Читать книгу ¿El amor...? - María Eugenia Chagra - Страница 9

Esos ojos de mirar profundo

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Sin duda fue una de esas cosas del destino, no se podría explicar de otra manera. Justo ese día en que se sentía tan plena, tan viva…, tan quién sabe, como llena de brotes, en el pelo, en las manos, en el vientre, ese día en que se había vestido de blanco y ofrendado sus cabellos al sol, ese día en que su corazón se había vaciado de retazos pasados y ensanchado de ganas, ese día decidió cambiar su rutina dejando la calle de siempre para sumarse al esplendor de la plaza, plagada como ella de brotes.

Cruzó la diagonal con rumbo a la fuente deslizándose entre miradas de admiración y deseo, mas eso no representaba nada nuevo, su figura sensual y su paso ligero estaban acostumbrados a ello. Si de amor se trataba lo sabía todo, había amado a muchos y la habían amado muchos más. No sabía vivir de otro modo. Simplemente era así, desde que usara sus primeros tacones y un poco de rouge en los labios. Necesitaba del amor como del aire, pero más que eso era como si todo en ella estuviera predispuesto al amor, era como su karma tal vez. Podría escribir un tratado sobre amores y amantes, sobre sentires y emociones, sobre el deseo y la pasión, pero no, estaba convencida de que al amor no se lo decía, solo se expresaba en el vivir.

Con su gracia desplegada por lo menos dos cuadras a la redonda se sentó al borde de la fuente, quebró con la yema de los dedos la tersura verdosa del agua, y fue entonces que sintió una mirada distinta a las otras, una mirada que casi no se atrevía a mirarla, y vaya si sabía reconocerlas…, desafiantes, gozosas, deseosas, atrevidas, comprometedoras, serviles, ufanas, amables, apasionadas. Esta era diferente a todas, escapaba a todo registro anterior.

Se fue irguiendo con lentitud, temerosa de romper la suave calidez sobre la nuca, giró todavía más lentamente su cabeza, y más despacio aún fue levantando los párpados para destapar su mirada, de una profundidad tal en el fondo del azul, que nada lograba escapársele.

Lo captó en un instante, en el mismo en el que él desvió sus ojos fingiéndose distraído, captó la gentileza de su figura delgada, la timidez de sus movimientos, la inquietud de su rostro sorprendido. Y lo amó en ese momento preciso. Lo deseó con toda la fuerza de saberlo frágil y lo poseyó en un suspiro que atrapó todo el aire. Sintió miedo de quebrarlo, tan indefenso, y eso mismo renovó el deseo.

Lo miró con intensidad, tanta que comenzaron a brotarle gotitas de transpiración en los párpados entrecerrados, mientras el azul se tornaba casi negro como opalina bruñida reflejando la figura ya entregada a su goce.

Él no pudo más y exhausto, sin fuerzas, le dio su mirada suplicante. Le decía: tomame, soy tuyo, tengo miedo, enseñame, pero no me abandones jamás.

Ella con sabiduría sin par, le respondía: tranquilo, sentime, tocame, dejate, sos mío, soy tuya, te siento, te tengo, vení.

Ninguno movía ni un músculo, no producía ni un gesto, pero alrededor de los dos el aire adquirió una turbulencia tal que el agua comenzó a agitarse, los pequeños brotes se abrieron, y el calor aumentó casi seis grados.

Pasaron ¿segundos?, ¿una hora? Quién podría decirlo. Solo mirándose, solo tocándose, abriéndose, desgarrándose, reparando, soñando, deslizando, soslayando, penetrándose con los ojos, inmóviles, con miedo, con deseo, hasta que por fin una mano se movió, otra la rozó, y asidos con fuerza caminaron, se apuraron, corrieron a la pieza despojada de una pensión allí a la vuelta y la llenaron de suspiros, de olores, de sudores, de piernas, bocas, dientes, de ternura, urgencia, manos, vientres, pulsos. Sin palabras.

Hasta que él preguntó: cómo fue que sucedió. Sin responder ella tomó sus ropas y presurosa desapareció de la habitación donde él quedó fijado sin salvación esperando su regreso.

Y ella, a quien no le gustaba hablar y menos del amor, escribió con pequeñas y apuradas letras una hoja de papel que deslizó bajo su puerta.

Me preguntás qué nos pasó.

Simplemente…, a veces…, nos sorprende una mirada,

esta vez fue tu mirada… y mi deseo.

Tu confusión, la mía. Mi inquietud, la tuya.

Y las ganas, las ganas grandes de acercarnos, de tocarnos.

Pero el miedo.

Tu desconfianza, la mía. Mi dolor, el tuyo.

Hasta que nuestras manos a través del muro

y nuestra búsqueda atravesando soledades.

Para encontrarnos al final. Simplemente.

Y se volvieron a encontrar y se volvieron a amar diez veces, mil veces, con frenesí, con furia, con delicadeza, sin tiempo. Y él habló. Le contó sus pequeñas cosas. Su casa, sus amigos, el trabajo. Y le descubrió un lunar, y se descubrió anhelante. Y se llamó Juan y la nombró Ema. Y ella que no se quedaba nunca comenzó a quedarse en el abrazo, en las ganas, en su piel saturada de él. Y él le preguntó: ¿Me extrañás? Y ella que solo escuchaba sin hablar, desapareció rauda, para después, en el silencio de la noche, deslizar bajo su puerta otra hoja de papel.

