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CAPÍTULO II
ОглавлениеLas redes tienen que ser tóxicas. Daniela ya lo sabía. No necesitaba ver el video del exitoso maestro de ceremonias cuyo enlace le acababan de wasapear. Se lo habían enseñado en los talleres de mercadeo de troles antes de integrarse al equipo: si no humillas, no haces enojar, y si no haces enojar, no hay reacciones. Según explicaban los expertos en psicología industrial que habían diseñado todo eso, lo único que garantiza que los usuarios estén constantemente activos produciendo cliqueos, reenvíos, comentarios y nuevos contenidos es que se quieran desquitar de una humillación y de un malentendido. ¿Y qué se necesita para que los domine sin tregua ese impulso? Herir su ego. Mancharlo, ya sea con definiciones reduccionistas que hagan sentir la necesidad de aclarar, o con denuestos que injurien totalmente a la persona pública y la hagan defenderse. Ni la curiosidad ni el miedo producen tantas respuestas incesantes para que el usuario aporte información sobre su comportamiento, alimente de datos a las empresas y los gobiernos sin darse cuenta, y compre artículos en línea. De ahí había surgido el llamado «mercadeo de odio» que no solo generó mucho dinero, sino éxito político.
A Daniela no le hacían falta más tutoriales ni conferencias para hacer mejor algo en lo que había demostrado ser más diestra que muchos y con lo que había pagado durante años, casi completa, la colegiatura de las niñas en el colegio particular. Lo que quería saber era cómo agilizar el sistema de casino para crear adicciones a los tuits escandalosos, pues tenía entendido que había una comisión del cinco por ciento y no encontraba el enlace ni al usuario que le había contado eso. Cosa rara, pues era muy buena investigando. Antes de tener a Ximena y convertirse en señora, había sido una buena reportera. De hecho, se embarazó para dejar de serlo. Le asustó su propia capacidad cuando le ofrecieron la oportunidad de irse a trabajar de corresponsal a Argentina para Notimex. Aunque fuera una agencia del Gobierno, sabía que desde el extranjero iba a poder hacer un muy buen trabajo periodístico, pues, a excepción de ciertos casos, no había tanto control de contenidos sobre las notas que provenían del exterior en aquellos tiempos. A Daniela le daba miedo su propia habilidad potencial. Temía irse, pero también quedarse, y el embarazo tomó la oportuna decisión por ella. Se convenció de que estaba perdidamente enamorada de Eduardo, a quien decidió convertir en su razón de existir, su salvación, su credencial de identificación con fotografía, su pasaporte a la felicidad y una excelente razón para dejar de tomar la píldora.
Claro que estas cosas Daniela no se las había dicho ni a su sombra, pero precisamente porque se sacrificó de esa manera y se convirtió en todo lo que odiaba de su madre, ahora tenía esa capacidad peculiar de dar rienda suelta a su rabia en sus perfiles falsos, y de ofender en redes digitales como nadie, especialmente a mujeres profesionales que habían llegado al sitio que ella hubiera querido ocupar. Fue tan exitosa con sus insultos que otros troles empezaron a copiarla. A los seis meses de mostrar las más altas estadísticas fue ascendida a coordinadora de la fábrica de troles, eufemísticamente conocida como «mercadeo en línea». Desde ahí desahogaba toda su insidia y no pasaba un viernes de pago sin maravillarse de que pudiera cobrar por haber acumulado tanto veneno. En eso habían terminado sus estudios en Ciencias de la Comunicación y sus sueños de llegar a ser la mejor reportera de México. Ahora era, quizás, la mejor cibergolpeadora de México, pero nadie lo sabía. Era como tener una doble vida: la pública de hacendosa ama de casa con dos hijas adolescentes, impartiendo enseñanza de mujer decente, y la nocturna, como trol a escondidas. Decía que el dinero que ganaba provenía de vender aretes y pasteles. Mientras más lo pensaba más frustración sentía y más ofensiva se volvía en redes digitales, lo que por mucho tiempo la hizo más eficaz y le dio más clientes.
