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Beatriz Gimeno

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BEATRIZ GIMENO

Nací en Madrid y dedico lo más importante de mi tiempo al activismo social, feminista, por la diversidad sexual y por los derechos de las personas con discapacidad. Ahora soy diputada en la Asamblea de Madrid y trato de dar otra visión de la actividad política cotidiana en mi página de Facebook. Estudié algo muy práctico, Filología bíblica, así que me mido bien con la Iglesia Católica en su propio terreno, cosa que me ocurre muy a menudo porque soy atea y milito en la causa del laicismo. El tiempo que no milito en nada lo dedico a escribir. He publicado dos libros de relatos, dos novelas, tres ensayos y dos poemarios. Colaboro habitualmente con diarios como eldiario.es o público.es, entre otros. Además colaboro en la revista feminista Píkara Magazine, así como en otros medios. Doy algunas clases de género, conferencias por aquí y por allá, cursos…

El nuevo amor romántico

La opresión femenina es universal si bien adquiere diferentes características en los distintos contextos; no obstante, en todas las sociedades conocidas se ha producido un proceso de desposesión de poder y de recursos a las mujeres que incluye una jerarquización social en la valoración de hombres y mujeres. Todas las sociedades conocidas valoran más a los varones que a las mujeres. Sin embargo, precisamente debido a esa desvalorización, todas las culturas ofrecen también algunos ámbitos de compensación en los que se valora a las mujeres y en los que se las presenta como insustituibles. Es una necesaria compensación subjetiva; no se podría someter a todas las mujeres todo el tiempo sin utilizar la violencia constantemente si no existieran algunos espacios compensatorios. Uno de estos espacios compensatorios es el de la maternidad. La maternidad se valora (no todas las maternidades) porque las sociedades necesitan hijos/as. Aun así, a pesar de que las madres y el trabajo reproductivo son valorados en todas las sociedades patriarcales, es una valoración ambigua. Aunque es una actividad bien valorada, o incluso muy bien valorada, no se trata nunca de una valoración que sobrepase en prestigio al prestigio masculino, ni que otorgue poder, simplemente se trata de una compensación subjetiva. Además, en todo caso, es siempre una valoración condicionada a ser la madre que la cultura exige ser. La maternidad se configura en todas las culturas como un espacio de compensación valorativa para las mujeres, pero también como un espacio de opresión para aquellas que no cumplan con las exigencias que cada cultura imponga a las madres y para quienes pudieran decidir no serlo o para quienes, simplemente, no han podido serlo[1]. Ciertamente, si casi nada se valora más en una mujer que ser una buena madre, pocas cosas están tan denostadas como serlo mala.

La ambivalencia que todas las culturas presentan ante la maternidad tiene que ver con que todas ellas aman y temen a las madres por igual. Todas ellas reservan lo mejor para las madres que encarnan a la madre patriarcal y lo peor para aquellas que son percibidas como incontrolables. El rol maternal es antropológicamente ambiguo. Por una parte, la capacidad de ser dadora de vida se asocia también a la cercanía con la muerte: quien da la vida puede quitarla. En segundo lugar, el hijo varón en todas las culturas, para poder pasar a ser parte de la sociedad adulta, debe no solo abandonar a su madre sino, además, despreciarla en tanto que todas las masculinidades hegemónicas se construyen contra las mujeres, en oposición a lo que ellas son y a lo que los varones han sido en algún momento: frágiles y dependientes. La madre recuerda aquello que los hombres fueron y todas las culturas luchan por borrar: pasivos, vulnerables, dependientes. Todas las culturas se configuran en torno a ese polo de amor y temor a la madre al mismo tiempo, dependencia y desprecio; y las dos imágenes de la buena/mala madre que conocemos responden a esa construcción. La buena madre es la que es patriarcal, no supone un peligro ni genera ansiedad, sino al contrario, ofrece amor incondicional. La mala madre es la antipatriarcal, no se somete a las reglas, no se adapta, no asume para sí aquellas características que cada sociedad prescribe y su peor pecado es siempre no querer bastante a su prole o, lo que es lo mismo, quererse a sí misma igual o incluso más. La mala madre no es que sea despreciada, es que da pánico, es una bruja, capaz de desatar las más oscuras fuerzas. Hay que dominarla para dominar la naturaleza (femenina) e imponer la cultura (masculina). Así que, como sabemos, la situación de las mujeres en las sociedades patriarcales está condicionada por su capacidad para gestar, dar a luz y, luego, cuidar.

