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I

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Durante mucho tiempo, me acosté temprano. A veces, nada más apagar la vela, los ojos se me cerraban tan deprisa, que no tenía tiempo de decirme: «Me duermo». Y, media hora después, al pensar que ya era hora de buscar el sueño, me despertaba; quería dejar el volumen que creía tener aún en las manos y apagar de un soplo la luz; mientras dormía, no había cesado de pensar en lo que acababa de leer, pero esos pensamientos habían cobrado un cariz algo particular; me parecía que era yo mismo aquello de lo que hablaba la obra: una iglesia, un cuarteto, la rivalidad entre Francisco I y Carlos V. Esa impresión sobrevivía unos segundos a mi despertar; no repugnaba a mi razón, pero me pesaba como escamas sobre los ojos y les impedía advertir que la palmatoria ya no estaba encendida. Después empezaba a resultarme ininteligible, como tras la metempsicosis los pensamientos de una vida anterior; el asunto del libro se separaba de mí y me sentía libre para prestarle o no atención; en seguida recobraba la visión y me resultaba extrañísimo encontrar a mi alrededor una obscuridad suave y relajante para mis ojos, pero tal vez más aún para mi espíritu, al que parecía cosa sin motivo, incomprensible, algo en verdad velado. Me preguntaba qué hora podía ser; oía el pitido de los trenes, más o menos lejano, como el canto de un pájaro en un bosque, que, al indicar las distancias, me describía la extensión del campo desierto por el que se apresura hacia la cercana estación el viajero, a quien —con la excitación procurada por lugares nuevos, actos inhabituales, la charla reciente y las despedidas bajo una lámpara ajena, que aún lo acompañan en el silencio de la noche, y la cercana dulzura del regreso— el caminito recorrido se le quedará grabado en la memoria.

Reclinaba tiernamente la cara en las hermosas mejillas de la almohada, tan llenas y frescas como las de nuestra infancia. Encendía una cerilla para mirar el reloj: faltaba poco para la medianoche. Ése es el instante en el que, despertado por un acceso, el enfermo que se ha visto obligado a salir de viaje y a acostarse en un hotel desconocido se alegra al advertir bajo la puerta una rayita de luz. ¡Qué dicha! ¡Ya es de día! Dentro de un momento, se habrán levantado los sirvientes, podrá tocar el timbre y vendrán a socorrerlo. La esperanza del alivio le infunde valor para sufrir. Precisamente ha creído oír pasos: se acercan y después se alejan y la rayita de luz bajo la puerta ha desaparecido. Es medianoche, acaban de apagar el gas, el último sirviente se ha marchado y tendrá que pasar toda la noche sufriendo sin remedio.

Volvía a dormirme y a veces ya sólo me despertaba un instante, el tiempo justo para oír los crujidos orgánicos de los artesonados, abrir los ojos y clavarlos en el caleidoscopio de la obscuridad y saborear, gracias a una vislumbre momentánea de la conciencia, el sueño en el que estaban sumidos los muebles, la alcoba, el todo del que yo era tan sólo una parte pequeña y a cuya insensibilidad volvía en seguida a sumarme, o bien, mientras dormía, había regresado sin esfuerzo a una edad para siempre desaparecida de mi vida primitiva, había revivido uno de mis terrores infantiles, como el de que mi tío abuelo me tirara de los bucles y disipado el día —fecha de una nueva era para mí— en que me los habían cortado. Durante el sueño había olvidado aquel episodio y, en cuanto había podido despertar para escapar de las manos de mi tío abuelo, recobraba su recuerdo, pero, como medida de precaución, me rodeaba la cabeza completamente con la almohada antes de volver al mundo de los sueños.

A veces, durante mi sueño, una mujer nacía —como Eva de una costilla de Adán— de una mala postura de mi muslo. Me imaginaba que era ella —creada por el placer que estaba a punto de experimentar— quien me lo ofrecía. Mi cuerpo, que sentía en el suyo mi propio calor, quería unirse con él y me despertaba. Junto a aquella mujer de la que me había separado unos momentos antes, el resto de los seres humanos me parecían muy lejanos; sentía aún en la mejilla el calor de su beso y el cuerpo dolorido por el peso de su talle. Si —como a veces sucedía— tenía las facciones de una mujer que hubiera conocido en la vida, iba a entregarme por entero a ese fin: volver a verla, como quienes salen de viaje para contemplar con sus propios ojos una ciudad deseada y se imaginan que se puede gozar en una realidad el encanto del sueño. Poco a poco su recuerdo se disipaba: había olvidado a la muchacha de mi sueño.

