Читать книгу Amigos del alma - María del Pilar Sánchez - Страница 7

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1 El origen

En algún muy denso y lejano lugar de este universo, algo sorprendente está por suceder. Allá, más allá de los más distantes supercúmulos, rociados en toda su inmensidad por millones de coloridas y multiformes galaxias aún en expansión. Mucho más allá de todo lo concebido hasta ahora, donde prevalece el silencio, antes del silencio mismo, porque no hay energía, no hay movimiento y no hay vibración. Entonces, tampoco puede haber luz, por lo que reina una profunda oscuridad.

Es una especie de vacío cósmico, donde antes todo era quietud y calma, pero ahora late una alegre expectativa. Es la potencia de todo aquello que es posible, de todo lo que puede llegar a ser y a existir en este universo que, por eso mismo, no tiene fin. Es el mágico estado fundamental en el que, como de un sombrero de mago, de la nada se sacan continuamente maravillas.

Pero, ¿qué se necesita para que ocurra? Pues, es necesario ese asombroso primer acto del entendimiento, es decir, una idea. Una pequeñísima idea que progresa en la inteligencia ilimitada de Dios, hasta hacerse grande. Y de seguro es una idea única, oportuna, ingeniosa y sabia. Aunque no se basta a sí misma, necesita de un plan y de la disposición para imaginar todos y cada uno de sus detalles. La intención de darle la forma más adecuada y el deseo constante, que no está dispuesto a rendirse ni a renunciar. La emoción y la pasión para impregnarla de la mejor energía. También amor, generoso e intenso, para llenarla con el aliento capaz de darle vida. Ah, y por supuesto… ¡creer en ella! Porque lo que se cree, se crea. Así es el comienzo de cada cosa que existe de aquí al infinito.

¡Todo está dispuesto!

El silencio es quebrantado por un silbido de viento, como cuando atraviesa por una rendija. El sonido se propaga hasta hacerse cada vez más y más intenso, más y más estridente. Una fuerte sacudida anticipa la enorme explosión de luz que sobrecoge las tinieblas y anuncia un nuevo comienzo. Es así como, aparentemente de la nada, surge una nebulosa de luminosos tintes violeta y brillos multicolor. La nube de gases y polvo de estrellas, empieza a agitarse en ondas circulares que llegan una tras otra y tras otra. Van acompañadas por un rumor como el del mar que, como espuma, acaricia la playa en su vaivén.

Justo en medio del agitado borboteo, una gota de este océano cósmico se esfuerza por desprenderse del todo. Trepita por la tensión que genera en la superficie cuando hala con ímpetu hacia arriba. Consigue formar un remolino, como un trompo invertido, que retumba cual torrente al girar en dirección contraria a las manecillas del reloj. Salpica, un poco aquí y un poco allá, chispas de color púrpura, mientras se eleva, se eleva y se eleva. Hasta que logra desprenderse de su fuente luminosa, tras un estrepitoso chapoteo.

Un pequeño ser resplandeciente ha cobrado vida. Aturdido y mareado de dar tantas vueltas, intenta detenerse y mantener el equilibrio. Cuando lo consigue, se yergue satisfecho como queriendo mostrarse ante quien lo ha imaginado y levanta los brazos triunfante. Tiene brillantes y traviesos ojos color café, su tez es puramente blanca y sus mejillas encendidas. Un par de diminutas y refulgentes alas, también blancas, adornan su espalda. Está cubierto por una túnica de visos nacarados y en su cabeza un mechón ensortijado de pelo, de un intenso morado, desafía la fuerza de la gravedad…

¡Es un ángel de luz violeta!

Una imponente voz celebra su anhelada existencia y resuena amorosa muy dentro de él y hasta la eternidad:

—¡BIENVENIDO!

Es el Creador de Todas las Cosas que le ha conferido consciencia a su criatura, para que comience a experimentarse y de esta forma, pueda hacerlo él por medio suyo. Lo acompaña el eco de un coro celestial que se une al festejo.

Una sonrisa pícara ilumina la carita del ángel. Colmado de afecto y plenamente feliz, observa alucinado los destellos de luz que irradian sus pequeñas manos. Las acerca curioso a su nariz cuando descubre el dulce y refrescante olor a chicle que emanan. Aspira tan profundo como puede, deleitado con su propio aroma. Luego, palpa su rostro con las yemas de los dedos, ensimismado en su suavidad y detectando todos los detalles. Se acaricia la frente y su aún escaso, pero rebelde pelo. Entonces, mira de reojo hacia arriba y algo que flota por encima de su cabeza le llama poderosamente la atención. Es su incipiente aureola, que más parece un aro de humo a punto de esfumarse, pero él la encuentra estupenda.