Las mujeres cuidan y se dan a sí mismas en ese cuidado. Si son buenas madres, ese papel les será recompensado de muchas maneras. No es extraño que les cueste tanto no reconocerse en ese papel, que es uno de los pocos papeles permitidos a las mujeres en los que existe una clara recompensa emocional; uno de los pocos espacios que les hacen sentirse superiores a los hombres, haciendo algo que ellos no pueden hacer. Además, es un ámbito de poder. La función de la madre es insustituible en la crianza y esa crianza, por muy sacrificada que sea, produce satisfacciones y compensaciones a todas las restricciones y desigualdades que acompañan la vida de las mujeres desde su inicio[2]. Las mujeres, despojadas de todo, están condenadas a buscar ese espacio de reconocimiento maternal y serán siempre madres, lo sean verdaderamente o no, porque el rol maternal lo pueden cumplir de muchas maneras. Serán madres de sus hijos e hijas, serán madres de sus pacientes si son enfermeras o cuidadoras profesionales, serán madres de sus alumnos si son profesoras y serán madres también de sus parejas (la «madresposa», en palabras de Marcela Lagarde)[3]. Las características del amor maternal estarán presentes en prácticamente todas las relaciones sociales que las mujeres emprendan. El Amor será lo principal para ellas, dar amor será su vocación. Así, las mujeres serán las grandes dadoras de amor y aunque se supone que dicho amor no espera contrapartida, sí que lo espera, aunque no se explicite ni se llegue a concienciar. Las mujeres, que son siempre para otros, esperan a cambio de su entrega al menos ser amadas y, por eso, no encontrar el amor o perderlo les produce un enorme dolor y angustia, una completa pérdida de sentido. Las mujeres amarán de manera aparentemente generosa, pero en el fondo esperan recibir su contrapartida, y como el amor que dan no tiene medida y como nunca reciben la misma cantidad, experimentarán frustración, dolor, angustia, sentimientos de culpa y de hostilidad al mismo tiempo. Esa es la trampa del Amor para todas las mujeres.

A lo largo de la historia occidental, en contra de lo que habitualmente se piensa, las mujeres no han sido necesariamente esas madres abnegadas que conocemos ahora. La maternidad tiene una historia completamente desconocida y que solo nos llega velada por el anacronismo. La historia de la maternidad es, más bien, la historia de la resistencia de las mujeres a serlo a costa de sí mismas. No es el objeto de este artículo, pero las mujeres han luchado siempre por no dejarse atrapar en una maternidad que se las comía. Durante la mayor parte de la historia, las mujeres han luchado contra un ideal maternal que se les trataba de imponer; un ideal de perfección que a menudo internalizaban y a partir del cual juzgan, casi siempre con culpa, su propia maternidad. Existe el ideal y existe la empoderada imagen de la buena madre, pero no existe, ni ha existido nunca, un espacio real en el que poder hablar, expresar, hacer visible, todo el dolor, la ira, la frustración, que conlleva la experiencia de la maternidad, una experiencia que apenas nunca ha podido elegirse, ni siquiera ahora[4] puesto que no hay ningún discurso, ni representación, antimaternal, como he escrito en otras ocasiones[5]. Un espacio real que contra las representaciones maternales, hay que ir creando para tener verdaderamente capacidad de elección.

