Читать книгу Beguinas. Memoria herida - María Cristina Inogés Sanz - Страница 6

LA EDAD MEDIA.
APROXIMACIÓN

Оглавление

Acotar cronológicamente la Edad Media u otro período histórico no es algo que se pueda hacer con exactitud milimétrica. En el caso que nos ocupa, la referencia para su aparición coincide con la caída del Imperio romano (476 d. C.) y se alarga hasta el descubrimiento de América (1492), que da paso a la Edad Moderna, y así lo dice la historia civil. Sin embargo, por lo que se refiere a la historia de la Iglesia, los estudiosos nos dicen que la Edad Moderna comienza hacia el siglo XII 1, es decir, mucho antes, y que la presencia e influencia de la Iglesia en ese período fue muy importante.

Esa presencia religiosa no se adoptó o permitió por capricho, afán de protagonismo o de dominación –reconociendo que hubo excesos, como en todo–, sino que había una razón muy importante en aquel momento para que lo religioso tuviera un protagonismo central que se supo ver y se reaccionó en consecuencia. La Edad Media es un concepto cultural europeo concebido en un momento en el que Europa, viéndose muy inferior en muchos aspectos, recurrió e insistió en la pureza de sus prácticas religiosas como defensa frente a la civilización islámica, que estaba muy asentada en el sur 2 y por la que se veía amenazada. La mayor amenaza era la difuminación y desaparición de la cultura cristiana, es decir, de la esencia de esa identidad europea que estaba formándose. Pues bien, «las mujeres, que fueron tan necesarias como los varones en la construcción y asentamiento de Europa, no aparecen en los libros de historia, ni hay, por lo general, voces masculinas que reclamen su presencia» 3.

Debemos entender también que desde que se inicia la Edad Media hasta su final, que se da con el descubrimiento de América y la llegada de la Reforma, estamos hablando de una Europa cristiana y católica toda ella –si bien persistían algunos elementos paganos y algunas disidencias que querían purificar a la Iglesia–. Esta realidad nunca más se ha vuelto a repetir y nunca más se repetirá.


La sociedad


La Baja Edad Media, período en el que nos situaremos con las beguinas, está muy lejos de ser un tiempo oscuro e improductivo. Al contrario, fue una época bulliciosa, movida, colorista, llena de inventos y llena de vida, coincidiendo con guerras, cruzadas y epidemias.

Desde finales del siglo XI y principios del XII, la sociedad había emprendido una transformación rápida desde el desarrollo económico. En ese momento todavía no había grandes innovaciones tecnológicas –llegarían muy poco más tarde– que favorecieran ese desarrollo; sin embargo, sí hubo un cúmulo de circunstancias que crearon el ambiente necesario para que ese desarrollo se produjera: el Mediterráneo, bajo control occidental, el declive político de Grecia y del mundo musulmán, la acumulación de capital en los lugares más comerciales de la naciente Europa... La expansión fue irresistible e irrefrenable. Se mejoraron los caminos y los canales, que ayudaron al tráfico de mercancías, hubo nuevos métodos –realmente, métodos de los romanos, que habían caído en desuso– para hacer más rentable la agricultura, los mercados y la aparición de los créditos... todo esto favoreció el crecimiento económico.

Las ciudades empezaron a tomar carácter y los gremios tuvieron mucho que ver en ello; la industria del tejido despegó con fuerza, y tras ella todas sus derivadas: manufactura de telas, teñido de las mismas, confección... La burguesía medieval –llamada así porque vivían en los burgos de las ciudades– no estaba sujeta a la jurisdicción feudal, que afectaba a los campesinos, y así resultaba mucho más libre. Económicamente era la que más vida daba a la ciudad, aunque los negocios de los artesanos también ayudaban lo suyo.

La familia no era precisamente un ejemplo de núcleo de afectos. Los matrimonios de nobles, burgueses y pobres resultaban de transacciones comerciales –más fructíferas en unos casos que en otros–, donde el valor lo daba la mujer. Esta realidad diseñaba una estructura familiar afectiva tan pobre que hasta la maternidad era un azar propio del papel de esposa o de la simple condición de mujer, donde el apego y sentimiento materno-filial no destacaba –los niños tenían una alta tasa de mortalidad y era mejor no encariñarse mucho con el hijo 4–, y donde los nobles y ricos buscaban herederos, varones a poder ser, y los pobres, hijos varones a los que poner a trabajar apenas fuera posible.

Los inventos de la Baja Edad Media –no olvidemos que estamos en una sociedad tan teocéntrica y tan compleja sociológica y religiosamente como creativa– no se quedaron allí, y todavía hoy utilizamos muchos de ellos 5, porque fue un período muy activo; se conocen las primeras lentes convexas, que permiten observar objetos a gran distancia; se empieza a medir el tiempo con los primeros relojes mecánicos; los viajes se aceleran –pese a lo complicado que era viajar– al ritmo de las peregrinaciones –Roma, Jerusalén, Santiago de Compostela y, en menor medida, aunque también con una fuerza notable, Vézelay, donde se creía que estaba enterrada María Magdalena– y de las cruzadas, que permitían también el viaje de las ideas; se construyen catedrales con arbotantes y magníficas vidrieras que permitían al hombre mirar hacia lo alto y, de alguna manera, visualizar el cosmos. Las catedrales tuvieron una importancia capital en el asentamiento de la cultura cristiana, porque, en una sociedad donde pocos sabían leer, entrar en una catedral era, casi, entrar en la trascendencia.


Las nuevas catedrales proporcionaban a los creyentes un reflejo de otro mundo. Habían oído hablar en himnos y sermones de la Jerusalén celestial, con sus puertas de perlas, sus joyas inapreciables, sus calles de oro puro y vidrio transparente [...] Ahora, esa visión descendió del cielo a la tierra. El fiel que se entregase a la contemplación de toda esa hermosura sentiría que casi había llegado a comprender los misterios de un reino más allá del alcance de la materia 6.