De repente, como quien recuerda algo importante que había pasado por alto, se gira sobre sí mismo a toda prisa. Emocionado, por encima del hombro, trata de ver las alas a su espalda. Son tan pequeñitas que, por más vueltas que da, difícilmente puede conseguirlo. ¡Se marea de nuevo! Cuando se restablece y logra recuperar su postura, descubre con asombro un centelleante y cristalino raudal de luz líquida que ocupa el lugar de sus pies. Bueno, por ahora es apenas un tierno manantial del superfluido, pero promete exuberancia a medida que crezca. El ángel violeta lo celebra con un grito eufórico de alegría, como si fuera lo más extraordinario que ha visto en toda su vida. Y sí, por su breve existencia, en realidad… ¡así es!

Este suceso es contemplado con admiración a años luz de distancia y aunque parece pequeño para quien lo observa, no deja de ser un hermoso espectáculo. En la cima de un cerro, iluminado por una sombría luz violeta, hay un observatorio astronómico. Está ubicado sobre un fragmento de tierra que flota entre nubes en medio del espacio, como una isla en medio del mar. Desde allí, un ojo gris verdoso, acrecentado de manera exorbitante por efecto de los múltiples lentes del telescopio, se llena de lágrimas de alegría. Un momento único, sin duda. Y el observador expresa todo su júbilo con un grave y profundo:

—¡Jo, jo, jo, jo…!

Es un hombre mayor, de facciones angulosas, alto, muy alto y corpulento; de larga barba lila pálido, como pálido lila es su largo pelo también. Sigue atento a la bóveda celeste, esta vez no lo hace con el gran telescopio, sino con un catalejo que saca bajo las anchas mangas de su túnica púrpura, salpicada de estrellas.

Es nada más ni nada menos que Zadquiel Arcángel, portavoz de la Conciencia Superior del Padre de los Cielos y precursor de toda la magia. Es uno de los Siete Súper Poderosos Arcángeles, que son como los superhéroes de la historia, porque tienen muchísimos poderes: poder para ser maestros, poder para ser compañeros, poder para ser guías, poder para ser protectores ante el inminente peligro y poder para respaldar en las más difíciles pruebas de la vida, a cualquiera que lo precise y lo solicite, entre la basta multitud de criaturas de este lado del universo.

Los arcángeles son más grandes, más potentes, más sabios y más cercanos a Dios. A cada uno le corresponde una potestad específica, que es como su mayor fortaleza y está relacionada con aspectos comunes a la existencia de los muchos seres bajo su tutela. Hay siempre un arcángel dispuesto a dar apoyo, junto con su corte celestial, es decir, con los muchos seres que los asisten. Eso sí, el permiso es ineludible, por respeto a la libertad que tiene todo ser de este universo para actuar como elija. Así fue decidido.

El Dios de este universo es como una estrella de luz blanca, conformada por la superposición de luces de diferentes colores; como el arcoíris, pero de colores distintos. La luz divina da origen a los Rayos de los Siete Colores: blanco, dorado, naranja, rosado, verde, azul y violeta. Y a cada rayo lo representa uno de los arcángeles.

A su vez, cada rayo reúne una gran cantidad de seres de luz como maestros, tutores, ángeles, custodios, silfos, ondinas, salamandras, ninfas, nereidas, sirenas, gnomos, duendes, hadas y demás elementales por conocer, de las muy variadas galaxias del Grupo Local. Todos bajo la supervisión y guía de los Siete Poderosos Arcángeles que forman el círculo cromático de Dios.

Zadquiel es el arcángel del Rayo Violeta, su potestad es la magia y por eso siempre lleva como accesorio, una varita mágica. Ayuda a dar la fuerza espiritual necesaria y a evolucionar por medio del aprendizaje que se esconde tras cada pequeña o gran experiencia. Su misión es transformar la vida de todo ser que lo requiera, convirtiendo lo que puede ser considerado difícil o negativo en una enseñanza, es decir, en algo bueno. Incluso, eso que parece distanciar del camino elegido y que lleva a experimentar cosas adversas, porque de eso también se aprende. Ojalá para no tener que repetirlo y buscar solo la felicidad, como se espera que sea siempre, desde el amor del Gran Hacedor. Así también fue decidido.

