Читать книгу Lecturas de poesía chilena - María Inés Zaldívar Ovalle - Страница 8
ОглавлениеGabriela Mistral y sus “locas mujeres” del Siglo XX13
Sabemos que extensa ha sido, es y seguirá siendo la crítica acerca de la obra de Gabriela Mistral. Años atrás esta se dedicó, por largo tiempo, diría que más bien a dificultar la comprensión de su obra a través de parciales juicios en los que se destacaban su trágico amor, su maternidad frustrada y sublimada a través de los niños ajenos, su labor docente como maestra ejemplar. Críticos tales como el chileno Virgilio Figueroa, con su libro La divina Gabriela14, la puertorriqueña Margot Arce15, y el ecuatoriano Benjamín Carrión, quien escribió un conjunto de ensayos los que tituló, literalmente, Santa Gabriela16, entre otros, configuraron un perfil de la autora bondadoso, afectivo y emocional —“políticamente correcto” diríamos hoy en día—, marcado por el dolor sufrido con estoicismo, la entrega desinteresada, la dulzura y la ternura frente a los más débiles dando, por muchos años, una pauta de lectura de su obra idealizada y bastante parcial. Este énfasis en rasgos positivos históricamente considerados como la esencia de los valores “femeninos”, hacía de contrapeso a aquella otra crítica que, no sabiendo cómo asimilar el torrente creativo de Mistral, afirmaban que su calidad poética se debía a que escribía como un hombre. Para corroborar esta afirmación baste solo un ejemplo: En Selva lírica17, la extensa antología de poetas chilenos realizada por Julio Molina Núñez y Juan Agustín Araya y publicada originalmente en 1917, se habla elogiosamente de su poesía en el siguiente tenor: “Es una digna continuadora de la labor de aquella extraña artista que en “Los cálices vacíos” [se está refiriendo a la uruguaya Delmira Agustini] depositó, con ingenio de gracias varoniles (…). La poesía de Gabriela Mistral es nerviosa y firme. No hay en ella vagidos temerosos, sensiblerías mujeriles ni actitudes hieráticas. Surge de sus robustos poros la sabia torrentosa de ideas macizas y profundas, reveladoras de las fuertes pasiones que encierra”, para luego afirmar más adelante: “«Los sonetos de la muerte» (Flor Natural en los Juegos Florales de Santiago) son un grito obsesor de pasión y de dolor, de venganza y piedad, arrancado como la venda de la herida sangrante, a su joven alma de artista, que vació en viriles versos acerados sus más puros sentimientos de nobleza” (156). Y aunque se alaba su poesía y se afirma que “no hemos visto aún alzarse una poetisa de igual fuste o que pueda hacerle sombra”, (157) en la biografía que se hace a otra gran poeta, Winétt de Rokha —que en esos tiempos se hacía llamar Juana Inés de la Cruz—, se dice literalmente: “Gabriela Mistral, ya consagrada, posee un estilo varonil; Juana Inés de la Cruz, incipiente aún, es intensamente femenina”. (437) Más claro echarle agua, Gabriela Mistral es buena porque no posee “sensiblerías mujeriles” sino por el contrario escribe “viriles versos acerados”, que surgen de sus “robustos poros”.
Lo cierto es que la obra de Mistral no pasó y no ha pasado nunca desapercibida. Desde el año 1917 a la fecha ha sido ampliamente estudiada por innumerables críticos y estudiosos. Lo que sí me parece interesante consignar, es que a partir de fines de los años ochenta (coincidiendo con el centenario de su nacimiento), el estudio de su obra ha buscado, más que recriminar cierta voz poética o ensalzar virtudes personales, dar cuenta de los diversos pliegues y fisuras, ambigüedades y complejidad que presenta este rico e inabarcable mundo que conforma la creación mistraliana. Es así como de sus temáticas relacionadas con el amor, la naturaleza, la muerte, lo religioso, lo social, la educación, la mujer, lo indígena, la maternidad, etc, se han hecho numerosas y diversas lecturas que están abriendo posibilidades de sentido cada vez mayores.
