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ОглавлениеIntroducción
María Carman
Romina Olejarczyk
Khalil Elías Esteban
Lo desconocido es una abstracción; lo conocido, un desierto; pero lo conocido a medias, lo vislumbrado, es el lugar perfecto para hacer ondular deseo y alucinación.
Juan José Saer, El entenado
Fruto de etnografías individuales y colectivas, el presente libro aborda conflictos sociourbanos y experiencias del habitar que involucran a sectores populares y medios del Área Metropolitana de Buenos Aires entre 2000 y 2015. El recorrido por las políticas estatales, impugnaciones populares y mediaciones de múltiples agentes –funcionarios estatales, defensores públicos, profesionales de ONG, planificadores urbanos, emprendedores culturales, ambientalistas, huerteros, cartoneros, artistas– interpelan al lector respecto de quiénes pueden usar, embellecer o permanecer en la ciudad en función de sus capitales acumulados.
Los estudios de caso indagan tanto en el despliegue de políticas sociourbanas y reconversiones de espacios motorizadas por el Estado, sectores empresariales, agentes inmobiliarios o turísticos como en disputas impulsadas por sectores populares o medios que incluyen apropiaciones de la vivienda social, participación en procesos de (re)urbanización de villas, producciones de paisaje, prácticas agrícolas, innovaciones tecnológicas a partir de residuos y apelaciones estratégicas a la naturaleza o al espacio público.
Sabemos que el Estado, a partir de sus políticas sociourbanas e intervenciones territorializadas, constituye uno de los actores con mayor peso para profundizar o revertir los procesos de relegación. Los trabajos aquí presentados permiten marcar el contraste entre aquellos lugares que reciben la atención privilegiada del Estado y aquellos otros que no resultan dignos de tal apuesta. ¿Cómo se expresan prácticamente las tensiones entre derechos –a la vivienda, a un medio ambiente sano, al uso de los espacios públicos– y cuáles son los paradigmas más o menos emancipatorios que habilitan las luchas populares?
Algunos capítulos del libro dan cuenta de una situación paradojal: ciertas políticas urbano-habitacionales del Poder Ejecutivo destinadas a los sectores populares reproducen la precariedad de sus condiciones de vida. La precariedad refiere a una condición impuesta políticamente merced a la cual algunos grupos de la población sufren la quiebra de las redes sociales y económicas de apoyo mucho más que otros y, en consecuencia, están más expuestos a los daños, la violencia y la muerte (Butler, 2017: 40). Lejos de verse interrumpidos por la intervención estatal, sus padecimientos sociales se ven recreados una y otra vez: viviendas sociales entregadas con una suma de déficits, asentamientos urbanos invisibilizados en una suerte de no categoría, habitantes considerados “indeseables” expulsados de modo más o menos solapado.
Veamos un ejemplo paradigmático: si bien de signos políticos diferentes, las gestiones del poder local de la ciudad de Buenos Aires desde 2006 hasta 2015 presentaron significativas coincidencias respecto de su concepción y regulación del espacio público. Este fue concebido como un espacio de libertad, azar y libre albedrío y, a la vez, como un espacio que debía ser ordenado y controlado.[1] Recordemos que, en los inicios de la jefatura de gobierno de Telerman[2] (2006-2007), la Legislatura porteña aprobó la Ley de Ministerios de la Ciudad, con cual se reformó el organigrama de administración y se creó –entre otros– el Ministerio de Espacio Público. En el mismo gesto en que se propició el espacio público como escenario de fiestas y encuentros,[3] también se lo concibió como frágil y excesivamente vulnerable a un conjunto de peligros. La apelación a la recuperación del espacio público resultó deliberadamente vaga e imprecisa, en tanto puso en juego una totalidad de elementos esencialmente heterogéneos entre sí (Laclau, 1991: 25): logro ambiental, desalojo de “intrusos”, disfrute para toda la ciudadanía.
Las gestiones del jefe de gobierno Macri[4] (2007-2011, 2011-2015) retomaron parte del discurso de su antecesor: se reivindicó el espacio público como el lugar más democrático que tenemos en una sociedad (Noticias Urbanas, 6 de mayo de 2009).[5] Sin embargo, esta retórica democrática se articuló con una política de baja ejecución presupuestaria en las áreas de educación, salud y vivienda, así como una reducción de los programas sociales y comunitarios. Aunque la recuperación del espacio público constituyó un objetivo común de las gestiones porteñas entre 2006 y 2015, el gobierno macrista incorporó un sesgo de mayor intransigencia en su discurso e institucionalizó el uso de políticas represivas.
En los años iniciales de la primera gestión de Macri como jefe de gobierno de la ciudad, una de las principales ideas-síntesis sostuvo que el espacio público no se negocia. El correlato institucional de este discurso de la intransigencia fue la creación por decreto de la Unidad de Control del Espacio Público (UCEP) en 2008, cuyas funciones incluyeron tanto mantener el orden en el espacio público como preservar el espacio público libre de usurpadores. Si bien este virtual “grupo de tareas” ya actuaba subrepticiamente durante la gestión de Telerman, resultaba impensable institucionalizar su accionar, incompatible con la prédica democratizante y de un multiculturalismo blando[6] de aquel entonces.