El Arcángel del Rayo Violeta es la fuerza que alienta la vida. No solo trae paz y tranquilidad cuando se le pide, sino que es como una batería que recarga de ánimo el espíritu. En esta tarea, siempre procura ir más allá, rompiendo los límites. Cuando lo que se desea está dentro del orden de lo probable, de lo realizable y de lo lógico, eso es terreno de seres de luz de menor jerarquía. Pero cuando se pide hacer posible lo imposible, cierto lo incierto, creíble lo absurdo, fantástico lo normal y cercano lo inalcanzable, es entonces, cuando se requiere de sus servicios.

Entusiasmado, el Arcángel Zadquiel aguarda el arribo del recién creado, pues es uno de los pupilos de su rayo. No separa la mirada del cielo tratando de no perder el rastro. Mientras allá en el firmamento el pequeño ángel, después de haber hecho el reconocimiento de todo su esplendor, espera un tanto confundido, por no decir, aburrido y sin saber qué hacer. Levanta una de sus cejas y con balbuceos infantiles, que hacen eco inmediato en el universo, se pregunta:

—¡¿Y ahora qué?!

Entonces, un cometa se acerca veloz iluminando las alturas. Con uno de sus brazos, lo toma de la mano y él, en una sola exclamación de éxtasis, se deja llevar como en una montaña rusa. El ángel no para de carcajearse, mientras circunnavega el cielo. El ojo de Zadquiel que observa atento, se hace pequeño en la medida en que recoge el catalejo con el que sigue al ángel y lo guarda de nuevo bajo las mangas de su túnica. Entra al observatorio y se queda pensativo, tratando de mantener la calma, pero el corazón late con fuerza. No consigue borrar la enorme sonrisa de su rostro, la emoción puede más y termina por explotar con un grito que retumba en el techo abovedado del observatorio:

—¡Ya viene en camino!

Se pone su sombrero morado de punta, tan salpicado de estrellas como la túnica. Toma su vara mágica y sale del observatorio a la carrera. La velocidad lo obliga a sujetar su traje sideral, sin soltar la varita, haciendo pinzas con sus dedos por encima de las rodillas para evitar enredarse. Evade obstáculos en el trayecto, mientras sus zapatillas y las medias escurridas, se apresuran cuesta abajo a grandes zancadas. Llega ante el precipicio sin detenerse y ajeno a cualquier temor… ¡salta al vacío! Cae sobre una tupida nube que de inmediato lo transporta hasta otro islote suspendido en lo alto. Allí, círculos concéntricos pintados en la superficie plana, anuncian el lugar propicio para el arcadizaje del cometa.

¡¿Arcadizaje?!

Sí, Zadquiel espera que el pequeño ángel arribe en Arcadia. Es como una especie de cinturón de asteroides de un tenue violeta, envuelto en chispeantes nubes de polvo cósmico y vapor de agua. En las menos densas pueden transportarse de un asteroide a otro con facilidad, como lo ha hecho el Arcángel. Y es que hay asteroides de todos los tamaños, algunos son diminutos como guijarros y otros tan descomunales que se asemejan a planetas enanos. Estos planetoides sirven de sede para las múltiples actividades que realizan los seres celestiales, tanto de preparación para sus oficios, como de monitoreo, control y asistencia a todos los seres bajo sus dominios.

En Arcadia no hay noche ni hay día, porque no existe el tiempo como tal. Su trayectoria no está marcada por ninguna estrella y ocupa otra dimensión. Aunque podría decirse que, en lo que equivale a la actividad del día, la luz tiende al rosa y, en lo que equivale al descanso de la noche, la luz tiende al violeta oscuro. Y lo que se percibe, de cierta manera, es la sensación temporal. Porque si no fuera así, ¿de qué otro modo puede explicarse que el Arcángel crea que la espera se prolonga más de lo deseado?

Zadquiel siente inquietud por conocer del paradero del ángel que aún no llega. Aunque, lo que altera su percepción, puede ser el resultado de la felicidad por el encuentro que se aproxima. El mago, de pie junto a la diana, mira atento al cielo sin advertir movimiento alguno. Guarda su vara bajo la manga, saca de nuevo el catalejo y lo extiende para buscar en el firmamento. El ojo enorme observa de un lado a otro, sin conseguir ver nada. No obstante, en algún lugar del cosmos se deja oír la tierna risa del ángel bebé que disfruta su travesía. La tenue aureola y su mechón violeta, extendidos en dirección contraria, delatan la rapidez de su vuelo.