Por ese éxito era tan incomprensible que últimamente hubiera bajado tanto su índice de comisiones y su cantidad de pedidos. Ella había llegado antes que muchos a ese mercado oculto donde cualquiera podía triunfar, pues no se requería casi ningún tipo de estudios, y ahora con los correctores gramaticales automáticos, los dictáfonos y los generadores de palabras, menos aún. Lo que se necesitaba era conocer los túneles secretos, como en las películas de viajeros del tiempo y del espacio, rumbo a los contratistas invisibles, pues es una industria que exige la máxima secrecía a sus empleados precarizados, deseosos de ganar dinero con el tiempo que les sobra. Y tiempo era lo que las amas de casa como ella tenían en esas largas horas de espera calentando mamilas y arrullando bebés. Por eso la producción de troles estaba deshumanizando también a las madres de clase baja y media, no solo a los usuarios a los que se proponían enfurecer y obligar a reaccionar para que los comerciantes obtuvieran más cliqueos.
Con tiempo fue como Daniela encontró los accesos a ese tipo de empleadores y empezó a ganar dinero aligerando sus rencores. Era formidable que la tecnología digital le permitiera ser remunerada por insultar a la gente. Simplemente se imaginaba que los destinatarios a los que tenía que agredir eran su suegra o sus cuñados, o las amigas a las que a veces odiaba. No era un trabajo que Daniela quisiera que sus hijas aprendieran, pero era una fuente de recursos monetarios que le permitieron complementar los de Eduardo, durante las temporadas en que él no conseguía trabajos en las telenovelas y no vendía ni un cuadro. En ese aspecto, le daba orgullo haber sido capaz de solucionar una situación económica en momentos difíciles. Comenzó a alcanzarle el dinero para hacer regalos a las niñas y ahorrar para comprarse un coche para ella.
A Eduardo nunca le fue mejor como artista. Sus cuadros se vendieron siempre a precios muy bajos y no logró presentarse más que en una que otra galería. Afortunadamente, eso hacía que lo llamaran a hacer trabajos relacionados con las artes plásticas. El negocio de las narcotelenovelas estaba en auge y uno de sus compañeros de escuela, Francisco Martínez, conocido como El Pato, era a menudo contratado como director de arte de grandes producciones para Tigres Blancos. El Pato lo llamaba como asistente.
Así que el joven aspirante a pintor, igual que su mujer, no vivía de lo que le gustaba, pero por lo menos tenía cómo pagar la renta. Daniela le decía que sus cuadros eran demasiado buenos para que los grandes compradores los quisieran y los críticos lo entendieran. Secretamente Eduardo sabía que no podía creerla, pues Daniela sabía muy poco de pintura, pero necesitaba su entusiasmo de típica porrista del marido para sobrevivir, pues era casi la única persona que creía en él, además de su mamá. Pensaba que debía conseguir más exposiciones con sus amigos y alguna solo, intentando el juego de ruleta, hasta lograr que un día cayera por ahí «la canica», esto es, algún crítico especializado que cotizara su trabajo y lo hiciera vender. También sabía que si pedía una beca del Gobierno como joven creador entraba al círculo mágico en el que los críticos también becados tenían obligación de hablar bien de su trabajo, pero cada año se postulaba y nunca ganaba. O era un mal pintor, o era cierto que tenía que hacer trampas para ganar. Alguien le dijo que ya también los jurados de los becarios estaban cobrando el favor y que tenía que conseguir dinero para pagarles. No lo sabía a ciencia cierta.
En todo caso, tanto si seguía buscando galerías como becas, o maneras de comprar a los jurados, necesitaba recursos económicos para pagar los materiales y la entrada en galerías de los cuadros que no vendía, además de la manutención del hogar y de las hijas que cada año le costaban más y no menos. A medida que Ximena y Maya crecían, Eduardo Borja veía que estaba pagando una versión de vida de adulto, mientras que, como artista, apenas era un púber, pues la realidad no avalaba tanto esfuerzo ni recursos en conservar un taller. Encima de todo, esa autoimagen de artista le hacía creer a Eduardo que debía y podía recurrir a las drogas como fuente de inspiración. Todo eso costaba mucho y la culpa no hacía más que incrementar su necesidad de anestesiarse la conciencia.