Una vez superada la crisis socioeconómica de 2001, algunos vecinos solían denunciar la presencia atrevida de los sin techo pernoctando en las plazas de su barrio, y solicitaban que se los retirase aun en mitad de la noche. La materialidad de esos cuerpos fue interpretada hegemónicamente en términos de una interioridad deficitaria, como si esa fisicalidad non grata que “obstruía” el espacio urbano denotara ya criminalidad. Las acciones de la UCEP respondieron, en buena medida, a esas denuncias telefónicas.[7]
Una de las más resonantes intervenciones de la UCEP fue la eliminación de una huerta comunitaria de un predio abandonado lindero a las vías del ferrocarril, a escasos metros de la estación de Caballito, caso analizado por Gallardo Araya en el capítulo 6. La huerta creció –no sin dificultades– hasta mayo de 2009, cuando fue violentamente destruida y desalojada sin orden judicial por personal de la policía y la UCEP. El gobierno justificó la medida alegando que el espacio estaba intrusado, que podía ser un peligroso foco de dengue y que debía ser recuperado como espacio verde para anexarlo a la plaza lindante, oportunamente renovada y cercada. Los participantes del proyecto comunitario alegaron que ese espacio ya era verde y que la medida era ilegal. La naturaleza más “salvaje” de proyección comunitaria y con objetivos sociales se contrapuso a la visión oficial de los parques como espacios ordenados y cercados, cuya naturaleza se domestica para ciertos usos y disfrutes.
La violencia institucionalizada con que estos y otros “sectores innobles” fueron expulsados también se vuelve inteligible en el marco de las políticas de omisión o exceso[8] de la gestión macrista hacia sectores populares, tales como la expulsión del asentamiento de cartoneros del Bajo Belgrano en 2008, las amenazas de desalojo a la Villa 31 –junto con la prohibición de ingresar materiales para la construcción–, la represión en el conflicto del Parque Indoamericano en 2010, y la expulsión del asentamiento La Veredita de Villa Soldati durante el invierno de ese mismo año. No fue simplemente un discurso xenófobo o de mayor intransigencia respecto de los usos en apariencia ilegítimos del espacio público lo que habilitó el aumento de los desalojos de sectores populares porteños en el período analizado, sino también los nuevos instrumentos políticos y jurídicos instituidos ad hoc. En particular, los desalojos fueron favorecidos por leyes que abreviaron los tiempos de la ejecución (Verón, 2017).
Como observamos, las amenazas, el uso de la violencia o las políticas de abandono hacia residentes de villas y complejos habitacionales no fueron excepciones, errores o abusos por parte del Estado local, sino parte estructural de un modus operandi en torno a los sectores más vulnerables que se vio replicado, con matices, en diversas gestiones del período analizado.
Las medidas coercitivas impulsadas demuestran cuán profundamente la presencia de determinados sujetos en espacios emblemáticos de la ciudad desafiaba cierta moral implícita sobre los usos del espacio. Como señala Butler (2017: 22), la prescindibilidad o el carácter desechable de las personas y de sus prácticas se reparte de manera desigual en nuestras sociedades.
Con el traspaso de mando en el gobierno porteño a fines de 2015,[9] las intervenciones estatales en las villas y los asentamientos porteños cobraron mayor protagonismo. Las luchas de sus pobladores durante décadas se tornaron una demanda imposible de ser soslayada, y el jefe de gobierno Rodríguez Larreta presentó la integración sociourbana de las villas a la ciudad como una de las políticas urbanas centrales de su gestión. En efecto, durante distintos actos públicos, el jefe de gobierno mencionó que cada uno de estos barrios pasaría a ser uno más en la ciudad a partir del proceso de integración con todos los vecinos (Noticias Urbanas, 10 de agosto de 2016), para que no haya diferencias (Infobae, 23 de agosto de 2016).
De la gran cantidad villas de la ciudad de Buenos Aires, esta integración se está llevando adelante exclusivamente en la Villa 31, la Villa Rodrigo Bueno, el Playón de Chacarita y la Villa 20.[10] No azarosamente, estas cuatro villas están localizadas en zonas demandadas desde hace años por los capitales inmobiliarios o bien en las proximidades de proyectos de renovación urbana, tales como la Villa 20 –próxima a la Villa Olímpica– o la Villa Rodrigo Bueno, en las inmediaciones del barrio Solares de Santa María.
Esta política pública valoriza el suelo de los entornos con las obras de urbanización, al tiempo que incorpora las tierras de las villas al mercado inmobiliario, sin generar reaseguros para la tenencia de las viviendas. El incremento en el costo del suelo inevitablemente impacta en los costos de vida de sus habitantes: a los servicios asociados a la nueva vivienda se les sumarán impuestos locales e inmobiliarios. En efecto, uno de los temores compartidos por organismos defensores, ONG locales y habitantes de esos territorios es que se produzca un desplazamiento silencioso de los pobladores, ya que difícilmente puedan afrontar los costos de vivir en un barrio formal y renovado de la ciudad.
Este novedoso escenario nos invita a reflexionar tanto sobre las políticas públicas involucradas en la integración sociourbana como sobre los sentidos que asumen ciertas categorías aparentemente inequívocas –como urbanización, reurbanización e integración–, que organizan el discurso público de distintos actores –funcionarios, legisladores, organizaciones sociales, habitantes populares, académicos– acerca del deber estatal hacia las villas. Lejos de constituir un corpus indiscutible de conceptos y lineamientos, tales categorías funcionan como un significante vacío (Laclau, 2006) bajo el cual se aglutinan intereses, reclamos y demandas construidos desde posicionamientos políticos, jurídicos y morales dispares.
Retomemos ahora el vasto espectro de resistencias y apropiaciones populares que acontecen en el Área Metropolitana de Buenos Aires. Algunos funcionarios públicos o vecinos con mayores capitales acumulados traducen ciertos usos populares del espacio urbano como inadmisibles. ¿Por qué construyeron una casa tan cerca del Riachuelo? ¿Cómo es que los huerteros ensucian y afean la plaza? ¿Cuándo llegará el día en que, finalmente, estos sectores adopten una práctica “democrática”, higiénica, auténticamente ecológica, menos atrevida… en síntesis: más pura?
