Читать книгу Diferentes razones tiene la muerte - María Elvira Bermúdez - Страница 11
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la familia ortiz
ОглавлениеDe noche, la de los Insurgentes es una de las más hermosas avenidas metropolitanas. Celia Ortiz, recostada en el cómodo automóvil, no se molestaba en admirar el espectáculo resplandeciente y bullicioso. Ese lunes por la tarde había asistido al cine Chapultepec y a Loma Linda en compañía de una amiga. De regreso a su hogar, Celia iba pensando en María Félix.
“¡Qué mujer tan interesante! Pero, sobre todo, ¡qué interesante su vida en las películas! ¿Por qué la vida real será tan aburrida?” A ella, a Celia, le gustaría llevar una vida como la de María Félix, de emociones, de amores tempestuosos, ¡de aventuras!
Ante la reja de su casa, un incontenible fastidio la embargó. ¿Qué iba a hacer ahora? Allí estarían, como siempre, su mamá y sus antipáticas amigas jugando rummy. Su papá estaría por milésima vez encerrado en su sala de cacería limpiando armas o clasificando piezas cobradas, y Marito y Pepe, los insoportables hermanillos, estarían peleando como de costumbre.
Pensó en llamar a su amigo Rique para concertar un encuentro en el Rendez Vous, y con ese propósito, apenas entró en el vestíbulo de su opulento hogar, se dirigió a la mesilla del teléfono. Pero un sobre alargado, color violeta, atrajo su atención.
Iba dirigido a: Señor Mario Ortiz y fam., y el monograma con las iniciales G. Ll. P. enlazadas, hizo saber a Celia su procedencia. Curiosa y un poco impresionada, estudió el sobre. Olía a Risque Tout, de Lentheric. La letra era fina, alargada y elegante, pero Celia, que ignoraba grafología, nada logró averiguar a través del sobrescrito acerca de esa Georgina misteriosa a la que secretamente deseaba conocer.
El “fam.” añadido al nombre de su padre, ¿constituiría una autorización suficiente para enterarse del contenido de la carta? La joven, voluntariosa y mimada, dudó sólo breves instantes. Rasgó el sobre cuidadosamente y leyó la misiva con interés.
Olvidó su propósito de ir al Rendez Vous, y ya sólo esperó con ansia que las amigas de su madre se retiraran para hablar a solas con ella.
Una hora más tarde, al filo de las diez, observó Celia desde su ventana cómo se despedía la última jugadora de rummy y bajó corriendo las escaleras para salir al encuentro de su madre.
Agitó en una mano el sobre color violeta y dijo a Adela, gritando:
—¡Mamá, mamá! ¡Mira qué formidable!
Y la hizo entrar en la sala, apoltronarse en un sofá y leer la carta. Adela, que plegó los labios en un mohín desdeñoso al reconocer la procedencia de la misiva, exclamó ya francamente enojada cuando la hubo leído:
—¡Se necesita frescura!
La carta decía así:
Estimados Mario y Adela:
Aunque nuestras relaciones sociales se han limitado hasta ahora a saludarnos de vez en cuando en los bailes, en la ópera o en los toros, mucho les agradecería acepten esta invitación de venir a mi quinta de Coyoacán a pasar un fin de semana. Trato de reunir a una porción de viejos conocidos y de pasar unos días agradablemente. Hago extensiva mi invitación a la encantadora Celia.
Espero que se mostrarán ustedes lo suficientemente modernos como para estar en esta su casa el próximo viernes a las diecinueve horas.
Cordialmente,
Georgina Llorante, viuda de Prado
—Mamá, vamos a ir, ¿verdad? —preguntó anhelante Celia.
—Ni lo pienses —contestó Adela—. ¿Cómo vamos a ir a la casa de la ex esposa de tu padre?
—Y ¿por qué no, mamá?
—Pues, porque no.
—Porque no —remedó Celia—. Esa no es una razón, mamacita. Mira, sería una magnífica puntada. Hay que ser modernos, como dice esa señora. Ha de ser muy sport.
—Ahora resulta que te cae bien y que la admiras. Muchas gracias.
—Pero mamá, no seas así. No te enojes. ¿Cómo se va a comparar ella con mi mamacita chula? Además, ¿qué tiene que ver que haya estado casada con mi papá? Ella se casó también después, ¿no? ¿O a lo mejor estás celosa?
—No digas tonterías, Celia. Sencillamente, no me parece conveniente que vayamos.
—Pues deberías ir. Si no, ella va a creer que no vas porque estás celosa. Yo, en su lugar, pensaría lo mismo.
—¡Ay, hija, por Dios! Ahora te vas a encaprichar, y no pararás hasta salirte con la tuya, te conozco.
—Pues claro, mamacita. Va a ser retedivertido. Algo diferente, no lo mismo de toda la vida: el juego y el cine; el cine y el juego.
—Mira, mira, como si tú no fueras a donde quieres.
—Bueno, pues por eso ahora iré a casa de Georgina.
—Pero tu papá, ¿qué dirá?
—Mi papá... Oye, ¿no podrá cazar conejos o gorriones en esa quinta? Mira, mamá: mi papá va si nosotros le decimos que vamos.
—¿A dónde? —preguntó una voz masculina desde la puerta de la sala.
Celia y Adela se miraron sorprendidas y se ruborizaron. Celia pensó: “¿Habrá oído lo de los conejos y lo de los gorriones?” Pero pronto se rehízo y mimosamente llegó hasta Mario Ortiz y le entregó la carta a guisa de explicación.
