Читать книгу Amar en tiempos de pandemia - María Eugenia Hag - Страница 3
ОглавлениеCapítulo I
La pandemia había estallado. El mundo entero se encontraba en crisis, tratando de que la gente respetara la cuarentena. En Argentina, se llevaban ya diez días de aislamiento. Solo se permitía salir a supermercados y farmacias para comprar cosas esenciales, a los hospitales o al lugar de trabajo, en caso de que estuviera permitida esa actividad. Se vivía un clima de tristeza, las personas extrañaban a sus seres queridos en la soledad de sus casas. El mundo se había reducido a cuatro paredes, y el contacto con el exterior se realizaba vía pantalla de celular.
Marina dejó las bolsas del supermercado antes de la entrada al departamento. Allí había una mesa, en la que había dispuesto un rociador con alcohol, una bolsa con cierre hermético y paños descartables. Roció las bolsas, abrió la puerta con las llaves y las guardó en la bolsa. Se puso alcohol en las manos, se sacó la blusa blanca que llevaba y el short de jean, y se quedó en camiseta y bombacha. Guardó todo en la otra bolsa y se puso el pantalón del pijama, que había dispuesto en la mesita. Tomó las bolsas y empujó la puerta para entrar. Cerró con llave, usando el juego que tenía adentro. En otro momento, esas habían sido las llaves de Gastón. Suspiró al recordarlo. Ya hacía un mes que se había ido. Despejó la imagen de él de su cabeza con un movimiento negativo, que hizo que su cabello rubio se despeinara. Dejó las bolsas sobre la mesada y se dispuso a ordenar su contenido.
Preparó el mate y se sentó frente al televisor. No se hablaba de otra cosa que del virus. No quería escuchar más, pero tampoco sabía ya qué hacer.
Cuando Gastón se fue, la tristeza la había invadido por dos semanas, pero su hermana, Ana, y su amiga, Estefanía, habían ido cada tarde a su casa para levantarle el ánimo… y así fue como, entre las tres, habían redecorado el departamento: habían pintado las paredes de colores pastel; habían sacado las fotos de ellos dos juntos, que abundaban por los rincones; habían colgado cuadros con frases inspiradoras y positivas; habían cambiado las cortinas y hasta el olor del desodorante de ambientes. Mientras tomaba mates en el sillón (que había sido marrón y ahora era blanco) y en la televisión seguían hablando del virus, Marina recordó aquellos días. ¡Cómo se habían divertido! Sonrió en soledad y salió al balcón.
La calle estaba vacía. Bulevar Oroño, en otro momento, había sido el punto de encuentro de los atletas que corrían por la ciudad de Rosario y de los vecinos que aprovechaban el verde para caminar y tomar unos mates en las cálidas tardes de otoño, pero ellos ya no estaban. Ni los malabaristas callejeros se encontraban en los semáforos…
Mientras Marina seguía sumida en sus pensamientos, un vecino salió al balcón a fumar, otro sacó los parlantes, y se escuchó a Los Palmeras, tal como el intendente lo había pedido, para alegrar las noches. El bombón asesino empezó a sonar, y de cada balcón la gente salió para escuchar mejor. De pronto, empezaron a oírse ecos de risas y a verse saludos con la mano. Marina tomó otro mate, y se escuchó el aplauso que, cada noche, a las veintiuna, la gente les dedicaba a los profesionales de la salud, a los policías y a los bomberos por la labor que estaban haciendo. Era emocionante: a Marina se le cayeron las lágrimas.
Cuando todo terminó, el silencio volvió a reinar en la cuadra. Marina se disponía a ducharse y a prepararse algo de comer cuando sonó el teléfono celular. Era Ana, quería saber cómo estaba. Su hermana sabía que, en estos momentos, el encontrarse sola la llevaría a recordar a Gastón.
—Nena, ¿qué haces? —le preguntó mientras encendía un pucho y miraba la pantalla.
—Iba a bañarme… Salí al balcón a ver los aplausos y se me pasó la hora.
—Ah… Yo acá estoy con las nenas y Martín, que querían saludarte.
En ese momento, dos cabecitas pequeñas se asomaron a la cámara y, con ojos pícaros, gritaron a coro:
—¡Tíaaa!
—¡Hola, mis amores! ¿Qué están haciendo?