Pero no podía rendirse. Si no era pintor, ¿qué era? ¿Asistente del director de arte de una telenovela? «Pues sí, en términos estrictos, eres aquello por lo que te conviertes en demanda en el mercado», se quejaba con Daniela. «Pero el mercado no tiene por qué definir tu identidad», le respondía su alentadora mujer, quien no podía soportar la idea de que fracasara como artista después de lo que ella, a su vez, había sacrificado por esa tarjeta de identidad ante el mundo (no era lo mismo ser «la esposa de un técnico de telenovelas» que la de un genio incomprendido).
La identidad de artista insolvente para Eduardo Borja en conjunción (y contradicción) con la vida de familia tradicional de clase media siguieron costando y acumulando deudas, hasta que Saúl, su conecte de drogas, le propuso empezar a vender marihuana y cocaína entre los equipos de grabación. El narcomenudista le explicó que su patrón quería colocar su mercancía, pero que las narcotelenovelas de por sí estaban financiadas de una manera muy sofisticada y velada por los grandes capos y no se podía ni se debía competir con sus productos, pues Saúl y sus patrones eran ligas muy menores en comparación con ellos. En cambio, el hecho de que él formara parte del personal lo hacía menos formal e inocente, tal como lo necesitaban. En el improbable caso de que se le reclamara estar vendiendo un producto que no era de los propios accionistas de ese negocio, siempre podía alegar que no sabía, que nunca se había dedicado a eso y que simplemente había llevado para unos amigos, pero que solo estaba cobrando lo que él había pagado. Algo muy distinto pasaba cuando a alguien que no era de la producción televisiva se le veía merodeando por ahí o intercambiando paquetes con los empleados. Eso es lo que hacía particularmente valiosa la posición del joven como asistente de arte.
Con ese nuevo ingreso y «las entraditas» de Daniela (como llamaba a su trabajo clandestino de trol), en los últimos años habían podido cubrir las rentas y ahorrar para comprar una casa hipotecada con un gran espacio para el estudio de Eduardo, además de pagarse sus vacaciones de verano cada año en la playa. Así pudieron seguir sosteniendo la fantasía de que él era un pintor reconocido pero que el buen arte no se vendía bien.
Claro que los patrones de Saúl empezaron a pedir que Eduardo vendiera cada vez más y no solo en telenovelas, sino que se expandiera a más lugares, y que les hiciera cada vez más favores, como esconder cajas de contenido desconocido en el estudio y, en ocasiones, esconder a personas a las que no volvía a ver. Eduardo no se opuso porque, de alguna manera, le parecía un intercambio equitativo por un negocio que le había permitido la vida que quería tener. «Ni modo que no me cobren nada», pensaba. Justo cuando ocurrió el asesinato del Zar de las Narcotelenovelas en la locación de la colonia Nápoles, Saúl le había hablado de la posibilidad de que su patrón le comprara sus cuadros a precios exorbitantes, pagándole una modesta comisión, para evadir impuestos y tener cómo guardar el dinero.
Eduardo le dijo que lo iba a pensar sabiendo que lo iba a aceptar.
Tal vez ese era el camino para ser pintor, se dijo. En un mundo podrido, era la única forma de hacerse valer. Por fin la crítica pagada voltearía a verlo.
Sin querer saberlo (aunque sospechándolo en un lugar de su conciencia que no quería visitar), Eduardo estaba a punto de caminar la ruta que los millones de personas que en México sirven al crimen organizado creyendo que son especiales. Nunca se enteraría de si era un buen pintor o no, pues la «crítica pagada» tan anhelada no solo servía para elogiarlo, sino para anular la posibilidad de que creyera en sí mismo. A partir de entonces dependería de esta y de sus jefes. Más aún: si alguna vez algún testigo de lo ocurrido o un pintor de valor se lo señalaba, al aceptar ese pacto él quedaba ya predestinado a responder como si decir la verdad fuera un crimen y no un derecho. Le armaría un escándalo.
