. —El tono con que Alfred lo había contado estaba lleno de intriga, suspense y misterio que, sumado al hecho de estar ambientado en un bosque, donde ellos se encontraban en ese momento, en plena noche, con el ruido de vete tú a saber qué animales que les rodeaban, con un fuego que les iluminaba y dibujaba sombras infernales… hacía que los escalofríos aflorasen.

—¿Eso es verdad, papá? —preguntó Sack.

—Es lo que la leyenda cuenta —respondió.

Por un momento se quedaron mirando todos en silencio, invadidos por los ruidos del bosque, por la oscuridad de la noche y el misterio de la historia.

De repente, una carcajada compartida rompió ese silencio. La tensión que había provocado la historia había desembocado, como el afluente de un río, en un mar de risas.

Así estuvieron riendo durante un rato, mientras miraban el cielo, en el que de vez en cuando se veía alguna estrella fugaz.

n

Los días pasaron y las vacaciones terminaron. La vuelta a la rutina irrumpía en la vida de la familia de Sack.

Vuelta a las clases, al trabajo, al monótono día a día. El tráfico, el estrés… ¿Dónde quedaron las vacaciones en esos parajes tranquilos? Ya se habían borrado de la mente de la familia Williams.

Una tarde en la que Sack y Sarah volvían del colegio caminando, ocurrieron cosas muy extrañas. A mitad de camino comenzó a llover y Sarah sacó su paraguas de flores en el que los dos hermanos se guarecieron de las pequeñas gotas que caían animadas a su alrededor. De repente un fuerte viento sopló desde sus espaldas. Fue tan fuerte el golpe de aire que el paraguas de Sarah se volvió hacia arriba y los dos quedaron expuestos a la cortina de agua que ya caía sin cesar. Se miraron divertidos y comenzaron a correr juntos hacia casa, mojándose un poco más a cada paso que daban. Cuando llegaron a la esquina de la calle, pararon en la acera un momento para comprobar que no pasaban coches, con tan mala suerte que justo pasó uno a toda velocidad, levantando una nube de agua sucia desde el suelo que cubrió a los dos hermanos en una mezcla de agua con aceite y barro. Ahora sí que estaban empapados, sucios y muertos de frío.

Para rematar, el viento no paraba de soplar a su alrededor, llevando el pelo de Sarah constantemente a su cara sin dejarle ver el camino que pisaba. En uno de esos momentos en el que el pelo le nublaba la vista, tropezó con una baldosa y cayó al suelo, rasgándose por el trasero el pantalón que llevaba y dejando a la vista unas braguitas de color rosa con dibujos. Sarah, en ese momento, miró a todos los lados de la calle con miedo a que alguien la hubiese visto y su reputación se hubiese ido al garete. Gracias a Dios estaban solos en la calle. Sack se quitó la chaqueta para que su hermana se la atase a la cintura. A él tampoco le gustaría que nadie viese en esas condiciones a su hermana.

Pero ahí no quedó la cosa. Ya calados hasta los huesos, sucios, magullados y muertos de frío, a una manzana de su casa, una patrulla de la policía paró frente a ellos. Un agente muy amable les preguntó si necesitaban ayuda, a lo que ambos contestaron al unísono: «No, muchas gracias». Les explicaron que estaban a tan solo una manzana de casa. Los policías continuaron su camino pero cuando fueron a girar la calle, un camión que pasaba a toda velocidad chocó contra su coche, dejándolo destrozado. Sack y Sarah salieron corriendo en busca de ayuda pero no había nadie, solo los cientos y miles de gotas de agua les acompañaban. Sack sacó su móvil del bolsillo del pantalón, pero con los nervios resbaló de sus manos, con tan mala suerte que cayó al suelo justo en un charco que la lluvia había formado en el asfalto. Entonces Sarah miró en su bolsillo pero no encontró su móvil, debió de perderlo en la caída. Los dos hermanos se miraron asustados sin saber qué hacer. Se fijaron en que tanto los dos policías como el conductor del camión estaban inconscientes. Entonces Sack tomó la decisión de ir corriendo a su casa para pedir ayuda y le dijo a Sarah que se quedase por si aparecía alguien o alguno de los accidentados despertaba de su desmayo.

Cuando entró por la puerta de casa, Mariah estaba bajando las escaleras y se lo encontró de frente, calado hasta los huesos y con una expresión en la cara que no dejaba lugar a dudas de que estaba aterrorizado.

