Читать книгу El Libro de las Revelaciones - María Fernanda Porfiri - Страница 10
ОглавлениеExquisitamente única, irreverente, altiva en su soberbio aislamiento. Imponente y majestuosa, labrada en la roca misma, como si sus cimientos proviniesen del núcleo de magma que late en el centro de la tierra, se erguía la fortaleza; la ciudad de la luz como los sabios la llamaban, con sus altas torres y sus cúpulas exquisitamente talladas, columnas con doseles de líneas delicadas, cubiertas por las más exóticas variedades de enredaderas de pequeñas hojas lanceoladas y flores multicolores de aroma a azahares. Entrar en sus calles era penetrar el laberinto blanco, como decían los extranjeros apabullados ante la armonía y la magnificencia de conjugar lo simple y lo perfecto. Un laberinto que desembocaba en dos sitios diferentes: uno, la plaza del pueblo con su mercado lleno de los frutos de la tierra y pregoneros ansiosos y felices de ofrecer y recibir, de realizar ese trueque necesario y vital para sus vidas; el otro, el palacio real y el ala de los templos, zona sagrada, pura y silenciosa, cuyas paredes del blanco más inmaculado mostraban al sol su aura irradiante de energía pacífica. Sitio de recogimiento, de búsqueda y encuentro de lo más íntimo de los hombres, su propia conciencia, su yo adormecido por cuestiones banales, que a veces desvían el sendero del caminante.
El nombre dado por los habitantes era en realidad la “Ciudad de las Cuatro Puertas” ya que en las cuatro murallas que rodeaban el poblado hallábase un portal, cada uno orientado hacia las cuatro regiones que conformaban el Gran imperio.
Al norte las tierras del hielo eterno y las noches sin fin; al sur las del sol ardiente con desiertos calcinantes; al este la de las altas cumbres y al oeste la de los grandes bosques y vegetación espesa. Todas habitadas por diferentes razas con costumbres propias, habían logrado fusionarse en un solo pueblo bajo la conducción del hombre más sabio que en época alguna haya existido: Cesáreo Augusto Plinio, el Magnífico, el Guerrero de Hierro, el Maestro Estratega, el Magnánimo. Su sabiduría no tenía límites, su fama de justo y benévolo llegaba a los confines de la tierra toda. Cientos de caravanas arribaban a las murallas de su fortaleza para pedir consejo, solucionar pleitos y canjear los frutos exóticos con que natura dotó a sus diversos climas. Pieles del norte, caballos del sur, piedras preciosas de las minas orientales y aves, frutas y flores de los bosques occidentales.
Pacífico por naturaleza el pueblo de Cesáreo regíase por normas simples, trueque para el comercio, politeísmo innato con grandes celebraciones para cada deidad y la ley del ojo por ojo y diente por diente para aplicar una justicia prudente y equitativa.
Cesáreo y su gente, Cesáreo y sus murallas, Cesáreo y su pacífica existencia podrían haber perdurado por siempre. Pero el destino no es simple, o mejor dicho no lo fue para aquel grande, y la súplica de un inocente fue la brújula que alteró el rumbo de su camino.