Tal como reaccionan los pillos.
O como hacía su esposa trabajando de trol en redes.
Se lo anunció a Daniela la última noche que pasaría con ella. El día anterior al asesinato del director de El Jefe, al regresar de su llamado, Eduardo se la encontró sentada a la mesa del comedor, malhumorada, diciéndole a la laptop: «Ya sé, pendejo, no necesito un tutorial para eso». La demanda de trabajo había ido decayendo y no se explicaba por qué, si siempre había nuevos productos qué anunciar, empresas que necesitaban que se les hiciera ruido en las redes provocando rencillas, y elecciones en algún país hispanohablante. Su clientela se había reducido a más de la mitad, y en lo que iba del año, a la mitad de esa mitad. Era el colmo. ¿Sería que por fin toda la gente había descubierto los corredores clandestinos del negocio?
«No ha habido peticiones últimamente. Perdona», le había dicho por enésima vez su representante (se había vuelto tan famosa en el medio que hasta ya tenía un agente que le colocaba trabajos). Daniela se había puesto a buscar otra vez el asunto de los casinos, o al usuario que le había contado que existían, pero no encontró nada de nuevo. Empezaba a entender que su volumen de ventas se había deprimido de manera permanente, quién sabe por qué.
Se quejó con Eduardo, a manera de saludo. Él se colocó de pie junto a ella. Le recogió en una cola su abundante cabellera negrísima, larga y ondulada, que tantas veces había pintado, le plantó un beso en la frente y le dijo que ya no tenía que preocuparse de nada. «De veras, de nada», subrayó, quitándole los lentes de marco azul turquesa con forma de antifaz de batichica que tanto le gustaban. Le besó los labios brevemente y se sentó a su lado a acariciarle los delgados muslos bajo el camisón, excitándola, mientras le explicaba lo que iba a pasar en sus vidas.
Nada más opuesto a lo que realmente sucedió, pero esa noche ellos no lo sabían. Sus futuras trayectorias defraudándose a sí mismos igual que otros miles de clasemedieros mexicanos que ingresan al narcotráfico de lleno, pero no se atreven a confesárselo ni a sus seres queridos, se verían truncadas por el asesinato de Santiago Parral, que ocurriría al día siguiente.
Todo porque Eduardo Borja fue la primera persona que se encontró muerto al director de la telenovela en la recámara donde había pedido estar solo. Y porque, a diferencia de la cantante Almira, no gritó ni pidió auxilio ni se lo contó a nadie. Luego de observarlo, cerró la puerta sigilosamente y desapareció sin ser visto.
Su conducta fue suficiente razón para sospechar de él en la investigación interna, que era la que importaba, a cargo del detective privado. Mientras las redes y medios de comunicación tradicional estallaron saturando espacios con la versión del Cártel de los Emes atacando la casa y el director tratando de salvar a su actriz, la empresa inició la única pesquisa que podía tener consecuencias reales, pues bastaba con un señalamiento del productor Carlos Rosas a la Policía federal, una vez hecha su investigación interna, para que investigaran (ahora sí, formalmente) a quien quiera que el detective de su compañía encontrara culpable. Lo demás (incluidas las declaraciones de la Policía municipal) no era más que un circo para marear al pueblo. Por la noche de ese mismo día ya se hablaba en todo México de un complot urdido por los narcotraficantes y por políticos corruptos para dañar a las instituciones, perjudicar a la industria del turismo en la ciudad, asustar a la inversión externa y dar un «golpe de Estado blando» contra el Gobierno.
