Читать книгу Dios anda entre puntos y comas - María Cristina Inogés Sanz, Fernando Cordero Morales - Страница 8

La coma,
esa puerta giratoria especial

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Comparada con la escritura, la puntuación es un invento más reciente. El padre de la coma fue un bibliotecario de la célebre Biblioteca de Alejandría llamado Aristófanes de Bizancio (siglo III a. C.). En aquel tiempo, la manera de escribir era continua. Es decir, los textos se concebían sin signos de puntuación ni espacios entre palabras. Los escritos se entendían como partituras ideadas para que el orador produjese el discurso en directo. Esto demandaba ensayos previos antes de leer en público. Ante esta escritura sin signos de puntuación, cualquier enemigo de puntos y comas de nuestro tiempo los echaría, sin duda, en falta.

La propuesta de Aristófanes, sencilla y eficaz, fue una auténtica revolución. Con un sistema de puntos nos indica la cantidad de aire que el orador ha de tomar en cada pausa para poder acometer, sin ahogarse, el fragmento de texto hasta la pausa siguiente. Lejos de ser una anécdota erudita, se trata de un buen ejemplo del problema que supone reflejar por escrito la infinidad de matices que acoge la lengua oral y de la chispa de los hablantes a la hora de proponer soluciones creativas a las limitaciones de la escritura. Y la creatividad continúa con elementos extralingüísticos recientes, como los emojis, gifs, etc.

Con el pasar de los siglos, la tradición de la oralidad fue sustituida por la tradición escrita. Lo que en su momento habían sido signos de respiración, puestos según la capacidad pulmonar del orador, se convirtió en un protocolo lingüístico formal con poco margen de maniobra. En contra de lo que solemos pensar, las comas hoy no representan respiraciones, sino que se rigen por criterios exclusivamente gramaticales, coincidan o no con pausas orales. Las reglas de puntuación se parecen al código de circulación: intentan dar lógica a los enunciados, resolver ambigüedades y aislar de forma unívoca pero fluida los elementos que forman las oraciones. Eso sí, son una ayuda y un respiro en medio del intenso tráfico textual.

Hay comas evidentes y poco problemáticas, como la que separan las enumeraciones: «Migueli, Maite López y Nico Montero son cantautores». Otras, en cambio, pueden conducirnos directamente a la eternidad: «¡En verdad te digo, hoy estarás conmigo en el paraíso» (Lc 23,43). «En verdad te digo hoy, estarás conmigo en el paraíso». Como se puede observar, una coma también puede suponer unos siglos de diferencia.

Se dan las comas que enemistan («Pásame la sal, gorda»), pero su ausencia mata («Vamos a comer niños») o incomoda. Por otro lado, están las comas de más, aquellas que ponemos cuando nos puede la hiperventilación tipográfica y nos dejamos llevar por la emoción de puntuar según nos suena. Los correctores llaman «coma asesina» a la coma innecesaria que habita entre sujeto y predicado y que campa a sus anchas en titulares y entradillas de los más reputados medios. Quizá su éxito se deba a que, en la lengua hablada, tendemos a hacer una breve parada cuando el sujeto es particularmente largo.

Todos los signos de puntuación son importantes, pero parece que no todos entienden que utilizarlos correctamente puede marcar la diferencia entre un mensaje u otro. En este caso, en la coma reside una importancia específica de su uso, pues, aun cuando pueda pensarse que su utilización es menos importante que la del punto, la verdad es que se ha producido una gran cantidad de mensajes erróneos únicamente por subestimar el poder de su uso. Si no empleamos la coma o la colocamos indebidamente, algunos anuncios carecerían de sentido:

• «¡Ojo recién pintado!».

• «El mes de noviembre terminará con un responso, cantado por todos los difuntos de la parroquia».

• «Prohibido fumar gas inflamable».

• «Por favor, pongan sus limosnas en el sobre junto con los difuntos que deseen que recordemos».

No es de extrañar entonces que Julio Cortázar afirmara que «la coma era la puerta giratoria del pensamiento». Es cierto, precisamente por esa trascendencia que tiene en el significado del texto en función del lugar donde se la posicione.


