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MATEMÁTICA - Medidas y mentiras Juego preliminar: Un tema clásico en materia de sexualidad es la cuestión de la importancia del tamaño. Describan brevemente sus sensaciones al respecto.

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Desde tiempos inmemoriales, el tamaño del pene se relacionó a nivel popular con la virilidad, la fertilidad y la posibilidad de brindar placer a la pareja. Aunque ya se sabe que la masculinidad y la capacidad reproductiva nada tienen que ver con la longitud de dicho miembro, en gran medida todavía sentimos que cuanto más larga la tenga el hombre, más satisfecha quedará la mujer. Para testear esta hipótesis, resulta apropiado valerse de una ciencia dura: la matemática.

En términos generales, la vagina humana tiene unos 9 centímetros de profundidad, mientras que el pene erecto llega –en promedio– a unos 14 centímetros de largo. (Detengámonos unos segundos acá para que los lectores machos puedan medirse.) Sin lugar a dudas, las cifras mencionadas evidencian que el falo resulta bastante más largo que la vagina, lo cual no sólo no supone ningún beneficio para el dúo de amantes, sino que –de hecho– puede causar gran malestar en la persona penetrada.

Es sabido que, en una primera relación sexual, la invasión del pene suele causar dolor en la mujer, ya que probablemente ella sea joven (su organismo aún no terminó de crecer) y –por supuesto– todavía su vagina no está dilatada por la práctica sexual o la experiencia de un parto. Pero también en mujeres experimentadas y sexualmente activas, en determinada clásica posición –cuando ella está boca arriba y las piernas recogidas acortan la vagina–, la presión excesiva del pene durante la penetración suele comprimir –por ejemplo– los intestinos de ella, y el dolor que provoca tal compresión no contribuye en nada a una atmósfera de placer, en especial teniendo en cuenta que las mujeres necesitan estímulo placentero constante para llegar a un orgasmo. ¿Por qué existirá, entonces, tal desproporción anatómica? ¿Cómo es que vaginas y penes no se adaptaron naturalmente unas a otros (u otros a unas) para evitar el malestar mencionado?

Conviene recordar acá que, cuando el pene no está involucrado en una situación erótica, su tamaño fláccido es de apenas 8 o 9 centímetros de largo, exactamente la profundidad de una vagina. Entonces, ¿por qué el pene no conserva ese tamaño y simplemente se pone rígido para la penetración, en vez de ponerse largo y rígido? Si el pene en reposo tiene un tamaño más cómodo y proporcionado, la desproporción anatómica que genera el pene erecto evidentemente tiene fundamentos relacionados con su capacidad reproductiva. El órgano masculino parece haber sido diseñado para volverse excesivamente largo con dos propósitos fundamentales: a) para que –al entrar y salir de la vagina durante el coito– el pene no se escape por error de su “vaina” y corra el riesgo de eyacular afuera; y b) para que –en caso de eyacular adentro– el semen alcance enseguida el fondo de cualquier tamaño de vagina y asegure así que los debiluchos espermatozoides tengan que recorrer la menor distancia posible y no se agoten en su frenético nado hacia los aposentos del deseado óvulo. Estas características orgánicas de varones y mujeres confirman que el propósito ontológico del acto pene-vagina es la reproducción humana y no el placer compartido entre dos, ya que –a la hora de repartir roles en esta película– no sólo el clítoris no fue convocado al casting, sino que el papel de víctima es siempre para las mujeres.

Los tamaños mencionados, como vemos, demostrarían que un pene erecto largo podría quizás tener más chances de embarazar que uno corto, al poder depositar semen directamente en el cuello del útero, sin que los espermatozoides deban realizar una arriesgada travesía trans-vaginal. Pero –como anticipamos– este acortamiento de la distancia pene-útero en nada se relaciona con el placer: de hecho, el fondo de la vagina carece de toda sensibilidad y por lo tanto no supone un lugar de goce para la mujer. Mientras tanto, la zona de mayor sensibilidad placentera (la vulva y el clítoris) se mantiene bien indiferente ante el tamaño del pene.

De todos modos, aunque es cierto que la longitud no constituye una ventaja, el grosor del miembro viril sí tiene (cierta) incidencia a la hora de satisfacer (algunas) necesidades sexuales de las mujeres. Como dijimos, la zona externa femenina es la que causa el verdadero éxtasis, por lo que –cuanto más gordo sea el pene– más estimulación sentirá la mujer en la entrada de la vagina y en sus alrededores. Aunque esta estimulación rara vez alcanza para lograr un orgasmo en ella, al menos le puede resultar muy placentera.

Volvamos entonces a la matemática. ¿Qué tan ancho debe ser el pene para excitar a la vulva y alegrar a la mujer? Las encuestas disponibles (muy poco fiables, por cierto) indican que la circunferencia promedio del pene erecto es de unos 11 centímetros. Sin embargo, del mismo modo en que se suele exagerar el largo peneano deseable, los 11 centímetros de circunferencia que la oficialidad promociona parecen ser insuficientes si los comparamos con la vivencia empírica. Ante este escenario, sería interesante averiguar por qué los sexólogos (que históricamente siempre fueron varones) deciden hacer pública una cifra menor a la real y si este "ir a menos" no es una forma de ofrecer consuelo a aquellos machos que no alcanzan las longitudes establecidas como ideales. Dado que esto es sólo una especulación, serán las estadísticas matemáticas las que deban dar respuestas fehacientes al asunto.