En esta ocasión me interesa reflexionar sobre el tema de la mujer y la locura, a través de secciones específicas que Mistral establece dentro de sus poemarios. Para ello se hace indispensable, en primer lugar, alguna referencia acerca de qué vamos a entender por locura en este contexto mistraliano, y para ello me parece pertinente acudir a la reflexión que hace el crítico Grínor Rojo acerca del tema. Cito:
Yo tengo la impresión de que las tesis adelantadas por Foucault a principios de los años sesenta, hicieron posible el ensayo de un modo particularmente iluminador de concebir la relación entre la locura y lo femenino. Como señalaba anteriormente, Freud hasta cierto punto y Simone de Beauvoir abiertamente, habían identificado desde hacía mucho tiempo el espacio de lo femenino como el producto de una construcción cultural. Si el planteamiento de Foucault sobre la índole también cultural de la locura resultaba ser por otro lado sostenible, entonces era fácil promover un acercamiento entre ambos términos y afirmar así que la relación entre lo femenino y la demencia no era solo el producto de la victimización de la mujer en un mundo genéricamente injusto, sino algo más complejo y profundo. La ecuación entre locura y femineidad devenía al cabo en un caso particular de la ecuación general entre diferencia y locura. Si el loco era el otro del orden simbólico en sentido amplio, la mujer era el otro del orden genérico en sentido estricto. Las mujeres eran “locas” no por ser locas sino por ser “otras”. (347)18
Esta vinculación de la mujer y la locura, tal como afirma Rojo, tiene larga y ancha data. Nombro solo dos ejemplos clásicos, Susan Sontag se refiere al tema en Bajo el signo de Saturno (1980) y Elaine Showalter afirma en varios de sus textos que existe una tradición cultural en Occidente que representa a la mujer vinculada estrechamente con la locura. ¿En qué consistiría básicamente, entonces, esta locura de la mujer? Pienso que podríamos definir dos aspectos, por una parte, acudiendo a Rojo, al simple pero complejísimo hecho de ser la otra en el sistema patriarcal y, derivado de esto mismo, en forma más específica, por ser otra en tanto cuerpo, es decir, por poseer un cuerpo que, al ser distinto al del hombre, se plantea como un misterio y por lo tanto con conductas inexplicables, léase, enfermas, reléase, locas. Showalter afirma que dentro de la historia de la modernidad, la locura ha sido interpretada como si se tratara de una enfermedad femenina. Para ello pone como ejemplo que a los médicos victorianos ingleses, que dudaban seriamente de la estabilidad del aparato reproductivo femenino “les parecía una maravilla que una mujer pudiese tener esperanzas de vivir completa salud mental”.19 Así las cosas, las enfermedades mentales, partiendo por la famosa “histeria” freudiana y otros variados males según la época, han sido y son rótulos para explicarse, sin explicación, conductas de muchas mujeres que no se ajustan al modelo social de turno.
Para darle curso al tema de la mujer y la locura, veamos cómo se ha hilvanado esta temática a través de las secciones específicas que Mistral establece dentro de sus poemarios. Ya que en el libro Ternura, 1924, aparece una breve sección que lleva por título “La desvariadora”, curiosamente situada entre las partes denominadas Rondas y Jugarretas; luego en Tala (1938) también tenemos “Alucinación” y una serie de poemas bajo el nombre de “Historias de locas”, pero es en Lagar de 1954 donde junto a una brevísima sección —“Desvarío”— de dos poemas, “El reparto” y “Encargo a Blanca”, se presenta otra más extensa bajo el título de “Locas mujeres” que luego se continúa en el póstumo Lagar II de 1991, donde se presenta el tema más contundentemente. Estamos frente a una verdadera galería de mujeres locas convertidas en poemas que me parece importante presentar una a una. A “La otra”, loca inicial, le siguen “La abandonada”, “La ansiosa”, “La bailarina”, “La desasida”, “La desvelada”, “La dichosa”, “La fervorosa”, “La fugitiva”, “La granjera”, “La humillada”, “La que camina”, “Marta y María”, “Una mujer”, “Mujer de prisionero”, y “Una piadosa”. Luego, en Lagar II, estas locas se completan con otras tales como “Antígona”, “La cabelluda”, “La contadora”, “Electra en la niebla”, “Madre bisoja”, “La que aguarda”, “Dos trascordados” y, por último, “La trocada”.