¡Al fin, cruzan por el lente de Zadquiel a toda velocidad!

Este aparta apresurado el aparato de su cara y sus ojos se le brotan casi tan grandes como con el telescopio. Abre la boca impresionado y con un grito contenido, aguanta la respiración. De pronto, cierra los ojos apretándolos con fuerza y se encoge de hombros instintivamente, como presintiendo el golpe.

El cometa, con el ángel de la mano, se transforma en una bola incandescente cuando atraviesa la atmósfera que envuelve Arcadia en un halo violeta. Pasa por encima del Arcángel, despeinándolo como un ventarrón. Se dirige lejos del blanco, hacia otro asteroide mucho más abajo. Zadquiel desciende dando saltos nube tras nube, en una agitada y torpe carrera que parece extenderse más de los necesario.

El apremio lo obliga a desplegar, en toda su extensión, un par de enormes y esplendorosas alas. El movimiento es acompañado por un estampido de truenos y energía que se propaga en ondas, irradiando luz violeta. El Arcángel luce el doble de grande, el triple de potente y cuatro veces más radiante. Adquiere, ahora sí, toda la imponencia que supera de lejos a cualquier superhéroe de cómic, de esos que deben conformarse con un traje ajustado, calzoncillos por fuera y una capa voladora.

Por fortuna, la roca a la que se dirige el cometa está desierta y la cubren espesas nubes ámbar violeta que amortiguan el golpe. Estas se dispersan como de un soplo, cuando el cometa impacta el suelo. El estallido da forma a un frondoso árbol que extiende sus ramas luminosas y se levanta con majestuosidad en medio de la planicie. ¡Es un árbol cósmico! A Zadquiel le basta batir un par de veces sus plumadas extensiones para llegar hasta el asteroide, dejando una estela de luz en su veloz recorrido.

Una vez allí, repliega las alas en silencio y escucha con atención un instante. El murmullo de un alegre balbuceo lo guía, entre hojas iridiscentes, justo hasta la rama donde se balancea en lo alto el ángel bebé. Engarzado en su aureola, agita inquieto sus brazos, para tratar de liberarse. El Arcángel, al verlo en su frenética tarea, deja salir desde lo más profundo de su ser un grave:

—¡Jo, jo, jo, jo…!

La risa expresa su alivio y da a entender que la criatura, muy a pesar del aparatoso arcadizaje, se encuentra en perfectas condiciones… ¡Como era de esperarse!

El ángel reacciona con sobresalto a la risa de Zadquiel y ese movimiento brusco hace que se fracture el gajo en el que está ensartada la aureola. El Arcángel, en el acto, extiende los brazos para recibir a la criatura que se precipita a toda velocidad. Cuidadoso, pero firme, sostiene al pequeño para impedir que se le escape de las manos. El ángel impresionado, por puro instinto, se aferra a él agarrándose fuerte con las manitas de la barba lila pálido. Esto inevitablemente duplica la intensidad de la carcajada de Zadquiel y, pues, el angelito se sobresalta el doble. Pero como pocas cosas son tan contagiosas como una buena risotada, el chiquito no demora en acompañarlo, desternillándose con un gracioso carcajeo.

El mayor, encariñado ya, lo apretuja entre sus fuertes brazos con ternura, generando una dulce descarga de olor a chicle que lo deleita. El ángel en cambio forcejea para tratar de liberarse y, cuando lo consigue, abre sus brazos tan ancho como puede para abrazar al Arcángel de vuelta.

—¡Qué bueno que ya estés en Arcadia, mi pequeño, mi pequeño…

Al no saber cómo llamarlo, Zadquiel le da la vuelta. Del revés de su túnica aperlada, por encima de sus diminutas alas, saca con delicadeza una marquilla. En letras brillantes de colores se puede leer su nombre: RAUDAL.

—…mi pequeño Raudal! ¿Raudal? Así que te llamas Raudal.

Lo levanta de nuevo para mirar bajo la túnica y descubrir el incipiente manantial que lo sustenta.

—¡Estas ocurrencias de Dios! No deja nunca de sorprendernos —dice para sí con una sonrisa—. Bueno, algún día estarás lleno de ímpetu, Raudal, pero por ahora escasamente goteas.