Todo se mueve, todo avanza, y una cultura –la cristiana– se asienta y va, poco a poco, dibujándose en la pintura de las primeras tablas al óleo; dando forma a la literatura –más destinada a los círculos intelectuales que al gran público– de la mano de monjes y monjas de los monasterios, pero también deja paso a una literatura donde se glosan las virtudes de los caballeros y las reacciones de algunas sorprendentes damas, y en la que aparece algo impensable hasta entonces: el amor cortés, que no siempre va a tener un final feliz –Tristán e Isolda, con la escena de los dos durmiendo en el bosque separados por la espada clavada en el suelo, es todo un referente– y va a tener más repercusión de la que a simple vista pueda parecer. También los romances por medio de trovadores –en las lenguas que van apareciendo– acercan historias a quienes no sabían leer en los espacios abiertos de las ciudades, en los cruces de caminos y en los mercados 7.


Los monasterios, la Iglesia y los obispos


En el año 1050, el monopolio benedictino era incuestionable; hacia 1300 ya estaban en escena casi la totalidad de posibles variantes religiosas: los cartujos y muchas Órdenes de ermitaños; los templarios y otras órdenes militares; las diferentes ramas de canónigos regulares; los cistercienses; organizaciones para la ayuda y auxilio a presos... Todas estas Órdenes y organizaciones eran distintas entre sí, tenían sus constituciones o reglas, y cada una de ellas había nacido bajo la protección de un papa. Para hacernos una idea de su importancia, entre Inglaterra y Gales hubo más de ochocientas comunidades religiosas de todo tipo 8, y en concreto, en Londres, diecinueve; en la diócesis de Cambrai; en el norte de Francia, más de ochenta; en París, veintidós 9.

Pocas veces se puede observar a lo largo de la historia una época en la que la mayor conquista de logros esté al servicio de una única meta: la expansión de la sociedad, de una sociedad fuertemente jerarquizada donde los monasterios y la Iglesia jugaron un papel esencial.

Los monasterios contribuyeron en gran medida al desarrollo global de la sociedad medieval. Aunque por costumbre relacionamos la imagen de los monasterios con las bibliotecas, en realidad fueron mucho más que eso, ya que se encargaron de recuperar las tierras agrícolas que habían quedado abandonadas tras la caída del Imperio romano, se dedicaron a la enseñanza y, en general, prestaban grandes servicios a la población.

Los monjes y también las monjas –aunque a la historia han pasado solo los nombres de pocas de ellas– sabían que la ociosidad es la madre de todos los vicios, así que el horario estaba dividido de tal manera que había tiempo para todo –oración, trabajo, estudio, escritura– menos para perderlo. Esto se tradujo en la prosperidad de dichos lugares en muchos ámbitos, entre los que destaca la agricultura. El historiador Le Goff dice al respecto que no todo fue fruto de la profunda sabiduría monástica, sino que monjes y monjas, a través de los manuscritos que leían y copiaban, adquirieron conocimientos agrícolas ya olvidados, pero que les sirvieron como base para recuperarlos y superarlos 10.

Hablar de monasterios e Iglesia no es lo mismo en esa época. La gran y excelente disciplina monástica les permitió tener acceso a una vasta cultura, sin abandonar una vida sencilla regida por la regla que cada Orden hubiera adoptado. La evangelización estaba en su horizonte, aunque de manera diferente a la de la Iglesia secular; desde los monasterios se evangelizaba con la cultura –manifestada en todas sus posibles variantes–, la agricultura y, sobre todo, con la vida sencilla que llevaban.


En una sociedad que ha caído de nuevo en una ignorancia general, solo ella [la Iglesia y los monasterios] posee aún estas dos disciplinas indispensables a toda cultura: la lectura y la escritura, y los príncipes y los reyes deben reclutar forzosamente entre el clero a sus cancilleres, a sus secretarios, a sus notarios, en una palabra, a todo el docto personal del que les es imposible prescindir 11.


Esta práctica era la habitual, ya que reyes y nobles creían que leer y escribir era un trabajo, y ellos, por su posición, no estaban obligados a saber hacerlo, aunque fue decayendo poco a poco y, todavía en la Edad Media, se incorporaron nobles a las labores antes citadas. No obstante, la presencia de la Iglesia como garante de la cultura se mantuvo.

¿Por qué la Iglesia como garante de la cultura? Porque prácticamente la cultura es monopolio de la Iglesia secular y, sobre todo, de los monasterios. Monopolio que nunca mantuvo para su uso exclusivo, sino que compartió, y por ello toda la sociedad medieval se benefició. Gracias a la labor de los copistas, hombres y mujeres, la difusión de textos de todo tipo llegó a muchos de los rincones de la naciente Europa que ahora conocemos. Decía Casiodoro 12:


¡Tarea bienaventurada! ¡Trabajo digno de elogio! Predicar con la fatiga de las manos, abrir con los dedos las lenguas mudas, llevar silenciosamente la vida eterna a los hombres, combatir con la pluma las sugestiones peligrosas del mal espíritu. Sin salir de su celda, a una larga distancia, desde el lugar en que está sentado, el copista visita las provincias lejanas; se lee su libro en la casa de Dios; las multitudes le escuchan y aprenden a amar la virtud. ¡Oh, espectáculo glorioso! La caña partida vuela sobre el pergamino, dejando la huella de las palabras celestes, como para reparar la injuria de aquella otra caña que hirió la cabeza del Señor 13 .


No solo los monjes y monjas desde sus monasterios fueron los garantes de la cultura. Las ciudades sedes de los obispos también destacaron como centros culturales, y el obispo era el máximo responsable; si se involucraba con verdadera entrega, las escuelas catedralicias se convertían en auténticos centros de intelectualidad. Pero nunca llegaron a ser como los monasterios. Sin la más mínima duda, la labor de los copistas permitió, sobre todo en los siglos XI y XII, el desembarco de la cultura clásica que produjo «el revolucionario cambio de pensamiento por el cual la filosofía medieval asimiló los principios éticos y sociológicos de Aristóteles y los integró en la estructura del pensamiento cristiano» 14.