Un hombre que duerme está rodeado por el hilo de las horas, el orden de los años y de los mundos. Los consulta por instinto al despertarse y lee en ellos en un segundo el punto de la Tierra que ocupa y el tiempo transcurrido hasta su despertar, pero sus filas pueden mezclarse, romperse. Si hacia el amanecer, después de un lapso de insomnio, lo sorprende el sueño leyendo en una postura demasiado diferente de la que suele adoptar al dormir, basta con que alce el brazo para detener y hacer retroceder el sol y en el primer minuto de su despertar ya no sabrá qué hora es, creerá que acaba de acostarse. Si se adormece en una postura aún más inhabitual y divergente —por ejemplo, después de cenar, sentado en un sillón—, el desorden en los mundos desorbitados será completo, el sillón mágico lo hará viajar a toda velocidad por el tiempo y el espacio y en el momento de abrir los párpados se creerá acostado unos meses antes en otro lugar. Pero bastaba con que en mi propia cama mi sueño fuera profundo y relajara enteramente mi espíritu para que éste abandonase el plano del lugar en el que me había quedado dormido y, cuando me despertaba en plena noche, en el primer instante —por ignorar dónde me encontraba— ni siquiera sabía quién era; tenía tan sólo la sensación de la existencia en su sencillez primordial, como la que puede vibrar en el fondo de un animal; estaba más despojado que un hombre de las cavernas, pero entonces el recuerdo —aún no del lugar en el que estaba, sino de algunos de aquellos en los que había vivido y en los que podía encontrarme— venía en mi ayuda desde lo alto para sacarme de la nada de la que no habría podido salir solo; en un segundo pasaba por encima de siglos de civilización y la imagen, confusamente vislumbrada, de los quinqués y después de las camisas de cuello vuelto recomponía poco a poco los rasgos originales de mi ser.

Tal vez las cosas a nuestro alrededor deban su inmovilidad a nuestra certidumbre de que son ellas y no otras, a la inmovilidad de nuestro pensamiento ante ellas. El caso es que, cuando me despertaba así, agitándome mentalmente para intentar —sin conseguirlo— saber dónde estaba, todo —las cosas, los países, los años— giraba en torno a mí en la obscuridad. Mi cuerpo, demasiado entumecido para moverse, intentaba descubrir —por la forma de su fatiga— la posición de sus miembros para de ella deducir la dirección de la pared y el lugar ocupado por los muebles a fin de reconstruir y nombrar la morada en la que se encontraba. Su memoria —la memoria de sus costillas, sus rótulas, sus hombros— le presentaba sucesivamente varias de las alcobas en las que había dormido, mientras que a su alrededor las paredes invisibles —al cambiar de lugar según la forma del cuarto imaginado— giraban en las tinieblas, y, antes incluso de que mi pensamiento, que vacilaba en el umbral de los tiempos y las formas, hubiera identificado la casa al relacionar las circunstancias, él —mi cuerpo— recordaba en cada caso cómo era la cama, dónde estaban las puertas, adónde daban las ventanas, si había un pasillo, junto con lo que estaba pensando en el momento de quedarme dormido y que recobraba al despertar. La parte anquilosada de mi cuerpo, al intentar adivinar su orientación, se imaginaba, por ejemplo, tumbada frente a la pared en una gran cama con baldaquín y al instante me decía: «Hombre, al final me dormí, aunque mamá no viniera a darme las buenas noches»; estaba en el campo en casa de mi abuelo, muerto muchos años atrás, y mi cuerpo y el costado sobre el que descansaba, guardianes fieles de un pasado que nunca debería haber olvidado, me recordaban la llama de la lamparilla de cristal de Bohemia, en forma de urna, que colgaba del techo mediante cadenillas, la chimenea de mármol de Siena, en mi alcoba de Combray, en casa de mis abuelos, en días lejanos que en aquel momento me figuraba actuales sin representármelos exactamente y que después, cuando estuviera del todo despierto, volvería a ver mejor.