Las mujeres siguen siendo madres, y deseando serlo. Desean ser madres porque es difícil imaginar otra forma de ser mujer, porque ese espacio es personalmente empoderante y porque cura en parte la herida que las mujeres intentamos siempre llenar con el amor. Necesitamos amar y ser amadas, eso nos permite autorrealizarnos. Ser madre supone que engendramos a alguien a quien amar y que nos amará siempre; es un amor que imaginamos seguro, un amor que depende enteramente de nosotras, no como el amor romántico, tan inseguro.

Cuando comencé a trabajar en las representaciones y discursos antimaternales no monstruosos y me di cuenta de que dichos espacios no existen en esta cultura, me di cuenta también del afianzamiento de la expansión de un nuevo tipo de amor maternal relacionado con los cambios sociales que las mujeres estamos experimentando. Sabemos que desde los años 70, pero especialmente desde los 80, el trabajo maternal en los países ricos da una vuelta de tuerca y se convierte en eso que Sharon Hays ha llamado «maternidad intensiva»[6] y que, por cierto, en contra de lo que en ocasiones se aduce, es un tipo de maternidad que se ha intentado imponer únicamente en aquellos periodos históricos en los que es posible apreciar un reforzamiento de los roles tradicionales de las mujeres: en el Renacimiento europeo, y en los siglos XVIII y XIX, como respuesta a las primeras reivindicaciones feministas y a la Primera Ola del feminismo (en todo caso, nunca tan intensiva como ahora). En los 80 nace la maternidad intensiva como una manera de entender el trabajo maternal que es contraria a la práctica de la maternidad que habían extendido las feministas desde los años 60. Aquella que llegó con la Segunda Ola del feminismo era una maternidad que cuestionaba las características tradicionales de la buena madre, especialmente impuestas desde el siglo XIX, siglo de eclosión de la maternidad burguesa. Lo que el feminismo cuestionaba era el núcleo duro ideológico de esta maternidad: el sacrificio, la entrega, la disponibilidad absoluta, etc., características todas ellas de la buena maternidad contemporánea y que lo son también del amor que ofrecen las mujeres. El feminismo trató de ofrecer a las mujeres un sueño igualitario. Las décadas siguientes fueron de lucha ideológica. En los 80 llegó el neoliberalismo y, con él, la reideologización maternal.

En mi opinión, el éxito de la ideología de la maternidad intensiva (intensiva en tiempo, en esfuerzo, en sacrificio) tiene que ver con múltiples factores imposibles de analizar aquí, pero tiene también mucho que ver con que el feminismo de la Segunda Ola que, con sus indudables éxitos, no supuso para muchas mujeres el final de la discriminación. La libertad sin igualdad puede convertirse en una pesada carga. Si bien es cierto que el feminismo de la Segunda Ola consiguió cambiar el mundo en gran parte, también es verdad que es posible que la vida de muchas mujeres no sea mucho más fácil o, al menos, no tanto como deseábamos. La necesidad, no ya únicamente el deseo, de incorporarse a un mercado laboral segregado sexualmente ha resultado una experiencia no tan satisfactoria como podíamos esperar: brecha salarial, sueldos muy bajos, precarización, techo de cristal… esto es lo que esperaba a las mujeres al incorporarse al mercado laboral y, a cambio, no se ha producido el cambio necesario en la esfera privada, un reparto real del trabajo reproductivo con los hombres. En estas condiciones, contando además con el avance ideológico del neoliberalismo, era esperable que en algún momento se produjera un repliegue sobre aquellos espacios mistificados, especialmente el de la maternidad, que son más acordes con las expectativas culturales de las mujeres y que ofrecen mayores satisfacciones subjetivas. Surgen entonces nuevas maneras de vivir la maternidad, de la que quiero resaltar en este trabajo, una de ellas que me parece muy interesante por sus numerosas implicaciones. Es la maternidad romantizada, la que podemos relacionar con el amor romántico. Creo que es posible pensar que en los últimos años ha aparecido una manera de vivir la maternidad, por parte de algunas mujeres, que podría entenderse como un sustituto del amor romántico.