—¿Qué pasa, cariño?, ¿estás bien?, ¿dónde está tu hermana?, ¿qué…? —Pero Sack cortó a su madre en seco.

—Llama a la policía, a la ambulancia, corriendo.

A Mariah le cambió el color de la cara, síntoma del pánico que le estaba entrando en ese momento.

Madre e hijo se quedaron quietos por un instante eterno, mirándose el uno al otro, hasta que Sack consiguió reaccionar.

—Mamá, ha habido un accidente. Ha chocado un coche de policía con un camión y están todos inconscientes. ¡Hay que pedir ayuda! —dijo Sack entrecortadamente a su madre.

—¿Dónde está tu hermana? —preguntó de repente Mariah al darse cuenta de que su hija no había llegado con su hermano a casa.

—Se ha quedado allí.

—Sal corriendo y vete con tu hermana, que no esté sola. Yo, mientras, voy a llamar a la policía.

Sack obedeció a su madre y salió corriendo a buscar a su hermana pero cuando llegó allí solo estaban los bomberos y la policía. El señor del camión, los dos policías y su hermana habían desaparecido.

Rápidamente se aproximó a uno de los policías que estaban acordonando la zona.

—Perdone, agente. ¿Sabe usted dónde está una chica que había aquí hace un rato? Tiene los ojos verdes y el pelo castaño. ¿La ha visto?

—Sí, chico, la he visto. Se la ha llevado una ambulancia —contestó el policía amablemente.

—¿Y por qué se la han llevado?, no le pasaba nada —preguntó Sack preocupado.

—Pues la verdad es que no lo sé, solo te puedo decir que se la han llevado al Hospital Saint Louis.

—Gracias, agente —le dijo Sack desconcertado.

Sack volvió corriendo de nuevo a su casa para contárselo a su madre.

De pronto se dio cuenta de que se había olvidado de coger un paraguas, aunque ya poco importaba, estaba totalmente empapado. El pelo le caía y se le pegaba a los lados de la cara y, mezclado con la suciedad, le daba un aspecto bastante poco atractivo, como si hubiese estado en un campo de entrenamiento del ejército. Los pantalones y la camiseta se habían convertido en su segunda piel, y los zapatos eran como balsas en medio de un océano picado.

—¡Mamá! —gritó Sack nada más entrar por la puerta de casa—. ¡Mamá! —volvió a gritar con angustia.

Entonces su madre apareció bajando las escaleras corriendo al mismo tiempo que se intentaba poner una chaqueta.

—¿Dónde está tu hermana? —dijo casi gritando de desesperación.

—Se la han llevado al Hospital Saint Louis. Me ha dicho el policía que no sabía por qué. Pero ella estaba bien cuando la dejé allí —dijo Sack de carrerilla.

—Vamos a buscarla ya.

Sack subió en una exhalación a cambiarse de ropa, mientras Mariah cogía las llaves del coche, el móvil y un paraguas.

—¿Por qué la has dejado sola? —dijo Mariah a su hijo más preocupada que enfadada.

—Mamá, no pensaba que le pudiese pasar algo. Solo iba a ser un momento, mientras iba a casa a llamar por teléfono. Estaba todo bien cuando me fui —dijo Sack entre sollozos.

Los dos se quedaron en silencio el resto del camino hasta que llegaron al Hospital. Sack miraba por la ventana con lágrimas en los ojos pensando en que algo malo le hubiese podido pasar a su hermana. Mientras, Mariah conducía lo más rápido que podía entre el tráfico y la lluvia que no dejaba de caer.

Aparcaron el coche en el parking que tenía el Hospital y cuando por fin entraron, los dos se dirigieron corriendo a la ventanilla de información. Una enfermera bastante mayor y entrada en carnes les miró por encima de sus gafas puntiagudas, que llevaba enganchadas a una cadena metálica que colgaba de su cuello y que debía de ser del siglo pasado.

—Disculpe. Venimos buscando a mi hija. Se llama Sarah y tiene trece años. —Fue lo primero que pudo decir Mariah entrecortadamente.

La enfermera, sin dejar de mirar por encima de sus gafas, puso cara de medio guasa antes de contestar de manera poco apropiada.

—Señora, como no me dé más información poco puedo ayudarla. —Y se calló en seco, con esa cara de pocos amigos y de pocas ganas de trabajar y ayudar.