Sin embargo, no todo fue maravilloso, y los problemas convivían con los logros. Europa se veía en la necesidad de reafirmarse cultural y religiosamente como sujeto, y así, el papado y toda la Iglesia trabajaron a favor de la uniformidad de la doctrina, de la ley y de la enseñanza tal y como consideraron que requería el momento. La Iglesia ideal de los siglos XII y XIII era una sociedad de clero disciplinado –más en algunos aspectos que en otros– y muy organizado que dirigía los pensamientos y actividades de un laicado obediente y receptivo a causa de su falta de preparación en temas religiosos. En este laicado obediente, receptivo, y añadiría que sumiso, entraban por igual reyes, nobles, comerciantes y campesinos. La falta de solidaridad entre los laicos, fruto de una sociedad fuertemente jerarquizada en sus diferentes estratos sociales, hizo que nadie viera mal ni se sintiera perjudicado por la superioridad intelectual del clero, sobre todo del clero proveniente de familias pudientes, que se permitía tener una buena formación, y que nosotros conocemos como alto clero.

Ese alto clero distaba mucho de querer parecerse al clero bajo, sin casi preparación y que a duras penas subsistía de la celebración de misas y poco más. Sin embargo, ambos –el alto clero y el bajo clero– compartían un interés común respecto a la protección de las «libertades» –que así de denominaban– del clero. Estas libertades consistían en la exención del clero de la justicia de los tribunales seculares; la exención de pagar impuestos por los bienes clericales; la exclusión de toda interferencia secular en los nombramientos eclesiásticos –aunque esto no siempre se consiguió–. Aunque siempre hubo alguna tensión dentro de esta pretendida unidad del clero, hay que reconocer que era la fuerza de mayor peso en la sociedad medieval. De ahí la impronta que ha dejado en la historia.

La jerarquía clerical reivindicó su papel como único canal para la autoridad sobrenatural. Para ello contaron con un considerable número de sacerdotes y religiosos diseminados por Europa desde el siglo XII y, de forma muy estable, desde el XIII; se dieron algunas injerencias civiles en el gobierno de la Iglesia, y esta, como respuesta, se reafirmó con un clericalismo que fue adquiriendo un grado de poder que no todo el mundo aceptó y que, a la larga, le trajo más problemas –que todavía hoy padecemos– que beneficios; no toda Europa bebía del cristianismo –más bien de la religión– que proponía la jerarquía eclesiástica, que se convirtió en garante de qué formas de conocimiento y expresión guardaban la ortodoxia y cuáles eran heterodoxas.

En prácticamente la totalidad de los territorios, el obispado era la institución más antigua del lugar; más que los monasterios, por muchos años que llevaran instalados; más que cualquier dinastía o señorío. Los obispos eran los señores territoriales más importantes de Europa, que, además, estaban en su mayoría emparentados con la realeza o la nobleza del lugar. Llegar a obispo tenía mucho que ver con la cuna en la que hubiese sido criado un niño desde su nacimiento. Una vez elegido obispo, era muy complicado que se destituyera a alguien, incluso para el propio papa, y esto propiciaba que se sintieran muy seguros de su puesto y que no se dejaran manejar fácilmente.

La distancia física con Roma podía ser mucha, y las comunicaciones, lentas, por eso, y porque la ley eclesiástica los amparaba, actuaban como señores de su territorio y a favor de la institución a la que representaban, y a sí mismos en algunas ocasiones. Reconducidos a una vida más pastoral y ayudados por el papa, algunos se resistieron a cambiar, ya que veían al papa como el obispo de Roma, pero obispo al fin.

Lejos quedaban figuras de obispos como Willibrord (658-739) –primer obispo de Utrech y miembro de la misión anglosajona– y Bonifacio 15 (680-755), fundador de los obispados de Salzburgo, Ratisbona, Freising y Nassau, en Alemania. Estos obispos reflejaron el espíritu misionero que debían tener los pastores a los que se les entregaban las diócesis. Sin embargo, en la Baja Edad Media, el perfil general de los obispos era completamente diferente.

Llegados a ese punto, con un clericalismo cada vez más creciente, una parte numerosa de esa sociedad teocrática se fue convirtiendo en un hervidero de movimientos que pretendían la incorporación de los laicos –hombres y mujeres– a lo que hoy llamaríamos tareas de evangelización y la posibilidad de acceso a los textos sagrados –que solo leía el clero–, traducidos a las lenguas que las gentes que no sabían leer pudieran escuchar y entender, porque desconocían el latín culto. Estos movimientos encontraron en el medio urbano el terreno abonado que necesitaban para expandir sus ideas, ya que sus habitantes recibían las novedades y las transmitían mucho mejor que los que vivían en zonas rurales, tradicionalmente más aislados. Todos los grupos fueron calificados de heréticos cuando realmente no todos lo fueron.

En el siglo XVI, cuando la Reforma de Lutero consiga cuajar lo que durante cuatro siglos se coció a fuego lento en el viejo sistema de ensayo y error, no apelará a una generación de cristianos incrédulos, indiferentes o sensibleros, sino que apelará a una generación que sabía tomarse el cristianismo muy en serio. Dejando de lado las oportunidades políticas que algunos vieron en ese momento y circunstancia, la seriedad de esos cristianos le sirvió de mucho a la Reforma. Y debería ser ejemplo para nosotros hoy.


La mística


Hay quien piensa que la mística son los fenómenos paramísticos que llaman la atención: levitaciones, arrobamientos, pérdidas de consciencia, experiencias extracorpóreas, éxtasis... Eso, por extraño que parezca, sería lo fácil de la mística. Es cierto que algunos místicos vivieron esas experiencias; sin embargo, no todos los místicos han pasado por ellas. Las experiencias paramísticas no son lo esencial de la mística.

Tengamos presentes las palabras de Juan Martín Velasco sobre la mística:


«Mística» es una palabra sometida a usos tan variados, utilizada en contextos vitales tan diferentes, que todos cuantos intentan aproximarse a su significado con un mínimo de rigor se sienten en la necesidad de llamar de entrada la atención sobre su polisemia y hasta su ambigüedad 16.


Y en otro texto dice:


Con la palabra «mística» nos referimos, en términos todavía muy generales o imprecisos, a experiencias interiores, inmediatas, fruitivas, que tienen lugar en un nivel de conciencia que supera la que rige en la conciencia ordinaria y objetiva, de la unión –cualquiera que sea la forma en que se la viva– del fondo del sujeto con el todo, el universo, el absoluto, lo divino, Dios o el espíritu 17.