La cuestión de clase suele omitirse en las lecturas de ciertas prácticas populares para dar paso a una explicación de índole moral:[11] ellos –los “indeseables” en cuestión– son oportunistas, amenazantes, sospechosos, predatorios o carentes de cultura. Parafraseando a Blaser (2009), los sectores populares urbanos pueden creer lo que quieran. El problema es lo que ellos hacen en aquellos entornos que para otros actores son inviolables: el terreno que ocupan, la plaza donde instalan una huerta comunitaria o pintan un mural. El argumento de que dañan el espacio público o la naturaleza por una supuesta brutalidad reedita la vieja creencia de que los problemas de la desigualdad deben resolverse en el ámbito de la cultura.
Dentro del repertorio de contestaciones que despliegan los sectores populares en el marco de estas contiendas territoriales y políticas, encontramos la consolidación de una lógica equivalencial de las demandas;[12] el tiempo de espera en hábitats de máxima relegación con el fin de ser considerados “merecedores” de ciertas políticas; la ocupación de espacios –inmuebles, plazas, baldíos, bajos de autopistas, terrenos ferroviarios– en tanto impugnación práctica de los modos legítimos de permanecer en la ciudad; y otras prácticas colectivas que involucran poner el cuerpo: corte de calles y autopistas, marchas a organismos y ocupaciones de oficinas públicas, participación en audiencias judiciales, sentadas en domicilios particulares de funcionarios.
A esto se suma un sinnúmero de prácticas culturales o ambientales de contestación que también involucran a sectores medios, como la realización de murales y festivales artísticos (capítulo 7) o el armado de huertas urbanas en defensa de espacios públicos (capítulo 6).
Como podrá apreciarse en este libro, los sectores más vulnerables también luchan contra la segregación procurando desmarcarse de los estigmas que pesan sobre ellos: ya sea alegando no pertenecer al grupo que los cobija o, por el contrario, reivindicando esa pertenencia; ya sea justificando las circunstancias que desembocaron en su presente o construyendo otros referentes de identidad anclados en un pasado o futuro concebidos como prósperos. Asimismo, ellos procuran su efectiva integración a la ciudad por medio del acceso a los servicios que les son retaceados por el Estado o bien a partir de la judicialización de sus demandas.
La judicialización es una estrategia que ha cobrado relevancia en la ciudad desde los primeros años del nuevo milenio, y supone el involucramiento de alguna instancia del Poder Judicial para exigir la resolución de problemáticas sociales de larga data, en las cuales solía intervenir exclusivamente el Ejecutivo. Se trata de un recurso novedoso para disputar el derecho a la ciudad que coexiste con prácticas “tradicionales” como la movilización política, el trabajo legislativo y el entramado de relaciones personales. Un proceso íntimamente ligado a la judicialización es el de la juridificación, en el cual los distintos participantes incorporan esos enunciados del derecho a su universo simbólico, a la vez que luchan por definir una u otra forma de regulación jurídica como legítima (Azuela, 2006: 14-15, 93 y 485).
En los últimos años, los habitantes de villas y asentamientos del Área Metropolitana de Buenos Aires motorizaron procesos de judicialización y juridificación de sus demandas en articulación con activistas o expertos de ONG, asesorías, defensorías y organizaciones territoriales. Esto dio lugar a un nuevo ciclo en la vinculación entre los gobiernos locales y los sectores que históricamente han reclamado condiciones de vida dignas en la ciudad.
Esta incorporación de la estrategia judicial reforzó ciertas lógicas perversas a las cuales el Estado compelía a actuar a los sectores populares, como las de entregar viviendas solo a los más carecientes o con mayor sufrimiento ambiental. Por otra parte, el activismo judicial sumó nuevos aliados a la defensa de los derechos de estas poblaciones. Fruto de los intercambios entre habitantes y expertos sintonizados con sus padecimientos, se evidencia una sofisticación de las clasificaciones de los sectores populares: los saberes médicos, jurídicos y ambientales circulan cada vez con mayor fluidez en sus narrativas y exigencias de justicia. Al conocimiento adquirido mediante su experiencia práctica en un cierto entorno, los actores locales añaden conocimientos técnico-científicos producto de su interacción con los expertos de las ONG y organismos del Estado.
En un sentido general, los repertorios de resistencia abordados en este libro nos presentan el desafío de no desacreditar aquellas sutiles “trampas” o desobediencias de los sectores subalternos que apenas alcanzamos a comprender.[13] Y es que, al no tener nuestros propios cuerpos comprometidos en entornos represivos, contaminados o bajo amenaza de desalojo, tendemos a apreciar esas luchas –signadas por avances y retrocesos– como desconcertantes.
Como se aborda en el capítulo 1, que algunos referentes de la Villa Rodrigo Bueno estuviesen luchando por la urbanización al mismo tiempo que averiguaban dónde mudarse no dejaba de resultar un contrasentido a las antropólogas allí actuantes, autoras del texto. Y, de igual modo, que esos vecinos desistieran de invitar a otros residentes de la villa a las audiencias públicas convocadas por la jueza de la causa les resultaba antidemocrático, pese a que los primeros tuvieran dudas razonables respecto del perjuicio que estos últimos podían causar en la defensa de la urbanización.
La idea de equivocación controlada de Viveiros de Castro (2010) resulta fructífera para pensar estos malentendidos en las luchas compartidas. El equívoco alude a las disyunciones y desacuerdos ontológicos presentes en un intercambio: los interlocutores no están hablando de la misma cosa, aunque quizás lo ignoren. Dicho equívoco emerge, entonces, como el modo de comunicación por excelencia entre diferentes perspectivas y como una dimensión constitutiva de la labor antropológica.