—Mire, se ha producido un accidente entre un camión y un coche de policía. Mi hija se encontraba allí cuando sucedió. Ella simplemente esperaba a que llegase ayuda, pero cuando hemos vuelto a recogerla ¡ya no estaba!

La enfermera se quedó callada por un momento, que a Sack y a su madre les pareció una eternidad. Pero habría sido mejor que hubiese mantenido el pico cerrado.

—¿¡Y cómo es que dejó a su hija sola….!? —A la enfermera no le dio tiempo a terminar porque Mariah se había abalanzado sobre el mostrador, quedando a un palmo de la cara de aquella estúpida enfermera.

—¡Dígame usted quién se cree que es para decirme lo que tengo o no tengo que hacer con mi hija y menos sin saber lo que ha pasado! Así que, por favor, dedíquese a lo que tiene que hacer que es buscar a mi hija, que para eso le pagan.

A la enfermera ni le cambió el gesto de la cara después de la parrafada que le soltó la madre de Sack, pero sí sirvió para que se pusiese a buscarla en su ordenador entre la lista de ingresados por Urgencias.

—Aparecen aquí tres hombres y una niña que han entrado por Urgencias hará cosa de media hora. Urgencias está… —La enfermera se quedó con la palabra en la boca porque Mariah y Sack salieron corriendo en dirección a Urgencias. Ya conocían bien ese hospital, habían tenido que llevar a Mariah esos últimos años en varias ocasiones.

Se acercaron al primer celador que encontraron para preguntarle.

—Perdone, veníamos buscando a una niña que acaba de entrar por Urgencias con otros tres hombres, dos de ellos policías, heridos en un accidente de tráfico, hace cosa de media hora. —Ahora las palabras le salían con facilidad a la madre de Sack. Parece que la discusión con la enfermera la había ayudado a despejarse.

—Sí, les están atendiendo en este momento. Si pueden esperar un momento enseguida les informo —contestó el celador muy amablemente.

Mariah no paraba de ir de arriba para abajo, nerviosa, tocándose las uñas y con esa cara de preocupación que solo las madres saben poner. No es que Sack no estuviese nervioso pero estaba convencido de que nada malo le había podido pasar a su hermana. Él la había dejado en perfecto estado cuando salió corriendo en busca de ayuda. Pero seguía sin entender qué había sucedido para que hubiesen tenido que llevar a su hermana al hospital y la hubiesen tenido que meter en Urgencias.

La espera no fue larga, aunque a Mariah le pareció que había pasado toda una vida. El celador se acercó a ellos con una cara indescifrable.

—Imagino que usted debe de ser la madre de Sarah Williams, ¿me equivoco? —preguntó el celador a Mariah.

—Sí, soy yo. ¿Está bien mi hija? ¿Le ha ocurrido algo? —Mariah ya no podía soportar ni un segundo más de espera para saber qué le había sucedido a su hija. Estaba a punto de desmayarse con tanta tensión.

—Su hija se encuentra estable. Podrán pasar a verla en poco tiempo —contestó el celador con cara inexpresiva pero amable.

—Pero ¿qué es lo que le ha pasado? —Ni Sack ni Mariah podían imaginar qué le había ocurrido.

—Su hija ha sufrido un fuerte ataque de asma. La encontraron inconsciente cuando llegaron los policías y la ambulancia al lugar de los hechos.

Sack abrió tanto los ojos al escuchar esas palabras que casi se le salen de las cuencas. ¿Cómo no se había dado cuenta antes?, su hermana estaba muerta de miedo cuando la dejó, incluso podría no haber puesto objeción a quedarse sola porque no tenía ni fuerzas para hablar. ¡Oh no!, la culpa había sido solo suya, ¿por qué la habría dejado sola?

—Quiero ver ya a mi hija, por favor —dijo ya sin fuerzas Mariah, un poco más tranquila sabiendo que se encontraba bien.

—Tendrá que esperar un poco, señora. Pero no se preocupe, que su hija está bien. En cuanto puedan entrar a verla, yo mismo se lo comunicaré.

Mientras esperaban a que les avisasen para poder ver a Sarah, Sack no paraba de pensar en lo mal hermano que había sido dejando a su hermana sola, ¿cómo podía haber sido tan irresponsable?

Después de aproximadamente media hora, el celador apareció en la sala donde se encontraban madre e hijo esperando, desesperados, el momento de poder ver a Sarah.