La coma, un subestimado David


Subestimar lo pequeño a veces no resulta favorecedor. David no venció a Goliat peleando cuerpo a cuerpo (pese a que era lo habitual en la época). David venció a Goliat quedándose a una distancia prudencial y enfrentándose a él con el arma que mejor sabía manejar. En otras palabras, David pudo vencer al gigante porque no se enfrentó a él donde este era poderoso –lucha cuerpo a cuerpo–, sino con aquello con lo que David era poderoso, el uso magistral de un arma letal: la honda. De no haberlo hecho así, la historia habría sido otra. Recordemos la hazaña bíblica: «Metiendo David su mano en la bolsa, tomó de allí una piedra y la tiró con honda, e hirió al filisteo en la frente; y la piedra quedó clavada en la frente, y cayó sobre su rostro en tierra. Así venció David al filisteo con honda y piedra; e hirió al filisteo y lo mató, sin tener David espada en su mano» (1 Sam 17,49-50).

La fortaleza de Goliat puede radicar en la imagen y fama que tenía, en su energía y corpulencia, en su capacidad para la lucha. Vencerlo en esos frentes era muy difícil, por eso lo más efectivo para salir victorioso será pelear de una manera diferente, nunca bajo las condiciones del gigante.

Irónicamente, la vulnerabilidad del gigante proviene de sí mismo. No tiene que ver con sus potencialidades, sino con su comportamiento social. El principal error de Goliat fue subestimar al «pequeño» enemigo, no percatarse de la avanzada que se estaba gestando a sus espaldas. Un poco como la fábula de la liebre y la tortuga, donde la liebre presume tanto de sus capacidades que, durante la carrera, se pone a dormir y, cuando se despierta, es demasiado tarde.

El investigador Iván Arreguín-Toft 9, en su estudio Cómo los débiles ganan guerras. Teoría del conflicto asimétrico, demuestra a través de múltiples análisis que los «pequeños» ganan mucho más de lo que se cree. Al estudiar las guerras de los últimos doscientos años, concluyó con que el pequeño ganó el 30 % de las veces, incluso cuando su oponente lo superaba diez a uno en número. En opinión de Arreguín-Toft, el desinterés de los grandes y el pensar que su supervivencia no está en juego es la principal razón por la que pierden las guerras. Por otro lado, para los pequeños es cuestión de vida o muerte. La resolución y determinación de vencer es lo que les da efectivamente la victoria.

Siguiendo con los ejemplos bíblicos, queremos hacer referencia a otro uso de la coma que nos parece muy hermoso: el del vocativo. «No temas; te he llamado por tu nombre», nos dice Dios, a través del profeta Isaías (43,1), a nosotros, a cada uno de nosotros. Y al hacerlo usa la coma:

• «José, hijo de David, no tengas miedo de abrazar a María como tu esposa, porque el que Dios concibió en ella es del Espíritu Santo» (Mt 1,21).

• «Saulo, Saulo, ¿por qué me persigues?» (Hch 9,4).

• «Mujer, ¡qué grande es tu fe!» (Mt 15,28).


Santa Teresa y la coma


La coma lleva un ritmo activo, pero digerible. Te permite matizar, tener en cuenta el paisaje, lo que enriquece la vida. Es decir, la coma es el signo que nos recuerda que hemos de llevar la vida con garbo y disfrutando. En esa coma de la actividad y la contemplación está inserta la escuela de Teresa de Jesús. Gente sencilla, inquieta, andariega, servidora como ella, nos muestra la sabiduría que brota del Evangelio (cf. Mt 11,25). Aproximarse a la santa de Ávila es entrar en una escuela de oración y de amistad con Jesús. Ella llevó con suavidad el yugo del Maestro y descansó en su humilde corazón. Incansable, llegó a encontrar a Dios en los pucheros, en el camino y, sobre todo, en la Palabra y en la eucaristía. «Aunque tuviera más tiempo no tendría más oración», le explica Teresa a su hermano Lorenzo. Encontraremos a Dios no en el tiempo, sino en la donación que hacemos de nuestra persona a los demás. A veces, Dios da, en breve y sin que sepamos muy bien cómo, lo que queremos experimentar en muchos tiempos de oración. El trabajo, las ocupaciones, la agenda no son el obstáculo, sino nosotros mismos, que no actuamos con amor y gratuidad.

La coma, además, «reparte juego», en expresión de Álex Grijelmo. Dentro «de su papel de guardia urbano distribuye las dependencias en la oración». ¡Qué importante que circule adecuadamente el tráfico en las oraciones y en la propia vida! Fijémonos: «La trabajadora social de Cáritas, que tan volcada estaba en el proyecto de juego de niños el año pasado, cayó enferma». «La trabajadora social de Cáritas que tan volcada estaba en el proyecto de juego de niños, el año pasado cayó enferma».

