Читать книгу El Capitán Flúo - María Inés Falconi - Страница 7

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Hechas ya las presentaciones que nos permitirán conocer un poco mejor a estos dos amigos, vuelvo al tema, muy difícil de explicar, de por qué todos pensaban que Tico era “un chico raro”.

Según el Diccionario de la Real Academia Española, que es el diccionario que nos explica el significado de tooooodas las palabras en castellano, nos dice cómo se escriben y cómo se usan y que, básicamente, es un libro gordote, “raro” quiere decir:

1- Que se comporta de un modo inhabitual.

Esto encaja con Tico porque siempre hacía cosas fuera de lo habitual, como agarrar la pelota con la mano o decirle tonta a la maestra.

2- Extraordinario, poco común o frecuente.

Definitivamente, Tiago pensaba que Tico era extraordinario porque era el único que le había regalado para toda la vida sus galletitas y sus juguetes.

3- Escaso en su clase o especie.

Aclaro: "clase" no se refiere acá a la clase de la escuela sino a la clase o tipo de persona, cosa, bicho o lo que sea, como cuando uno dice: esa clase de perros, esa clase de juegos, esa clase de pantalones. Amplío: "Escaso en su clase" quiere decir que entre los chicos o entre las personas hay pocos como él. Lo podemos afirmar. Ningún otro chico hacía en la escuela lo que Tico hacía.

4- Sobresaliente o excelente en su línea.

Esto no lo sabemos, pero tal vez sea así. ¿Sería Tico sobresaliente en algo?

5- Extravagante de genio o de comportamiento y propenso a singularizarse.

Sí, no tenemos ninguna duda de que Tico tiene conductas extravagantes. Extra-vagante no quiere decir que se vaguea extra o que se es muuuuy vago, sino que se es muuuyyy extraño o raro, claro.

Ya lo sé, el diccionario ayuda poco. Raro puede ser súper genial o desastroso. Raro es un algo que uno no entiende. Raro es un algo diferente, al que uno no le encuentra la vuelta para decir cómo es realmente. Raro se sale de todos los parámetros, perdón por la palabra difícil pero es la justa, de las normas, de las leyes de la naturaleza, de la escuela, de la casa y de todos lados.

Lo que sí podemos concluir es que, cuando la señorita Olga le decía a la señorita Leticia “¡Qué raro es ese chico!”, tenía razón. Tico era y es raro. Fue siempre raro, pero nadie se dio cuenta hasta que empezó primer grado.

Y ahora viene la parte de contar algunas de las rarezas que hizo Tico desde primero a quinto que es cuando empieza nuestra historia aunque parezca que ya empezó hace rato.

Para empezar, tenemos que decir que Tico recién aprendió a leer bien, bien, bien, en tercer grado. ¡Imagínense lo que es eso! Todos sabemos que vamos a la escuela para aprender a leer y a escribir. Es cierto que nos enseñan muchas otras cosas, pero sin leer y escribir las otras cosas no pueden aprenderse. Al menos eso piensan las maestras. Así que cuando terminó primer grado, la señorita Leticia le dijo a la señorita Alicia, la de segundo: “Este chico no lee. Es raro”. Y cuando pasó a tercero la señorita Alicia le dijo a la señorita Laura: “Este chico no lee. Es raro”. Solo la señorita Laura pudo decirle a la señorita Olga, la de cuarto, “Este chico lee, pero igual, es raro”.

Es que cuando estaba en primero, Tico no podía entender que las letras eran letras. Él pensaba que eran dibujos. Entonces, cuando la señorita Leticia escribía la palabra "CASA", Tico leía: "la luna sobre la casa y el camino de la casa".


—¿Perdón?

Eso era lo que decía la señorita Leticia:

—¿Peeerdón? –así, con muchas E.

Y Tico repetía: "la luna sobre la casa y el camino de la casa".

¿Perdón?

No desesperen. Tiene una explicación. Para Tico la C era una luna. Tiene lógica, fíjense: la C tiene forma de luna. La A era una casa y la S un caminito. De ahí que él “leía”: la luna sobre la casa y el camino de la casa. Ahora nosotros entendemos, pero la señorita Leticia no entendía y Tico no sabía explicarle.

