Читать книгу !Resistid! - Manolis Glezos - Страница 7
ОглавлениеDesde hace un tiempo, muchas personas se dirigen a mí para quejarse y todas vienen a decirme lo mismo: no quieren que nadie decida por ellas.
¿De verdad los ciudadanos no quieren nada más? No creo que se trate solo de eso. «No es que no quiera que decidan por mí, sino que quiero participar en la toma de decisiones», me contestó en una ocasión una persona cuando profundicé en el motivo de sus quejas. Comprendí que algo empieza a moverse dentro de la ciudadanía, pero aún es tímido y el camino, largo. ¡Hay que despertar!
En todas las Constituciones del mundo, en absolutamente todas —lo mismo da si pertenecen a democracias o a dictaduras—, aparece siempre el mismo principio: «El poder viene del Pueblo y se pone en práctica en nombre del Pueblo a través de la Ley». En mi opinión esta máxima es errónea, pues la Ley anula el poder de la gente.
En otras palabras: desde hace décadas se está legalizando el poder de los que nos mandan. No podemos permitirlo. El poder viene de la Gente, pertenece a la Gente y es ejecutado por la Gente. Esta es la realidad última a la que debemos llegar. La pura democracia directa. Muchos pueden pensar que se trata de una utopía o que resulta inalcanzable, pero se puede conseguir. Hay que resistir. Es la única manera de recuperar la autonomía del Pueblo frente a las fuerzas extranjeras que buscan controlar a los ciudadanos.
Mi experiencia me demuestra que sí se puede.
Antes de proseguir, quiero aclarar que cuando hablo de recuperar la democracia directa no me refiero a esta tal y como se practicaba en la Antigua Grecia. Se trata de recuperar el sentido de la palabra «Democracia», que de por sí, de manera implícita, ya es directa. Desde sus orígenes, la Democracia viene del Pueblo y le pertenece. Mis antepasados griegos lo dejaron escrito en muchos de sus textos. Homero, probablemente el autor más popular de la Antigüedad, nos cuenta en su Canto III de la Odisea que, tras la guerra de Troya,1 Telémaco quiso saber qué había sido de su padre, el rey Ulises, y para ello ordenó la convocatoria de una asamblea en el ágora de la ciudad de Pilos. Cuando el Pueblo se hubo reunido, el ciudadano más viejo preguntó: «¿Por qué estamos aquí y quién nos ha llamado?».
Por supuesto, la historia sigue, pero la gran enseñanza de este fragmento radica en el hecho de que los ciudadanos, sin saber quién los había convocado, acudieron. Eso es lo que verdaderamente importa: que el Pueblo respondió a la llamada de un ciudadano anónimo sin dudarlo.
Por desgracia, es impensable que hoy en día un ciudadano cualquiera —hombre, mujer, niño, rey, extranjero…— tenga éxito al convocar una asamblea. Debe superar innumerables trámites, ya sea en el Ayuntamiento o en instituciones e instancias superiores, y lo más probable es que la solicitud sea rechazada. Esto no ocurría hace tres mil años. Entonces no importaba quién era el convocante, sino la convocatoria. El Pueblo iba porque se le llamaba, porque participar formaba parte de su propia naturaleza.
A eso tendríamos que aspirar. Debemos hablar y procurar conseguir la capacidad de expresarnos y hacernos oír para poder dirigir nuestro propio destino. De lo contrario, tal y como estamos viendo en la Unión Europea por culpa de potencias como Alemania, serán los de arriba quienes nos impongan las políticas que debemos implantar y acatar. Una imposición que resulta muy peligrosa porque repercute en una pérdida de legitimidad del Estado.
El gran interrogante aquí y ahora es: ¿Qué papel tiene la gente en la vida pública? ¿Participamos de la toma de decisiones? ¿Nos reunimos para discutir sobre lo que verdaderamente queremos? ¿Organizamos propuestas para intentar mejorar nuestra calidad de vida? ¿Se nos escucha?
Grecia ha cobrado conciencia de que nada de esto está ocurriendo y está empezando a despertar en este sentido, pero ¿qué sucede con los ciudadanos de otros países? Parece que existen indicios de que Podemos, en España, supone también una reacción a este fenómeno.
Ahora debo insistir en la necesidad de olvidarnos de diferenciar entre el sector público y el privado, si me refiero a un ayuntamiento, a un gobierno o incluso a una comunidad de vecinos. Se trate del ámbito del que se trate, lo primordial es que solo el Pueblo debe decidir y, en consecuencia, debe oponer resistencia a quienes se empeñan en tomar decisiones en su nombre.
Los que mandan están para ejecutar lo que les pide la Gente; no son más que gestores. Es fundamental que a partir de ahora este principio quede claro para que podamos entender el mensaje: las decisiones han de salir de la mayoría del Pueblo, y quienes ostentan el poder están para ejecutarlas.
Este es el único modo en que puede funcionar el sistema si queremos que sus beneficiarios seamos las personas y no los monopolios o una minoría poderosa.
Por este motivo rechazo también cualquier tipo de acuerdo con lo que ahora se llaman «Las Instituciones» —lo que no es, por cierto, sino un modo más amable de denominar a la Troika—2 que vaya más allá de la voluntad de mi pueblo. Son los ciudadanos griegos quienes deben tener el poder de decidir, y al Gobierno no le cabe más que ejecutar lo que el Pueblo ha considerado correcto por mayoría.