Colocar bien una coma es sinónimo de estar atento y de sensibilidad. Eso pasa también con los pequeños detalles de nuestro día a día. Cuesta muy poco ser detallista y pensar en los demás. Es una pequeña actitud, como la de la coma, que hay que activar y no desprenderse nunca de ella. La historia nos recuerda nuevamente el valor de esta pequeñez: se dice que el zar Pedro el Grande tenía unos impresos preparados en los que ponía «matar no tener piedad» con los que firmaba las penas de muerte o sus conmutaciones. Si quería ejecutar al reo, ponía la coma tras «matar»: «Matar, no tener piedad»; si, por el contrario, quería que la pena no fuera llevada a cabo, ponía la coma tras «no»: «Matar no, tener piedad».

Son ricos los matices de la coma. Nos proporcionan información puntual y adecuada. Y no utilizarla bien puede llevar a confusión. Del mismo modo, si no tiene papel que cumplir, es inadecuada la ultrapuntuación. Todo siempre con equilibrio, sin caer en los excesos, que no son buenos compañeros de viaje. Carecería de lógica escribir: «El apóstol Pedro es, mayor que el apóstol Juan». En la lógica de la buena puntuación, del uso equilibrado, podríamos insertar la escritura vital de Teresa y Juan de la Cruz, desde una mística encarnada en lo cotidiano, donde la desmesura se convierte en la cordura del Amor, que activa y embarga la vida del alma. Disfrutemos de un conocido poema teresiano, «Vivo sin vivir en mí», cincelado por las pausas de un corazón apasionado:


Vida, ¿qué puedo yo darle

a mi Dios, que vive en mí,

si no es el perderte a ti

para mejor a él gozarle?

Quiero muriendo alcanzarle,

pues tanto a mi Amado quiero,

que muero porque no muero.


Un jesuita experto en matices


La coma nos ayuda a exponer matices en una oración, como hemos visto y veremos en el uso opcional y obligatorio de este signo. En nuestra sociedad actual, bien valdría que utilizáramos más las comas, que fuéramos capaces de matizar más. El jesuita José María Rodríguez Olaizola nos invita precisamente a matizar y darnos cuenta de la variedad inmensa donde se desarrolla la fe en su libro En tierra de todos 10. Una fe que no puede quedar sepultada en el foso insalvable de las tendencias, querencias y visiones miopes, porque el Evangelio y la misma fe –que, en realidad, es de lo que se trata– nos invitan a todo lo contrario. Una fe que, según dice el autor, tiene que ser sólida, pero no intransigente.

La gran pregunta que abre el volumen, ¿por qué seguir en la Iglesia?, nos ayuda a entrar en ese abanico de matices. No se trata de encontrar una respuesta consensuada, sino de buscar respuestas, todos juntos, dentro de la pluralidad que debe ser y tener la comunidad eclesial. Alguien podrá decir que el autor habla de los temas de los que quieren cambiar la Iglesia: las mujeres, las personas en situaciones irregulares, los jóvenes... Sí, claro que habla de todo eso. Porque todas esas personas se sienten Iglesia porque son Iglesia, y los planteamientos del autor –que no dejan de recoger los planteamientos de esas personas– nos llevan a ampliar el horizonte de las reflexiones tradicionales respecto a ellas y su realidad eclesial. Algo que hace sin juzgar a nadie. Y es de agradecer. Sin embargo, también nos transmite palabras de ánimo, esperanza y cordura evangélica.

José María nos dibuja, además, el amplio mapa de la tierra de nadie, donde tantas personas han de vivir y afrontar sus dudas e inquietudes. Este mapa está diseñado bajo tres coordenadas o actitudes: la rigidez intransigente, la liquidez sin raíz y el rechazo, por los motivos que sean. En medio de todo ello se extiende un mundo mucho más amplio y difícil de definir.