En cualquier caso, basándonos en el discurso de todos los días, parece evidente que los hombres siguen preocupados por alargar su alter ego y no por engrosarlo. En verdad, existen numerosas técnicas y tratamientos médicos, e incluso intervenciones quirúrgicas (aunque de dudoso resultado), que prometen agregar centímetros tanto al largo como al ancho del pene. Pero, según la información disponible, los hombres sólo acuden a los consultorios para pedir un alargamiento del preciado miembro, de modo que el ancho –y el consecuente goce femenino– no parece ser una preocupación masculina.

Cabe recordar acá que, en momentos de (mucho) ocio, los varones suelen disfrutar de una atávica competencia que consiste en hacer pis al aire libre y tratar de que el chorro llegue lo más lejos posible. Por desgracia, el objetivo de esta práctica no es orinar sin salpicar (¡habilidad que contribuiría a una mejor convivencia!), sino reforzar la idea de que lo importante en el plano cartesiano es dominar el eje “y” vertical y no el “x” horizontal. Curiosamente (o no), en matemática el eje vertical es el "eje de las ordenadas", y en materia sexual parece confirmarse que "la orden", el mandato ancestral, es llegar lo más lejos posible. Resulta también apropiado recordar que, en materia de cromosomas, el macho se referencia con las letras XY y la hembra con las letras XX, de modo que la Y distingue lo masculino, erecto y vertical, mientras que la X simboliza lo femenino, inerte y horizontal, incluso cuando hablamos de una fría ciencia matemática o de una biológica composición genética.

Si de números, medidas y tamaños se trata, resulta inevitable revisitar el más arraigado mito sexual argentino: la famosa "ley de la L". Como si el rol de la naturaleza fuera satisfacer las fantasías eróticas de los varones, existe la creencia de que los hombres bajitos verían compensada su corta talla con la portación de un importante miembro viril. A falta de centímetros en altura, los varones tendrían la supuesta ventaja natural de ostentar centímetros extra de largo. Ahora bien: dado que las personas latinoamericanas no nos caracterizamos por una gran estatura física sino todo lo contrario, y dado que en materia de educación sexual sufrimos la prescripción histórico-católica de sexo-exclusivamente-reproductivo, este absurdo mito de la L no hace más que naturalizar la idea de que los penes en nuestra región deben ser largos y potentes, en el doble sentido de que “seguro que son largos y potentes” y que “tienen la obligación de ser largos y potentes”.

En cualquier caso, y como ya anticipamos, todo lo anterior parece reforzar que –para el hombre heterosexual promedio– el objetivo de las relaciones sexuales no sería precisamente el de dar y recibir placer en un plano de equidad. Si este fuera el caso, los varones considerarían masivamente engrosar su pene e, incluso, preferirían dar sexo oral (con estimulación directa de la zona erógena) o sexo anal (con mayor fricción y sensibilidad) antes que sexo vaginal (que no supone una estimulación directa del clítoris ni es suficientemente apretado en la vida adulta). Lamentablemente, las prácticas vigentes desestiman al placer femenino y simplemente promueven en los hombres el mandato del pene largo para que lleguen con su semen lo más profundo posible, se estiren hasta el cuello del útero e intenten en cada encuentro sexual el onto-programado embarazo.

Por este motivo, el macho argentino se ofende si alguien se refiere a él como chizito o ñoqui (alimentos cortos, aunque anchos), pero se enorgullece si lo llaman manguera o trípode (herramientas largas, aunque delgadas). Notemos, asimismo, que tanto el chizito como el ñoqui son materia orgánica de corta vida útil (¿podríamos decir “descartables”?), mientras que la manguera sirve para transportar fluidos vitales y junto al trípode son elementos duraderos y útiles, tales como un heredero. Parece evidente, entonces, que –para el patriarcado– dar placer sería una práctica descartable, a la vez que embarazar sería una práctica útil. ¿Por qué? ¿Para beneficio de quién?

La preocupación por el gran tamaño siempre se asocia a lo masculino, pero existe también la contrapartida femenina de este asunto: la cuestión del tamaño del busto de la mujer. Durante la pubertad, apenas las hormonas empiezan a bullir, el establishment sexista empuja a las chicas a inquietarse por el pronto desarrollo de las incipientes lolas. El mercado de la ropa interior les ofrece corpiños con relleno, tasa soft, push-up y/o aro para que sus cuerpos todavía infantiles se eroticen lo antes posible y se presenten al mundo como objetos deseables para la platea masculina. En nombre de una supuesta femineidad ideal que valoriza “las curvas” de la mujer por encima de su personalidad y sus deseos subjetivos, las niñas son instruidas desde temprana edad para construir identidad a partir de su rol en tanto portadoras de un cuerpo penetrable y con capacidad incubadora. De esta forma, pechos, cinturas y caderas se moldean prematuramente en función de un imposible ideal 90-60-90 al que –convenientemente para el patriarcado– ninguna mujer alcanza.