Hay ciertas constantes que se repiten en el perfil de estas mujeres. Una de ellas es el tema del doble, que aunque se expresa en los textos con ciertas connotaciones diferentes, predomina una dualidad más bien dialéctica, marcada por el desgarramiento y la fragmentación, configurado a partir del poema “La otra”. Ya desde el primer verso, la tensión se presenta al interior de una voz que se dirige a su otra en una disputa a muerte: “Una en mí maté” (183), declara. La hablante, “ojos de agua”, quiere eliminar a aquella que: “Era la flor llameando/ del cactus de montaña; era aridez y fuego; nunca se refrescaba”. (183) Esta lucha marcará un modelo de funcionamiento conflictivo, desgarrado por la contradicción pues, aunque en su sosiego la sujeto que hilvana los versos afirma “yo no la amaba”, en la práctica le es imposible olvidarse y prescindir de esa otra, agreste, pura rebeldía e intensidad que la cautiva: “Doblarse no sabía/ la planta de montaña,/ y al costado de ella,/ yo me doblaba…”. (183) En el poema “La que camina” también se explicita el motivo del doble pero aquí, en oposición al texto anterior, la voz poética asume las características de “la otra” y, al parecer, la que anteriormente se había intentado eliminar, es en realidad la que sobrevive:
La misma ruta, la que lleva al Este
es la que toma aunque la llama el Norte,
y aunque la luz del sol le da diez rutas
y se las sabe, camina la Única.
Al pie del mismo espino se detiene
y con el ademán mismo lo toma
y lo sujeta porque es su destino. (192-3)
También en el retrato de “Marta y María” tenemos la explicitación de la dualidad. En esta reescritura del pasaje bíblico de Lucas, tenemos a dos mujeres que aunque:
Nacieron juntas, vivían juntas,
comían juntas Marta y María.
Cerraban las mismas puertas,
al mismo aljibe bebían,
el mismo soto las miraba,
y la misma luz las vestía. (194)
Mientras “Sonaban las lozas de Marta/ borbolleaban sus marmitas”, por su lado “María en azul mayólica,/ algo en el aire quieto hacía”. Pero estas hermanas, iguales pero diferentes, la hacendosa y la contemplativa, marcan una dualidad, menos desgarrada, más armónica y hasta complementaria en relación a la convivencia de las anteriores pero, aunque en otro tono, dualidad al fin.
Otra temática recurrente en estas locas mujeres tiene que ver con los diferentes estados de conciencia y sus maneras de expresarlos, pues las hablantes se pasean por la vigilia y el sueño asumiendo actitudes diversas. Veamos, en “La abandonada”, frente al amor que se ha ido, hay una evolución que va desde la profunda tristeza y sumisión pasiva,
¿Por qué trajiste tesoros
si el olvido no acarrearías?
Todo me sobra y yo me sobro
como traje de fiesta para fiesta no habida;
¡tanto, Dios mío, que me sobra
mi vida desde el primer día! (184)
hasta una reacción violenta de rabia, como la de un ángel exterminador, que reacciona activamente frente al que la abandonó buscando liberarse del dolor: “Voy a esparcir, voleada,/ la cosecha ayer cogida,/ a vaciar odres de vino/ y a soltar aves cautivas” (184).
En “La ansiosa”, en cambio, el enamorado va y vuelve, pero es la intensidad de su punzante deseo transformado en voz el que lo trae, ya que pareciera, al igual que en el cuadro de Munch, que este “viene caminando por la raya/ amoratada de mi largo grito” (185).