Y sin poder contenerse más, Raudal deja escurrir sobre Zadquiel un chorro que empapa su túnica de estrellas. El Arcángel apenas arruga la nariz, delatando el inevitable desagrado por el amargo olor a sal marina que lo impregna. Ahora es el pequeño ángel el que se carcajea primero y, por fortuna, con las risas, retorna el refrescante olor que lo caracteriza.

—¡Vamos, Raudal! No creo que sea pertinente presentarnos así. Aunque sé que de cualquier forma todos estarán encantados de conocerte.

Se lleva cargado en sus brazos al pequeño ángel violeta hacia las nubes, mientras éste protesta con balbuceos estirando los brazos a sus espaldas, como queriendo regresar. De seguro hubiera preferido quedarse a jugar en el espléndido árbol cósmico. El Arcángel Zadquiel desciende con él hacia otro planetoide suspendido en el espacio y termina por perderse en medio de nubes color violeta.

Presentables y dispuestos, Zadquiel y Raudal viajan plácidos sentados en una mullida nube de un rosa claro, como la luz que prevalece. El Arcángel ha conseguido peinar el mechón morado del angelito, pero este no demora en volverse a alborotar. Bajo las mangas, el mago saca un peine y un gel que le unta en la cabeza con la esperanza de alisarlo otra vez. Lo consigue satisfecho, ante la mirada tierna de su pupilo que se deja hacer agradecido y con una sonrisa que enciende aún más sus mejillas.

Se desplazan entre pequeños asteroides y otros no tan pequeños, que recuerdan a los tepuyes, con sus paredes rocosas y superficies agrestes, cada uno como un mundo aparte, lleno de encanto y belleza. Cuando el Arcángel vuelve la vista al pequeño, el mechón se ha levantado de nuevo. El Arcángel desiste, no tiene sentido ir contra la naturaleza del pelo de su pupilo… ¡Ni ir en contra de nada! Raudal no se ocupa de cómo se ve, él se siente bien consigo mismo tal como es y tal como debe ser.

En su lugar, disfruta absorto mirando lo que se descubre a su paso. Bajo la atmósfera violeta de Arcadia, entre polvo de estrellas y vapores iridiscentes, todo parece centellear. Algunos planetoides están poblados de seres de luz que saludan al verlos cruzar, otros están revestidos de plantas de extrañas formas y de extravagantes flores. Los hay pantanosos con bichos insólitos que se mimetizan con facilidad. La mayor parte de los asteroides más chicos, es decir, de los meteoroides, son desérticos y estériles, pero como suele suceder en la vida misma, ocultan lo más valioso bajo la superficie. Están cargados de cristales de roca capaces de amplificar la energía.

El angelito atento observa con ojos de admiración y boca abierta de sorpresa. Zadquiel complacido ante el interés de su pupilo, le pide que le pregunte sobre todo lo que desee saber. Raudal, sin dejos de timidez ni de mesura, acepta la propuesta para saciar su curiosidad.

—¿Qué es? —indaga con enternecedora voz, a cada segundo y por cualquier cosa que se revela ante sus ojos. El Súper Poderoso Arcángel responde con infinita paciencia y sencillez a todas y cada una de sus dudas.

Más allá del horizonte que marca la elipse en la que se desplaza el cinturón de asteroides por el espacio, un llamativo resplandor se deja ver ante los viajantes. Proviene de un planeta enano que lentamente se asoma. Raudal sorprendido exclama atónito en su media lengua:

—¡Santo cielo! ¡¿Qué es?!

—Es el Banco del Conocimiento de Arcadia —explica Zadquiel y agrega—, es nuestro lugar de destino.

Emerge ante sus ojos una edificación enorme que recuerda un poco a la Alhambra, pero de radiantes muros dorados. Altas torres y galerías llenas de esplendor, se destacan a simple vista.

La nube se aproxima reduciendo la velocidad y cuando se detiene, descienden. El Arcángel lo hace primero, para ayudar al ángel violeta. El pequeño, entre emocionado y confundido, sigue a su mentor aferrándose a su mano con fuerza y el otro la mantiene firme para transmitirle toda la seguridad que necesita. Como quien aprende a dar sus primeros pasos, el angelito se desplaza surfeando en su incipiente raudal. Sigue las zancadas medidas del mayor, que procura adecuar su paso a la velocidad del novato.