Y ahora nos acercamos a la mística desde el punto que creo más cercano a las beguinas y, por supuesto, desde la peculiaridad de la mística cristiana, en la cual es Dios quien toma la iniciativa de unirse al ser humano, frente a otras.

Es verdad que las expresiones teológicas de las beguinas, a la hora de intentar decir sus vivencias, plantean todo un reto para nuestra realidad cultural y teológica actual; sin embargo, por ello no podemos dejar de admirar su aportación y su forma de vida y, por otra parte, ¿quién no desearía tener una experiencia de ese tipo y acercarse algo al Misterio?


Toda espiritualidad responde a los interrogantes de un tiempo, y nunca les responde de otra manera que en los mismos términos de tales interrogantes. Y la mejor forma de expresarlo, acaso la única, sea la poesía, una verdad no demostrada, sino solo sugerida por ese más que expande el misterio de la belleza sobre las razones 18.


La mística es el encuentro con Cristo resucitado y el cambio de vida que esto produce –porque es un Dios muy cercano–, ya que «el ser humano toma conciencia de la presencia de Dios en su interior y adquiere la certeza de ser un santuario en el que reside el soplo del aliento divino» 19. No podemos olvidar que el testigo es el que transmite la experiencia del Resucitado. La mística no es una experiencia puntual y concreta que pasa una vez; el testigo, realmente, no se detiene ante esa puntual experiencia de Dios, sino que sigue en búsqueda del profundo conocimiento de ese Dios que se presenta y es percibido como Amor. A partir de esa experiencia, el místico es capaz de mirar la realidad con categorías creyentes. Como bautizados, todos somos místicos en potencia, e incluso algunos no bautizados han sido místicos, porque el Misterio no encuentra barreras; para eso solo es necesario vivir profunda y abiertamente sin poner barreras a ese Misterio que se derrama.

Pues bien, mujeres y hombres medievales tomaron la palabra para manifestar la experiencia de Dios que habían tenido –por iniciativa de ese Dios– a través de versos y poemas. Entre los varones destacan Eckhart 20, Taulero 21, Suso 22 y Ruysbroek 23; entre las mujeres destacan Beatriz de Nazaret, Hadewijch de Amberes, Matilde Magdeburgo, Juliana de Norwich, Margarita Porete, Matilde de Hackeborn, Gertrudis la Grande –estas dos últimas de la abadía de Helfta–, entre un conjunto mucho más amplio.

La mística medieval arranca de la teología mística del Pseudo-Dionisio 24. Dios es el Amado y el Amante, el Deseo y el Deseado que vive en el ser humano y desde su interior actúa –por pura iniciativa suya–. Y el cuerpo se convierte en el símbolo que emplea el lenguaje para decir y contar la experiencia de Dios.


Los místicos tienen que ver naturalmente con el sufrimiento, con el deseo y con el sexo [...] Todo descansa aquí sobre la convención de los sexos: hay una mística que es femenina y hay una teología que es masculina; más adelante, en la propia mística, un conflicto de tendencias: aquí, la mística esponsal o nupcial; allí, la mística especulativa o intelectual 25.


La mística medieval será prudente, pues, después de todo, está aludiendo a una forma de presencia intangible; los místicos se verán en la necesidad de defender lo inaccesible, algo que para ellos es habitual y, en algunos casos, incluso diario 26.

La mística dinámica –descendente por parte de Dios y ascendente por parte de la persona– 27 de Bernardo de Claraval les llega a las beguinas a través del comentario al Cantar de los Cantares, cumbre de la vida espiritual manifestada en la divinización de la persona, la cual, en la embriaguez del éxtasis –dice Bernardo–, siente que el alma se une sin reservas al Esposo divino. La mística medieval deja meridianamente claro que esta experiencia es personal e intransferible y no se cuenta para que otros vivan exactamente lo mismo, sino para que cada persona lo pueda vivir a su manera –se trataba de dejar muy claro que era la vivencia desde el propio yo–. Con esta idea ya se va haciendo evidente la subjetividad que provoca siempre en la experiencia de Dios.

No se puede pasar por alto la influencia de La nube del no saber, un texto anónimo del siglo XIV que recoge tendencias místicas de siglos anteriores, y recomienda centrarse en lo que eres y en lo que Dios es para entrar en una gran unidad: «Y piensa por tanto de Dios en su obra como lo haces sobre Dios; que él es como él es y tú eres como tú eres» 28. El autor de este texto anónimo dice: «Un intento desnudo dirigido hacia Dios, no revestido de ninguna idea particular sobre Dios en sí mismo [...] sino solo que él es como es, Amor», lo que las beguinas reflejaron en esta cita: «Y nosotros hemos conocido y creído en el amor que Dios nos tiene. Dios es amor. Y el que permanece en el amor permanece en Dios, y Dios en él» 29.

Místicos y místicas descubrieron y supieron transmitir que no hay verdadera mística sin amor; un amor que lleva –sin fuerza, aunque sí insistentemente– al desprendimiento de uno mismo, a la donación al prójimo, y que huye de todo aquello que sea una autoafirmación férrea ante los demás. Sin duda alguna, los místicos medievales –varones y mujeres– inauguraron una época especial donde la gran renuncia fue la renuncia al ego.


Sorprende gratamente al historiador que las escritoras místicas de la Edad Media pertenecen a todos los estamentos sociales, a todos los «estados» de vida. Se encuentran entre las monjas de clausura de las antiguas Órdenes monásticas o reformadas (Isabel de Schönau, Hildegarda de Bingen, Matilde de Magdeburgo, Matilde de Hackeborn, Gertrudis de Helfta); hay reclusas, emparedadas o ermitañas (Juliana de Norwich); laicas como beguinas (Hadewijch de Amberes, María d’Oignies, Beatriz de Nazaret, Matilde de Magdeburgo, Margarita Porete); terciarias de las Órdenes mendicantes, dominicos y franciscanos (Catalina de Siena, Ángela de Foligno), casadas, madres de familia y viudas (Brígida de Suecia, Margarita Kempe, Francisca Romana, Catalina de Génova) 30.


La mística renano-flamenca no fue solamente importante en la Baja Edad Media, sino que, posteriormente, marcó a místicos de la talla de Teresa de Jesús o Juan de la Cruz y a escritoras de la talla de la desconocida carmelita Ana de la Trinidad 31.