Luego renacía el recuerdo de una nueva actitud; la pared seguía otra dirección: estaba en mi alcoba de la casa de la Sra. de Saint-Loup, en el campo. ¡Dios mío! Son por lo menos las diez, ¡y ya habrán acabado de cenar! Habré prolongado en exceso la siesta que hago todas las tardes, al volver del paseo con la Sra. de Saint-Loup y antes de ponerme el traje. Pues han pasado muchos años desde la época de Combray, en la que —en las ocasiones en que más tarde regresábamos— lo que veía por los cristales de mi ventana eran los rojos reflejos del ocaso. Otra es la vida que llevamos en Tansonville, en casa de la Sra. de Saint-Loup, otro es el placer que experimento al salir tan sólo de noche, al seguir a la luz de la luna los caminos en los que en tiempos jugaba al sol, y, cuando regresamos, de lejos diviso la alcoba en la que me habría quedado dormido, en lugar de vestirme para la cena, atravesada por los fuegos de la lámpara, único faro en la noche.

Esas evocaciones, serpenteantes y confusas, nunca duraban más de unos segundos; con frecuencia, me resultaba tan difícil distinguir las diversas suposiciones que me inspiraba mi breve incertidumbre sobre el lugar en que me encontraba como difícil resulta —al ver un caballo al galope— aislar las posiciones sucesivas que nos muestra el cinetoscopio. Pero había vuelto a ver ora una ora otra de las alcobas que había habitado en mi vida y acababa recordándolas todas en las largas ensoñaciones que seguían a mi despertar: alcobas de invierno en las que, cuando estamos acostados, nos arrebujamos la cabeza en un nido que trenzamos con las cosas más dispares —un ángulo de la almohada, el extremo de las mantas, la punta de un mantón, el borde de la cama y un número de los Débats roses— y que acabamos cimentando con la técnica de los pájaros y a fuerza de apoyarnos sin cesar en él; alcobas en las que, cuando el tiempo es glacial, el placer que experimentamos es el de sentirnos separados del exterior —como la golondrina de mar, que hace su nido en el fondo de un subterráneo, al calor de la tierra— y en las que, al mantenerse vivo el fuego toda la noche en la chimenea, dormimos con un gran manto de aire caliente y humoso, atravesado por los fulgores de las ascuas que se reavivan, como en una recámara impalpable, una cálida caverna excavada en el propio cuarto, zona ardiente y móvil en sus contornos térmicos, aireada con hálitos que nos refrescan la cara, procedentes de los ángulos, de los puntos —cercanos a la ventana o alejados del hogar— que se han enfriado; alcobas de verano en las que nos gusta estar unidos a la tibia noche, en las que la luz de la luna, apoyada en los postigos entreabiertos, arroja hasta el pie de la cama su escala encantada, en las que dormimos casi al aire libre, como un alionín mecido por la brisa en el vértice de un rayo de luz: unas veces la habitación Luis XVI, tan alegre, que ni siquiera la primera noche me había sentido demasiado infeliz en ella y en la que las columnitas que sostenían ligeramente el techo se apartaban con tanta gracia para mostrar y reservar el lugar de la cama; otras veces, al contrario, la pequeña y de techo tan alto, abierta en forma de pirámide hasta la altura de dos pisos y parcialmente revestida de caoba, en la que desde el primer segundo me había sentido moralmente intoxicado por el ignoto olor del espicanardo, convencido de la hostilidad de los visillos violáceos y de la insolente indiferencia del péndulo, que parloteaba muy alto, como si yo no estuviera allí, en la que un extraño e implacable espejo de pie cuadrangular, que ocultaba oblicuamente uno de los ángulos del cuarto, se hacía a la fuerza —en la plácida plenitud de mi campo visual acostumbrado— un sitio que no estaba previsto, en la que —estando yo tendido en la cama con los ojos clavados en el techo, el oído ansioso, las ventanas de la nariz aleteando y el corazón palpitante— mi pensamiento —esforzándose durante horas por dislocarse, por estirarse hacia arriba, para cobrar la forma exacta del cuarto y acabar llenando del todo su gigantesco embudo— había pasado muchas noches crueles hasta que la costumbre cambió el color de los visillos, acalló el péndulo, enseñó la piedad al oblicuo y cruel espejo, disimuló —ya que no expulsó completamente— el olor del espicanardo y disminuyó en gran medida la altura aparente del techo. ¡La costumbre! Organizadora experta, aunque muy lenta, y que empieza dejando sufrir a nuestro espíritu durante semanas en una instalación provisional, pero que, pese a todo, representa un encuentro venturoso, pues, sin ella y reducido exclusivamente a sus medios, se vería impotente para hacernos habitable una vivienda.