Y las dos niñas de cinco años comenzaron su relato.
Transcurrió media hora, entre charlas y risas. Sol y Ámbar siempre la animaban. Eran bellísimas. Aún recordaba cuando Ana y Martín le dieron la noticia… ¡Qué felicidad! Y ni hablar cuando supieron que eran mellizas. El día del nacimiento, estaban todos en el hospital, y apareció la enfermera con esas dos niñitas coloraditas y regordetas… ¡cómo lloró de alegría abrazada a Ana y a Martín! Su cuñado era especial, ¡qué suerte que la vida lo había puesto en el camino de Ana!
Gastón no había querido tener hijos, decía que aún no estaba preparado. Y así habían pasado los años. Diez, exactamente. Marina deseaba ser madre, pero terminó cediendo…, total, eran jóvenes y tenían mucho tiempo por delante. Ahora, a sus treinta y cuatro años, se encontraba sin hijos y sin él, que la había abandonado hacía ya un mes.
Otra vez volvió el recuerdo de Gastón, y no pudo evitar largarse a llorar por lo que había sido y por lo que no había podido ser. Se quedó dormida. Cuando despertó, el sol ya alumbraba. Miró el reloj: las ocho en punto. Sintió hambre y recordó que la noche anterior no había cenado, por lo que se dirigió a la cocina, puso el agua a calentar y la tostadora. Se preparó un buen desayuno, luego puso la ropa del día anterior a lavar. No iba a salir en todo el día. Las compras ya las había hecho el día anterior, la escuela donde trabajaba estaba cerrada y ya había enviado las tareas a sus alumnos. Era viernes y tenía el fin de semana para preparar lo que debía enviar la semana siguiente. Y, además, era lo que se pedía por todos los medios de comunicación, y hasta el mismo presidente: que las personas se quedaran en sus casas.
Esa mañana se había levantado animada y, mientras desayunaba, había llegado a la conclusión de que había perdido diez años de su vida con un tipo que no la merecía. Estaba dispuesta a recomenzar… una vez que la cuarentena terminara. No iba a permitirse nunca más que la destrataran.
Realizó la rutina de gimnasia que Estefanía (que era profesora de Educación Física) le había preparado. Sonrió al recordarla y se prometió llamarla después de la ducha.
Se bañó y se puso el pijama; total, no esperaba visitas ni pensaba salir, dadas las circunstancias. Llamó a Estefanía, que vivía a unas pocas cuadras de allí, con sus padres. Hablaron, rieron y se prometieron salidas durante casi una hora. Cuando cortó, miró una serie en la televisión. Acomodó su almohada, subió el volumen y se recostó. Sintió una fuerte punzada en la espalda, supuso que habría hecho un mal movimiento.
La serie era muy entretenida, miró varios capítulos juntos, y luego se levantó a buscar el teléfono para mirar sus redes sociales…, quizás había alguna publicación de Gastón. Lo había dejado de seguir en Facebook e Instagram, pero, de vez en cuando, pispeaba algo…, pero otra vez comenzó ese dolor, por lo que decidió tomar una siesta. Seguro se debía a un mal movimiento realizado en la clase de gimnasia y se le pasaba con descanso.
Pasaron varios días más, y el dolor volvía y se iba. Estefi le había aconsejado dejar de lado la rutina hasta que se mejorara, pero esa noche al dolor se le sumó la tos. Casi no pudo dormir y, a la mañana, al despertar, constató que tenía fiebre.
Marina no quería llamar a Ana; estaba con las nenas y sabía que ella iba a querer ir a verla. Desde que sus padres habían muerto, hacía dos años, eran lo único que tenían. Se tenían a ambas… y, por supuesto, a las nenas y a Martín. Su cuñado era incondicional. No iba a ponerlos en peligro si se confirmaban sus sospechas.
El presidente de Argentina, la noche anterior, había informado, por cadena nacional, que la cuarentena se alargaba: «Estamos en guerra frente a un ejército invisible —había dicho ante las cámaras de televisión—, por esto les pido que se mantengan en sus casas. Sé que es difícil, pero esto es entre todos».
Marcó el 107, el número de emergencia dispuesto por el Gobierno. La atendieron enseguida, le realizaron una serie de preguntas y, por último, la operadora le dijo:
—No salga de su casa ni tenga contacto con nadie. Vamos a enviarle una ambulancia para que la revisen. Deme su dirección, señorita.