“La dichosa”, en cambio, no padece ninguna espera pues vive intensa y conscientemente el presente y afirma que “Nos tenemos por la gracia/ de haberlo dejado todo”. Lo que no está en su relación amorosa simplemente desapareció pues “El Universo trocamos/ por un muro y un coloquio”. (189) Se apartó del mundo, dejó los bienes materiales, quemó su memoria y se escondió con su amado a vivir el amor ya que todo lo dio “loco y ebrio de despojo”. A estas alturas, no puedo dejar de mencionar la similitud que se perfila entre la vivencia del amor a “puertas cerradas” de estos amantes en “La dichosa” con la del amor descrito en los “Sonetos de la muerte”, donde la hablante también vive un amor exclusivo y sin interrupción del mundo, ya que los dos estarán encerrados en una tumba, por la eternidad, en amoroso coloquio.
En la dualidad sueño y vigilia —tema recurrente en nuestra literatura nacional— estas locas mujeres tejen una cantidad de hebras20. El tema del insomnio presente desde el poema “Desvelada” en el libro Desolación hasta los tres “Nocturnos” de Lagar II, se da también magistralmente en “La desvelada” de Lagar. El texto, pleno de erotismo, nos muestra a una hablante que no puede dormir pues el mundo de la vigilia, el del día, cambia abruptamente por la noche. Llegada la hora de dormir la casa se puebla de fantasmas y aparece él, ese que no ha logrado enterrar, que deambula en pena por la escalera y las habitaciones, y no le permite conciliar el sueño. El poema se inicia con: “En cuanto engruesa la noche/ y lo erguido se recuesta,/ y se endereza lo rendido” (187), y estamos de inmediato frente a un extraordinario poema donde la textualización proviene del impulso que nace en el interior del cuerpo de la hablante que percibe que “Él va y viene toda la noche” (188) en un recorrido incesante, pero sin destino. El frustrado encuentro entre el fantasma que recorre la casa y la hablante y sus deseos insatisfechos, canaliza esa energía libidinal que deambula y, como un boomerang, se vuelve sobre sí misma desasosegándola: “Mi casa padece su cuerpo/ como llama en la retuesta” (١٨٨). Pero este amante fantasma, inasible, de igual manera se materializa en su imaginación, y permite que ella sienta “el calor de su cara/ —ladrillo ardiendo— contra mi puerta” y la hace probar “una dicha que no sabía: sufro de viva, muero de alerta”. A pesar de ello, el pudor de su placer solitario hace que no quiera que él “vea la puerta mía,/ ¡recta y roja como una hoguera!”. (188) Esta misma tensión entre querer y no querer en medio de la noche, expresada en una lucha entre sus fantasmas y sus deseos, se da explícitamente en “La fugitiva” cuando afirma:
Y hay como un desasosiego,
como un siseo que corre
desde el hervor del Zodíaco
a las hierbas erizadas.
Viva está toda la noche
de negaciones y afirmaciones,
las del Ángel que te manda
y el mío que con él lucha. (191)
En “La desasida”, en cambio, la hablante logra dormir y en ese sueño encuentra aparentemente la paz pues, al traspasar el estado de vigilia y sumirse en la inconciencia, se desprende del mundo y sus pesares. Ya no estamos frente al dolor y la ausencia del amado, sino frente a un gesto de desprendimiento y por lo tanto de dolor radical, más genérico: “En el sueño yo no tenía/ padre ni madre, gozos ni duelos” (187). Pero esta hablante “desasida” que soltó las amarras de lo terrenal y sus afectos, a pesar de ello, en la inconciencia, como sonámbula y, más específicamente “como ebria”, repetía: “¡Patria mía. Patria, la Patria!”. (187) Patria, fusión de padre y madre, es el lugar que se añora, el paraíso perdido que vuelve y vuelve como sueño recurrente en la soledad del desarraigo.