Cierto es que entonces ya estaba despierto, mi cuerpo había dado una última vuelta y el ángel bueno de la certidumbre lo había detenido todo a mi alrededor, me había acostado bajo las mantas, en mi alcoba, y había situado aproximadamente en su lugar —en la obscuridad— mi cómoda, mi escritorio, la ventana que daba a la calle y las dos puertas, pero, aun sabiendo que no me encontraba en las moradas cuya presencia —pese a no habérmela presentado como una imagen nítida— me había hecho considerar posible —al menos por un instante— la ignorancia del despertar, la memoria se me había puesto en movimiento; por lo general, no procuraba volver a dormirme en seguida: pasaba la mayor parte de la noche recordando nuestra vida de antaño —en Combray, en casa de mi tía abuela, en Balbec, en París, en Doncières, en Venecia—, recordando los lugares, las personas que había conocido, lo que de ellas había visto, lo que de ellas me habían contado.

En Combray, todos los días, desde el atardecer —mucho antes del momento en que debería meterme en la cama y permanecer en ella sin dormir, lejos de mi madre y de mi abuela—, mi alcoba volvía a ser el centro fijo y doloroso de mis preocupaciones. Cierto es que —para distraerme en las noches en que mi expresión de infelicidad les inspiraba mayor inquietud— se les había ocurrido la idea de ponerme una linterna mágica, con la que, en espera de la hora de cenar, cubrían mi lámpara y, a semejanza de los primeros arquitectos y maestros vidrieros de la época gótica, substituían la opacidad de las paredes con impalpables irisaciones, con sobrenaturales apariciones multicolores, en las que, como en una vidriera vacilante y momentánea, aparecían representadas leyendas, pero con ello mi tristeza no hacía sino aumentar, porque el simple cambio de iluminación destruía la costumbre con la que me había hecho a mi alcoba y gracias a la cual se me había vuelto —salvo el suplicio del acostar— soportable. Ahora ya no la reconocía y me sentía inquieto en ella, como en una habitación de hotel o de chalet, a la que hubiese llegado por primera vez, tras bajar del tren.

Golo, embargado por un propósito perverso, salía, al paso nervioso de su caballo, del bosquecillo triangular que aterciopelaba con un verde obscuro la pendiente de la montaña y avanzaba a saltos hacia el castillo de la pobre Genoveva de Brabante, recortado en una línea curva que no era sino el límite de uno de los óvalos de vidrio insertos en el bastidor deslizable entre las ranuras de la linterna. Era sólo un lienzo de castillo y tenía ante sí una landa en la que soñaba Genoveva, ceñida con un cinturón azul. El castillo y la landa eran ambarinos y yo no había necesitado verlos para conocer su color, pues, antes que los vidrios del bastidor, la sonoridad de doradillo del nombre de Brabante me lo había revelado con certeza. Golo se detenía un momento para escuchar entristecido la salmodia leída en voz alta por mi abuela y que parecía comprender perfectamente, pues —con una mansedumbre que no excluía cierta majestad— adaptaba su actitud a las indicaciones del texto y después se alejaba con el mismo paso nervioso y nada podía detener su lenta cabalgada. Si movían la linterna, yo distinguía el caballo de Golo, que seguía avanzando por los visillos de la ventana, abombándose en sus pliegues, descendiendo en sus hendiduras. El propio cuerpo de Golo, de esencia tan sobrenatural como el de su montura, se adaptaba a todo objeto material, a todo objeto que se interpusiera en su camino, tomándolo como osamenta e interiorizándoselo, aunque fuese el pomo de la puerta, al que se amoldaba al instante y por el que flotaba invencible su roja vestidura o su pálido rostro, siempre tan noble y melancólico, pero que no dejaba traslucir inquietud alguna ante aquella transvertebración.