El amor cortés


El «amor cortés», que se desata con pasión en la literatura medieval, será incorporado, gracias a las beguinas, a la expresión mística del amor por y a Dios, y a la experiencia de ese amor.

El amor cortés es la concepción del amor de un hombre por una mujer que nace en el siglo XII en el sur de Francia, con los trovadores occitanos, que serán copiados –como todas las modas– por trovadores de otras zonas, y así rápidamente se extenderá hacia el norte de Francia y Alemania.

En francés antiguo, amor cortés es el amor honesto y leal que se opone al amor rudo, zafio y, sobre todo, interesado, que realmente no es amor. Es el modelo ideal de amor y, en cierto sentido, un modelo de vida donde conviven un profundo sentido del honor, la importancia de la palabra dada, la nobleza de sentimientos, una forma de vida generosa hacia los demás y un comportamiento –incluido el lenguaje– muy educado y, por encima de todo, la primacía del amor en sí mismo.

El amor cortés no es libertinaje, ni amor libre, ni pasión desatada alimentada en los instintos. Al contrario, el amor cortés es casi un camino ascético para el caballero, que, para merecer a la dama de la que está enamorado –recordemos que en la Edad Media el lenguaje era muy concreto en este aspecto literario–, prácticamente tiene que estar sometido a ella –esto no tiene nada que ver con una concepción visceral del feminismo actual–. En esta situación, el caballero pasa de la desesperación al entusiasmo, del sufrimiento al placer, de la angustia a la euforia, cuando lo ansiado se llega a cumplir. El amor se considera como una cuestión mística y una especie de virtud en que la dama es prácticamente inalcanzable.

Entre las influencias de las que bebe el amor cortés se encuentra la literatura artúrica, donde destaca de forma evidente la leyenda de Tristán e Isolda, y en concreto la escena –antes citada– de los amantes durmiendo en el bosque y separados por la espada clavada en el suelo como símbolo del amor inalcanzable, irrealizable, imposible.

Los autores más destacados, dentro de la literatura del amor cortés, son Guillermo IX de Aquitania, Jaufré Rudel, Bertrand de Born, y entre ellos destaca Chrétien de Troyes, entre otros.

El caso de Jaufré Rudel, sin ser tan conocido como el de Chrétien de Troyes, es de suma importancia, porque añade al valor del amor cortés, como elemento tomado por las beguinas para expresar su mística, otro elemento que será esencial: l’amour de loin, el «amor lejano». Un amor lejano, prácticamente imposible de alcanzar, al que las beguinas darán la vuelta e invitarán a vivirlo plenamente. Porque ese amor que no puede consumarse no dejará de ser una forma de amor plenamente entregado y vivido hasta el éxtasis.

El mundo del amor cortés es un mundo de aventuras en el que el caballero debe vencer obstáculos más o menos verosímiles, pero siempre teniendo presente que a quien primero sirve es a su dama y, en segundo lugar, a Dios o a su rey. Es una literatura escrita en lengua vulgar –las lenguas que entendían las gentes, que no comprendían el latín– que hizo del amor su tema principal y que los trovadores contaban en las plazas de las ciudades y pueblos y en los cruces de los caminos.


La mujer


Para apreciar la situación de una época, de una civilización o de un país, basta en muchas ocasiones con observar cómo es el trato que da a las mujeres 32.


En la Edad Media había varias maneras, por lo menos cuatro, mediante las cuales la mujer podía conseguir educación: por medio de la instrucción en colegios conventuales para la nobleza y para las clases superiores de la burguesía naciente; siendo enviadas al servicio de grandes damas, donde era posible que tuviesen buena crianza y, sin duda, adquiriesen algunos logros intelectuales; mediante la educación técnica y general que suponía el trabajo como aprendizas o al servicio de una casa de la naciente burguesía; a través de colegios elementales para niños y niñas de clases más pobres en la ciudad o en el campo 33.


Esta última posibilidad era poco frecuente por diversos motivos.

Hay que tener presente que las mujeres medievales fueron reinas, nobles y plebeyas; libres y esclavas; cortesanas y trabajadoras; casadas y solteras; madres y sin hijos; jóvenes y mayores; con formación y analfabetas; monjas y laicas... Lo que nos lleva a situarlas en las condiciones sociales y estructurales de la época medieval y a tomar en consideración las reglas y normas sociales de ese momento y sus escalas de valores.

Todas las mujeres de la Edad Media que no eran monjas –reinas, comerciantes, artesanas o simples mujeres que sobrevivían como podían– compartieron un mismo trono. Este trono fue la silla de partos. La obligación de dar herederos o simplemente hijos las unió a todas fuera cual fuera su lugar en la sociedad. Ese fue el punto en común para las no religiosas. A partir de ahí, el mundo femenino medieval fue tan variado como su sociedad.

Contrariamente a lo que se piensa, la mujer medieval fue mucho más libre que la que vivió en el Renacimiento –en plena Edad Media, bastantes mujeres llegaron a recorrer el Camino de Santiago bajo pretexto del cumplimiento de un voto o incluso por mandato divino 34–. El Concilio de Trento, que fue un buen concilio pastoralista y, en algunos casos, fue beneficioso para la mujer –la creación de los «libros de almas», donde se anotaban los casamientos, impidió que muchos hombres siguieran con la costumbre de abandonar a la mujer y a los hijos a su suerte e irse a formar una familia a otro sitio–, sin embargo hizo que su presencia quedara muy marginada, porque no podemos olvidar que Trento impuso la clausura definitiva para la vida religiosa –sin tener en cuenta características y carismas propios de ciertas Órdenes femeninas 35–, pero afectó también a las mujeres que no eran monjas con otro tipo de clausura. La mujer soltera dependía del padre o del tutor nombrado para controlarla y no tenía ni la más mínima libertad para salir de casa –la casa era su clausura–; lo mismo le pasaba a la casada, sometida a la voluntad del marido –también la casa era su clausura–, y a las prostitutas les estaba prohibido salir del burdel –el burdel era su clausura–. De esta forma, las actividades económicas llevadas a cabo por las mujeres medievales quedaron en el olvido.