El examen crítico sobre las presuntas contradicciones de las prácticas populares debe correr en paralelo a la interpelación sobre la aparente coherencia o “desinterés” de nuestras propias acciones en tanto científicos sociales. Se trata de practicar un proyecto de simetrización que ponga en un pie de igualdad conceptual a los científicos sociales y a aquellos de quienes estos se ocupan (Descola, 2016). La simetrización también involucra nuestro descentramiento ontológico en pos de entender de qué manera cierto grupo humano atribuye determinadas características a las entidades, espacios, artefactos o animales para “hacer mundo” con ellos (2016: 176).
En este sentido, buena parte de las reflexiones vertidas en los capítulos de este libro fueron producto no solo de los intercambios con vecinos de los barrios populares, activistas, colegas, trabajadores de ONG u organismos defensores, sino también de los debates con aquellos actores con los que teníamos profundas discrepancias, como los profesionales de una empresa multinacional (capítulo 3) o los trabajadores y funcionarios estatales responsables de la ejecución de ciertas políticas habitacionales (capítulos 1, 2 y 4). Como ya argumentamos con mayor detalle en otro sitio (Carman y otros, 2020), el diálogo de saberes puede producirse incluso entre actores situados del otro lado de la frontera antagónica.[14]
La potencia de un diálogo de saberes entre actores con (casi) insalvables diferencias nos resultó particularmente evidente cuando nuestro equipo de investigación intervino en la elaboración de un protocolo de relocalizaciones respetuosas de los derechos humanos en 2015, en el marco de la política de saneamiento de la Cuenca Matanza-Riachuelo. Este protocolo procuró evitar que el Instituto de Vivienda, a cargo de las primeras relocalizaciones porteñas, continuara realizando expulsiones arbitrarias, sin participación vecinal y, en los casos más graves, sin contrapartida habitacional (véase Carman, 2017, cap. 1). El protocolo en cuestión fue aprobado por el Instituto de Vivienda en 2016 y replicado el año siguiente en el protocolo confeccionado por la Autoridad de la Cuenca Matanza-Riachuelo, con actuación en las villas de la zona ribereña. Ambos protocolos fueron incorporados a algunas luchas históricas de los afectados de la cuenca para exigir que las instituciones involucradas en la relocalización cumplan con los lineamientos de la causa judicial correspondiente al saneamiento.
No ahondaremos aquí en esta experiencia de antropología colaborativa,[15] pero basta con enfatizar lo siguiente: el diálogo de saberes producido en coyunturas de antagonismo social supone la puesta en juego de diversas astucias. La primera astucia es el uso de la diplomacia. Si todas las estrategias simbólicas pueden situarse entre los extremos del insulto y la nominación oficial (Bourdieu, 1990: 294), las tratativas con funcionarios posicionados en las antípodas de nuestro pensamiento político nos impiden recurrir al “insulto” –aun en sus variantes eufemizadas–, pues echaría por tierra los acuerdos necesarios para revertir situaciones específicas de injusticia social, espacial o ambiental. La segunda astucia que es necesario poner en juego es la anticipación práctica. Si el diálogo de saberes se hubiera producido exclusivamente entre los sectores populares afectados por diversas políticas de omisión o exceso y todos aquellos actores que sintonizábamos con sus padecimientos –integrantes de asociaciones barriales, defensorías, organismos de derechos humanos–, habríamos “olvidado” anticipar un sinnúmero de conflictos en las negociaciones con los dispositivos estatales. Las apuestas discursivas y prácticas involucradas en estas resistencias conjuntas incluyen una activa posición de réplica y una suerte de antropología especulativa (Saer, 1997: 12-17), en el sentido de combinar lo ya conocido con lo que podría llegar a producirse en un contexto aún más hostil.
Acerca de los capítulos
El capítulo de María Carman, Vanina Lekerman y María Paula Yacovino narra una experiencia de antropología colaborativa en el marco de la causa judicial sobre Rodrigo Bueno, una villa ribereña porteña que corría serio riesgo de expulsión por estar ubicada en las proximidades de una reserva natural y de terrenos de altísimo valor inmobiliario. El derrotero de esta causa judicial permite apreciar los contrastes entre una decisión dialógica y una monológica: en la primera, la mirada del experto sintoniza con el padecimiento de un otro vulnerable e incorpora los saberes de distintas disciplinas y actores; en la segunda, la mirada tecnocrática de los expertos refuerza la distancia simbólica con los afectados del conflicto.
Las autoras muestran el acatamiento distanciado –o bien la desobediencia respetuosa (Fonseca, 2018: 145)– de los habitantes de la Villa Rodrigo Bueno respecto de los ejes centrales que organizan su lucha. Los pobladores más comprometidos con el proyecto de urbanización de la villa “entran y salen” de ciertas categorías colectivas con las que el problema en cuestión es definido. Como en un juego de espejos, la reevaluación constante en su posición y experiencia vital es replicada en las reflexiones de las antropólogas mientras acompañan la causa judicial. ¿Estamos a la altura de las circunstancias?, se preguntan ellas, consternadas por ciertas elecciones prácticas de los vecinos. ¿Quiénes somos nosotras para prescribir el modo “correcto” de avanzar hacia la urbanización? Las autoras se enfrentan a una dimensión ética y existencial del trabajo de campo: algunas preguntas solo encontrarán respuesta años más tarde y otras permanecerán abiertas. Como sabemos, solo una etnografía de largo aliento nos permite reconstruir lo que las experiencias significan para los actores.