—Acompáñenme, por favor. —Al celador no le hizo falta decir nada más porque Sack y Mariah ya estaban de pie a su lado siguiéndole de cerca a cada paso que daba.

Sarah se encontraba en una habitación con otro paciente más. Estaba dormida y con la mascarilla de oxígeno tapando su boca.

Mariah se le acercó primero y, tocándole la mano, susurró su nombre. Sack miraba desde los pies de la cama a su hermana con la cara de culpabilidad que cualquier hermano podría tener en esas circunstancias.

Su hermana ya había estado en varias ocasiones ingresada, ese último año, por asma.

Desde bien pequeña Sarah sufría de asma, por eso siempre llevaba encima su inhalador, que había sido suficiente, hasta entonces, para solventar los pequeños ataques que le daban muy de vez en cuando. Aunque ese último año esos ataques se habían incrementado en el tiempo y en intensidad. El médico les dijo a sus padres que no se preocuparan, que no revestía mucha importancia, aunque sí tendría que tener cuidado para evitar crisis y que fuese a peor su situación.

En ese momento el médico entró en la habitación para ver cómo se encontraba Sarah y saludó a Sack y a su madre.

—Buenas tardes. Soy el médico que ha atendido a Sarah, usted debe de ser su madre. —En la solapa del médico colgaba una chapa donde podía leerse «Dr. Parker». El doctor era un hombre alto y fuerte, con la cara cruzada de arrugas. Debía de tener no más de cincuenta años, pero estaba claro que su ocupación le había dado tantos disgustos como surcos tenía en su frente y en el contorno de sus ojos. Debía de llevar trabajando muchas horas seguidas porque además tenía cara de estar muy cansado.

—Buenas tardes, doctor —contestó Mariah—, ¿cómo está? —preguntó sin dejar de soltar la mano de su hija.

—Su hija se encuentra estable. Ha sufrido un ataque de asma importante. Aunque cuando llegó la ambulancia ya estaba inconsciente, consiguieron reanimarla a tiempo y no ha sufrido daños cerebrales. Lo que sí tendrá es que guardar reposo durante unos días y tendrá que dejar de hacer deporte o esfuerzos o someterse a estrés durante una larga temporada. Debe evitar que se produzca otro ataque de asma para poder recuperarse bien.

—Mamá… —Sarah se había despertado, aunque se la veía cansada y su voz era apagada.

—Hija mía, ¿cómo te encuentras?

—Muy cansada, mamá. Me cuesta hablar mucho, me falta el aire.

—No te preocupes, mi vida. No hables. Descansa y te pondrás bien muy pronto. Doctor, ¿cuándo considera que podrán darle el alta?

—Necesitamos que se quede en observación esta noche y mañana veremos cómo ha evolucionado. Aquí no pueden quedarse. Les recomiendo que se vayan a casa y descansen. Vuelvan mañana por la mañana. Pasaré a examinar a Sarah a primera hora para ver cómo está.

—Gracias por todo, doctor Parker.

Mariah se despidió de su hija dándole un beso en la frente.

—Descansa, cariño, mañana por la mañana vendremos temprano para llevarte a casa. Ya verás cómo descansando esta noche te podrás bien. Las enfermeras cuidarán muy bien de ti.

Sarah apenas tenía fuerzas para abrir los ojos, pero alcanzó a ver a su hermano, que seguía a los pies de la cama sin decir nada.

Lo que Sack pudo leer en los ojos de su hermana fue una mezcla entre odio, rencor, enfado y dolor. Eso hizo que se sintiese todavía más culpable.

n

A la mañana siguiente Mariah, Alfred y Sack fueron al hospital muy temprano. Prácticamente no habían podido dormir.

Cuando llegaron a casa la noche anterior, Alfred estaba esperándoles muy preocupado porque no encontró a nadie cuando regresó del trabajo y algunas luces estaban encendidas. Mariah le explicó todo lo que había pasado, tranquilizándole con respecto a la situación en la que se encontraba su hija.

Sack, sin embargo, seguía sumido en el silencio, taladrando su conciencia por haber provocado esa situación y que su hermana estuviese en el hospital. «¡Podía haber muerto!», se decía una y otra vez. Y le venía a la mente la imagen de su hermana mirándole desde la cama.

Esto le mantuvo en vela toda la noche.

El médico, como prometió, había examinado a Sarah justo antes de que llegaran, y firmó el alta de la niña para que pudiese volver con su familia a casa. Ya no necesitaba oxígeno y su saturación estaba bien.