Desde luego, no se me escapaba el encanto de aquellas brillantes proyecciones que parecían emanar de un pasado merovingio y paseaban a mi alrededor reflejos históricos tan antiguos, pero no puedo expresar el malestar que no por ello dejaba de causarme la intrusión del misterio y la belleza en un cuarto que yo había acabado llenando con mi persona hasta el punto de prestarle tan poca atención como a ella. Extinguida la influencia anestesiante de la costumbre, me ponía a pensar, a sentir, cosas muy tristes. Aquel pomo de la puerta de mi cuarto, que para mí difería de todos los demás del mundo —en el sentido de que parecía abrirse solo, sin que necesitara yo girarlo, de tan inconsciente como había llegado a resultarme su manejo—, servía de pronto de cuerpo astral a Golo y, en cuanto llamaban para la cena, me apresuraba a correr al comedor —donde la gran lámpara colgada del techo, que nada sabía de Golo ni de Barba Azul y que conocía a mis padres y el asado de carne de vaca, daba su luz, como todas las noches— y a arrojarme en brazos de mamá, por quien los infortunios de Genoveva de Brabante me hacían sentir más cariño, mientras que los crímenes de Golo me hacían examinar mi propia conciencia con más escrúpulos.

Después de la cena, me veía —¡ay!— obligado a separarme en seguida de mamá, que se quedaba hablando con los demás: en el jardín, si hacía buen tiempo; en el saloncito al que, si estaba desapacible, se retiraba todo el mundo, menos mi abuela, según la cual era «una lástima permanecer encerrado en el campo» y que, los días en que llovía intensamente, mantenía discusiones incesantes con mi padre, porque éste no me dejaba permanecer fuera y me mandaba a leer a mi cuarto. «Así no se hará robusto y enérgico», decía con tristeza, «sobre todo un niño como éste, que tanto necesita cobrar fuerzas y voluntad». Mi padre se encogía de hombros y examinaba el barómetro, pues le gustaba la meteorología, mientras mi madre, procurando no hacer ruido para no molestarlo, lo miraba con respeto cariñoso, pero sin demasiada insistencia para no intentar penetrar en el secreto de sus superioridades, pero a mi abuela —hiciera el tiempo que hiciese: incluso cuando llovía a cántaros y Françoise, temiendo que se mojaran los preciosos sillones de mimbre, se había apresurado a meterlos dentro— se la veía, en cambio, en el jardín vacío y azotado por el chaparrón, apartándose sus desordenadas mechas grises para que la frente se le embebiera mejor con la salubridad del viento y la lluvia. Decía: «¡Por fin se puede respirar!», y recorría las encharcadas calles del jardín —demasiado simétricamente dispuestas, para su gusto, por el nuevo jardinero, carente del sentimiento de la naturaleza y al que mi padre había preguntado desde la mañana temprano si iba a arreglarse el día— con sus entusiastas y nerviosos pasitos, acompasados con los diversos impulsos que despertaban en su alma la embriaguez de la tormenta, el imperio de la higiene, la estupidez de mi educación y la simetría de los jardines, más que con el deseo, desconocido para ella, de evitar a su falda de color ciruela las manchas de barro bajo las cuales desaparecía hasta una altura que siempre era —para su doncella— un problema y un motivo de desesperación.