Junto a la temática del doble y del sueño y la vigilia, de una u otra manera la imagen del fuego es otro motivo que está presente en varias de las locas mujeres de la Mistral. Sabemos que tanto o más que los motivos anteriores, la imagen del fuego ha tenido y tiene en nuestra cultura, partiendo por su presencia en todas nuestras mitologías prehispánicas, una carga simbólica ineludible que va desde ser el motor que purifica, regenera y mantiene vivo el hogar, hasta el terrible castigo en el más allá.
Desde los chinos y su tablilla roja Chang que simboliza el fuego y es usada en los ritos solares, los jeroglíficos egipcios y su llama asociada a la salud y al calor del cuerpo, Heráclito que lo representa como agente de cambio, transformación y purificación al igual que en los Puranas de la India y en el Apocalipsis de San Juan, el fuego tiene tanto que ver con una dimensión animal, corporal, como con una fuerza espiritual. En otras palabras: el eje fuego-tierra y el eje fuego-aire. Gastón Bachelard nos recuerda a los alquimistas que afirman: “el fuego es un elemento que actúa en el centro de toda cosa” como un factor de unificación y de fijación. (Cirlot 216)
Y como veíamos en el poema “La otra” la presencia de lo ígneo, del calor abrasador que acompaña a la antagonista y a todo lo que la rodea, puede apreciarse también el fuego, aunque de diferente manera en “La humillada”. En este poema el sujeto de la enunciación se aleja y es un otro u otra que observa desde fuera y declara: “Un pobre amor humillado/ arde en la casa que miro”. A partir de esta afirmación el poema presenta contradicción y ambigüedad, pues es tanto la materialidad de la casa y el cuerpo de la mujer, como el espacio que contienen sus paredes y los sentimientos de ella, los que se queman. Se podría decir que la casa y la mujer se (con)funden y conforma un ente híbrido, fruto del desplazamiento de la materialidad de la casa a la mujer, y de los sentimientos de ella hacia el lugar que la cobija. Frente al poder devastador de las llamas son la misma cosa, pero mientras la construcción, inmóvil, es arrasada por las llamas, pues se lleva “todo cuanto es vivo” ya que “no se rinde ese fuego,/ de clavos altos y fijos”, en la mujer existen sentimientos encontrados: conciencia de ser humillada y arrestos de dignidad que la mantienen alerta:
Junto con otros sueños,
el sueño suyo Dios hizo
y ella no quiere dormir
de aquel sueño recibido.
Pero la llama quemante se extiende y se apodera de todo, lo que es consignado por el hablante como algo positivo: “Mejor que caiga su casa/ para que ella haga camino/ y que marche hasta rodar/ en el pastal o los trigos”. Aún así el desenlace es incierto, pues aunque podría convertirse en fuego purificador y otorgarle una posible liberación: “ella no da su pecho/ ni el brazo al fuego extendido” sin embargo, a pesar de su rebeldía, este “ya la alcanza y la cubre/ tomándola para él mismo!”. (192) La hablante del poema percibe el dilema que vive la mujer observada: hacerse dueña del fuego como Prometeo o bien lanzarse y entregarse a él como Empédocles.
El poema “La fervorosa”, en cambio, es un texto enunciado en primera persona en el que la hablante se refiere a sí misma en los siguientes términos: “En todos los lugares he encendido/ con mi brazo y mi aliento el viejo fuego”. (189) Aquí no hay dudas ni reticencias: se toma el fuego como Prometeo y, como se lee en los versos finales, se entrega decidida a sus llamas como Empédocles. A saber. Ese viejo fuego original, purificador, que “Costó, sin viento, prenderlo, atizarlo” (…) pero que “ya sube en cerrada columna/ recta, viva, leal y en gran silencio”, (190) es aquí un bien, un aliado plenamente querido. Al igual como el Arcipreste de Hita en el Libro del Buen Amor afirma que nació bajo el signo de Venus y es por ello que no puede resistirse frente a las damas, la fervorosa se pregunta acerca de su signo de original:
Cruzarían los hombres con antorchas
mi aldea, cuando fue mi nacimiento
o mi madre se iría por las cuestas
encendiendo las matas por el cuello.