Muchas mujeres de esta época han llegado hasta nosotros por medio de la visión que tenían los hombres de ellas y lo que nos han transmitido 36. Mayoritariamente las consideraban inferiores y débiles, aunque dotadas de una peligrosa capacidad de seducción. La imagen de la mujer queda dibujada –más bien desdibujada– con la idea que entonces se predicaba de la escena del Edén, cuando la mujer no solo tomó del fruto prohibido, sino que se lo dio a comer a Adán, y lo arrastró al pecado 37. Nadie cayó en la cuenta de que Adán, tanto como Eva, hizo uso de su libertad.

Fueron los monjes, más que el clero secular, quienes presentaron y enfrentaron dos modelos femeninos irreconciliables: María y Eva. Esta última pronto fue sustituida por María Magdalena, ahora sí con todo el apoyo del clero secular. Ayudó mucho a este cambio Jacobo de Varazze –Jacobo de la Vorágine– y su famosa Leyenda dorada 38 para afianzar ciertas imágenes. Sucedió que tanta perfección en María resultaba imposible de alcanzar y vivir para las mujeres y, en cambio, tanto pecado –todavía hoy sin clarificar– y tanto arrepentimiento en María Magdalena sí era posible, asumible y entendible. En el imaginario femenino se afianzó la imposibilidad de aproximarse a María como modelo y sí poder hacerlo a María Magdalena, mucho más reconocible y capaz de imitar. María quedó como un ser lejano, y María Magdalena ganó en proximidad a las mujeres medievales, lo que tampoco les hizo ningún favor para mejorar la imagen debido al ¿pasado? de la santa penitente 39. Así las cosas, el valor –sobre todo moral– que se le asignaba a la mujer era en ese momento muy bajo, por no decir inexistente. Parte de ese poco valor moral venía de las afirmaciones de personajes de gran relevancia, aunque fueran de siglos pasados.

Odón, abad de Cluny 40, cuyas predicaciones y escritos no dejaban de tener una influencia de la que no se podía escapar fácilmente, decía de las mujeres:


[...] la belleza del cuerpo viene solo de la piel. De hecho, si los hombres pudiesen percibir lo que se esconde bajo la piel –como se lee en Boecio, que los linces son capaces de ver en el interior–, tendrían asco de ver a las mujeres. Su belleza está, en realidad, hecha de moco, sangre, líquido y hiel. Si uno piensa en lo que está dentro de las narices, en la garganta o en el vientre, encuentra solo porquería. Y, dado que no soportamos tocar ni siquiera con la punta del dedo el moco o el estiércol, ¿por qué debemos desear abrazar un saco de estiércol? 41


Esta animadversión –misoginia en toda regla– contra las mujeres se utilizaba para intentar fortalecer el voto de castidad de muchos clérigos, que, durante ese período, lo tenían bastante relajado, cuando no olvidado. Desde el siglo XII, que es cuando se recurre a lo ya dicho sobre las mujeres –caso de Odón– y se crean «nuevas lindezas» para referirse a ellas, la insistencia de la Iglesia con respecto al voto de castidad se incrementó, aunque no existe garantía alguna de que erradicara el problema. Sin embargo, resulta curioso cómo en un asunto que era de dos parecía que la culpa solo la tenía una persona, ¡la mujer!

Pero las mujeres medievales eran fuertes y estaban capacitadas para muchas actividades, y la ley –hecha por esos hombres que no las valoraban– les permitía tener y administrar feudos; iban a las cruzadas, gobernaban 42 y tenían poder político, económico y social por sus tierras, cargos 43 –reinas, regentes, abadesas–, parentesco o negocio 44. Las reinas, nobles y abadesas sabían leer y escribir –no todos los varones nobles sabían, como hemos visto–, lo que les permitió tener acceso a la cultura y a su difusión, a escribir libros y a dejar constancia de acontecimientos históricos de primer orden. Eso es lo que hizo Ana Comneno 45, hija del rey de Bizancio Alejo I, que se convirtió en la cronista de la primera Cruzada. Otras mujeres, dentro y fuera de los monasterios, hicieron de la copia de textos o de su iluminación su oficio, hecho que se confirma por los colofones hallados en ellos y por alguna sorpresa que nos deparó el cuerpo de una mujer hallado en un cementerio junto al monasterio de Dalheim 46, en cuya dentadura se hallaron restos de pintura hecha con lapislázuli, que solo se empleaba para iluminar manuscritos.

Hubo mujeres que, no siendo nobles, al verse solas durante mucho tiempo por la ausencia de sus maridos o quedar viudas por las guerras y las epidemias, se hicieron cargo de los negocios familiares y, en muchos casos, recuperaron las dotes aportadas al matrimonio 47; otras ejercieron la mayoría de los oficios –incluida la prostitución, que pagaba impuestos– censados en la época.


Es frecuente encontrar en fuentes literarias e iconográficas a la mujer tejiendo, hilando, bordando, lavando, yendo a por agua a las fuentes y ríos, vendiendo alimentos, ayudando en el taller artesano, trabajando la tierra, guardando ganado, sirviendo en la taberna, curando enfermos, asistiendo a partos e incluso trabajando en la construcción de edificios, como la colaboración de mujeres en la reparación del palacio real de la Aljafería de Zaragoza 48.


El legado que nos ha llegado de las mujeres medievales nos permite comprobar que su formación no era menor que la de los varones, salvo en las artes militares, y no en todos los casos.

Para las mujeres medievales, una de las consecuencias directas de las guerras, además de dejarlas viudas y con la responsabilidad de los hijos y los negocios, fue que tuvieron que afrontar un cierto excedente femenino que condicionó la vida de muchas de ellas 49. Los hombres escaseaban y era un problema a la hora de casarse. Esto hizo que los monasterios femeninos tuvieran más peticiones para entrar que capacidad para acoger a las solicitantes. Aunque la causa primera, muy por encima de cualquier otra, de peticiones para acceder a los monasterios era el deseo de libertad.