—Ya te puedes marchar, Sarah —le dijo dulcemente el médico. A lo que ella le respondió con una amplia sonrisa. Estaba deseando salir de allí.

En ese momento la familia se fundió en un abrazo. Todos menos Sack, que no se atrevió ni siquiera a mirar a su hermana. Él se mantuvo al margen, sabiendo que su hermana le odiaba.

Lo peor fue la vuelta en el coche, cada uno mirando por una ventanilla.

Sack no quería decir nada a su hermana, para que no se alterase. Sabía cómo era el carácter de Sarah y temía provocarle otro ataque de asma.

Y así trascurrieron todo el camino, sin hablarse. Además, Sack tuvo que soportar de vez en cuando la mirada fulminante de su hermana.

Sarah pasó aquel día entero en la cama, recuperándose. Su madre se encargó de atenderla para que no le faltase de nada y cuidó de ella.

Pero fueron transcurriendo los días y durante una semana Sack no se atrevió a acercarse a su hermana. Cada vez que pasaba por delante de la puerta cerrada de su habitación se paraba un instante, tratando de reunir fuerzas para abrirla. «¡Eh, Sarah!, ¿te encuentras mejor?, ¡lamento tanto lo sucedido! Jamás volveré a dejarte sola…». «No te preocupes, Sack, sé que no querías que me sucediese nada malo, no estoy enfadada…», se imaginaba Sack la conversación con su hermana. Pero ninguna de las tantas veces que pasó se atrevió a abrirla.

En el colegio, las amigas de Sarah se acercaban cada día a Sack para preguntarle cómo se encontraba su hermana, a lo que él contestaba que «mejor», una y otra vez, sin saber qué más decir.

Meter y Robert también le preguntaron por su hermana. Eran los mejores amigos de Sack, con los que compartía todos sus secretos, aunque esta vez no quiso contarles lo sucedido.

En el barrio no se hablaba de otra cosa. La noticia había corrido como la pólvora y todos habían escuchado la historia de aquella tarde de lluvia y de los dos hermanos.

Intrigados, querían saber más acerca de lo sucedido pero Sack no quería contar nada al respecto. Lejos de sentirse importante por haber formado parte de algo tan «alucinante», como decían sus amigos, sus sentimientos eran de arrepentimiento y pesar.

n

El sábado por la mañana, y de manera inesperada, su madre le pidió que hiciese una cosa de lo menos oportuna.

—Por favor, lleva a tu hermana el desayuno. Mira, he dejado la bandeja preparada. Súbesela a su habitación.

¡Horror!, tendría que enfrentarse a Sarah, y todavía no había pensado cómo.

Mariah sabía de sobra lo que sucedía entre los hermanos, y era de lo más normal que quisiera solucionarlo. ¿A qué madre le gusta ver a sus hijos enfrentados? Por eso había tomado la decisión de que sería ella la que intercediese y provocase un acercamiento.

Llevaba mucho tiempo dándole vueltas a la idea de cómo hacerlo y, después de analizarlo bien, creyó que una situación como la de dejarle el desayuno sería de lo más oportuna. Una visita a su hermana, corta y a la vez generosa, ya que ¿a quién no le gustaba que le llevasen el desayuno a la cama?

—Mamá, ¿crees…? —empezó a decir Sack. Pero su madre no dejó que terminase la frase.

Con un gesto de súplica en los ojos que decía a Sack «ve y hazlo, por favor», su madre le convenció del todo.

Cogió aire profundamente y, sin darle más vueltas, se dirigió con la bandeja hacia el cuarto de Sarah.

La puerta estaba cerrada y la golpeó dos veces con cuidado antes de entrar.

—Buenos días, Sarah, vengo a traerte el desayuno —dijo Sack a su hermana, con voz entrecortada. Pero no recibió ninguna respuesta.

Encontrarse con la oportunidad de poder hablar con su hermana a solas era difícil, así que qué mejor ocasión que esa para tratar de hacerlo.

Sack se armó de valor y decidió que ese era el mejor momento, aunque le supusiese tener que recibir dardos envenenados de su hermana. «Podré soportarlo», se convenció para sacar todo el valor posible.

—Sé que soy la última persona a la que quieres ver. —Paró un momento para pensar bien las palabras que iba a decir. Quería solucionar las cosas con su hermana—. Siento todo lo que ha pasado. —Pero siguió sin obtener respuesta. Solo podía leer en los ojos de su hermana odio, odio hacia él por todo lo que había pasado.