Cuando mi abuela recorría así el jardín después de cenar, sólo una cosa podía hacerla volver a entrar en la casa: que mi tía abuela —en uno de los momentos en que la revolución de su paseo la traía periódicamente, como un insecto, ante las luces del saloncito, donde se servían los licores sobre la mesa de juego— le gritara: «¡Bathilde! ¡Ven, anda, a impedir que tu marido beba coñac!». En efecto, para hacerla rabiar —es que había aportado a la familia de mi padre un carácter tan diferente, que todo el mundo le hacía bromas y la atormentaba—, mi tía abuela hacía beber a mi abuelo, quien lo tenía prohibido, unas gotas de licor. Mi pobre abuela entraba y rogaba encarecidamente a su marido que no probara el coñac; él se enfadaba e igual echaba el trago y mi abuela volvía a marcharse, triste, desanimada y, sin embargo, sonriente, pues era tan humilde de corazón y tan afable, que su ternura para con los demás y el poco caso que hacía de su propia persona y sus sufrimientos se conciliaban en una sonrisa de su mirada en la que —al contrario de lo que se ve en el rostro de muchos seres humanos— tan sólo había ironía para sí misma y, para todos nosotros, como un beso de sus ojos, que no podían ver a quienes quería sin acariciarlos apasionadamente con la mirada. Aquel suplicio que le infligía mi tía, el espectáculo de los inútiles ruegos de mi abuela y de su debilidad, vencida de antemano, al intentar en vano quitar a mi abuelo la copa de licor, era una de esas cosas a las que más adelante nos acostumbramos hasta considerarlas riendo y tomar partido por el perseguidor bastante resuelta y alegremente para convencernos a nosotros mismos de que no se trata de una persecución; entonces me causaban tal horror, que me habría gustado pegar a mi tía abuela, pero, en cuanto oía decir: «¡Bathilde! ¡Ven, anda, a impedir que tu marido beba coñac!», me comportaba —hombre ya por la cobardía— como lo hacemos todos, ya de mayores, ante los sufrimientos y las injusticias: no quería verlos; subía a sollozar al punto más alto de la casa, junto a la sala de estudio, bajo los tejados, a un cuartito que olía a iris y perfumaba también un grosellero silvestre, crecido fuera, entre las piedras de la muralla, y una de cuyas ramas en flor entraba por la ventana entreabierta. Aquel cuarto, destinado a un uso más especial y vulgar y desde el que, durante el día, se llegaba con la vista hasta el torreón de Roussainville-le-Pin, me sirvió durante mucho tiempo de refugio —seguramente porque era el único que me permitían cerrar con llave— para todas mis ocupaciones que reclamaban una soledad inviolable: la lectura, la ensoñación, las lágrimas y la voluptuosidad. Por desgracia, no sabía yo que —mucho más tristemente que los pequeños incumplimientos del régimen por parte de su marido— mi falta de voluntad, mi delicada salud y la incertidumbre que proyectaban sobre mi futuro preocupaban a mi abuela, durante aquellos paseos incesantes de la tarde y la noche, en los que se veía pasar y volver a pasar —con el perfil alzado hacia el cielo— su hermoso rostro de mejillas morenas y surcadas de arrugas —que con la edad se le habían vuelto casi malva, como las tierras labradas en otoño— y cubiertas, cuando salía, con un velito a medias alzado y en las cuales había siempre, secándose, una lágrima involuntaria, provocada por el frío o por un pensamiento triste.

Mi único consuelo, mientras subía a acostarme, era que, cuando estuviese en la cama, mamá vendría a darme un beso, pero aquellas buenas noches duraban tan poco, mamá volvía a bajar tan aprisa, que el momento en que la oía subir y después sentía, por el pasillo de doble puerta, el ligero roce de su vestido de jardín de muselina azul, del que colgaban cordoncitos de paja trenzada, me resultaba doloroso. Anunciaba el que iba a seguirle, una vez que me hubiera dejado y hubiese vuelto a bajar. De modo que llegué a desear que aquellas buenas noches que tanto me gustaban se retrasaran lo más posible, que se prolongase aquel momento de tranquilidad en el que aún no había venido mamá. A veces, cuando, después de haberme dado un beso, abría la puerta para marcharse, quería yo volver a llamarla, decirle: «Dame otro beso», pero sabía que al instante se le dibujaría el enfado en el rostro, pues la concesión que hacía a mi tristeza y mi desasosiego al subir a besarme, al traerme aquel beso de paz, irritaba a mi padre, que consideraba absurdos aquellos ritos, y habría preferido librarme de aquella necesidad, aquella costumbre, antes que dejarme adquirir la de pedirle —cuando ya se encontraba en el umbral— un beso más. Ahora bien, verla enfadada destruía toda la calma que me había aportado un instante antes, cuando había inclinado sobre mi cama su amorosa cara y me la había ofrecido como una hostia para una comunión de paz en la que mis labios saborearían su presencia real y la posibilidad de conciliar el sueño, pero las noches en las que mamá permanecía, a fin de cuentas, tan poco tiempo en mi cuarto eran aún gratas en comparación con aquellas en que había invitados a cenar y, por ese motivo, no subía a darme las buenas noches. Por lo general, el invitado era el Sr. Swann, quien era casi la única persona, aparte de algunos forasteros de paso, que venía a nuestra casa de Combray, unas veces, como vecino que era, a cenar —con menor asiduidad después de su desafortunado matrimonio, porque mis padres no querían recibir a su esposa— y otras después de la cena, de improviso. Las noches en las que, sentados —delante de la casa y bajo el gran castaño— en torno a la mesa de hierro, oíamos en el extremo del jardín, no el cascabel profuso y chillón que rociaba, que aturdía, al paso, con su ruido ferruginoso, inagotable y helado a toda persona de la casa que lo desencadenaba al entrar «sin llamar», sino el doble tintineo tímido, ovoide y dorado de la campanilla para los extraños, todo el mundo se preguntaba al instante: «Una visita: ¿quién puede ser?», pero de sobra sabíamos que sólo podía ser el Sr. Swann; mi tía abuela, hablando en voz alta, para predicar con el ejemplo, y esforzándose para que su tono pareciese natural, decía que no cuchicheáramos así, que nada hay más descortés para el recién llegado, pues le hace pensar que se están diciendo cosas que no debe oír, y enviábamos de exploradora a mi abuela, quien siempre se alegraba de tener un pretexto para dar otra vuelta por el jardín y de paso aprovechaba para arrancar subrepticiamente algunos tutores a fin de dar a las rosas un aspecto más natural, como una madre que —para ahuecarlo— pasa la mano por el pelo de su hijo, aplastado en exceso tras su paso por la peluquería.