En el capítulo «Los jóvenes en tierra de nadie» –y en otros tantos–, nuestro jesuita invita a la comunidad eclesial al necesario matiz:


¿Es lo mismo hablar de relaciones prematrimoniales para una pareja de adolescentes de catorce o quince años que se acaban de conocer en una discoteca que para una pareja de novios que, teniendo en el horizonte el matrimonio y tras años de relación, han ido alcanzando niveles de intimidad mayor, pero que, a veces por la misma precariedad laboral y económica, aún no se ven con la capacidad de afrontar un proyecto conjunto? ¿Es lo mismo el uso de anticonceptivos en relaciones sin compromiso que en relaciones estables donde se quiere evitar la transmisión de enfermedades o su uso vinculado a la búsqueda del control de la natalidad y el ejercicio de una paternidad responsable dentro de la misma relación matrimonial? ¿Es lo mismo el sexo sin amor que el sexo sin matrimonio? ¿Es lo mismo una cita para tener sexo a través de una aplicación sin volver a verse que el sexo como parte del conocimiento progresivo de dos personas que van dando nuevos pasos en su comunicación?


Si no hay matices a la hora de responder a estas preguntas, sucede que algo desafina inevitablemente. Lo sabemos muy bien por la experiencia en tantas conversaciones en las que la gente en tierra de nadie se plantea su propia situación vital.


La coma opcional y la obligatoria


En algunos casos, la posición de la coma en determinado lugar puede depender del gusto o de la intención de quien escribe, del contexto o de la complejidad del enunciado. En este caso, la posición de la coma no produce cambios sintácticos o semánticos, simplemente afecta al enfoque que se da al mensaje, a los matices que se quieren dar o a la claridad del mensaje.

Pongamos algunos ejemplos de coma opcional –encerrada en los paréntesis–:

• Si estamos en Barcelona, a veces(,) visitamos la Sagrada Familia.

• Íbamos a ir juntos a la Jornada Mundial de la Juventud, pero(,) al final(,) no nos pusimos de acuerdo.

• A las ocho de la mañana(,) leo la Biblia.

La Ortografía de la lengua española establece que el uso de la coma debe ser racional y equilibrado, pues el exceso de comas en la escritura produce un estilo de redacción «trabado», lo que entorpece la legibilidad del texto.

En ocasiones, la presencia o ausencia de la coma sirve para distinguir entre sentidos posibles de un mismo enunciado y suele modificar relaciones sintácticas. Veamos algún ejemplo en donde la presencia o ausencia de la coma produce diferentes significados:

• «Caín lo hizo, lamentablemente». La presencia de la coma ayuda a interpretar que lamentamos que Caín hiciera algo.

• «Caín lo hizo lamentablemente». La ausencia de la coma en el enunciado anterior significa que Caín lo hizo muy mal.

El uso de la coma en los casos anteriores distingue un significado del otro; por tanto, es muy importante considerar que la coma ayuda a aclarar las dependencias de las unidades sintácticas. Pero no siempre las ambigüedades pueden solucionarse con el empleo de la coma distintiva: habrá ocasiones en las que, en lugar de usar una coma, será más conveniente cambiar la redacción.

Haciendo el traspaso a nuestra vida de fe, podemos también darnos cuenta de que hay algunos elementos obligatorios y otros opcionales. Lo obligatorio nos lo deja muy claro Jesús en el evangelio: «Os doy un mandamiento nuevo: amaos unos a otros; como yo os he amado, así también amaos los unos a los otros. Vuestro amor mutuo será el distintivo por el que todo el mundo os reconocerá como discípulos míos» (Jn 13,34-35). Y la manera de concretar el mandamiento del amor está en el imprescindible capítulo 25 de san Mateo: «Porque tuve hambre y me disteis de comer...». Cada cristiano, en las diversas vocaciones, laical, sacerdotal o a la vida religiosa, trata de concretar esta invitación de Jesús. Estamos llamados a amar y servir. Luego, en la práctica es la persona concreta, según sus dones y aptitudes, la que desarrolla su manera de amar en las múltiples formas de servicio.

Hay otras dimensiones que son opcionales, aunque esto no significa que no sean importantes para los creyentes. Es el caso de las devociones populares. No pasa nada por no tener las mismas devociones, pero hemos de reconocer que tales devociones sirven a muchas personas. En Sevilla, por ejemplo, hay gran devoción a la Esperanza de Triana y a la Esperanza Macarena. No todos los sevillanos son devotos por igual de ambas advocaciones –incluso, como es sabido, hay más advocaciones marianas en la ciudad–, aunque es cierto que a muchos les ayuda en su camino cristiano. Además, las hermandades y cofradías han realizado un ingente esfuerzo en las últimas décadas en vehicular la devoción al compromiso con los más pobres y a la formación teológica.

Dios anda entre puntos y comas

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