Pero no cesó en su intento. Trató de desviar el tema hacia algo que pudiese gustarle a su hermana.

—Me han preguntado tus amigas del colegio por ti. Todos dicen que eres una heroína. —Pero siguió el silencio presente en el ambiente.

Sack se quedó frente a su hermana, que estaba tumbada en la cama, teniendo como compañeros en la mesilla un inhalador y algunos medicamentos.

Ese silencio se hizo eterno, pero por fin Sack se decidió a hablar de nuevo.

—Lo siento mucho, Sarah, de verdad que lo siento. No sabía que esto pudiese pasar, si no te juro que no se me hubiese ocurrido dejarte sola. Perdóname, te lo pido por favor. Lo último que querría es que te pasase algo malo. Lo siento. Lo siento de verdad.

Las palabras de Sack rogaban perdón y salieron desde el corazón a su boca como un hilo, porque el nudo que tenía en el estómago era tan fuerte que casi le impedía respirar.

Pero la cara de Sarah se transformó en odio. Sack se asustó al verla.

—Fuera de mi habitación. ¡Vete! Por tu culpa casi me muero y ¡mírame!, soy casi como una inválida. Me dejaste sola, ¿no te diste cuenta de que no podía hablar?, tenías que haberte quedado conmigo, ¡te odio!, ¡y no quiero volver a verte nunca más!, ¡vete!, ¡fuera!...

La madre de Sack escuchó los gritos desde la planta de abajo y subió a toda prisa para ver lo que sucedía. Cuando llegó a la habitación se encontró a Sarah sin aliento, con el inhalador en la boca, cogiendo varias bocanadas de aire.

Sack, mientras, estaba quieto y pálido intentando analizar las palabras que había pronunciado su hermana.

—Pero ¿qué ha pasado aquí? —dijo su madre, asustada, mientras se sentaba en la cama junto a su hija intentando tranquilizarla.

Pero Sack no supo qué decir y salió de la habitación, bajó las escaleras y se fue a la calle con lágrimas en los ojos.

Nunca iba a perdonárselo. Su hermana le odiaba y estaba seguro de que él no podía hacer nada para cambiarlo. Él tenía la culpa de todo aquello.

n

Aquella noche, Sarah estaba asomada a la ventana, compadeciéndose de sí misma y alimentando el odio que sentía hacia su hermano. Nada le iba a hacer cambiar de parecer, siempre odiaría a su hermano.

Y allí, sola en la oscuridad y mirando al cielo estrellado, deseó desaparecer, quería desvanecerse.

Miró fijamente a la estrella que más brillaba en aquel mar infinito inundado de luces y repitió una y otra vez el deseo desde el corazón y con gran intensidad.

De repente, a Sarah le pareció ver que aquella luz se transformaba. Estaba cambiando su color blanco a un rojo intenso y su tamaño aumentaba por momentos. Sarah empezó a asustarse cuando vio que la luz se estaba dirigiendo hacia ella.

Al principio pensó que todo aquello se lo estaba imaginando. Parpadeó varias veces y se frotó los ojos, para corroborarlo. Pero la luz seguía creciendo y cada vez se veía que estaba más cerca.

El miedo se apoderó de ella, y quedó inmóvil ante aquella visión que parecía tan real.

Tuvo que retirarse de la ventana de un salto porque parecía que la luz iba a golpearla, y su brillo de color rojo intenso la dejó ciega por un momento.

Se acurrucó encima de la cama y se tapó los ojos con las rodillas, con pánico a mirar algo que era imposible que pudiese ser real.

Al cabo de unos instantes, con el miedo contrayéndole el corazón y empezando a notar que respiraba con algo de dificultad, empezó a levantar la cabeza poco a poco. La luz seguía iluminando la habitación, pero ya no tenía la intensidad de antes. Entonces continuó levantando más la mirada, hasta que consiguió alcanzar a ver a un hombre alto y esbelto, extrañamente vestido y con una estrella de un rojo brillante colgada de su cuello.

Pero ¿de dónde demonios había salido?

—Tranquila, no quiero hacerte daño —dijo el extraño hombre de manera dulce y pausada.

Lejos de tranquilizarse, el miedo de Sarah fue creciendo a medida que recordó la historia que su padre les había contado y las palabras de advertencia que les había transmitido.