Pero mientras en el ciberespacio bullían las acusaciones falsas y los insultos para dividir a la población, Froilán Manzano le anunció a Carlos Rosas que tenía ya identificado en qué sala y a qué horas pudo haberse armado el operativo de distracción con la bala que debió ser falsa para la escena de Arturo Gil, y quiénes eran las últimas personas que habían estado en el segundo piso, cerca de la habitación donde mataron al director.
La última persona a la que se vio entrar a hablar con él era el único empleado que no aparecía por ninguna parte: el joven Eduardo Borja Sánchez, asistente del director de arte, quien a veces les vendía droga a varios del equipo, según le informaron los propios compradores al detective.
¿Sabía eso el productor televisivo? Claro que sí. Y lo sabían los grandes capos que, de manera sofisticadamente encubierta, financiaban a Tigres Blancos S.A. de C.V. Tal como Rosas pareció aclararle a Manzano aquella noche en la reunión de recapitulación (también de manera muy velada, siempre con metáforas y dobles sentidos para que nunca se pudiera asegurar que alguien dijo lo que quería decir, como solían hablar de sus inversionistas), todos los altos mandos sabían que Eduardo Borja vendía drogas en las camionetas y las áreas de descanso de las grabaciones desde hacía mucho, pero la mercancía provenía de unas bandas pequeñas del barrio de Tepito, protegidas por algún funcionario de medio rango del Gobierno de la ciudad. A los grandes capitales de la telenovela no les hacía mucho daño ese narcomenudeo en clave insignificante y, de hecho, les convenía, puesto que no estaba asociado directamente con ellos. Habría sido bastante torpe de su parte financiar la teleserie que los dejaba como una leyenda a nivel internacional una vez que se retransmitía en plataformas digitales y, simultáneamente, vender sus propios cigarrillos de mota y coca para algunos técnicos y actores en los vehículos y estudios de grabación.
No solo era imbécil, sino de mal gusto, como dejó entrever Rosas en aquella reunión con su encargado de seguridad. Por eso fue por lo que el joven aspirante a pintor había conseguido vender drogas durante tres años entre el equipo de grabación sin que nadie le pusiera un alto. Y, también por eso, los patrones de Saúl (el suministro de Eduardo), se creían más listos y realizados de lo que realmente eran. La verdad era que se les había dado permiso para operar temporalmente en terrenos que no les pertenecían, solo para guardar bien las apariencias.
—Pues vamos a ver si el tal Eduardo llega esta noche a dormir a su casa. Lo dudo —anunció Froilán en la oficina improvisada de la locación—. Ya hice todos los interrogatorios con el personal que de verdad quiere ayudar… Las tres últimas personas que vieron al Chago con vida fueron tú mismo, Darío Peña, que no tiene ninguna razón para matarlo y que pidió que lo dejaran solo, la pobre cocinera que después le llevó su desayuno, con permiso de Darío, que no para de llorar y de temblar y que dudo que pueda hacer un disparo tan profesional, y este tipo… Este tipo Eduardo Borja, que vende droga a la crew y que desaparece inmediatamente después de que todos oigamos el disparo… El disparo distractor, al menos, porque el verdadero ninguno lo oyó, y de eso se trataba. Bueno. El caso es que ni rastro de Eduardo Borja desde entonces, y le mandamos mensaje a su esposa y dice que no tiene idea de dónde está, que creía que estaba con nosotros. Qué pensar, ¿eh? ¿Por qué será tan difícil sospechar de él?
Carlos Rosas asintió con la cabeza, meditabundo. Él tenía identificados a todos los miembros de su equipo. Claro que conocía al tal Eduardo Borja, el asistente de su director de arte, un güerillo menudo que siempre vestía camisas de manta, adornado con collares y pulseras. Estaba claro que ese chico nunca tenía que ir a trabajar trajeado ni uniformado a ningún lugar. Tendría unos treinta años y buena puntería. Era preciso. Era pintor, le había dicho su encargado. Carlos se cruzaba de vez en cuando con él y lo había visto varias veces lanzar los objetos con los que maniobraba, jugando al baloncesto. Siempre atinaba. Además, era uno de los que tenían acceso a las cosas de utilería. Podría haber sabido dónde se guardaban las armas en esa casa la noche anterior. Pero difícilmente lo podía imaginar orquestando ese asesinato tan enrevesado y bien calculado, sabiendo que tendría que darse una versión pública de los hechos completamente ajena a la verdad.