Sabemos que, especialmente desde hace unos años, el amor romántico se encuentra en el centro de la diana feminista. No son pocas las autoras[7] que le hacen responsable en gran parte de la construcción desigual de las relaciones, así como en la construcción de subjetividades femeninas pasivas y dependientes. Ese ser para otro, ese poner todas las esperanzas en la llegada del príncipe azul, vivir el ser objeto amoroso como una autorrealización plena y darse a ese amor completamente por encima de los propios deseos, de las propias ambiciones personales; el sacrificio que ese amor exige y que tantas veces pide; en definitiva la renuncia a una misma, ha sido denunciado como una importante fuente de opresión. Aunque el amor romántico está muy lejos de desaparecer y continúa siendo muy importante (no hay más que ver las representaciones culturales del mismo o las construcciones subjetivas de las adolescentes) lo cierto es que, socialmente, ha cambiado. Sometido a crítica y presión, se ha hecho más inestable o frágil y ha sufrido cambios. Han desaparecido o se han modificado muchas de sus más importantes características, como la obligatoriedad de la monogamia femenina, que ha sido sustituida por monogamias sucesivas, ha desaparecido también la valorización de la virginidad y de la pasividad femenina y, sobre todo, muchas mujeres no están dispuestas a entregarse totalmente al amor, a sufrir por amor, o al menos no están dispuestas a sacrificar todos sus intereses al amor de pareja. Existe una desvalorización social creciente de ese sacrificio. Por otra parte, si bien hasta hace poco tiempo una parte fundamental de la identidad femenina, como lo es la maternidad, dependía enteramente del amor heterosexual, del matrimonio, esto ha cambiado radicalmente y la maternidad está cada vez más desvinculada del amor heterosexual: madres lesbianas, madres solteras, madres adoptivas, por fecundación artificial, etc. Se han producido cambios fundamentales en la manera de vivir la maternidad que tienen que ver con la individualización y reprivatización de la vida propia del neoliberalismo. La maternidad contemporánea es exaltada por sí sola, es decir, no está ligada, como ocurría antes, al matrimonio, a la pareja y ni siquiera al amor heterosexual. Por primera vez en la historia la maternidad aparece desligada de la pareja de manera voluntaria y consciente. Si ser madre es un deseo, tiene que ser un deseo individual que no debe supeditarse a nada excepto, como cualquier deseo, al dinero. La maternidad aparece ahora muy vinculada al consumo. No solo por todos los objetos de consumo que aparecen ligados al bebé y que le convierten en objetivo de todo tipo de publicidad, sino que la misma maternidad parece estar relacionada con el poder adquisitivo en un mundo en el que ser madre cada vez se retrasa más y se complica: adopciones, vientres de alquiler, costosísimos procesos de reproducción asistida, clínicas, intermediarios, agencias… todo eso ha abierto lo que llamamos con razón el «mercado reproductivo». En este momento ser madre, o por lo menos madre de más de un hijo, depende del poder adquisitivo de la familia. Si en el pasado tener muchos hijos era cosa de pobres, ahora es al contrario, solo los ricos pueden permitírselo. En todo caso, esa maternidad es ahora más rara, más deseada, más costosa y exige mucho más sacrificio.

Mi tesis es que los valores del amor romántico, claves en la configuración de la subjetividad femenina, se han trasladado a la maternidad romantizada para, al modo gatopardiano, seguir cumpliendo la misma función. De la pareja hombre-mujer, hemos pasado a la pareja madre-bebé. Lo importante es preservar la centralidad del Amor en la vida de las mujeres y seguir construyendo sujetos (femeninos) dispuestos a entregarse al Amor. Puesto que el feminismo ha puesto en cuestión (con razón) la entrega de las mujeres a los hombres, se ha producido un reforzamiento por el otro lado, mucho más incontestado (nada contestado, en realidad, ya que el cuestionamiento del amor maternal es un tabú). El amor maternal es ahora el amor femenino por excelencia, es «la necesidad de la necesidad del otro para ser continuamente reconfirmada (…)»[8].