Nos quedábamos todos pendientes de las noticias que mi abuela iba a traernos del enemigo, como si hubiéramos podido vacilar entre un gran número posible de asaltantes, y poco después mi abuelo decía: «Reconozco la voz de Swann». En efecto, sólo se lo reconocía por la voz, no se distinguía bien su rostro de nariz aguileña y ojos verdes bajo una alta frente rodeada de cabellos rubios casi pelirrojos, peinados a lo Bressant, porque manteníamos el jardín lo menos iluminado posible para no atraer los mosquitos, y yo, como quien no quiere la cosa, iba a decir que trajeran los refrescos; mi abuela insistía —por considerarlo más amable— en que no debía parecer algo excepcional y sólo para las visitas. El Sr. Swann, aunque mucho más joven, era muy amigo de mi abuelo, quien había sido uno de los mejores amigos de su padre, persona excelente pero singular, al que a veces bastaba, al parecer, una nadería para interrumpir los impulsos del corazón y cambiar el rumbo del pensamiento. Varias veces al año, oía yo a mi abuelo contar en la mesa anécdotas, siempre las mismas, sobre la actitud del Sr. Swann padre a la muerte de su mujer, a la que había velado noche y día. Mi abuelo, quien llevaba mucho tiempo sin verlo, había corrido junto a él en la propiedad que los Swann poseían en los alrededores de Combray y, para que no asistiera a su introducción en el ataúd, había logrado hacerlo abandonar un momento, deshecho en llanto, la sala mortuoria. Dieron unos pasos por el parque, donde brillaba un poco el sol. De repente, el Sr. Swann, tomando del brazo a mi padre, había exclamado: «¡Ah, amigo mío, qué felicidad pasearnos juntos con este buen tiempo! ¿No le parecen hermosos todos estos árboles, estos majuelos, y mi estanque, por el que nunca me ha felicitado usted? Parece usted afligido. ¿Nota este vientecillo? ¡Ah! Digan lo que digan, ¡la vida tiene sus cosas buenas, mi querido Amadée!». De súbito, le volvió el recuerdo de su esposa muerta y, considerando seguramente demasiado arduo intentar explicar cómo había podido dejarse llevar por un arranque de júbilo en un momento así, se contentó —mediante un gesto que le era familiar siempre que le venía al pensamiento una cuestión peliaguda— con pasarse la mano por la frente y enjugarse los ojos y los cristales de las gafas. Sin embargo, no pudo consolarse por la muerte de su esposa, pero, durante los dos años que le sobrevivió, decía a mi abuelo: «Es curioso, pienso muy a menudo en mi pobre esposa, pero no puedo hacerlo mucho de una vez».

«A menudo, pero poco de una vez, como el pobre Swann padre», había pasado a ser una de las frases favoritas de mi abuelo, quien la pronunciaba a propósito de las cosas más diversas. Si mi abuelo —a quien yo consideraba mejor juez y cuyo juicio, que sentó jurisprudencia para mí, me ha servido posteriormente para absolver faltas que habría sido propenso a condenar— no hubiera exclamado: «Pero, ¡qué dices! ¡Si tenía un corazón de oro!», aquel padre de Swann me habría parecido un monstruo.

Pese a que el Sr. Swann hijo vino con frecuencia, sobre todo antes de casarse, a verlos en Combray, durante muchos años, mi tía abuela y mis abuelos no sospecharon que en absoluto vivía ya en la sociedad frecuentada por su familia y que —con la perfecta inocencia de probos hoteleros que tienen en casa, sin saberlo, a un célebre bandido— albergaban, bajo el anonimato que en cierto modo le brindaba aquel nombre de Swann entre nosotros, a uno de los miembros más elegantes del Jockey-Club, amigo preferido del conde de París y del príncipe de Gales, uno de los hombres más mimados por la alta sociedad del Faubourg Saint-Germain.