El capítulo retrata, además, una doble faz del trabajo antropológico: las múltiples maneras de vivir la condición humana nos recuerdan que nuestra experiencia actual no es la única que se puede encarar; y al objetivar la relación personal y continua entre un sujeto investigador y una población observada, esa población comprende mejor la manera en que es percibida por otros (Descola, 2016: 90, 131, 243). En el marco de esa larga conversación (Gudeman y Rivera, cit. en Descola y Pálsson, 1996: 7), los habitantes de Rodrigo Bueno capitalizan las percepciones ajenas, afinando las herramientas retóricas y de lucha práctica en pos de que la ciudad sea, también, de ellos.
El capítulo de Romina Olejarczyk analiza las luchas para acceder a una vivienda estatal en Corina, una villa ubicada en el partido de Avellaneda, provincia de Buenos Aires. Frente a las múltiples restricciones y la espera exasperante que el municipio propuso a los habitantes como única opción para entrar[16] en un programa de vivienda social, los pobladores acudieron a distintas estrategias discursivas y corporales.
Las estrategias discursivas de los vecinos incluyeron la producción de un relato sobre la singularidad de su sufrimiento. Los tópicos de la desdicha y del infortunio (Fassin, 2003) resultantes articularon las figuras de la necesidad, el derecho, el esfuerzo y el merecimiento. La producción de este tipo de relatos fue moneda corriente: las más de tres mil cartas acercadas al municipio por los vecinos del partido incluían, junto con el reclamo escrito por una vivienda, barbijos, radiografías o estudios médicos. Estos elementos se hicieron presentes como una prolongación –o bien una confirmación– de la existencia de esos cuerpos que habían absorbido los males posibles del aire, la tierra o el agua. No había más remedio: como diría Butler (2017: 23), se debía demostrar que hay ciertas condiciones en que la vida se vuelve invivible. Y la enfermedad podía abrir, paradojalmente, nuevos horizontes: frente a los dones de fragmentos de vida, acaso surgirían contradones de medios de supervivencia (Fassin, 2016: 125).
Las estrategias corporales combinaron la permanencia en un espacio profundamente degradado –quedarse– con otras estrategias, tales como la vigilia ante el domicilio particular del intendente –sentarse–, o el extenuante periplo de ir y venir al municipio u otras oficinas estatales a la espera de ser recibidos por algún funcionario –moverse–. Los cuerpos enfermos tenían lo que hay que tener para ser un cuerpo prioritario. No debían hacer casi nada, más que aguantar en el peor sitio imaginable y perpetuar el sufrimiento, deshumanizándose y rehumanizándose en esa compleja negociación con el Estado en la cual ellos eran y no eran, al mismo tiempo, el sujeto careciente que se les pedía que fueran.
¿Dónde empezaban y dónde terminaban esos cuerpos y cuántas dolencias debían absorber para “entrar” en el tiempo estatal? La ilegibilidad de esta política pública no solo provocó una incertidumbre generalizada en esas poblaciones, sino que circunscribió sus repertorios de resistencia. ¿Cómo poner en práctica la estrategia “justa” para ser escuchadas? ¿Con qué argumentaciones ciertos padecimientos son interrumpidos y qué criterios justifican, en cambio, la prolongación de una injusticia o un sufrimiento social?
El capítulo de Olejarczyk deja abiertos varios interrogantes no solo respecto de las tensiones entre justicia social, espacial y ambiental, sino también respecto de las implicaciones del sufrimiento situado como estrategia de lucha; vale decir, los costos del uso de ese lenguaje para las subjetividades políticas de las propias “víctimas” (Fonseca, 2018: 145 y 154). No obstante, así como los sectores populares no salen indemnes de sus complejas interacciones con el Estado, sus resistencias también generan permanentes readaptaciones del poder local.
El capítulo de Sebastián Carenzo problematiza la tensión entre el saber tecnocientífico occidental y el conocimiento cartonero. El autor nos sitúa en el boom del reciclado de la basura que se suscitó a partir del año 2000 y que generó el modelo de gestión de residuos tal como lo conocemos actualmente. El incremento en la presencia de cartoneros en las calles de la ciudad y lo novedoso de los circuitos de reciclado provocaron cambios en la vinculación y los sentidos otorgados a la basura por los ciudadanos.
Si bien los recicladores fueron reconocidos por su aporte esencial en cuanto a la recolección de basura en el entorno urbano, su rol como productores de saberes y de tecnologías aún está invisibilizado. Se trata de una inconmensurabilidad epistémica que permanece intacta, al igual que muchos otros saberes, habilidades y desarrollos tecnológicos de estos actores.
Carenzo nos introduce en dos escenas etnográficas para dimensionar el encuentro entre estas lógicas de producción de saberes. En uno de estos relatos comprendemos que, para los cartoneros, los materiales creados con sus manos no son un bien que pueda exhibirse en un stand de feria, porque no configuran algo externo a ellos mismos. Para Marcelo –uno de los cartoneros que inventó un original ladrillo de papel de etiquetas–, explicar el proceso creativo sin la compañía del objeto sería un contrasentido, casi como querer mirar sin tener ojos. Marcelo solo puede pensarse en estrecha comunión con los materiales con los que se trabaja: Marcelo es-con-sus-ladrillos.
¿Cómo hacer poroso el campo de la gestión pública para esos saberes no estandarizados ni profesionalizados, surgidos de la praxis “plebeya”? La gestión de lo común suele basarse en la transferencia lineal (top-down) de saberes y conocimientos, dejando poco espacio a la incorporación de esas experticias que incluyen lo espontáneo, lo emergente y el conocer haciendo. Esta propuesta obliga no solo a repensar la definición del saber experto, sino también a tomar en serio la pluralidad epistémica que involucra el saber-hacer de los actores sociales excluidos de la definición de lo público, cuyas innovaciones desestabilizan nuestros modos de comprensión y relación con los residuos.