—Hola, Sarah. No te asustes. Soy Sendermad y vengo a ayudarte a cumplir tus deseos.

Los temores de Sarah se confirmaban.

—Yo no he pedido ningún deseo… —dijo muy asustada.

—Sí, Sarah, sí lo has pedido, y lo has hecho con tanta energía e intensidad que he podido escucharte. Por eso he venido, para ayudarte.

—No necesito ayuda de nadie…

A Sarah le costaba contestar porque el miedo agarrotaba hasta el último de sus músculos. Instintivamente cogió de su mesilla uno de los inhaladores y lo apretó contra el pecho con fuerza.

Sendermad, entonces, metió su mano en uno de los bolsillos de su chaleco y sacó otra estrella roja, más pequeña que la que colgaba de su cuello, y se acercó a Sarah.

—Toma, Sarah, es la estrella de los deseos. Con ella podrás hacer tus sueños realidad —dijo Sendermad amablemente.

—¡No quiero ninguna estrella de los deseos!, quiero que te vayas… ¡por favor! —dijo Sarah, algo enfadada. Quería que esa pesadilla terminase y despertar de ese mal sueño.

Pero el gesto de Sendermad cambió, transformándose en una mueca de maldad que aterrorizó a Sarah al instante, dejándola totalmente paralizada.

Entonces Sendermad aprovechó para colocarle en el cuello la estrella roja, que instantáneamente comenzó a brillar en el pecho de Sarah.

—Ahora nos vamos, Sarah —dijo Sendermad entre risas.

Las dos estrellas comenzaron a brillar con más y más fuerza, haciendo que desapareciesen Sarah y Senderead, al ser tragados por aquella luz roja, y como una pelota lanzada por el mejor de los bateadores de béisbol salieron disparados por la ventana en dirección al mar de estrellas que cubría la oscura noche.

n

Era domingo. Una tranquilidad absoluta reinaba en casa de la familia de Sack. Salió de su cuarto, estirándose para despejarse un poco, y bajó las escaleras en dirección a la cocina.

Había decidido intentar, cada día, que su hermana le perdonase. Por eso le pidió a su madre que le dejase ayudar a su hermana en todas aquellas cosas en que ella solía ayudarla, a lo que Mariah accedió encantada, aunque poniéndole como condición que no lo hiciese solo sino que lo hiciesen juntos, para evitar posibles enfrentamientos entre los dos hermanos.

Lo primero que iban a hacer era llevarle, de nuevo, el desayuno. Mariah estaba deseando que se le pasase el enfado a su hija y haría todo lo posible para conseguirlo.

La puerta de Sarah estaba cerrada. Mariah llamó con cuidado, por si su hija estuviese todavía durmiendo.

—Sarah, cariño —dijo Mariah, mientras llamaba a la puerta antes de abrirla.

Pero cuando entraron en la habitación no había nadie. La ventana estaba abierta y las cortinas bailaban al son de la brisa que entraba en la habitación, dejando el aire impregnado del frescor de la mañana.

Mariah y Sack se miraron confusos.

—¿Dónde se ha metido tu hermana?

—No lo sé, mamá, no la he visto esta mañana. A lo mejor está en el baño.

Pero allí tampoco estaba. Los dos comenzaron a buscarla por toda la casa, preocupándose cada vez más, a medida que descartaban habitaciones y rincones.

—No ha podido irse muy lejos, tiene aquí todas sus cosas. —Eso incluía todos sus inhaladores, la caja donde los guardaba estaba completa.

—No, se ha llevado uno que le dejé ayer en la mesilla —puntualizó Mariah.

—Pero ¿dónde ha podido ir sin avisar a nadie?

Los nervios de Mariah estaban a flor de piel. Su hija no se había recuperado del todo, necesitaba su medicación y había desaparecido sin decir nada. Todas sus cosas estaban en la habitación y nadie la había visto salir. ¿Qué habría podido pasar?

Empezando por la letra A del listín telefónico, comenzó a llamar a todas las personas posibles con las que podría estar su hija. Pero cada vez que le contestaban al teléfono, encontraba un no por respuesta.

Los nervios iban creciendo cada vez más, a medida que la lista iba disminuyendo. Mariah estaba agotando todos los contactos y nadie sabía nada de su hija.

Mientras, Sack se vistió y salió a buscarla en los lugares que más le gustaba frecuentar a su hermana. Por las calles casi no se veía gente, era domingo, todo estaba cerrado y el tiempo era fresco. ¿Dónde demonios se había metido?