Las que más padecieron esta situación fueron las mujeres con menores recursos económicos, ya que no podían satisfacer las dotes exigidas para acceder a la vida religiosa; las ricas y nobles –a instancias de sus familias, que les imponían esa forma de vida– tuvieron que enfrentarse al problema de una vida religiosa para la que no tenían ni la más mínima vocación en muchos casos. El resultado de esta obligada vivencia de una vocación inexistente fue que, en muchos monasterios bajomedievales, había una marcada tendencia hacia lo mundano, de la que dejaron constancia por escrito los obispos en sus visitas, y que algunos sínodos y concilios intentaron atajar, aunque fue imposible. Un caso curioso es el de las monjas de Lincoln, en Inglaterra, donde el obispo llevó una copia de la bula Periculoso, promulgada por Bonifacio III, por la cual se instaba a las monjas a estar siempre encerradas en el convento, y que ellas arrojaron a la cabeza del obispo cuando este abandonaba el monasterio 50. Pese a todo, los monasterios fueron auténticos espacios de libertad para las mujeres, y algunas de las que llegaron sin vocación vivieron su vida honestamente y entregadas a la misión que tenían.

No en toda Europa se vivió esta época bajomedieval de la misma manera ni en todos los nacientes países hubo peculiaridades y temas concretos con respecto a la mujer 51. Pese a todo, y especialmente en algunos lugares donde el aprecio a la mujer dejó mucho que desear, las mujeres medievales fueron admiradas y, hasta cierto punto, envidiadas por las del Renacimiento.

En todo caso, España tuvo para la mujer medieval –aunque siempre hubo excepciones 52– puntos positivos en cuanto a su consideración legal. Sirva como muestra este dicho que recoge el trato que los fueros 53 daban a las mujeres en diferentes lugares: «De moza navarra y de viuda aragonesa, de monja catalana y de casada valenciana» 54. Exceptuando Navarra y Aragón, que eran reinos independientes, los otros dos lugares a los que alude el dicho –Cataluña y Valencia– formaban parte de la Corona de Aragón.


Algunos movimientos medievales


Hay un aforismo que sostiene que «si el carisma de un fundador no se institucionaliza, se pierde, y, si se hace, se pervierte» 55.

La Iglesia formada por varones cayó más bien pronto en hacer realidad ese aforismo y, para intentar devolverle su imagen primitiva y evitar más desviaciones de las que ya presentaba, a lo largo de la Baja Edad Media aparecieron diferentes movimientos que, impulsados por un hondo sentido eclesial, reflexionaron y pusieron en práctica diversas maneras de recuperar todo lo que la Iglesia fue dejando por el camino.

Estos movimientos percibieron diferentes factores que llamaron su atención y que vieron que necesitaban algún reajuste para devolver el rumbo original a la Iglesia.

1) Factor religioso: con la necesidad de purificar el cristianismo, que se desviaba en una Iglesia de corte imperial y donde se daba algo que, curiosamente, ahora parece haber vuelto con fuerza, como la autorreferencialidad, nace una religiosidad popular como respuesta de la gente sencilla, que no entendía, por ejemplo, una liturgia en latín culto y a la que veía lejana y desconectada por completo.

2) Factores sociológicos: la Edad Media era, como hemos visto, una sociedad teocrática donde no se entendía que un niño no fuera bautizado al nacer y donde no se diferenciaban mucho los ataques a la Iglesia o al poder civil, porque, fuera quien fuera el atacado, los dos se daban por ofendidos. A esto había que añadir que nuevos estamentos sociales nacían con la aparición de comerciantes y artesanos, que tenían acceso a la educación y, como aprendían a leer, aprendían a pensar.

3) Factor viajero: con las peregrinaciones a Roma, Jerusalén, Santiago de Compostela y Vézelay, los viajes por las rutas comerciales que se estaban abriendo y las mismas cruzadas, las ideas se extendían rápidamente.

Aunque todos los movimientos tenían como idea central la purificación de la Iglesia, unos resultaron al final más rupturistas que otros, aunque a la hora de la verdad sus finales fueron muy semejantes. El más rupturista de todos –de hecho, fue tachado de hereje desde el principio– fue el movimiento de los cátaros, que tuvo una rapidísima expansión y un arraigo que costó mucho arrancar. Este movimiento tiene tres focos de nacimiento: una rama sale de Alemania; otra, de la zona de los Balcanes, y se unen en el norte de Italia, sur de Francia, el valle de Arán... Este movimiento, que tenía un carácter marcadamente dualista e incluso influencias de otras herejías, amenazó por igual al poder civil y al eclesiástico.

Se caracterizaba por negar la existencia de un único Dios al afirmar la dualidad –un Dios bueno y un dios malo–; negaba el dogma de la Trinidad, rechazando al Espíritu Santo y presentando a Jesús como una aparición que señalaba el camino perfecto y no como Hijo de Dios; su concepto del mundo y de la creación eran diferentes e inaceptables; y la salvación, para ellos, llegaba a través del conocimiento y nada tenía que ver la con la fe.

La Iglesia destinó a sus mejores oradores –entre ellos a Bernardo de Claraval e Hildegarda de Bingen– para que con sus predicaciones evitaran que el movimiento creciera y se expandiera más. Como era imposible contenerlos con la palabra, pusieron las espadas en juego contra ellos en lo que se llamó la «cruzada albigense». Realmente, este movimiento no aportó nada positivo.

El resto de los movimientos 56 sí tenían elementos válidos, y bastantes de ellos los compartían. En la historia de la Iglesia se les conoce como «movimientos precursores de la Reforma», y a mí me gusta llamarlos «movimientos hoguera», en un doble sentido. Por una parte, como ese resto escondido entre las cenizas que, a poco que lo muevas, arde y vuelve a calentar e iluminar –por eso nunca se acabó con estos movimientos del todo–, y, por otra parte, como el resto que queda de un sentimiento, de una pasión, y añadiría que de un convencimiento –lo que también impidió acabar con ellos–.

Entre estos movimientos están los valdenses, seguidores de Pedro Valdo –también conocidos como los pobres de Lyon–, en el siglo XII, en Francia; las beguinas, que se extendieron de manera oficial en el tiempo desde finales del siglo XII hasta finales del XIV por prácticamente toda Europa; los lolardos, seguidores de John Wyclif –también conocidos como wyclifistas–, en los siglos XIV y XV, en Inglaterra; los husitas, seguidores del sacerdote Jan Hus, en el siglo XV –de los más próximos a la Reforma–, en Bohemia, y, aunque parezca extraño, los franciscanos, porque al inicio tuvieron muchos problemas –sobre todo por la extrema pobreza–, que se solucionaron cuando juraron fidelidad al papa.