Como he mencionado antes, este tipo de maternidad no es completamente nueva. La díada madre-hijo surge en el siglo XII y tiene como modelo a la pareja formada por la virgen María y el niño; es una pareja que se basta sola, en la que el padre no existe y la madre existe solo en relación al hijo. Esa misma pareja se formula de manera parecida a la actual en el siglo XVIII, pero en ninguno de los dos casos puede decirse que triunfe socialmente y no deja de ser un ideal ejemplificador que pocas madres escogen y que muchas menos pueden cumplir. La situación actual en la que, verdaderamente, podemos hablar de que muchas madres se enamoran de sus bebés y construyen su identidad alrededor de esa relación, no se había producido nunca; dicha identidad maternal, en todo caso, se construye con los mismos mimbres con los que se construye el amor romántico. No había sucedido nunca que los sentimientos expresados y vividos por las madres con respecto a sus bebés se parecieran tanto a los expresados hacia la pareja. La maternidad romantizada ha pasado, además, a ocupar un lugar muy positivo en el imaginario cultural y se ha convertido en un espacio libre de cualquier posibilidad de crítica. Frente a la contingencia del amor romántico, el amor maternal ofrece la enorme ventaja de que es «científico y natural». Las madres se enamoran de sus bebés debido a las hormonas. Quién nos iba a decir que después de tantos años luchando contra la naturalización del sexismo este regresara casi indiscutido y protegido por esa justificación universal que es la apelación a la naturaleza. La oculta historia del abandono de bebés y del infanticidio (masivo en determinados momentos históricos) no arredra a las partidarias de la determinación hormonal del comportamiento femenino[9].

La complementariedad entre hombre y mujer, que es la idea subyacente del amor romántico, es ahora sustituida por el lazo madre-hijo, sin el que las mujeres no están completas. Hacía falta un otro que nos completara y el amor romántico utilizaba profusamente el mito de la media naranja, lugar que ahora cumple el bebé o el hijo/a, con muchas ventajas sobre el amor de pareja. Por ejemplo: la incondicionalidad. Las feministas denunciamos que el amor de pareja no podía ser incondicional, pero el amor maternal, en cambio, tiene la ventaja sobre aquel que no puede no serlo. Incondicional siempre por parte de la madre e incondicional por parte del bebé. En un mundo privado de certezas y en el que no existe nada duradero, y mucho menos el amor, que ya sabemos que tiene fecha de caducidad, la maternidad ofrece la ilusión de un amor que no tiene más fin que la propia vida. Además, frente a un amor fuertemente cuestionado, aparece un amor incuestionable y que aparece revestido de las características que antes atribuíamos al amor romántico: sacrificio, incondicionalidad, durabilidad, complementariedad.

Porque la maternidad intensiva viene acompañada del mandato femenino del sacrificio, necesario en todo amor que valga la pena. Si no se está dispuesta a sufrir parece que se ama menos. La posibilidad de desear ser madre y aun así pretender escapar del sacrificio conduce directamente a la maternidad perversa. La vieja idea de que si no duele no es amor, aletea debajo de la nueva reivindicación del parto sin anestesia, de la aceptación de la lactancia dolorosa, así como la puesta a disposición del bebé las 24 horas del día. La disposición al sacrificio y al dolor siempre han sido ingredientes en el amor que ofrecen las mujeres y dicha disposición ha encontrado ahora, en el nuevo amor maternal, campo abonado.