En todo caso, no le veía razón para hacerlo. Nunca lo había visto con Santiago más que recibiendo instrucciones o vendiéndole yerba. No había entre ellos más que camaradería, y bastante distante. Si él era el asesino de su compadre Chago, tendría que haberlo hecho por encargo, y por muchísimo dinero. Había que ver si la esposa estaba al tanto. Tenía razón Froilán (siempre tenía razón Froilán): si tal era la situación, el hombre no regresaría a su hogar. Era cuestión de poner presión sobre la esposa. Si tenían hijos, seguramente Eduardo había hecho planes para que lo alcanzaran en algún lugar después.
De todas formas, faltaba un motivo. Alguien a quien nadie del equipo de trabajo veía como un extraño había pasado varias jornadas de grabación en esa casa, analizándola, muy familiarizado con todos los movimientos de los trabajadores y de la forma como se hacían los ensayos. Daba escalofríos pensarlo. El asesino estaba entre ellos, y lo más probable era que el crimen fuera personal.
¿Sería posible? En nuestra nación inundada de crímenes políticos y asesinatos a periodistas que pasan décadas impunes, con todas las razones políticas y económicas que había para perjudicar a una de las empresas productoras de televisión y cine más politizadas y cercanas al Gobierno, ¿sería factible que se tratara de un asesinato meramente pasional?
—Bueno. Tenemos que contemplar todas las aristas —le dijo el detective antes de irse rumbo a la casa del sospechoso Eduardo Borja—. Yo todavía no descarto nada. Ni siquiera al narco, así como lo ves.
Carlos Rosas lo detuvo de un brazo.
—Entonces pensemos en razones personales también. Darío estuvo discutiendo con Chago hace unos días. No, no eran las discusiones de trabajo entre ellos, muy normales, a veces a gritos. Pero no, esto era por Anti, que anda con Darío. Le dijo a Chago que se quería casar con ella y eso no le pareció nada bien. No es el marido que Chago ve…. veía para su hija.
Froilán tomó nota de la nueva información. Había hablado muchas veces ese día con Darío Peña, el memorioso y ordenadísimo primer asistente de dirección de Santiago Parral, quien había resultado de gran ayuda para trazar un mapa con los movimientos de todos por la casa, sus nombres, teléfonos y direcciones. Lo raro fue que en ese tiempo, unas ocho horas, Darío nunca le mencionó que pensaba casarse con Artemisa Parral, la perla de la familia. Menos aún que se acababa de pelear por ella con el padre de la novia, el ahora difunto.
Ya se imaginaba Froilán la carga de tensión que eso había originado, porque si algo cuidaban Santiago y Pilar, su exmujer, eran las relaciones de Artemisa, a quien verdaderamente habían cultivado como a un tesoro. La tenían estudiando actuación en Londres, esperando convertirla en una estrella de Hollywood. Seguramente no era a Darío Peña a quien planeaban tener de yerno.
¿Por qué el asistente de dirección se había callado una información tan relevante y reciente en su vida? Froilán se propuso averiguarlo, pues, aparte de Eduardo Borja, era el único otro individuo joven que estuvo en esa recámara con la condición física para disparar una pistola y dar en el blanco.
Aunque, aquella noche, tan pronto llegó a la casa de Eduardo Borja, corroboró lo que ya se imaginaba: el más probable asesino de los presentes no había regresado a su hogar.