La señorita Leticia preguntaba y preguntaba, y Tico no arrancaba, hasta que Tiago le soplaba: “casa”.

—Casa –repetía Tico.

—Muy bien, Tico. ¿Y si lo sabías por qué no me lo dijiste antes?

—Porque antes no lo sabía. Me lo dijo Tiago.

Tiago se agarraba la cabeza, la señorita Leticia revoleaba los ojos al cielo y los chicos se reían. Es que Tico no sabía mentir, ni siquiera para salvarse de un reto.

Así un día y así otro con la señorita Leticia. La M eran montañas, la O era pelota, la E era un rastrillo y la F un rastrillo al que le faltaba un diente. La señorita Leticia se cansaba de preguntar y Tico se cansaba de escuchar que lo que leía estaba mal. Vinieron más maestras, adentro y afuera de la escuela, y nada. Tico no aprendía. Cansado de tanto reto, Tico decidió que, si no podía leer bien, no iba a leer más y a partir de ese día se negó a intentarlo. Cuando la señorita Leticia le daba una hoja, él, enojado, la tiraba al suelo. Y vuelta otra vez a “levantá eso”, grrrr y a la Dirección, el mejor lugar de la escuela.

Nadie sabía qué hacer con Tico. ¿Tendría que repetir el grado para siempre? ¡No!, decía uno, si suma y resta, divide y multiplica (eso era cierto); ¡Sí!, decía otro, porque no aprende a leer; ¡Casi!, decía uno más, porque a lo mejor aprende durante las vacaciones. Al único que no le importaba un rabanito si Tico leía o no leía era a Tiago. No necesitaban leer para jugar, no necesitaban leer para inventar historias divertidas, ni para comer galletitas ni para contarse lo que les pasaba. Y si por casualidad había algo para leer, Tiago lo leía (con dificultad, hay que decirlo) y Tico de lo más contento.

Así vista, la vida de Tico en la escuela parece un desastre, y en parte lo era. Digo en parte, porque Tico no se daba por enterado. Iba a la escuela contento, a encontrarse con su amigo todas las mañanas y como todos los retos terminaban en la Dirección, que era el segundo lugar que más le gustaba (el primero era sentarse junto a Tiago, claro), Tico la pasaba bien.

Con el tiempo, el resto de sus compañeros, si bien no se hicieron sus amigos, aprendieron a quererlo. Es que Tico, el raro o el rarito, como le decían, aparecía siempre en el momento justo. El momento justo no es un momento en particular. El momento justo no es siempre a las ocho y media de la mañana, ni a las doce del mediodía. El momento justo no se conoce de antemano, aparece de repente, solo hay que estar atento para saber cuándo es. Y eso tenía Tico. Siempre sabía cuándo era el momento justo.

Para que entiendan lo que quiero decir: un día a Matías, uno de los más grandotes y más peleadores del grado, se le perdió el álbum de figuritas. ¡El álbum de figuritas, nada menos! El nuevo, el que recién le habían comprado. Matías volvió del recreo, miró dentro de su mochila y el álbum, ¡puf!, no estaba más. Ni lerdo ni perezoso (traducción por si no se entiende: ni muy despacio ni con fiaca) o sea, rápidamente, se dio vuelta, encaró a Luciano y le gritó:

—¡Devolveme el álbum!

Luciano se puso pálido. Le tenía miedo a Matías y mucho más miedo cuando se enojaba y mucho más si se enojaba con él.

—Yo no lo tengo –contestó temblando.

—¡No seas mentiroso! ¡Yo te vi! ¡Vos lo estabas mirando! –eso era verdad.

—Sí, pero no lo tengo –repitió Luciano.

Los chicos, aprovechando la ausencia de la maestra, ya los habían rodeado y movían las cabezas mirando a uno y a otro, esperando la piña que seguramente iba a estamparse en la nariz de Luciano. Matías apretó los puños, apretó los dientes y apretó los labios.