—Oroño 1061, 4.o A —respondió Marina mientras tosía y el dolor de espalda se hacía más intenso.
Colgó el teléfono. Fue a buscar un bolso. Debía estar preparada, por si la internaban. Dispuso el bolso sobre la cama y eligió dos pijamas: uno compuesto por short y camiseta musculosa que tenía flores azules y un fondo blanco y otro color rosa liso. Un par de pantuflas blancas, cepillo de dientes, pasta dental, peine, champú y crema de enjuague. Guardó su billetera con un poco de dinero, un pote de alcohol en gel, unas hebillas, la credencial de su obra social, una toalla de manos, jabón y un toallón.
Fue a la cocina, se preparó un té con miel y se sentó a beberlo en el sillón, mientras buscaba algo para ver en la televisión. En ese momento, sonó el timbre del portero. Era la ambulancia con un médico. Les abrió y esperó que tocaran la puerta de su departamento.
Al entrar, el médico se presentó:
—Hola, soy Sebastián. Vengo por el llamado al 107, señorita. Necesito hacerle unas preguntas de rutina.
Al médico solo se le veían los ojos. Tenía puesto el ambo celeste y, por encima de él, una especie de capa de nailon transparente. En los pies, del mismo material, unas botas, y guantes de látex en las manos. Un gorro, también de nailon, le cubría la cabeza, y en la cara tenía puesto un barbijo blanco y unos anteojos transparentes.
—Hola, Marina Escalante —dijo ella sin extender las manos.
—Bien… ¿Edad?
—Treinta y cuatro.
—¿Vive sola? —Marina asintió, y el médico prosiguió—: ¿Tuvo algún contacto con algún extranjero o con alguien que haya venido de algún otro país?
Marina negó con la cabeza ante las dos preguntas…, pero, de pronto, recordó. Hacía alrededor de cinco o seis semanas, un amigo de Gastón había estado en Francia y, al regresar, los había invitado a una fiesta en su departamento. Ellos habían asistido. Había poca gente, Mauricio no era muy sociable que digamos. Pero, entre esas personas, estaba un chico francés, que había venido con él a pasear por Argentina. Habían comido todos juntos y habían estado charlando mucho. Ella estaba muy interesada en las costumbres de Francia y su cultura, así que parte de la noche habían estado conversando mientras todos escuchaban con atención. Miraron fotos y se divirtieron mucho. Se lo contó al médico. No podía decirle con precisión la fecha, pero estaba segura de que un mes había pasado. No se lo dijo, pero había sido antes de que Gastón desapareciera, por eso estaba segura de que había pasado un poco más de tiempo.
El médico le tomó la temperatura: treinta y nueve grados. La auscultó, había mucho ruido en los pulmones y esa tos no la dejaba respirar bien.
—Vamos a tomar las muestras para el COVID-19 —le dijo luego muy serio—. Por favor, no salga de acá y, si esto empeora, llame nuevamente. Mientras los resultados no estén, solo tome paracetamol para bajar la fiebre.
Marina asintió; tenía un nudo en la panza. El médico tomó muestras de su garganta y su nariz con un hisopo. Las guardó dentro de un tubo hermético y, cuando estaba por salir, se dio vuelta y le dijo guiñándole un ojo:
—No te preocupes, todo va a estar bien.
Marina sonrió entre lágrimas y cerró la puerta. Fue hasta el botiquín, buscó un paracetamol y lo tomó; después se metió en la cama. Dejó el bolso preparado, por si acaso, y se durmió.
Cuando despertó, a las dos horas, volvió a sentir frío. Se tomó la fiebre, y tenía treinta y siete y medio. Se duchó con agua tibia, mientras recordaba las palabras del médico. ¿Se había dado cuenta de su angustia? ¿Se lo decía a todos los pacientes? Las dos preguntas que se hacía tenían un poco de verdad. Él debía tranquilizar a sus pacientes, que quedaban visiblemente afectados ante las sospechas de haberse contagiado de ese virus que día a día se cobraba varias víctimas fatales.
Intentó tranquilizarse mirando un nuevo capítulo de la serie y volvió a quedarse dormida. La despertó el sonido del teléfono. Era un número desconocido.
—Hola… —contestó.