Atraviesan un hermoso jardín florecido y perfumado a lavanda, lila y azafrán, con dalias, petunias, violetas y lengua de buey en abundancia. Van por un largo camino de piedra que conduce hasta el enorme portón que sirve de entrada principal. Raudal guarda silencio pasmado ante tanta belleza, aspira los aromas y disfruta cada instante del recorrido. Al ingresar, el interior se deja ver igualmente esplendoroso, con sus techos altos y sus mosaicos refulgentes de todos los colores, como un firmamento cargado de estrellas.

Aunque hasta ahora pareciera solitario, porque no se han cruzado con nadie, en realidad el Banco del Conocimiento es como una ciudadela celeste con mucha actividad. Está a cargo de los Maestros de los Rayos de los Siete Colores y es el lugar donde se prepara a los ángeles en los diferentes atributos, de acuerdo con los cometidos para los que han sido creados. Allí queda la Academia Magnánima de Ángeles con sus diferentes niveles de preparación y el Centro de Entrenamiento donde hay aulas, salones de música, gimnasio, talleres de magia, de juguetes y laboratorios con modernos simuladores.

También está la Gran Biblioteca Cósmica, que alberga todos los libros de la vida de los seres de este universo en todas sus dimensiones. Con un Centro de Producción Audiovisual donde los que trabajan son como los escribanos de la antigüedad, que llevan el registro de las vidas para los libros, pero a modo de hologramas. Además, cuenta con Sala de proyecciones y auditorio para eventos especiales.

El Banco del Conocimiento es también el lugar de reunión entre maestros y ángeles, cuando estos requieren asesoría durante el cumplimiento de sus misiones. Igualmente, cuando quieren pasarla bien, sirve de sitio de recreación y descanso, si puede usarse este último término, porque en realidad estos seres son incansables. En sus prados y jardines, los ángeles hacen una pausa en sus rutinas para relajarse. Además, pueden visitar la Disco-bar Nirvana, donde conversan y bailan, mientras se nutren de amor y energía, con deliciosos batidos de puro néctar y helados de ambrosía, preparados por especialistas, para saciar todos los antojos.

Los visitantes no se desvían, sino que toman la galería principal, iluminada de ámbar, donde el piso cristalino se enciende a cada paso del Arcángel y deja una estela cuando la cruza Raudal surfeando. Zadquiel lleva a su pupilo ante Jofiel, otro de los Siete Súper Poderosos Arcángeles. Es el representante del Rayo Dorado, siempre lleva consigo un libro, como símbolo de iluminación y su potestad es la sabiduría. Por esto, también es el director de la Academia Magnánima de Ángeles, donde se prepara a los espíritus celestes para su amorosa labor.

Se encuentran de improviso con los Siete Maestros que vienen caminando en dirección contraria por la misma galería. Aunque, en realidad, en el universo no hay casualidades. Estilizados, altos y magníficos, los Maestros emanan luz de los colores del rayo que representan. Sus túnicas y sus largos cabellos, también son del color que los distingue y que corresponde al linaje que preceden los Súper Poderosos Arcángeles. Por cierto, los otros cinco Súper Poderosos Arcángeles son Miguel, Gabriel, Rafael, Uriel y Shamuel, a quienes se conocerá en detalle más adelante.

Los Maestros se diferencian en su aspecto de otros seres celestiales, porque no tienen alas, no tienen aureolas ni accesorios que los caractericen. Como los seres de luz en general, carecen de sexo, pero según la energía que emanan, tienden a ser femeninos o masculinos. Por esto se puede decir que son maestras: la de Rayo Azul, la del Rayo Rosado y la del Rayo Naranja. Y son maestros: el del Rayo Blanco, el del Rayo Verde, el del Rayo Dorado y, además, el del Rayo Violeta. La apariencia de unos y de otras es idéntica, o casi idéntica, la Maestra del Rayo Naranja se distingue por ser un poco más gruesa.

Y no solo son supervisores de los ángeles de su rayo durante la etapa de formación, también son apoyo y guía para el cumplimiento de las misiones a las que han de ser asignados. Como Maestros, son superiores en sabiduría y son buenos consejeros, pero, sobre todo, son excelentes estrategas. Desde su rango, tienen una visión más amplia de lo que sucede a los pupilos y junto con otros seres celestiales, maquinan sencillos o intrincados planes para ayudar a los ángeles a cumplir sus tareas. Eso sí, siempre y cuando pidan su ayuda, de otro modo, no pueden intervenir.