Espino, algarrobillo y zarza negra,
sobre mi único Valle están ardiendo,
soltando sus torcidas salamandras,
aventando fragancias cerro a cerro. (190)
Se pregunta si habrá nacido bajo el signo del fuego porque vive encendida e incendiada, hecha una hoguera, vaya a donde vaya y no sabe si “(lo llevo o si él me lleva;/ pero sé que me llamo su alimento,/ y me sé que le sirvo y no le falto/ y no lo doy a los titiriteros)” (190). Este yo fingido en el poema, al igual como afirma Bachelard, “para referir el valor humano del fuego es necesario, parece, hablar un lenguaje diferente del de la utilidad. Es preciso comunicarlo en una suerte de infralenguaje por los valores de la vida caliente. Nuestros órganos son hornos. Todo un lenguaje de fiebres da la medida de nuestros instintos.”(143)21
Es así como el motivo del fuego y todas sus posibles connotaciones como pasión, ardor, entusiasmo, intensidad, impetuosidad, vehemencia, devoción, iluminación, me llevan a considerar un último tema de locas mujeres que, aunque su formulación es menos explícita en los poemas, percibo es la matriz central que articula y perfila la identidad de la locura de estas mujeres mistralianas. Me refiero a la actividad creadora, a la imperiosa necesidad de ser fiel a la creación, al poetizar como un verdadero llamado pasional a través de un infralenguaje que exprese los valores de la vida caliente, como diría Bachelard.
Según Susana Münnich, ampliando mucho más el círculo, el tema de la vocación poética sería el elemento que da unidad a toda la obra poética mistraliana, la que ha sido muchas veces considerada fragmentaria por la crítica. En su defecto ella plantea que:
Desde el mismo principio, desde Desolación en adelante, percibimos en los poemas de Gabriela Mistral una unidad de sentido, algo que podríamos llamar su modelo, y a la cual tentativamente denominaremos ‘mujer poeta’. Estos textos originan una voz que presupone una sujeto poética que ha escogido, con dolor, con renuncia, pero sin vacilaciones, una línea de vida. Y en el conjunto de la obra poética mistraliana es visible el esfuerzo por guardar fidelidad a esa opción que se eligió. A pesar de la variedad de temas mistralianos, en que encontramos poemas a la naturaleza, al amor, a la maternidad, rondas, jugarretas, recados, nos parece que todos ellos se organizan en torno a este modelo. (146, 147)22
Por otra parte, Santiago Daydí-Tolson considera que en el discurso lírico de la Mistral existe una voluntad de autogenerarse en la voz lírica, de crearse a sí misma como persona literaria, y que las tres “identificaciones básicas” serían las de madre, maestra y poeta, y que todas ellas se darían tan ligadas que finalmente conseguirían un solo perfil con diversas aristas.23 Lo cierto es que dentro de estas Locas mujeres, “La bailarina”, podría considerarse como un ars poética, un manifiesto, un texto eminentemente metatextual donde la hablante, en su danzar, después de perderlo todo, despojada de nombre, de raza, de credo y desnuda, con su cuerpo y sobre el escenario, está escribiendo el oficio de la poeta y los costos que debe pagar por ser fiel a su destino. La danza/ escritura, es una opción personal que eligió, pues “El nombre no le den de su bautismo./ Se soltó de su casta y de su carne/ sumió la canturia de su sangre/ y la balada de su adolescencia”. (186) Una opción que no es fácil ni segura, pues supone alegría y sufrimiento, encuentro y pérdida.
