Por la parte de Swann
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Marcel Proust. Por la parte de Swann
Índice
PRIMERA PARTE
I
II
SEGUNDA PARTE
TERCERA PARTE
Отрывок из книги
Dedicatoria del traductor
Dedicatoria
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Pero en cierta ocasión mi abuelo leyó en un periódico que el Sr. Swann era uno de los más fieles asiduos de los almuerzos dominicales en casa del duque de X..., cuyos padre y tío habían sido los estadistas más destacados del reinado de Luis Felipe. Ahora bien, mi abuelo sentía curiosidad por todos los detalles nimios que podían ayudarlo a entrar con la imaginación en la vida privada de hombres como Molé, el duque Pasquier, el duque de Broglie. Le encantó enterarse de que Swann frecuentaba a personas que los habían conocido. En cambio, mi tía abuela interpretó aquella noticia en sentido desfavorable para Swann: alguien que elegía sus frecuentaciones fuera de la casta en la que había nacido, fuera de su «clase» social, experimentaba, para ella, un enojoso desclasamiento. Así se renunciaba de una vez —le parecía a ella— al fruto de todas las buenas relaciones con personas bien situadas que las familias previsoras habían mantenido y acopiado honorablemente para sus hijos: mi tía abuela había cesado incluso de ver al hijo de un notario de nuestros amigos, porque se había casado con una aristócrata, con lo que había descendido, para ella, del respetable rango de hijo de notario al de uno de esos aventureros, antiguos ayudas de cámara o mozos de cuadra, a quienes, según cuentan, las reinas hicieron algunos favores. Censuró el proyecto concebido por mi abuelo de preguntar a Swann, la próxima noche en que hubiera de venir, por aquellos amigos suyos cuya existencia descubríamos. Por otra parte, las dos hermanas de mi abuela, solteronas que tenían su noble carácter pero no su inteligencia, declararon no comprender el placer que podía encontrar su cuñado en hablar de semejantes boberías. Eran personas de aspiraciones elevadas y, por eso mismo, incapaces de interesarse por un chismorreo, aun cuando hubiera sido de interés histórico, y de forma general por todo lo que no se relacionara directamente con un objeto estético o virtuoso. El desinterés de su pensamiento por todo lo que parecía más o menos relacionado con la vida mundana era tal, que su sentido auditivo —tras haber acabado comprendiendo su inutilidad momentánea en cuanto la conversación en la cena cobraba un cariz frívolo o simplemente prosaico sin que aquellas dos ancianas señoritas hubiesen podido encarrilarla hacia los temas que les eran caros— dejaba en reposo sus órganos receptores y las hacía experimentar un auténtico comienzo de atrofia. Si entonces mi abuelo necesitaba llamar la atención de las dos hermanas, debía recurrir a esas advertencias físicas que utilizan los médicos alienistas para con ciertos maníacos de la distracción: golpear repetidas veces un vaso con la hoja de un cuchillo, coincidiendo con una brusca interpelación de la voz y la mirada, medios violentos que esos psiquiatras —ya sea por hábito profesional o porque consideran a todo el mundo un poco loco— transfieren con frecuencia a las relaciones corrientes con personas sanas.
Se interesaron más cuando, la víspera del día en que Swann, quien ya les había enviado personalmente una caja de vino de Asti, debía venir a cenar, mi tía —con un número de Le Figaro en el que, junto al nombre de un cuadro que figuraba en una exposición de Corot, se encontraban estas palabras: «De la colección del Sr. Charles Swann»— nos dijo: «¿Habéis visto que en Le Figaro hacen “los honores” a Swann?». «Pero, ¡si ya os he dicho siempre que tiene muy buen gusto!», dijo mi abuela. «Naturalmente, tú, con tal de sostener una opinión diferente de la nuestra», respondió mi tía abuela, quien, como sabía que mi abuela nunca era de la misma opinión que ella y como no estaba del todo segura de que nosotros le diésemos siempre la razón, quería arrancarnos una condena en bloque de sus opiniones y nuestra solidaridad —por la fuerza— con las suyas, pero guardamos silencio. Como las hermanas de mi abuela habían manifestado la intención de hablar con Swann sobre esa nota de Le Figaro, mi tía abuela se lo desaconsejó. Siempre que veía en los demás una ventaja, por pequeña que fuese, de la que ella no disfrutaba, se convencía a sí misma de que no era tal, sino un perjuicio, y los compadecía para no tener que envidiarlos. «No creo que sea de su agrado; a mí, desde luego, me resultaría muy desagradable ver mi nombre impreso así, con todas las letras, en el periódico y no me haría ninguna gracia que me lo comentaran». Por lo demás, no se empecinó en persuadir a las hermanas de mi abuela, pues éstas, por horror de la vulgaridad, ejercían con tal maestría el arte de disimular bajo perífrasis ingeniosas una alusión personal, que con frecuencia pasaba inadvertida incluso a aquel a quien iba dirigida. En cuanto a mi madre, sólo pensaba en procurar que mi padre accediera a hablar a Swann —no de su mujer, sino— de su hija, a la que adoraba y por la cual había acabado —según decía— contrayendo aquel matrimonio. «Podrías decirle unas palabras nada más, preguntarle cómo está. Debe de ser algo tan cruel para él». Pero mi padre se enfadaba: «¡Ni hablar! ¡Qué ideas más absurdas se te ocurren! Sería ridículo».
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