Entonces, cuando un ángel siente que las cosas no están funcionando, se reúne con su Maestro. Recibe todo el amor, el ánimo y la guía que necesita. Y en caso de que los Maestros precisen algo de asesoría también, pues para ello está el arcángel dorado. Si bien los Maestros están a cargo del Banco del Conocimiento, ellos todos están bajo la supervisión de Jofiel Arcángel.

Zadquiel saluda a los Maestros de los Rayos de los Siete Colores, que le responden con marcada reverencia. Raudal viene siguiendo de cerca al Arcángel, pero algo distraído y se estrella con el Maestro del Rayo Violeta. Le chorrea la parte baja de su túnica sin intención. El Maestro trata de medir el gesto de desagrado que le produce el olor acre a sal marina que destila. Los demás se tapan la nariz sin disimulo y Zadquiel estalla en risas, que terminan por contagiarlos a todos, menos al Maestro del Rayo Violeta. El pequeño inocente y despistado, los mira sin comprender la reacción.

Al Maestro del Rayo Violeta no le causa gracia el percance, pero tampoco le presta atención. Deja que el evento pase pronto al olvido, mientras se seca.

—Mira, Raudal —le anuncia el Súper Arcángel—, este es el habilidoso y sabio Maestro que te corresponde, el del Rayo Violeta. Será tu guía más adelante.

El Maestro, complacido con tan generosa presentación, se agacha ante el angelito y tras una amable sonrisa, le aprieta la nariz entre los nudillos de sus dedos índice y corazón.

—¡Encantado de conocerte, Raudal!

El gesto tampoco causa mucha gracia a Raudal que arruga su nariz, antes de soltar un sonoro estornudo. Esto motiva de nuevo la risa de los Maestros y del Arcángel, el pequeño los secunda, impregnando todo de un refrescante olor a chicle que los reconforta antes de la despedida. Todos le auguran una buena estrella para su nuevo camino. Raudal les sonríe agradecido, percibe su buena intención, pero no logra entender a qué se refieren.

Zadquiel continúa adelante y lleva al ángel violeta de la mano, hacia la parte de atrás del edificio, donde está ubicado un idílico paraíso. Raudal debe empezar su proceso de formación en el parvulario, conocido también como Jardín del Edén. Es un espacio lleno de fe y armonía, sin exigencia alguna, donde lo único que rige son las fuerzas divinas de la naturaleza. Llegan allí los ángeles recién creados para sobrecargarse de amor, diversión y alegría, en el inmenso y hermoso lugar, lleno prados, fuentes, arroyos, árboles, flores, animales, insectos y aves de todos los colores.

¡Raudal se vuelve loco de alegría cuando lo ve!

El pequeño trata de arrastrar al Poderoso Arcángel, muy a pesar de su corpulencia, mientras éste intenta saludar al también Súper Poderoso Arcángel Jofiel que se acerca. Brillante como el oro e iluminando todo a su alrededor, los recibe. Podría decirse que, rendido ante su impotencia, Raudal se resigna a esperar; pero la verdad es que lo hace movido por la curiosidad que le causa el fulgor de Jofiel. Se lleva la mano que tiene libre a la frente y entrecierra los ojos, para poder ver mejor a quien será, por algunas eras, su cuidador. Zadquiel lo presenta:

—Mi refulgente amigo, este es Raudal y ha llegado para recargarnos de energía.

Raudal lo mira con sus brillantes ojos café y sonríe con desmedida ternura, hinchando de amor el corazón ya bastante amplio de Jofiel. Conmovido con el gesto, el Arcángel en toda su delicadeza, emite un prolongado suspiro como única respuesta. De inmediato, Raudal siente que ha cumplido con el protocolo y tira de nuevo de la mano de Zadquiel para llevarlo a jugar. El dorado ser reacciona y se apresura a darle la bienvenida:

—Raudal, ansiábamos tu llegada, ¡ahora sí vamos a divertirnos!

—¡Listo! —celebra el ángel y atreviéndose a soltar la mano de Zadquiel. Levanta los brazos al cielo y con alegría, da un giro sobre sí mismo, emanando destellos de su raudal de luz líquida. Pero, ¡pierde el equilibrio! Y su protector se apresura a tomar de nuevo su mano para evitar que caiga.