Le abrió la puerta una bella joven espigada, alta, de ojos muy grandes y redondos, como espantados siempre por la vida, tras unos anteojos con forma de antifaz. Enmarcaba su hermoso rostro el pelo oscuro y ondulado que le llegaba hasta la cintura. A Froilán le atrajo de inmediato y le provocó simpatía. Pero no podía asegurar que no estuviera mintiendo cuando dijo que no tenía idea de dónde estaba su marido ni qué había pasado con él. Pese a que se veía muy asustada y nerviosa, eran ya cerca de las diez de la noche, sus hijas ya habían regresado a casa, no sabían nada de él, tampoco se había comunicado con ninguna de ellas, y la señora no había esculcado sus pertenencias para ver qué podía encontrar que le diera una pista o se había llevado, por ejemplo. Eso era inverosímil. Ni la más respetuosa y confiada de las mujeres evita echar un vistazo a lo último que haya tocado o hecho el marido que no llega, siquiera para revisar si se llevó el teléfono. Solo en ese momento Daniela lo hizo, a sugerencia de Froilán, quien necesitaba saber si había dejado en su casa su pasaporte o cualquier otro documento importante.
Mientras Daniela abría cajones y desaparecía por las escaleras rumbo a las recámaras, Froilán se puso a revisar la estancia principal de la casa. Cosa rara: no había ningún cuadro de Eduardo por ahí. ¿No le habían dicho que era pintor? ¿No fue lo que su esposa misma anunció casi tan pronto le abrió la puerta? Había reproducciones impresas de Van Gogh que hasta él reconocía sin saber nada de arte, y otras muy famosas cuyos autores no identificaba, pero ninguna del señor de la casa.
Se notaba, en cambio, que el negocio de la droga al menudeo había sido redituable, pues era una vivienda espaciosa con algunos lujos inocultables, como la pantalla de televisión gigantesca, empotrada en la pared, y la computadora portátil MacBook Pro sobre la sala, modelo del año. Poco faltó para que Froilán cediera a la tentación de abrirla, pero en eso volvió a aparecer Daniela con el pasaporte y el acta de nacimiento de Eduardo. No se los había llevado. Si pensaba escapar, tal vez se comunicaría con Daniela después.
—Señora, le pido que me avise inmediatamente en cuanto sepa algo de él. Disculpe la molestia, pero como usted sabe, la policía lo que menos hace es investigar y yo tengo una obligación moral con don Santiago y don Carlos.
—Claro que sí —respondió Daniela, visiblemente aliviada de verlo partir—. Yo por eso no quiero avisar a la delegación hasta no estar segura. Igual se fue con unos amigos, se le acabó la batería del teléfono, o algo.
—¿Hace eso muy seguido?
—No, no muy seguido, pero a veces. Él es un artista, ¿sabe? Y así son los artistas. Distraídos.
—No veo ninguno de sus cuadros por aquí. ¿Dónde están?
—Ah, es que siempre los tenemos todos en el estudio de Eduardo, para que no se asusten las niñas. Es costumbre de cuando eran niñas —aclaró Daniela, al ver los ojos de plato que abría el detective—. Ahora ya están grandes, no se asustan. Pero de todas formas los dejamos ahí, expuestos para los clientes, que entran por la puerta de atrás.
¿Había escuchado bien Froilán? ¿Sus propias hijas se asustaban con los cuadros que pintaba su papá y había que esconderlos?
—¿Quiere decir que ese estudio está aquí mismo, doña Daniela?
—Aquí mismo, por allá.
—¿Puedo verlo?
—Claro que sí, pero por favor no se predisponga. Es solo arte. Todo invención.
Daniela lo condujo por la cocina rumbo al jardín y a una pequeña casa de techo de dos aguas en el otro extremo. Le encendió las potentes lámparas para que contemplara la obra de su marido.
Manzano entendió entonces por qué «las niñas se habrían asustado». Eduardo Borja pintaba cuadros de descabezados, cadáveres sin extremidades y mujeres descuartizadas. En muchos podía notarse que Daniela había sido la modelo.
—Yo no le mostraría esto a la Policía, ¿me entiende? —explicó Daniela.
Froilán asintió con la cabeza sin acertar a comentar nada. Hasta él, que lo había visto todo, estaba sorprendido. No, ese hombre no podía descartarse como sospechoso.