—¡Me lo das!

Las cabezas giraron hacia Luciano, pero Luciano ni se lo dio ni contestó.

Como en cámara lenta, Matías levantó el puño a la altura de su oreja para tomar impulso. Agustina corrió a la puerta para llamar a la maestra y así evitar el desastre. Algunos se subieron sobre las sillas, para ver mejor… y disfrutar el desastre. Entonces, antes de que la piña se descargara sobre la cara pálida de Luciano, Tico pegó un salto y se paró entre los dos.

Lamentablemente, tenemos que decirlo, la acción fue heroica, pero resultó un fracaso. La piña, que ya había salido hacia su objetivo (la nariz de Luciano) impactó en el lugar equivocado (la nariz de Tico), lo hizo tambalearse y caer despatarrado entre los bancos.


Todos se apartaron, sorprendidos, ¡uhhhh! ¡Hay que ser tonto para frenar una piña con la cara! Así lo sintetizó Matías:

—¿Pero qué hacés, pelotudo?

Tico, todavía desde el suelo, se pasó la mano por la nariz sangrante y contestó:

—El niño no tiene el álbum. El álbum te lo olvidaste cuando fuiste al baño. Está sobre la pileta y se mojó un poco.

Matías tuvo algo así como un flash de confusión. Era cierto que había ido al baño en el recreo y era cierto que tenía el álbum en la mano, pero no se acordaba haberlo dejado ahí. Miró al resto de sus compañeros que le devolvieron una cara de desconcierto. Nadie sabía si Tico decía la verdad o si estaba mintiendo para ganar tiempo, aunque no salud.

—¿Y vos cómo sabés? Vos no estabas en el baño.

Tico se encogió de hombros.

—Lo sé. No sé cómo –dijo.

Ahí intervino Tiago que, temeroso de que la bronca de Matías se descargara ahora contra Tico, se apuró en ayudar.

—Voy a ver –dijo. Y salió disparado para el baño.

La escena se detuvo. Nadie se movió. Todos esperaban la vuelta de Tiago: Luciano asustado, Matías enojado, aunque ya no tanto, y Tico en el piso, chorreando sangre por la nariz.

Tiago volvió sacudiendo el álbum.

—¡Estaba ahí! Está un poco mojado, pero yo no fui –aclaró por las dudas, y le devolvió el álbum a Matías.

Todos miraron asombrados a Tico que intentó una sonrisa de triunfo y entonces lo aplaudieron, lo vivaron, lo felicitaron. Esa fue una historia sobre llegar en el momento justo.

En el momento justo llegó también la señorita Alicia. Encontró a todos los chicos parados sobre los bancos gritando, a Tico en el suelo con la nariz ensangrentada y un "tole tole" de aquellos. No me pregunten por qué se dice tole tole cuando hay mucho lío, porque no lo sé.

—¡Tico! A la Dirección, inmediatamente –ordenó la señorita Alicia, estirando el brazo, la mano y el dedo como si fuera una flecha de esas que señalan la dirección de la calle.

—Pero seño… –protestó Tico y trataron de explicar los chicos.

—No me discutas. A la Dirección. Basta de provocar peleas.

Tico no se preocupó. Se fue a la Dirección contento, como iba siempre. Ni se le ocurrió pensar que había sido una injusticia. La Directora le limpió la nariz, le puso un algodón, le explicó que estaba muy mal pelearse y llamó a su mamá. Tico no explicó nada. Tico era un chico raro que llegaba siempre en el momento justo.

Esto había pasado como a la mitad de segundo grado y así siguió. No la parte de las piñas, que si bien de tanto en tanto Tico se ligaba alguna, no era ni lo más frecuente ni lo más importante, sino la parte de encontrar cosas perdidas. Nadie sabía por qué, y Tico tampoco, pero él siempre sabía dónde estaba lo que nadie encontraba. A Valen se le perdía la goma de borrar y Tico sabía que estaba debajo del banco de Lautaro, que quedaba en la otra punta. A Lucas se le perdía el sacapuntas, y él sabía que se le había caído en la puerta de la escuela cuando sacó los caramelos. Y así con todo, o con casi todo porque, ojo, a veces también fallaba y no podía encontrar lo que se perdía ni que se esforzara.