Es importante señalar que el amor que se ofrece a un hijo o hija tiene una base ética que el amor romántico no tiene. El bebé necesita, efectivamente, que le amen y que le cuiden; y ese cuidado y ese amor es su derecho y es, al mismo tiempo, obligación de los adultos. Pero, aun cuando admitimos esto, lo que criticamos es el paso de la maternidad de los 60 y 70 que, sin descuidar el bienestar de los bebés tenía como uno de sus objetivos «desmadrar» a las madres; construir maternidades cómodas, igualitarias, que no se convirtieran en una identidad femenina vinculada de nuevo a la ética del sacrificio, sino a la de la libertad. Si bien la maternidad puede significar en algunos casos necesidad de sacrificarse, este sacrificio se ha terminado convirtiendo no en algo que puede ocurrir desgraciadamente, sino en un valor en sí mismo sin el que la maternidad pierde parte de su sentido. El accionar de esa ética del sacrificio significa que buscar la propia satisfacción (sin descuidar la del bebé) se convierte en algo criticable. Por eso, porque en el amor maternal la ética del sacrificio está plenamente instalada, este amor maternal se presenta necesariamente como el amor puro sin ambivalencia alguna. Es el amor-renuncia por excelencia porque, al contrario que en el amor romántico, aquí la renuncia, toda renuncia, aparece como plenamente justificada, con lo que a más renuncia, a más sacrificio, mayor valoración social y más autovaloración subjetiva. Mejor madre se cree una cuanto más dura es la maternidad y, por el contrario, la expresión de la voluntad consciente de no sufrir, por ejemplo, o de sufrir o incomodarse lo menos posible suele ser recibida con desconfianza por lxs profesionales, lxs expertos/as e incluso la familia. Afirmar que se quiere vivir una maternidad alejada del sacrificio lo más posible es signo de una maternidad cuanto menos dudosa.

Entrega absoluta, renuncia a una misma, ética del sacrificio e incluso del dolor… dependencia mutua, el bebé se convierte en amante y en esposo. El amor-renuncia, siempre con felicidad, ayuda a construir su opuesto, la mala madre, que es la que huye del sacrificio, la que se preocupa por sí misma y que, por tanto, es egoísta. Egoísta es lo peor que puede ser una madre. Es interesante reflexionar acerca de lo que supone que preocuparse por el propio bienestar, algo que entendemos como una reivindicación del feminismo y de la crítica al amor romántico, no sea, sin embargo, ni siquiera una opción cuando hablamos de maternidad.

Nada de lo dicho hasta aquí son elucubraciones mías y hay pruebas de que existe una fuerte tendencia social a mostrar a la pareja madre/hijo (imaginamos siempre un varón) como a una pareja romántica. En la publicidad, por ejemplo, cada vez son más frecuentes los anuncios en los que no es nada sutil la equiparación de la pareja madre/hijo con la pareja romántica. Hace poco tiempo podíamos ver un anuncio de Nestle, de una serie titulada «Mamá, bienvenida a tu nueva vida», en el que claramente se hablaba del bebé como de un novio/esposo. En este anuncio, una voz en off femenina repetía las palabras rituales de una boda para señalar la entrega de la madre a este compromiso[10]: «Yo te tomo, hijo mío, como mi amor, estaré ahí siempre que me necesites, mi amor durará siempre…». Y seguía con una retahíla de obligaciones afectivas y materiales que parecían las promesas de una boda. La publicidad de alimentos infantiles o de objetos para bebés utiliza permanentemente las características del amor romántico para referirse a la relación madre-hijo/a.

En definitiva, y por terminar, creo que una parte importante de las características del amor romántico se ha trasladado a la maternidad romantizada, con la ventaja sobre aquel de que aquí no hay espacio de crítica posible. Cada vez más, en lugar de menos, las características que culturalmente definen la feminidad y, especialmente la feminidad en relación al amor romántico, parecen haberse trasladado al espacio de la maternidad con la consecuencia de que, en realidad, las mujeres siguen siendo vinculadas al Amor con mayúscula y, además, a un amor relacionado con el sacrificio, con la autorrenuncia y con la disponibilidad y no con la autonomía, necesaria en el camino de la igualdad.

(h)amor de madre

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