El marketing cultural sexista es tan fuerte que, ya en la escuela primaria, los varones suelen hacer rankings de sus compañeras con relación al tamaño de los pechos, y a mediados del secundario muchas adolescentes se consideran frustradas si su delantera no es lo suficientemente llamativa. Tanto es así que existe el mito de que en los sectores sociales más pudientes de la sociedad se estila el regalo de implantes mamarios para los 15 o los 18 años de las jóvenes. Si bien la corporación médica desmiente esta práctica tan temprana, el solo hecho de que circule la idea nos confirma que nuestra sociedad tiende a ver las delanteras prominentes como algo positivo. Por eso, cuando los pechos no son los protagonistas principales de la identidad femenina, tildamos a la persona de chata, un adjetivo cuyo sonido inicial /ʧ/ –como vimos– pronostica negatividad. De este modo, aunque sabemos que las prótesis mamarias hacen que la mujer pierda sensibilidad en la zona, además de conllevar un riesgo quirúrgico, sentimos gran ansiedad colectiva por que el busto femenino se vea grande. ¿Será una cuestión estética? ¿Son realmente bellas las mamas abultadas?

Si bien el concepto de Belleza ha ido variando con el correr del tiempo, existen ciertos parámetros universales –orden, equilibrio, armonía– que definen lo bello en cualquier época y latitud. Desde la Antigüedad, y más tarde gracias a Leonardo da Vinci y su Hombre de Vitruvio, el estudio de las proporcionalidades anatómicas permite distinguir una persona bella de otra que no lo es: así de injusto, pero así de cierto. Si el jorobado de Notre Dame no nos parece bello, por ejemplo, es porque sus ojos no están equilibrados y porque su joroba supone un bulto desproporcionado en su cuerpo.

¿Por qué, entonces, deseamos agregar centímetros cúbicos a las mamas de nuestras jóvenes, si el agregado no es más que una joroba anti-natural que hace desestabilizar la armonía natural del cuerpo y esto atenta contra el concepto universal de Belleza? ¿Qué es lo que nos atrae hoy en una mujer –e incluso en una adolescente– con profusa delantera, con escotes exuberantes? Una vez más, nos encontramos con palabras que remiten a la nutrición y, por lo tanto, a la reproducción: profuso quiere decir nutrido, rico, fértil; y exuberante es sinónimo de copioso, abundante, desbordante. Sin embargo, no parece ser belleza lo que desbordan los pechos femeninos grandes, sino leche. O, al menos, la ilusión óptica de contener suficiente leche como para poder alimentar muchas criaturas y asegurar de este modo la supervivencia de la prole y de la humanidad. Dado que, en este caso, el gran tamaño de los pechos estaría justificado por su supuesta utilidad nutricia, el discurso patriarcal celebra los pechos jorobados (jodidamente deformados) y los promueve como “modelo” de “belleza” a seguir.

De todo lo anterior se desprende que las prótesis para aumentar el busto se llaman mamarias y no pectorales porque la cirugía plástica tiene como finalidad aparentar una “mayor capacidad de amamantamiento” y no simplemente aumentar el volumen de los pechos por motivos de armonía. Esta fantasía de las mamas como exclusivamente nutricias –y no como naturalmente bellas y placenteras en cualquiera de sus formas– se evidencia en la expresión sexista “tener los timbres parados” (cuando el frío o el roce hacen retraer los músculos de los pezones y estos se hacen evidentes a través de la ropa): se trata de una fórmula que asocia la punta del pecho femenino con la punta del pene y por eso supone absurdamente que el pezón “se para” para eyacular/nutrir. Huelga decir que, cuando este fenómeno natural se da en pezones masculinos, ni siquiera lo advertimos. Porque los pechos del varón no se asocian a la alimentación, el discurso binario y utilitario patriarcal nos enseña que a ellos no se les paran los pezones, sino únicamente el pene.

En resumidas cuentas, parecería que el anhelo de penes largos y el deseo de mamas voluminosas tienen fundamentos que exceden lo racional. Hoy en día, mujeres y varones siguen idealizando zonas erógenas desproporcionadas sin saber muy bien por qué. Sin embargo, para ahuyentar la mala suerte, ellos se cubren un testículo y ellas se protegen una mama: los hombres intentan asegurar su capacidad procreadora, mientras las mujeres intentan resguardar su capacidad alimentaria. ¿Será tan fuerte el mandato reproductivo que nos impulsa a defender la continuidad de la especie antes que la propia vida? ¿O sólo se trata de una costumbre heredada? ¿Qué tamaño tiene nuestra libertad si nos esforzamos por alcanzar cifras que nos son ajenas y nos medimos en base a una planilla de cálculos obsoleta?

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