Hoy te llevé en mis pechos todo el día…

Tus labios, tus dientes, tu boca,

presionando…

Hoy sentí la humedad de tus besos

jugueteando, despertando mis pezones

amor, cómo te extraño

este dulce dolor que me has dejado

me abarca, me acompaña

nada existe de lo cotidiano

solo horas que esperan nuestro encuentro

y tu boca que deseo nuevamente.

Y él enloqueció de goce y deseo despertando de un letargo de años, de una indiferencia de siempre. Solo ella importaba. Y entender lo que por vez primera descubría. Y ella lo amó, con la fuerza de saber que le estaba entregando aquello que nunca había tenido. Que abría caminos en sus territorios inexplorados, vírgenes. Y se volvieron a amar, a dar, a encontrar, a perder, a saber. Y él preguntó: ¿cómo sentís?, ¿cómo siente una mujer? Y ella respondió igual que siempre en el silencio de su ausencia en su hoja de papel.

Me preguntás tímidamente cómo te siento. Cómo llega a mí el placer. Cómo es el goce en la mujer. Cómo es tras las máscaras del amor que a veces las mujeres practicamos.

Ah, los hombres que no saben casi nada de nosotras, de nuestros intrincados laberintos de placer.

En cambio es tan fácil saber del estremecimiento de un hombre en el goce del amor. Son tan reales. Todo en ustedes está afuera. Todo lo nuestro está adentro.

Cómo explicarte…

Que te siento con mi mente, con mi piel, con

mi interior.

Que sos una cosquilla que me recorre desde la cabeza al extremo de mis pies.

Una fantasía que descalabra mis más sólidos esquemas. Un estremecimiento que baja por mi nuca vértebra por vértebra. Un sacudón en mis piernas que quieren atraparte. Una languidez en mis brazos que aflojan el abrazo.

Cómo explicar el calor de mi vientre. El movimiento rítmico e incontrolable de mi pelvis y la llegada urgente de un millar de contracciones allí donde estás apropiándote de mi alma (si así se nombra lo más profundo de mi ser) a través de mi cuerpo.

Quizás, solo quizás, si mirás mis ojos en ese momento, en mi mirada perdida verás que ya no soy, en ese instante en que muriendo estoy más viva que nunca. En que no siendo recupero la esencia de mi ser. Gracias a vos.

Y continuaron largamente con el juego del amor, indagando, requiriendo, renovando las fantasías del placer. Una vez, mil. Y él preguntó: ¿el amor es siempre igual? Y ella supo que debía marcharse. Que él había encontrado las respuestas, ahora cambiaba las preguntas y la totalidad de las promesas se abrían ante él. Y entonces se fue sabiendo que no debía retornar.

Sola en silencio, con una lágrima corriendo por su mejilla y una sonrisa surcando sus labios, deslizó su misiva.

Escucho Madame Butterfly, no entiendo todas sus palabras. Pero siento hasta adentro y profundo el sonido del amor. Y mi cuerpo se expande y se abre en sensación.

Se desgarra, grita, se estremece. Estalla, no respira, se silencia. Se agita, se sacude y muere en una punzada implacable, serena, única, tristísima. Indefectible. Final.

Solo sentir. Solo vivir. Amar… Amar… Morir.

Los dos supieron que era el final. Sin decir adiós cada uno volvió a su propio rumbo.

Por la calle de siempre, con sus movimientos tímidos, su figura delgada, su rostro entre inquieto y sorprendido, pasó caminando Juan fingiéndose distraído, escondiendo tras los párpados una mirada que pretendía no mirar. Tras el vidrio de la ventana cerrada intuyó la imagen de Ema, inmóvil, magra, silenciosa, con los ojos azules oscuros de tan vacíos, siempre en el mismo exacto lugar mirando al infinito con esos ojos de no ver. Juan como todos los días sintió un estremecimiento en la nuca, y se preguntó por qué no cambiaba su rutina y cruzaba por la plaza, plagada de verde y de brotes. Mañana. Seguramente mañana. Mientras en la mano estrujaba una hoja de papel que, como otras que en sucesión había encontrado días atrás, alguien confundiendo su puerta deslizara en su humilde pieza de pensión. Sin pensar más pero sintiendo despertar en su interior sensaciones nuevas siguió su camino leyendo lentamente las pequeñas y apuradas letras.

Te amé en el goce de mi piel desarmándose en tus manos. Disgregándose en la necesidad urgente de tu boca. Disolviéndose en la humedad de tus besos. Desgarrándose en el roce de tus dientes. Desapareciendo en tu cuerpo penetrado en mi cuerpo…

Resucitando en tu mirada reflejando la mía.

Te amé luego en el delirio de tu ausencia mientras me tragaba el sinsentido de la vida.

El papel se le mojó en la mano transpirada, el deseo invadió sus sentidos acuciándolo. Con algo de envidia trató de imaginar quién tan dichoso podía despertar semejante pasión, apresuró el paso sintiéndose distinto, y con un suspiro de anhelo se tragó todo el aire mientras el calor aumentaba como seis grados provocando turbulencias a su alrededor.

Tras la ventana Ema, quieta, dejaba caer una lágrima, mientras contradictoria y enigmática se dibujaba una sonrisa en su boca silenciosa en tanto la tarde vibraba con la intensidad de la canción de amor de Madame Butterfly.

¿El amor...?

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