—Buenas tardes. Nos comunicamos del sanatorio. —Se hizo una pausa, y Marina comenzó a temblar. Ya sabía lo que iban a decirle. Las lágrimas comenzaron a correr por sus mejillas, y la secretaria continuó—: Queremos informarle que dio positivo el test. El doctor Argüello, Sebastián Argüello, me pidió que le explique cómo son los pasos que se deben seguir… —Entonces, la secretaria le explicó lo que ya sabía. Debía permanecer en su casa sin contacto con nadie. Y agregó—: En caso de que la fiebre siga subiendo y no pueda bajarla, voy a darle el número del doctor, para que lo llame. Tome nota, por favor. —Y, antes de que Marina pudiera responder, la secretaria le dictó un número de celular, que ella anotó en su cuaderno.
Cuando colgó, decidió llamar a Ana para darle la información. Pero antes debía tranquilizarse, para no angustiar a su hermana, por lo que se preparó otra taza de té y se sentó en la cocina. No tenía apetito, pero igual se hizo una tostada con queso. Se volvió a tomar la fiebre (continuaba en treinta y siete y medio) y se peinó. Se lavó la cara y tomó el teléfono para hablar con Ana. En el segundo tono, contestó:
—¡Ey!, ¿qué hacés? Nosotras acá, haciendo masitas… Se hace duro esto, no se cómo voy a aguantar quince días más…
—¡Hola, Ani! Bien… sí, me imagino; pobrecitas, son chiquitas y están acostumbradas a andar. —Tragó saliva y continuó—: Tata, te llamo porque estoy con fiebre… No vengas, debo estar aislada. Ya vino el doctor a casa, y me acaban de confirmar que tengo el virus.
Ana palideció. Marina, como siempre, se hizo la fuerte. Tiró varios chistes e intentó tranquilizar a su hermana, que estaba visiblemente consternada.
Una vez que colgó, volvió a tomarse la fiebre. Todo seguía igual. Se acostó en el sillón, se tapó con una manta y se quedó dormida. Fue una noche complicada, entre la fiebre y el dolor de espalda. No pudo bajar la temperatura. A la mañana, cuando despertó, se tomó un baño y esperó que se hiciera una hora prudente para llamar al teléfono del médico. Cuanto más tiempo pasaba, más le costaba respirar. No sabía si era producto del virus o si era el miedo, que la paralizaba. ¡Tantos habían muerto! Ella sentía que aún le faltaba mucho por dar en esta vida. Tenía sueños, proyectos, metas que cumplir… Cuando Gastón se fue, pensó que ya no tendría más oportunidades, pero hoy, justamente hoy, se había dado cuenta de que, con o sin él, ella podría lograrlas. No quería morir.
A las ocho en punto, llamó al doctor Argüello y le comunicó su estado. Se la notaba agitada al hablar, y él admitió su preocupación. Le pidió que esperara y le aseguró que, en media hora, estaría allí con una ambulancia. Creía que había que internarla, pero primero debía revisarla.
—Por las dudas, prepará tus cosas —le dijo, por último.
Marina cerró los ojos. El bolso ya lo tenía listo; le costaba respirar, la fiebre subía y estaba asustada. Se sentó a esperar y comenzó a llorar.
***
En el sanatorio, Sebastián llamó a su secretaria:
—Susy, avisá abajo que me voy a un domicilio… La paciente de ayer empeoró.
Susana asintió. Lo conocía desde que había llegado al sanatorio como residente. Siempre tan responsable, dejando lo mejor de sí por cada paciente. Se notaba que el doctor amaba su profesión. ¡Y vaya si la amaba!, ¡le había costado tanto! Trató de apartar sus pensamientos y se enfocó en el pedido. Marcó presurosa el número interno y habló con el sector de guardia:
—No, no; va él con la ambulancia… Ya sabés cómo es. Sí, él vio a la paciente ayer; quiere continuar con el seguimiento. Es así, se toma todo muy … –—dijo, imaginándose la cara de la otra secretaria.
Se llamaba Marisa y era menudita, de voz suave, casi un susurro. Era nueva, e intentaba cumplir con absolutamente todas las reglas que se le impartían.
—Pero…—la interrumpió su colega, desde el otro teléfono.