Raudal insiste y tira de él, quiere cumplir con el cometido que acaban de delegarle. Rebota al encontrar resistencia del gigantesco arcángel. Este aprieta un poco la manita de su pupilo dentro de su enorme puño y lo mira desde su altura con infinito afecto. Mejor se agacha para verlo de frente y a los ojos, mientras le habla intentando simular entusiasmo:

—Debo dejarte aquí, para que colmes tu espíritu —dice, aunque le tiembla un poco la voz y debe aclarar su garganta para poder continuar—, para que juegues y te diviertas tanto como desees…

No termina aún su discurso, cuando al pequeño ángel se le forman un par de lagrimones que se resisten a caer. Tiemblan, mientras hacen resplandecer más aún sus brillantes ojos. Amenazan con abrirse camino, pero solo uno consigue descender por una de las mejillas, tras un leve parpadeo. Y de allí, se precipita abajo, hasta unirse a su raudal de luz líquida.

Zadquiel toma en brazos al pequeño ángel de luz violeta y lo levanta hasta lo más alto, para arrojarlo al vacío y volverlo a recibir, mientras emite otro sonoro:

—¡Jo, jo, jo, jo…!

Lo hace con la firme intención de impedir cualquier dejo de tristeza, nostalgia o incómoda sensación del ángel, que se carcajea por el vacío que el rápido descenso le produce. La pirueta antecede a un estrujador abrazo. Raudal se recuesta en el hombro del Arcángel con ternura, por un instante que no quiere que termine nunca. Cierra los ojos impregnándose de su cariño y del recuerdo de esa estruendosa carcajada que ya no lo sobresalta más. Zadquiel lo entrega a Jofiel y se retira apresurado.

El arcángel de oro toma de la mano a Raudal y lo invita a ir a jugar con los demás ángeles bebé que esperan a prudente distancia. Él no puede creer lo que ve, nunca había imaginado siquiera que pudiera haber tantos ángeles como él y a la vez tan diferentes. Los hay de rayos de todos los colores: blancos, azules, naranjas, rosados, verdes, dorados como Jofiel y violetas como él. Expelen los más deliciosos y variados aromas, como hierba mojada, brisa marina o pan recién horneado. Además, los hay cristalinos y de éter, de algodón y de aluminio; pero lo cierto es que, quizá, ninguno es tan particular como Raudal, con su raudal de luz líquida.

Todos alegres y con muchas ganas de jugar, se acercan curiosos al nuevo para invitarlo. Aún tímido, Raudal se camufla tras la túnica del Arcángel. Jofiel lo saca de debajo de sus enaguas y lo anima, con una sonrisa, a ir con los demás. Con un suspiro de nervios y frotándose las manos, el pequeño ángel va a unírseles, no sin antes mirar hacia atrás, justo al rincón dónde sabe que se oculta Zadquiel. Raudal le agita la mano como despedida.

Al verse descubierto, el Poderoso Arcángel sale de su escondite y responde de vuelta, agitando su enorme mano. El pequeño guarda con cuidado un beso en su puño y lo arroja con fuerza a Zadquiel Arcángel, que lo atrapa en el aire para depositarlo en su corazón, completamente enamorado de su ángel violeta.

—Hay muchos más ángeles ahora, Jofiel, ¿o es solo mi impresión? —pregunta Zadquiel, cuando se acerca a su compañero.

—Sí, cada vez son más y más, es parte del Nuevo Plan Divino.

—¿Y esto sí te permite prestarles la atención debida?

Jofiel se ríe con ternura, sin poder evitarlo, ante el gesto grave de su compañero.

—No es que dude de tus capacidades —aclara Zadquiel—, solo quiero cerciorarme de que va a estar bien.

El Arcángel dorado sabe que, sin importar la infinidad de veces que cualquiera de los arcángeles tenga que despedirse de uno de sus pupilos, siempre va a ser así.

—Aquí hay amor de sobra para todos, Zadquiel. El amor no se agota por la cantidad de ángeles en que tenga que ser divido, sino todo lo contrario… ¡se multiplica!

—Yo sé, pero igual, cuídalo bien, por favor. ¡Raudal es único y especial!

—¡Todos dicen siempre lo mismo! —comenta Jofiel, con un suspiro de fingida resignación y en tono de broma.

—¡Y siempre es y será verdad! —afirma categórico el Arcángel del Rayo Violeta.

Los dos Súper Poderosos Arcángeles se ríen y retumba entero el firmamento de alegría.


Amigos del alma

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