El capítulo de Vanina Lekerman demuestra que las categorías estatales se producen en permanente negociación con la ciudadanía.[17] La autora aborda la vivienda social como un objeto de intercambio que circula entre funcionarios estatales, líderes políticos, dirigentes barriales y vecinos. En un comprometido ejercicio de inmersión etnográfica, Lekerman repone la densa red de relaciones de dependencia y reciprocidad que se tejen entre agentes estatales y habitantes de los barrios populares porteños. La autora argumenta que el habitar adquiere disímiles formas en los barrios populares, tanto para los pobladores como para los agentes estatales. La vivienda social no es, entonces, simplemente una vivienda social: es la vivienda ocupada, negociada, adjudicada, escriturada, prestada, robada, alquilada y vendida.
Asimismo, la trama del don y contradón que urde el Estado con los beneficiarios populares no se restringe a la entrega de la vivienda, sino a complejas transacciones en las cuales un derecho se transforma en deuda. Atrapado en un movimiento perpetuo, el villero contrae con el Estado una deuda que jamás podrá saldar. Se trata de dos movimientos opuestos abarcados por el acto de donar: aproximar a los protagonistas en torno al reparto y alejarnos socialmente en tanto uno se transforma en deudor del otro (Godelier, 1998: 25). El don de la vivienda reproduce una relación de asimetría y no hace sino resaltar la superioridad de los donantes.
El capítulo de Natalia Jauri y María Paula Yacovino traza un recorrido sobre los nuevos asentamientos urbanos en Buenos Aires, que fueron sancionados oficialmente como una suerte de reverso de las “villas históricas”. Como sugieren las autoras, las categorías estatales referidas al hábitat popular conforman sistemas clasificatorios que organizan y jerarquizan el espacio urbano y a los sujetos como más o menos merecedores del uso pleno y goce de la ciudad.
La utilización de diferentes categorías para designar espacios habitacionales relativamente similares en relación con su origen, morfología, tipo de ocupación, calidad constructiva de la vivienda y posición social de sus residentes delimita quiénes son los destinatarios “apropiados” de ciertas políticas sociourbanas. Si las villas fueron ponderadas por su organización social y antigüedad, los asentamientos fueron imaginados a partir de la ausencia de ese atributo. Esta devaluación instrumental de la categoría nuevos asentamientos urbanos justificó que la principal política estatal orientada hacia estos hábitats haya sido, valga la paradoja, una política de omisión. No azarosamente, los residentes de asentamientos se instituyeron como meros beneficiarios de partidas de alimentos: el asistencialismo se desplegó en forma simultánea al desconocimiento del derecho vulnerado a la vivienda.[18] A partir de una reconstrucción sociohistórica, las autoras sugieren que la forma en la que se clasifica es también una disputa por la redistribución de recursos de bien común.
En el capítulo siguiente, Nela Gallardo Araya analiza la instalación de una huerta orgánica en el barrio de Caballito como una práctica de recuperación del espacio público. La Huerta Orgázmika tuvo su origen en la asamblea barrial de Caballito en 2002, cuando un grupo de vecinos se propuso recuperar un predio abandonado y crear un proyecto comunitario social y ecológico. Desafiando las disposiciones higienistas de los cuerpos, esta experiencia colectiva de agricultura en la ciudad se gestó junto con otros espacios recuperados de la ciudad tras la crisis socioeconómica de 2001.
Aceptada inicialmente por la comunidad, la huerta perdió legitimidad con la reactivación económica del país. Las actividades allí realizadas fueron consideradas, tanto por el poder local como por algunos vecinos de clase media, excesivamente públicas y riesgosas.
Desde el punto de vista de sus practicantes, las huertas urbanas mostraron ser algo más que alimentos. Sin grandes cosechas, y desde una dimensión más vivencial que utilitarista, las huertas pusieron en cuestión formas consolidadas de vivir y practicar el espacio público, pues comportaban un arraigo en tales ámbitos que, para otros sectores, resultaba inconcebible.
En el último capítulo, Ana Fabaron reflexiona sobre la heterogénea producción de paisajes en el barrio de La Boca, un territorio donde coexisten situaciones de déficit habitacional crítico con procesos de reconversión urbana orientados al consumo y una tradición de simbolizaciones –el Puente Transbordador, los conventillos multicolores, el azul y oro y las murgas– que responde a su singular historicidad.
En sintonía con el capítulo anterior, la perspectiva del habitar de Ingold (2000) resulta un aporte clave para repensar los paisajes en estrecha relación con las prácticas cotidianas de sus habitantes: un work in progress en que algunos elementos persisten al paso del tiempo, mientras que otros afrontan cambios más sutiles o drásticos. Para sumar complejidad al asunto, los mismos signos barriales –como el azul y oro– son puestos en escena por planificadores urbanos o habitantes populares con sentidos disímiles e incluso contrapuestos.
Fabaron analiza las apropiaciones espaciales en distintos rincones de La Boca, como el caso de el Playón: allí los jóvenes juegan al fútbol, una murga realiza sus ensayos, y se pintan y repintan murales. Estas prácticas de imagen se reelaboran en diálogo con los repertorios simbólicos ya consolidados del barrio; al hacerlo, se disputa activamente el orden visual público y los sentidos de lugar. En esta y en otras situaciones analizadas en este libro, las sutiles tramas de las prácticas populares no pueden ser capturadas en un marco simplista de la sumisión o la rebelión (Fonseca, 2018: 145), sino que nos ofrecen el retrato de “seres precarios y a la vez actuantes” (Butler, 2017: 155).