—Sí, ya sé lo que vas a decirme… Hace veinticuatro horas que está de guardia y ya debe irse. Pero lo conozco, no lo va a hacer. Su guardia termina en media hora y va a salir antes. Haceme caso, deciles que preparen la ambulancia bajo el protocolo, que se toma un café y baja.
No terminó de decir esto que Sebastián, ya listo y con un vaso de telgopor, salía de su consultorio a toda prisa. Le hizo señas con la otra mano, le tiró un beso a su amiga y se fue por la escalera.
—Está bajando —avisó Susana por el teléfono antes de cortar, y sonrió murmurando—: ¡qué cabeza dura!
Susana lo conocía muy bien. Tenía quince años más que Sebastián, pero se habían hecho muy buenos amigos desde que se conocieron, cuando él comenzaba con sus residencias en la guardia. Siempre se había tomado muy a pecho los sufrimientos de los pacientes, era muy celoso de cada uno de ellos y los cuidaba con ese instinto paternal que siempre asomaba en él. Decía que la medicina era su pasión… y ella lo confirmaba. Trabajar junto a su amigo le permitía comprobarlo día a día. Carlos, su marido, también lo quería mucho, y solían compartir, además, asados familiares, cumpleaños y fiestas de Navidad y Año Nuevo, cuando Sebastián, por la guardia, no volvía a Bariloche, su ciudad natal. Allí estaban sus hermanos y sus padres, a los que llamaba muy a menudo, pero no los veía con tanta frecuencia.
Sus padres eran dueños de una pequeña fábrica de chocolates, una empresa familiar que había comenzado con su abuelo materno. Su familia era pequeña, pero muy unida, por eso sus padres habían sufrido tanto con su decisión de estudiar en Rosario. La medicina había sido siempre su pasión, y Sebastián sabía que el nivel académico de la ciudad de Rosario en medicina era excelente. No lo dudó ni un segundo. Con el tiempo, se acostumbrarían, se dijo, y así fue… Habían pasado exactamente veintidós años.
Sebastián bajaba las escaleras del sanatorio con el vaso descartable de café en una mano, mientras se comía una medialuna. Cuando llegó a la planta baja, en el sector de guardia, tiró el vaso al cesto de basura, preguntó por los pacientes ingresados durante la noche y observó las fichas que habían completado los enfermeros. Luego, se lavó las manos y la cara; se puso la cofia y la capa descartables, el barbijo y los guantes de látex, y le hizo señas al chofer de la ambulancia, que lo aguardaba ya listo para salir. Subieron al vehículo los dos en silencio. En la radio, sonaba cumbia muy despacio, y emprendieron el camino hacia la casa de Marina.
De vez en cuando, Hugo lo miraba de reojo; Sebastián iba callado, observaba, por la ventanilla, el paisaje de un Rosario vacío.
—¿Vio, doctor? No hay nadie hoy.
—No… —contestó, sin dejar de observar—, parece que están entendiendo la complejidad.
—Esperemos, si no, no sé…—dijo mientras movía la cabeza con pesar—. ¿Se siente bien usted, doctor? Lo noto callado, preocupado…
Sebastián largó una carcajada:
—Intranquilo estoy: esto recién comienza. No te preocupes, Huguito, estoy bien, solo un poco cansado. Anoche la guardia estuvo movida… Veo a esta paciente y ya me voy a casa. Me baño, y al sobre a descansar. ¿Vos, tus cosas?
—Bien, por suerte… Los chicos en cuarentena con mi señora.
Sebastián asintió, justo cuando la ambulancia paraba frente al edificio de Marina. Bajaron los dos, y tocó timbre en el 4.o A.
—¿Sí? —dijeron del otro lado.
—Marina, soy el doctor Argüello, ¿nos abrís? Vine con la ambulancia, por las dudas…
—Sí, sí, ahí les abro. La puerta del departamento está abierta.
Se sintió el ruido del portero eléctrico; Sebastián empujó la puerta y, junto con Hugo, se dirigieron al ascensor. Cuando llegaron frente a la puerta del departamento de Marina, golpeó la puerta y ella abrió:
—Permiso —dijeron ambos.
Marina los recibió con una sonrisa, pero estaba pálida. Tenía ojeras marcadas y una mirada triste. No sabían si era por el cansancio, por el dolor o por ambas cosas, pero se la veía mal.