Por eso mi partido convocó el pasado 5 de julio un referéndum en el que se preguntó abiertamente a la gente qué opciones seguir en la negociación con «Las Instituciones», y los ciudadanos dijeron, de nuevo, que no aceptarían más amenazas ni órdenes directas que interfiriesen en el futuro de los griegos. Fue, desde mi punto de vista, un referéndum que marcó un nuevo comienzo.
En la Historia reciente de Europa sí se han visto pinceladas de democracia directa, como la breve Comuna de París en mayo de 1871, que entre otras cosas consiguió abolir la guillotina. O los primeros años de la Unión Soviética. Y hago esta precisión porque, como es sabido, a medida que esta se afianzó, el poder y la toma de decisiones terminaron en manos del Partido, lo que probablemente influyó en su colapso, en una situación que podría llegar a ser comparable a la de la China de hoy en día o de la hermética Corea del Norte.
El caso de Cuba, en cambio, es una mezcla diferente. Cuando visité la isla en 1963, asistí al funcionamiento de su régimen sin filtros y traté y conversé de tú a tú con sus mandatarios, incluido Fidel Castro, Raúl Castro y al mítico Ernesto Che Guevara. Primero visité Santiago y después me dirigí a La Habana, donde Fidel me mostró, a través de una ventana, cómo los barcos de la Armada de Estados Unidos patrullaban la zona. En ese momento comprendí a la perfección que el país estaba siendo sitiado.
Aunque allí gobierne un único partido, algo con lo que siempre he mostrado un total desacuerdo, es diferente a la situación de China, Corea del Norte o la antigua Unión Soviética. Pondré un ejemplo: recuerdo que en el hotel donde me hospedaba, los propios trabajadores decidían entre ellos los turnos de vigilancia, que realizaban perfectamente pertrechados con armas. Incluso los taxistas hacían guardia, también equipados con armamento.
¿Adónde quiero llegar con esto? A que un régimen tiene la confianza de la gente cuando es la propia gente la que tiene las armas, y no la policía o el ejército.
Esa es una de las imágenes de mi visita a Cuba que quedarán para siempre en mi memoria.
Volviendo a los momentos históricos en que existió una auténtica democracia directa, no podemos olvidar que en Cataluña, durante la guerra civil española,3 también se practicaba la democracia directa. Me cuentan que incluso ahora, en localidades muy pequeñas, la gente sigue votando a mano alzada y participando en la toma de decisiones de su pueblo.
No nos engañemos. Se trata de aldeas minúsculas en las que los representantes, aunque sean elegidos por los vecinos, llevan en sus puestos más de treinta años, y por eso difiero a la hora de aceptar que este sistema se acerque a la democracia directa por la que yo lucho, he luchado y lucharé toda mi vida, porque en esta no hay líderes y todo el mundo es igual y deberá ser tratado por igual.
La situación más cercana a la democracia directa que yo reclamo, y en la que tuve la fortuna de poder participar, se dio en Apiranthos, el pueblo donde yo nací y crecí. En él tuvimos democracia directa desde 1987, cuando me eligieron como su representante, hasta 1999, año en que la legislación griega cambió y mi localidad natal fue anexionada a otra región administrativamente superior, el archipiélago de Naxos. Esto nos hizo perder las riendas de la toma de decisiones en cuestiones que nos iban a afectar en nuestro día a día. Ahí se perdió la esencia de nuestra propia democracia, una democracia realmente directa que con nuestro esfuerzo habíamos conseguido construir durante doce años.
El sistema funcionaba, os lo aseguro. Hubo un gran crecimiento económico, social, político y cultural… Avanzamos en todos los sentidos, y la gente incluso me daba las gracias, algo que, lo confieso me disgustaba, porque yo no soy ningún salvador y mucho menos un líder. Por eso, en el verano de 1989, dos años después de mi elección, dimití de mi cargo y me alejé de la política local. Con este gesto, el Pueblo vio que yo me había limitado a enseñarle cómo ejercer la toma de decisiones, pero el poder era única y exclusivamente suyo. Podríamos decir que, al hacerme a un lado, le quité el tapón al lavabo o, como se dice en España, «en vez del pescado le di al Pueblo la caña de pescar», y tanto fue así que el sistema, como ya he dicho antes, perduró durante una década más, hasta 1999, cuando no nos quedó más remedio que entregar nuestra soberanía a otra región.
En ese momento nos perdimos a nosotros mismos, pero hasta ese día habíamos conseguido grandes avances: conseguimos acabar con el desempleo e incluso la gente de los alrededores venía a nuestro pequeño pueblo —que por entonces rozaba los mil quinientos habitantes— a buscar trabajo. También fundamos dos universidades, que hoy están cerradas, y el primer centro de investigación de energías alternativas como la eólica y la solar.
Poseíamos, incluso, nuestra propia estación meteorológica.
Debo admitir, eso sí, que todo eso se consiguió cuando yo ya había dimitido de mi cargo, pero me siento muy orgulloso porque considero que algo he tenido que ver en todo ello.
Sea como sea, el mensaje para los que ahora pueden y deben cambiar el rumbo de los acontecimientos debe quedar claro: tenéis que trasladar el poder político a la sociedad y, mientras eso ocurre, ¡resistid!