Así, los capítulos del libro trazan una pintura colectiva a partir de impugnaciones prácticas que pueden pasar desapercibidas incluso para sus propios protagonistas: las manos en la tierra, en el tacho de pintura, en los residuos o en el expediente son anclajes de saberes y voluntades que escapan a las sombras, al silencio o a la conformidad con lo que ya existe. Se trata de un movimiento de los cuerpos –pero también de los enunciados– que pretende conquistar esos lugares en apariencia exclusivos y excluyentes de la vida en común: un impulso vital a seguir ocupando la ciudad.
¿En qué circunstancias esos saberes y haceres profanos que disputan sentidos sedimentados en cada ámbito pueden completar una trayectoria de visibilidad? ¿Y qué rol nos compete a nosotros como científicos sociales para lograr políticas más equitativas que aquellas que se implementan desconectadas de los territorios y las personas?
Si este libro fuese, en lugar de una pintura, una voz, acaso diría: ¡esta es, también, nuestra ciudad! Ojalá que esas experiencias, en apariencia fragmentadas, contribuyan a repensar las políticas públicas desde una praxis popular.
Bibliografía
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[1] Como señala Foucault (cit. en Bauman, 2002: 21), tal es el mérito de las formaciones discursivas: su capacidad de generar proposiciones mutuamente contradictorias sin escindirse ni perder la identidad propia.
[2] Jorge Telerman, un político de origen peronista, fue secretario de Cultura durante la primera gestión de Aníbal Ibarra como jefe de gobierno de la ciudad de Buenos Aires (2000-2003). Posteriormente fue vicejefe de gobierno durante la segunda gestión de Ibarra (2003-2006), hasta que este último fue destituido en un juicio político por mal desempeño. En marzo de 2006, Telerman asumió la jefatura de gobierno hasta diciembre de 2007. Desde diciembre de 2015 es director general y artístico del Complejo Teatral de Buenos Aires.
[3] Esta lógica de uso del espacio público ya se vislumbraba desde la presidencia de Fernando de la Rúa, con Darío Lopérfido a cargo de la Secretaría de Cultura y Medios de Comunicación.
[4] Mauricio Macri fue el líder del partido de centroderecha Propuesta Republicana (PRO) y, posteriormente, de la coalición neoliberal Cambiemos, con la cual ganó la presidencia de la nación (2015-2019).
[5] Las expresiones en bastardilla citadas a lo largo del libro corresponden, según el caso, a citas de autor, locuciones en idioma extranjero, categorías nativas de nuestros entrevistados o expresiones vertidas en entrevistas, reuniones, audiencias públicas, documentos y resoluciones judiciales.
[6] El multiculturalismo blando (Martiniello, 1998) implica una forma de concebir la diversidad en la que no se negocia la identidad ni el conflicto en un sentido político. Desde la secretaría a cargo de Telerman durante la primera gestión de Ibarra (2000-2003), la gestión cultural de la ciudad se organizó a partir del denominado Plan Estratégico de Cultura. Bajo el asesoramiento de un especialista catalán, la línea fundamental tendió a crear una marca registrada de Buenos Aires, presentada como “capital cultural de América Latina”. Se trataba de obtener un máximo rédito político con un moderado gasto económico a partir de convocatorias artísticas masivas en espacios públicos.
[7] Las múltiples denuncias realizadas por organismos de derechos humanos y la presentación de un recurso amparo a mediados de 2009 detuvo el accionar de esta unidad de control. Sin embargo, subsistieron los desalojos compulsivos (Carman, 2011: 186-196; Carman y Pico, 2010) y otras prácticas que desalentaban el uso del espacio público de las personas sin techo, como la colocación de rejas en las plazas o de divisiones en los bancos para evitar que ellas se recostasen.
[8] Las políticas de omisión, apatía o prescindencia forman parte de las políticas aleccionadoras hacia los sectores populares en la ciudad de Buenos Aires (Carman, 2011). Estas políticas excluyen a una población de un programa o recurso estatal bajo argumentos tales como su falta de antigüedad o la imposibilidad de ser urbanizados, soslayando la existencia de dicha población y de su hábitat. Por otra parte, la política de exceso se dirige hacia quienes violan el principio de máxima intrusión socialmente aceptable. Esta expresión alude a un principio que obra más acá o más allá de la conciencia, y se actualiza en prácticas y apreciaciones sociales –incluidas políticas habitacionales– en cuanto a su grado de tolerancia respecto de los usos legítimos del espacio urbano. La representación prevaleciente es que solo deberían subsistir en la ciudad las villas u ocupaciones ilegales cuya ubicación geográfica coincida con el capital económico, social y cultural imputado a sus moradores (2011: 189). Ambas políticas suelen acontecer en un mismo período y territorio, lo cual arroja un abanico de prácticas oficiales contradictorias en torno a los hábitats populares que denominamos esquizopolíticas (2011: 193).
[9] En diciembre de 2015 Mauricio Macri asumió la presidencia de la nación, mientras que María Eugenia Vidal asumió la gobernación de la provincia de Buenos Aires y Horacio Rodríguez Larreta la jefatura de gobierno en la ciudad de Buenos Aires.
[10] De acuerdo con las fuentes estadísticas consultadas, no hay un consenso sobre el número exacto de villas en la ciudad de Buenos Aires. Según la Dirección General de Estadísticas y Censos, en el año 2016 se contabilizaban 38 villas, asentamientos y Núcleos Habitacionales Transitorios (NHT). En 2017, el Registro Nacional de Barrios Populares (Renabap) incluyó otros barrios que no estaban presentes en la fuente anterior: el nuevo cómputo ascendió a 55. En junio de 2020, el Protocolo de actuación frente a la propagación del covid-19 en barrios populares de la ciudad de Buenos Aires menciona 48 villas, asentamientos y NHT.