Sebastián le indicó que se sentara mientras abría su maletín para buscar los elementos necesarios. Tomó un termómetro, el estetoscopio, la linterna y un bajalenguas. Le midió la temperatura: seguía con fiebre; le miró la garganta, las fosas nasales y los ojos. Por último, le escuchó los pulmones y los latidos del corazón. Le pidió a Hugo que le alcanzara el tensiómetro, y constató que la presión estaba baja.
—Mirá, Marina —le dijo con tono severo—, sospecho que hay una neumonía, lo que agravaría el caso. Vamos a hacer lo siguiente: voy a llevarte al sanatorio para poder realizarte un análisis de sangre y una placa de los pulmones. Quiero ver si hay infección y si hay moco en el pulmón. —Marina lo miraba con sus profundos ojos negros, visiblemente asustada—. Quedate tranquila, va a estar todo bien. Acá esta la orden de internación. Voy a ingresarte por la guardia, y ahí vas a entregar esto. También voy a dejar en enfermería las órdenes para los análisis de sangre y la placa. Esto va a llevarte todo el día. Voy a dejarte internada, como mínimo, por veinticuatro horas, hasta que tenga todos los resultados.
Marina asintió callada.
—Voy a buscar el bolso y el teléfono celular. Quiero avisarle a mi hermana; solo para que sepa —dijo.
Se levantó, buscó las cosas y mandó el mensaje de texto a Ana. Luego salieron los tres. Marina cerró la puerta con llave, bajaron por el ascensor y subieron a la ambulancia. Estaba agitada cuando se sentó. Tenía mucho miedo, pero no quería llorar delante de esos perfectos desconocidos. El doctor era muy amable y se portaba muy bien con ella, pero no quería demostrar sus sentimientos…, podía esperar a estar sola para llorar.
Cuando llegaron, un grupo de enfermeras se acercaron a ella, le entregaron una bata y le asignaron una habitación. Ella había presentado todos los papeles antes, en admisión. Cuando estuvo en la habitación, en la que había dos camas, un televisor y una mesa con dos sillas, se sentó a esperar. Pasó media hora, hasta que ingresó una enfermera, vestida según el protocolo. Le entregó su celular desinfectado y le tomó las muestras de sangre.
—Yo soy Adriana; hasta las dieciocho estoy. Cualquier cosa, si te sentís mal, llamame tocando el botón, y vengo. A las doce van a traerte el almuerzo y, seguramente, luego te harán las radiografías de pulmón. ¿Estás al tanto de que no puede venir nadie? —le preguntó en tono amable.
—Sí —contestó Marina con una sonrisa fingida.
—Bien, suerte —dijo Adriana, y se fue.
Marina no sabía muy bien qué hacer. Nada de lo que había en la televisión le interesaba…, en realidad, hasta los programas de chimentos hablaban sobre el virus, y ella ya tenía suficiente. No quería escuchar más detalles.
No tenía noción de la hora. Miró su celular: once y media; el tiempo parecía detenido. Le mandó un mensaje a su hermana: «Ana, me internaron. La fiebre no baja, y me están haciendo análisis de sangre. Suponen que se complicó con neumonía. No puede venir nadie a verme, lo único que te pido es que llames a la directora de la escuela y le avises. Se llama Mónica. Ahora te paso el contacto. Quedate tranquila que todo está bien. Te amo. Después te llamo para que sepas qué me dicen».
Cuando terminó de enviarlo, golpearon a la puerta. Era la enfermera otra vez: le traía un barbijo porque la llevaban a hacer las placas. Junto a ella, entró un camillero, que venía con una silla de ruedas. Le pidieron que se sentara, y salieron de la habitación. Subieron uno o dos pisos, no supo bien cuántos, y llegaron al lugar indicado. Le explicaron cómo colocarse. En cinco minutos, la máquina hizo un ruido, y le avisaron que ya estaba listo. Volvieron a llevarla a la habitación.
Se lavó las manos en el baño, y escuchó que tocaban a la puerta. Le traían la comida: pollo con puré, una jarra con agua mineral, un vaso y una gelatina de postre. Marina no tenía mucho apetito, así que comió poco. Sonó el celular; era Ana, que le mandaba un mensaje: «Mari, por favor, manteneme al tanto. Con Martín vamos a ir a preguntar al sanatorio. Ya sé que no vamos a poder entrar, pero así dejamos nuestros teléfonos para el parte médico, ¿te parece? Bueno, si no te parece, lo voy a hacer igual. Te amo, hermana. Todo va a estar bien».