—¿Cómo lo hacés? –querían saber los chicos.

Pero Tico no podía explicarlo. No era que todo el tiempo estuviera viendo sacapuntas tirados ni gomas perdidas ni camperas extraviadas. Solo en el momento justo. Llegó el día en que hasta las maestras le venían a preguntar si no sabía dónde habían quedado sus anteojos, el registro o la lapicera.

Había otra cosa que Tico podía hacer, pero esto era un secreto entre los chicos que ni locos lo compartían con las maestras. Tico podía saber cuándo la maestra iba a tomar prueba o a quién iba a llamar a dar lección o a quién le iba a pedir el cuaderno. ¡Sí! Así como lo escuchan. ¿Saben qué útil puede ser eso? Todos quisiéramos tener un compañero así.

Esto empezó un día en tercero, cuando Tico, por suerte, ya había aprendido a leer. Estaba copiando la tarea cuando, sin querer, miró a la maestra que estaba rascándose la cabeza con la birome. No fue eso lo que le llamó la atención, porque muchas veces la señorita Laura se rascaba la cabeza con la birome, fue otra cosa, que una vez más Tico no pudo explicar. Fue como que le escuchó el pensamiento: “Mañana les voy a tomar una prueba sorpresa, a ver qué pasa”. Tico lo escuchó clarito, como si la maestra se lo estuviera diciendo al oído. Pero la maestra no se lo estaba diciendo a nadie, mucho menos a él.

En cuanto salieron al recreo, Tico se lo dijo a sus compañeros. No le creyeron, claro. Le dijeron que era un inventor, que mirá si iba a escuchar lo que la maestra pensaba, que nadie puede hacer eso, ni los magos ni los adivinos, que los estaba engañando. Tico no se defendió, ni se enojó. No le parecía importante. Él solo lo había escuchado y se los había dicho, no le importaba si le creían o no. Pero los chicos querían demostrar que ellos no se iban a tragar cualquiera, así que, cuando entraron al aula, Matías preguntó:

—¿Seño?... ¿Mañana va a tomar una prueba sorpresa?

La pregunta no fue una pregunta inocente, de esas que uno hace porque realmente quiere saber la respuesta. Fue una pregunta con segunda intención que tenía un solo objetivo: demostrar delante de todo el mundo que Tico era un mentiroso, que les estaba tomando el pelo y que él, Matías, no lo iba a permitir. Ya se imaginaba diciéndole: ¿Viste que era mentira?... Es que Matías, después del asunto del álbum, lejos de mostrarse agradecido, se había sentido como un tonto. Él solito se había olvidado el álbum en el baño y si Tico se hubiera callado la boca, nadie lo hubiera sospechado, Luciano hubiera recibido su merecido y todo el mundo hubiera seguido teniéndole miedo. Le seguían teniendo miedo, pero miedo con dudas. Había alguna forma de enfrentarlo. Tico lo había mostrado. Así que con la intención de recuperar su lugar de “temible”, Matías, repito, preguntó:

—¿Seño?... ¿Mañana va a tomar una prueba sorpresa?

La señorita Laura lo miró extrañada.

—¿Y ustedes cómo lo saben?

—Nos imaginamos –dijo Tiago para que nadie fuera a acusar a Tico, y ninguno lo desmintió.

—¿La va a tomar? –insistió Matías.

—Bueno… sí… Pensaba tomar una prueba, pero ya no va a ser sorpresa, porque alguien descubrió el secreto.

Tico sumó puntos, aunque no pudo decir qué era lo que la maestra iba a tomar, porque eso no lo escuchó o la maestra no lo pensó. Matías mordió el polvo o sea, se la tuvo que tragar, quedó pagando y toda otra frase que haga referencia a la bronca que a uno le da cuando algo no le sale bien. Así una vez y así otra, siempre que podía escuchar lo que la maestra pensaba, Tico se los decía.

El Capitán Flúo

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