El señor la leyó, la guardó nuevamente en su sobre y preguntó:
—¿Ya ustedes decidieron ir?
—Pues yo digo que... —empezó Adela, pero calló porque al mismo tiempo Celia decía:
—Sí, papacito, por favor. Vamos, ¿verdad? Va a ser retedivertido.
Mario se encogió de hombros, encendió pausadamente su pipa y al fin dijo:
—No creo que resulte divertido, pero en fin...
Y así, en ese mismo lunes de septiembre, quedó decidido que la familia Ortiz sería huésped de Georgina Llorente en la quinta de Coyoacán.
***
Despierta aún, Celia urdía un sinfín de ensueños. Cinco veces por lo menos había hecho el inventario de su guardarropa para el fin de semana, y como no le bastaba lo que poseía, decidió ir al día siguiente a Liverpool a proveerse de otro traje de baño, batas, vestidos y un extenso surtido de artículos diversos.
Imaginaba la casa de Georgina como una mansión de novela, y esperaba de esos días, aventura y emoción. “Quizá conoceré a algún hombre interesante y se iniciará entonces un romance apasionado... o dos romances, mejor: dos rivales a punto de matarse por mi amor… ¡Qué interesante!”
En la penumbra de su alcoba, Celia soñaba. Una veladora eléctrica esparcía suave luz. La joven, desde pequeña, tenía miedo a la oscuridad, un miedo enfermizo que se avenía mal con sus ímpetus apasionados y su sed de emociones fuertes.
Pronto aprendería la pobre una dura lección y quedaría para siempre curada de sus aventureros afanes.
***
Adela, en su lecho solitario, no podía conciliar el sueño. Se arrepentía de haber cedido sin lucha a la voluntad de su hija, pero al mismo tiempo sabía que era preferible ir contra sus propios deseos que oponerse a los de Celia.
La muchacha no se daba cuenta, o no quería darse cuenta de la vida desunida y amarga que hacía el matrimonio. Adela, histérica y frívola, atormentada por un recuerdo de su juventud, oscilaba siempre entre el agradecimiento y el desprecio hacia su marido. Y hacía tiempo que el segundo de esos sentimientos amenazaba con imponerse hasta llegar al odio. La sulfuraba la actitud plena de insolencia de su esposo, y si no se separaba de él era por temor a Celia. Mejor dicho, porque Celia no se lo hubiera permitido.
Y ella, Adela, no podía dar a conocer a su hija el único motivo por el cual ésta se hubiera convencido de que esa vida era una farsa odiosa e insufrible. Persuadida de que Mario, por propia conveniencia, seguiría la rutina, había optado por imitarlo. Lo detestaba y anhelaba librarse de su presencia, pero revelar aquello a su hija era imposible. Simplemente la idea de tener que hacerlo, la asustaba.
“Y ahora, esta invitación de Georgina. ¿Qué se oculta tras ella?”
Adela, sin saber por qué, quizá únicamente por el recuerdo del lejano pasado, pensaba en Octavio. Ninguna relación existía entre Georgina y Octavio, que ella supiera. Ninguna, excepto que Georgina era el amor pretérito en la vida de su marido, como Octavio lo era en la suya.
Una nube oscura y pesada fue envolviendo la mente de Adela.
Minutos más tarde, hablaba en sueños, se ponía de pie, atravesaba la habitación y descendía dormida las escaleras como solía hacerlo las noches en que sus nervios se hallaban más excitados que de ordinario.
***
Mario se disponía a acostarse en el diván de su sala de cacería. Éste le servía de lecho desde hacía mucho tiempo.
Verdaderamente era muy incómodo ese empeño de su mujer en ocultar a Celia que dormían separados. Él ya no quería tolerar esa molestia y se proponía instalar abiertamente su recámara aparte cuanto antes. Cuando regresaran de casa de Georgina lo haría sin falta. Era verdad que Adela era la del dinero, pero también era cierto que sin él, sin Mario, lo hubiera pasado muy mal en aquella ocasión. Quizá ni viviera ahora. Era menester recordárselo una vez más. “Y si se pone pesada, yo sabré cómo hacerla entrar en razón.” Había sido buena la idea de mostrar tanta condescendencia con Celia, porque la muchacha constituía su mejor arma contra Adela. Antes que todo, lo importante era no tener que trabajar, disfrutar de comodidades y dedicarse a la cinegética. Su afición por la caza, sincera por lo demás, era un pretexto magnífico para alejarse de Adela con frecuencia. “¡Ah! ¡Las mujeres! Aquella Georgina, ¡tan irritante también y tan soberbia!” Él se equivocó cuando creyó que al casarse con ella aseguraba para siempre su propia holgura. Dos años molestos culminaron en un divorcio que lo dejó expuesto a trabajar, pero su buena estrella puso en su camino a Adela en aquellas circunstancias.
Realmente, Mario no se quejaba de su suerte: había sabido vivir.
Y ahora, tenía curiosidad de ver a Georgina de cerca. ¿Se conservaba bien? ¿Lo despreciaría aún?
Se durmió por fin. Y tuvo un extraño sueño: los animales disecados que poblaban su sala se animaron e iniciaron un coro de aullidos y graznidos. Saltaban y revoloteaban. Se apoderaron de las armas orgullosamente coleccionadas por Mario y le apuntaron con precisión. Un ocelote de paladar rosado y artificiales colmillos reía con júbilo y le gritaba: “¡Ha llegado tu hora!”