Marina sabía que Ana se hacía la dura, pero que seguramente estaba desesperada. Ella estaría igual si fuese Ana quien estuviera en su lugar. Le mandó un corazón y se acostó a dormir. Estaba cansada. La tos y el dolor en la espalda la agotaban. No tenía muchas fuerzas.
***
Sebastián llegó al sanatorio y entregó la bata y los elementos de seguridad. Se lavó las manos y se fue a su consultorio. La paciente debía estar haciendo el ingreso en la guardia. Buscó su mochila y se cambió de ropa. Saludó a todos y se marchó caminando. Estaba agotado; en las calles, no había nadie. Al ingresar a su casa, un departamento de pasillo situado a diez cuadras del sanatorio, tomó los recaudos de higiene necesarios y se fue a bañar. Después de casi veintiséis horas de guardia, solo quería dormir. No pensaba almorzar.
El baño duró veinte minutos, se puso unos bóxer negros y se metió a la cama. Prendió la tele para sentir murmullos y cerró los ojos, dispuesto a dormir. Al día siguiente, a las dos de la tarde empezaba su nuevo turno (en otro momento, hubiese tenido franco, pero, ante las circunstancias que se vivían en estos tiempos, debía volver a trabajar).
Su departamento era sencillo: una pequeña cocina con una mesa de pino y dos sillas pintadas de color blanco; un baño; un living con un televisor y un sillón de dos cuerpos marrón, y la habitación, con su somier de dos plazas, cubierto con sábanas y un acolchado azul un poco desteñido. La habitación tenía una puerta ventana de aluminio blanco que él cubría con cortinas blackout y que, además, estaba protegida por unas rejas que él podía abrir y cerrar para salir al patio interno. Este era muy pequeño, pero era el lugar preferido de Sebastián. Ese espacio tenía captada su total atención para el decorado. Había comprado una cama paraguaya en colores rojo y verde, que sostenía de dos ganchos perfectamente amurados a la pared. También había una enredadera, que estaba allí desde que él había alquilado el lugar, y una mesita ratona de madera: en ese patio pasaba los días cuando estaba en casa, leyendo o estudiando, siempre acompañado del mate amargo.
Sebastián no era muy sociable, prefería mantener pocos pero buenos amigos. A esta altura, la mayoría estaban casados o separados, pero con hijos, por lo que los fines de semana intentaba no joder demasiado. Al único lugar al que iba sin previo aviso era a la casa de Susana, cuando la guardia en el sanatorio lo dejaba. Se habían hecho muy buenos amigos con ella y su familia. Sus hijos adolescentes le decían «tío», y había mucha confianza entre ellos…
Acostado en la cama, cerró los ojos, pero por más fuerza que hizo para dormir, no podía pegar un ojo. No sabía por qué, pero Marina ocupaba gran parte de sus pensamientos, por no decir todos. Había algo en ella que le hacía sentir la necesidad de acompañarla, de protegerla. Solía ser protector y compañero con sus pacientes, siempre su filosofía había sido esa, ya que consideraba que ellos le entregaban su vida para que él los curara…, pero ahora sentía algo diferente. Ella tenía una mirada extraña, como si en silencio le pidiera ayuda… No sabía bien qué era.
Se levantó, fue a la cocina y se preparó el mate, su eterno compañero en noches de desvelos, y un sándwich de mortadela. Puso todo en una bandeja y salió al patio. Eran los primeros días de abril, pero aún las noches estaban cálidas… Y otra vez pensó en ella: ¿cómo le habrían salido las placas?, ¿tendría familiares?, ¿por qué nadie había llamado? Recordó que Marina había nombrado a una hermana… Trató de apartar los pensamientos, no eran de su incumbencia. No pudo; en un instante, se encontró nuevamente pensándola. Sus ojos negros parecían estar diciendo algo, pidiendo ayuda. Estuvo casi toda la noche pensando en ello. Alrededor de las tres de la madrugada, se quedó dormido y soñó con Marina, que lo miraba y sonreía.
Al despertar, se prometió que iría a verla tan pronto como llegase al sanatorio.