Alfred se enteró de que su hija había desaparecido cuando llegó a casa y vio que había un coche de la policía en la puerta. Dos agentes estaban hablando con su mujer, que lloraba desconsoladamente.

Acababa de llegar de un viaje de negocios y su mujer no había conseguido localizarle para contárselo.

—¿Qué sucede, Mariah? —preguntó Alfred, más que preocupado, interrumpiendo la conversación que su mujer mantenía con los dos policías.

—Por fin has llegado —dijo Mariah entre sollozos y abalanzándose sobre él para abrazarle. Cuando se separó y le miró a los ojos supo que algo muy grave había pasado—. No encontramos a Sarah. No estaba en la cama esta mañana. La hemos buscado por toda la casa y Sack está buscándola por la ciudad. He llamado a todas sus amigas y nada…

—No se preocupe, señora —dijo uno de los agentes, terminando de escribir algo en su libreta—. Vamos a llamar a varias patrullas para que rastreen la zona, aunque ya sabe que para abrir un expediente de desaparición tienen que pasar, al menos, veinticuatro horas.

—Nuestra hija está enferma, agente, y necesita medicación. ¿No lo entiende? —contestó Mariah con desesperación.

—Claro que la entiendo, señora, por eso vamos a buscarla varias patrullas. No se preocupe. Seguro que no debe de andar lejos. Los jóvenes de hoy en día suelen hacer este tipo de cosas. ¿Nos puede facilitar una fotografía? Ustedes no se muevan de casa, por si apareciese o llamase por teléfono. Si saben algo de ella, por favor, pónganse en contacto con nosotros.

Alfred y Mariah no quedaron contentos con los intentos de la policía de tranquilizarles, pero sabían cómo funcionaban las cosas. Esperarían en casa como les recomendaron.

Sack apareció al poco tiempo. Había recorrido todos los rincones donde pensaba que había podido ir su hermana, pero no tuvo suerte.

Solo quedaba esperar. Una espera muy larga porque Sarah no aparecería.

n

A la semana de desaparecer Sarah, la policía había barrido toda la zona sin encontrar rastro de la niña. Habían interrogado a vecinos, amigos, compañeros de colegio y a la familia de Sack sin obtener ningún resultado. Parecía como si se la hubiese tragado la tierra. No se explicaban cómo no habían podido conseguir ninguna pista que les orientase en su búsqueda.

Mientras, la familia de Sack sufría. A su madre la habían tenido que medicar, y su padre dejó a Michael, su mano derecha en la empresa, a cargo de la fábrica, para poder dedicarse a fondo a la búsqueda de su hija.

Sack estaba desolado. Se culpaba de la desaparición de su hermana, ¿se habría ido motivada por el enfado que tenía con él? Era algo extremo el marcharse sin decir nada, a su edad, estando como estaba, medicada y débil todavía. Para Sack algo no encajaba, pero ¿qué otro motivo podría tener para querer esfumarse de esa manera?

Volvía a ser domingo y seguían sin saber nada. ¿Qué había podido suceder? La policía había barajado todas las opciones posibles, incluso el secuestro. Si bien es cierto que la ventana la encontraron abierta, no había rastro de forcejeos, ni huellas, ni ningún indicio que llevase a pensar en ello. Pero, entonces, ¿qué había llevado a Sarah a marcharse sin decir palabra? Nada tenía sentido en todo aquello.

Esa noche, la familia cenó en silencio, otra vez, sin mirarse siquiera las caras. Tirados aquí y allá descansaban papeles donde aparecía la foto de Sarah. Los habían distribuido por todo el barrio, colocándolos en árboles, postes de la luz, entregándolos en las casas a los vecinos. En kilómetros a la redonda, la foto de Sarah decoraba cada rincón.

Cada miembro de la familia Williams se sentía culpable por algún motivo. Pero el de más peso era el de Sack. No lo había hablado con sus padres ni con nadie, y eso hacía que cada vez se sintiese peor.

—Ha sido culpa mía —dijo Sack, sin poder contenerse por más tiempo, rompiendo el silencio que reinaba en la casa.

—¿Por qué dices eso, Sack? —preguntó Alfred, mirando a su hijo con tristeza.

—Ella se puso enferma por mi culpa y como no quería perdonarme, se ha ido.

Nakerland

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