[11] Adorno (cit. en Butler, 2017: 197) nos advierte que la conducta moral o inmoral es siempre un fenómeno social, y todo lo que hoy podríamos llamar “moral” se nos plantea en la cuestión de cómo está organizado el mundo.
[12] Laclau (2009: 300 y 307) analiza de qué modo se produce la unidad dentro de la heterogeneidad entre actores distintos, pero situados del mismo lado de la frontera antagónica. Retomaremos esta cuestión más adelante.
[13] En el capítulo de Lekerman veremos, además, que las astucias prácticas y manipulaciones del self no son exclusivas de los sectores populares: los agentes estatales también burlan las normas jurídicas escritas, apelando al juego de interrelaciones que mantienen con dirigentes barriales y los habitantes.
[14] La noción de frontera antagónica de Laclau (2009: 110) concibe a la sociedad como dos campos irreductibles estructurados alrededor de dos cadenas equivalenciales incompatibles. La cadena equivalencial refiere a la acumulación de demandas insatisfechas y una creciente incapacidad del sistema institucional para absorberlas de manera diferenciada –cada una de ellas por separado–, lo cual establece entre ellas una afinidad. Laclau propone el ejemplo de migrantes agrarios que se han establecido en una villa y reclaman por el problema de vivienda. Si la demanda no es satisfecha, la gente puede comenzar a percibir que sus vecinos tienen otras demandas igualmente insatisfechas, tales como problemas de agua, de salud o de educación. Si las peticiones continúan sin solución, el resultado puede ser “el surgimiento de un abismo cada vez mayor que separe el sistema institucional de la población” (2009: 98-99).
[15] En cuanto a las relocalizaciones de la Cuenca Matanza-Riachuelo en el ámbito de la ciudad, entre 2013 y 2014 participamos en “desayunos intelectuales” organizados por el Instituto de Vivienda con el objeto de mejorar su implementación, y presentamos un informe sobre la problemática al Juzgado Federal Nº 2 de Morón a cargo de la ejecución de la causa, así como al Área Social de auditoría de las relocalizaciones de la Cámara Federal de San Martín. Junto con un equipo de la Facultad de Ciencias Económicas de la Universidad de Buenos Aires, y a pedido del Instituto de Vivienda, en 2016 elaboramos una evaluación y un posterior informe sobre el impacto socioeconómico de las relocalizaciones de los vecinos provenientes de la Villa 21-24 en el barrio Padre Mugica de Villa Lugano. Además de estas intervenciones específicas en la cuenca, nuestro equipo de investigación llevó adelante distintas experiencias de antropología colaborativa en barrios populares. Del año 2005 en adelante y en el marco del conflicto legal sobre la Villa Rodrigo Bueno, redactamos un informe antropológico que fue anexado al expediente judicial; participamos en audiencias públicas judiciales y encuentros legislativos; presentamos un amicus curiae con una propuesta de urbanización sustentable de la villa en el Tribunal Superior de Justicia, a pedido de la Defensoría General de la Ciudad (véase capítulo 1 de este volumen y Carman y otros, 2014). Durante los últimos años, también participamos y brindamos asistencia técnica en las mesas de trabajo por la (re)urbanización de esta villa. A esto se suman otras actividades de transferencia, como la confección de un informe sobre el asentamiento La Veredita solicitado por el juzgado interviniente; la realización y el estreno de un documental sobre la relocalización de la Villa 26; la capacitación, por medio de talleres, de equipos técnicos municipales a cargo de políticas de relocalización en la Cuenca Matanza-Riachuelo y de (re)urbanización en la Villa 31; la participación en mesas de trabajo de la Villa 31 y la Villa 20; y la colaboración en la redacción del Acuerdo por la urbanización de villas promovido por la Asociación Civil por la Igualdad y la Justicia, del cual participaron más de ochenta organizaciones.
[16] Como señala Fassin (2016: 75-77), la asignación de un recurso escaso a personas para las que están en juego las condiciones materiales y, en algunos casos, hasta biológicas de la existencia, plantea el problema de la elección trágica.
[17] Como diría Bajtín (2008 [1952]), el hablante nunca es un primer hablante; no hay un hablante fundado en la nada, sino en un permanente diálogo con otros.
[18] Algo similar sucedió durante la audiencia pública del primer caso de vivienda digna tramitado por la Corte Suprema de Justicia de la Nación. En abril de 2012, la Corte ordenó al gobierno porteño que garantizase el derecho a la vivienda y brindase una solución habitacional a Sonia Yolanda Quisberth Castro y su hijo de 6 años, enfermo de una encefalopatía crónica, quienes vivían en situación de calle porque la Secretaría de Desarrollo Social porteña no les había renovado un magro subsidio habitacional de 700 pesos. En la audiencia pública del caso, celebrada en septiembre de 2011, la entonces ministra de Desarrollo Social de la ciudad de Buenos Aires y luego gobernadora de la provincia de Buenos Aires, María Eugenia Vidal, se desentendió de la responsabilidad estatal de brindar una solución habitacional a esta y otras familias en grave situación de vulnerabilidad argumentando que los hogares de tránsito y paradores del gobierno de la ciudad constituían una respuesta habitacional. Sin rodeos, la ministra presentó esa política de la emergencia –hogares masivos, sin intimidad y donde solo se puede pernoctar– como si fuese una política habitacional y redujo la obligación estatal a brindar abrigo. En un sentido coincidente, Verón (2017) analiza los paradores y hogares del gobierno de la ciudad como dispositivos de asistencia que buscan legitimarse como una solución válida al déficit habitacional.