Todos estos movimientos compartían características comunes: la traducción y lectura de la Biblia a las diferentes lenguas vernáculas y la predicación en esas mismas lenguas, para que la gente sencilla pudiera entender; la predicación, que entendían no tenía que ser solamente patrimonio del clero, sino de los laicos –mujeres incluidas–, porque consideraban que estaban más cerca de la realidad que el clero y sus explicaciones se entendían mejor; la pobreza de vida, como forma de vida semejante a la de Cristo, y que los valdenses y los franciscanos recogieron expresamente en la cita del evangelio de Mateo (19,21): «Vende todo lo que tienes y dalo a los pobres. Luego ven y sígueme». Vida sencilla, sin lujos, vivir del trabajo sin acaparar riqueza. En el caso de los franciscanos, su pobreza cuestionaba la vida monástica de la época –que no era pobre precisamente– y que estaba considerada la joya de la corona de la Iglesia; su visión católica, ya que se consideraban movimientos de carácter universal, porque no tenían intención de promover ninguna ruptura ni de crear otra Iglesia, sino de expandirse –aunque sabían que lentamente– de la forma más natural posible; también compartían el cuidado de la creación, sobre todo los valdenses y los franciscanos. La similitud entre estos movimientos es tal que la conocida oración: «Hazme, Señor, instrumento de tu paz», que los católicos consideramos escrita por Francisco de Asís, los valdenses la consideran escrita por Pedro Valdo.

Aquello que los diferenciaba era muy notorio: los franciscanos mostraron una fidelidad y obediencia inquebrantables a la Iglesia, con un superior general supeditado al papa. Todas las sospechas que había generado su pobreza de vida se fueron diluyendo, y la Regla que propuso Francisco al papa fue aprobada tras algunas controversias iniciales. El documento donde fue aprobada es la bula Solet annuere, fechada el 29 de noviembre de 1223, y firmada por Honorio III.

En 1181, Pedro Valdo es convocado por el arzobispo de Lyon a una asamblea de representantes del clero y de la nobleza de la ciudad, presidida por el arzobispo de Chartres como delegado pontificio. Se le hizo jurar la profesión de fe y así lo hizo. Al parecer, todo terminó bien; sin embargo, bastante tiempo después es nombrado arzobispo el inglés John Bellemane, quien considera que el movimiento es herético, y los excomulga. Ellos consideran injusta la condena y comienzan a diferenciar la autoridad de Cristo y de su Evangelio de la de la Iglesia, rechazan la confesión, las indulgencias y son contrarios a los juramentos. Expulsados de Lyon, se refugian en las montañas del norte de Italia, donde en el siglo XVI los encontrarán los reformadores alemanes y verán en ellos una primitiva manera de vivir la Reforma, que ya está instaurada en Alemania.

Los lolardos –que es un término despectivo que viene a significar los murmuradores– también eran conocidos como los itinerantes seguidores de John Wyclif, profesor de Oxford. Este movimiento cuestionó desde el principio el culto a los santos, las peregrinaciones y las reliquias, porque no veían que eso fuera necesario. Aceptaban una presencia espiritual en las especies del pan y el vino y, en determinadas circunstancias, los laicos podían celebrar la eucaristía. Apostaban por una fe personal, vivida, no solamente aprendida. El movimiento tenía un fuerte carácter social y señalaba la opresión que sufrían los pobres. Era un movimiento con una fuerte impronta moral, al que pronto se sumaron nobles ingleses descontentos con el pago de impuestos que tenían que hacer obligatoriamente a Roma. Esto conviene señalarlo, porque muchas veces creemos que la ruptura de Inglaterra con Roma y la aparición de la Iglesia anglicana se debe solamente al capricho de Enrique VIII al pretender divorciarse de Catalina de Aragón. Y no fue así, ya que desde hacía mucho tiempo se estaba larvando un gran descontento entre la nobleza, que aprovechó una circunstancia personal para convertirla en asunto de Estado. El Concilio de Constanza (1414-1418) condenó las enseñanzas de John Wyclif, que pasó a ser hereje, al igual que sus seguidores.

Los husitas, herederos directos de los lolardos, creían y predicaban que era Cristo quien sostenía a la Iglesia y no el papa; estaban interesados en una reforma moral en general, más que en una reforma eclesiástica, y predicaban que el castigo para el pecado mortal tenía que ser el mismo fuera quien fuera el que lo había cometido y, si eran papas u obispos, debían ser apartados de sus cargos inmediatamente. Este movimiento arrastraba un sabor amargo ante lo católico, ya que tres siglos antes habían sido sometidos política y eclesiásticamente por católicos alemanes, lo que demuestra que no solo son factores de tipo religioso lo que alimentó a estos movimientos. Hus mantuvo que defendería sus ideas en un juicio; así lo hizo y fue condenado. Le despojaron de su condición de clérigo y fue quemado en la hoguera, y sus cenizas, arrojadas al río Moldava. Esto lo convirtió en un héroe nacional.

La herejía era sinónimo en la Edad Media de destrucción de la cristiandad, y quienes se veían amenazados, Iglesia y poderes feudales, actuaron en consecuencia. La Iglesia, con una centralización ya consolidada –derecho canónico, monopolio pontificio de la ortodoxia...–, prestó a los señores y nobles feudales la inestimable ayuda de su discurso eclesiástico, y estos, los señores feudales, intentaron un relativo fortalecimiento de su realidad política –Inglaterra, Corona de Aragón, Francia...–, muy fraccionada en la época.

Al principio, la Iglesia, que se defendía de lo que consideraba un ataque, intentó un acercamiento y la vuelta de los miembros de los movimientos disidentes; finalmente, con el devenir del tiempo y ante la magnitud que cobraron algunos de ellos, la Iglesia admitió el uso de la fuerza y la violencia. Desde entonces, pocas veces resultaron pacíficas las soluciones para disuadir o prohibir los intentos de estas personas y movimientos, que, no olvidemos, actuaban con auténtico deseo de purificar la Iglesia.

Beguinas. Memoria herida

Подняться наверх