Por mi lado, comparto la idea de Münnich de que un tema estructurador que da unidad a la creación poética de Mistral es su fidelidad a la vocación de poeta, y pienso que en parte también en eso consiste la gran locura de estas mujeres y por qué no decirlo, de su creadora. Pero considero que la locura que representan esta galería de mujeres mistralianas es más amplia aún. Tiene que ver con que son mujeres que se resisten a aceptar la vida tal cual les ha sido asignada. Como en el caso de La humillada o de La otra que se debaten en la contradicción; o bien porque su respuesta rebelde frente al medio las torna excesivas como a La fervorosa o La dichosa; o porque debido a la frustración que sienten frente al mundo que las rodea se vuelven ansiosas, insatisfechas, se les quita el sueño; o porque a pesar del dolor y las dificultades logran, contra viento y marea, expresarse como La bailarina. Ella, a través de su cuerpo danzante “baila así mordida de serpientes”, (186) canaliza el fuego que lleva dentro, y paga su duro precio por ello. Pero es una alternativa sin retorno, de vida o muerte, no hay escapatoria, pues ella ya es más que ella, es un nosotras, es un nosotros:
Sonámbula, mudada en lo que odia,
sigue danzando sin saberse ajena
sus muecas aventando y recogiendo
jadeadora de nuestro jadeo,
cortando el aire que no la refresca
única y torbellino, vil y pura.
Somos nosotros su jadeado pecho,
su palidez exangüe, el loco grito
tirado hacia el poniente y el levante
la roja calentura de sus venas,
el olvido del Dios de sus Infancias.
En las Locas mujeres de Gabriela Mistral, el fuego ligado a lo femenino se relaciona con la mujer como cuerpo, sensualidad, emoción. Es el espacio “irracional” ese “continente negro” que Freud no logró, no se atrevió o simplemente no alcanzó a “conquistar y colonizar”, es decir a describir y catalogar. En estas locas mujeres se muestra la otra cara de ese continente desconocido, y se presenta como un espacio que no es negro sino rojo, rojo de fuego, de sangre, de corazón. Tampoco se nos presenta como un espacio vacío, en el que se dibuja un fantasma, ese vestido por la envidia de no tener lo que tiene el otro, es decir el de la ausencia del falo y por lo tanto de la razón y del poder, sino que se nos presenta como el lado de la presencia del cuerpo y la pasión con todas sus intensidades y posibilidades. Por cierto tampoco se nos entrega este continente “rojo” como el espacio de una enfermedad dañina, muchas veces contagiosa, que hay que sanar y controlar para mantener el orden en el sistema, sino como una fuerza que tarde o temprano se iba o se va a expresar como un bien, como fuego purificador e iluminador. Pero esta hablante que roba el fuego es castigada por ello pues, como dice Gerhard Adler: “La leyenda de Prometeo refleja los terribles peligros inherentes al don de la luz de la conciencia a los mortales; a tal punto que quien entregó esa luz a los mortales, solo pudo hacerlo cometiendo el crimen de violar las leyes de los dioses, y debió expiar este acto por una eterna herida en el centro de su vida instintiva”(142)24 Y si precisamos que en este caso se trata de una mujer la que roba el fuego de los dioses masculinos, podremos imaginar la dimensión de la herida en su vida instintiva.
Está más que claro, entonces, que estas Locas mujeres de la Mistral no presentan soluciones ni sujetos ideales que han logrado una identidad satisfactoria y complaciente frente a sí mismas y al mundo que las rodea, sino que se presentan más bien como una galería de seres humanos envueltos en un magma en el que se entrelazan dolores, desganos y renuncias, pero que también son capaces de vivir con intensidad alegrías logros y esperanzas con grados crecientes de conciencia. Esta esperanza proviene, más que de la presentación de soluciones prácticas y efectivas para la vida, de la capacidad y maestría de Gabriela Mistral para develar a través de la palabra hecha poesía, hecha objeto estético, ya sea en forma consciente o quizás de manera inconsciente, las contradicciones y ambigüedades de las relaciones sociales y afectivas que nos entrampan día a día a los seres humanos.