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Primera parte

19 de abril de 2014

Mi nombre es Lilva. Hoy es mi ochenta y seis cumpleaños. Vivo en Gran Tarajal, Fuerteventura, con mi fiel amigo Ulises. Es un caniche color albaricoque, algo refunfuñón pero bastante sociable.

Me gusta vivir en este pueblo costero. Sus gentes son amables y cariñosas. Creo que la principal virtud de este próspero rincón insular del municipio de Tuineje es que su playa está situada justo en pleno casco urbano. Es una playa de arena negra y aguas tranquilas que se extiende plana durante más de un kilómetro. Y eso, para una señora como yo, dolorida por la artritis reumatoide y por el cáncer de mandíbula, es todo un lujo. Sé, claro, que tengo los días contados así que disfruto cada momento de la vida como si fuera el último.

Cada tarde, al caer el sol, suelo ir a tomarme un helado de turrón en la maravillosa avenida que se abre hacia el Atlántico. Disfruto como una niña del sorbete que derrite el viento entre mis dedos torcidos. Me cuesta sujetarlo, pero no importa. Mis ojos se distraen observando las olas, sintiendo la suave brisa acariciándome el cabello, y dejando que la soledad acune mis recuerdos.

Aunque a mi amiga Carmen le gusta bajar una hora más tarde que yo a la orilla, justo hoy parece que adivino su paso lento, elegante, a lo lejos. Al llegar, me saluda con una sonrisa deslumbrante, se acomoda en el sillón de mi derecha, sosteniendo otro helado. El de hoy es de fresa, me comenta. Dice que está muy cansada y que no tiene muchas ganas de hablar, así que empiezo yo.

Quizá la culpa la tuvo aquella calma, o la sensación de paz que me transmitía el sol cayendo tras el horizonte. El caso es que esa tarde decidí confesarle algo. Así. Sin pensármelo demasiado.

—Querida Carmen —le dije—, quiero contarte cómo aprendí a recorrer un camino poco convencional y algo especial gracias a un don del que nunca te he hablado.

Carmen, con gesto de asombro, se secó el helado de los labios con una servilleta y dijo:

—Soy todo oídos, querida...

Los secretos de Lilva

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