Evidentemente, la ignorancia en que vivíamos de aquella brillante vida mundana de Swann se debía en parte a la reserva y a la discreción de su carácter, pero también a que los burgueses de entonces tenían una idea de la sociedad un poco hindú y la consideraban como compuesta de castas cerradas en las que cada cual se encontraba situado desde el nacimiento en el rango que ocupaban sus padres y del que nada —salvo los azares de una carrera excepcional o un matrimonio inesperado— podía sacarlo para hacerlo penetrar en una casta superior. El Sr. Swann padre era agente de cambio y bolsa; «Swann hijo» resultaba ser miembro para toda la vida de una casta en la que las fortunas, como en una categoría de contribuyentes, oscilaban entre tales y cuales ingresos. Se sabía cuáles habían sido las frecuentaciones de su padre y, por tanto, cuáles las suyas, con qué personas estaba «en condiciones» de codearse. Si conocía a otras, eran relaciones de juventud sobre las que los amigos antiguos de su familia, como mis padres, hacían la vista gorda de tanto mejor grado cuanto que, desde que se había quedado huérfano, seguía viniendo muy fielmente a vernos, pero se podía apostar sin miedo a equivocarse a que, si estando con nosotros se hubiera encontrado a aquellos para nosotros desconocidos a los que veía, no se habría atrevido a saludarlos. Si hubiese habido que aplicar a Swann un coeficiente social personal, entre los otros hijos de agentes de cambio y bolsa de situación igual a la de sus padres, habría sido, en su caso, un poco inferior, porque, como era de modales muy sencillos y siempre lo habían «chiflado» los objetos antiguos y la pintura, residía entonces en una mansión antigua en la que acumulaba sus colecciones y que mi abuela soñaba con visitar, pero situada en Quai d’Orléans, barrio que mi tía abuela consideraba infamante para vivir. «¿Es usted de verdad un entendido? Se lo pregunto por su bien, porque los marchantes deben de endilgarle una de mamarrachos», le decía mi tía abuela; en efecto, no le atribuía competencia alguna y ni siquiera tenía en gran concepto desde el punto de vista intelectual a un hombre que en la conversación evitaba los temas serios y mostraba una exactitud muy prosaica no sólo cuando nos transmitía, con todo lujo de detalles, recetas de cocina, sino incluso cuando las hermanas de mi tía abuela hablaban de temas artísticos. Incitado por ellas a dar su opinión, a expresar su admiración por un cuadro, guardaba un silencio casi descortés y, en cambio, se desquitaba si podía facilitar una información material sobre el museo en que se encontraba, sobre la fecha en que había sido pintado, pero, por lo general, se contentaba con intentar divertirnos contando todas las veces una historia nueva que acababa de sucederle con personas elegidas de entre las que conocíamos: con el farmacéutico de Combray, nuestra cocinera, nuestro cochero. Cierto es que aquellos relatos hacían reír a mi tía abuela, pero sin que distinguiese del todo si era por el papel ridículo que en ellos se atribuía siempre Swann o por la gracia con que los contaba: «¡La verdad es que es usted de lo más original, señor Swann!». Como era la única persona un poco vulgar de nuestra familia, procuraba hacer ver a los extraños —cuando hablaban de Swann— que, si éste hubiese querido, habría podido vivir en el Boulevard Haussmann o en la Avenue de l’Opéra, que era el hijo del Sr. Swann, quien debía de haber dejado cuatro o cinco millones, pero que se trataba de un capricho por su parte, que, por lo demás, había de ser, a su juicio, tan divertido para los otros, que, cuando el Sr. Swann iba el 1 de enero a llevarle en París su bolsa de marrons glacés, no dejaba de decirle, si había alguna visita: «¿Qué, señor Swann? ¿Sigue usted viviendo cerca del Almacén de Vinos para estar seguro de no perder el tren, cuando viaja a Lyon?». Y, con el rabillo del ojo, miraba, por encima de los lentes, a los otros visitantes.

Pero, si hubiesen dicho a mi tía abuela que aquel Swann —que, como hijo de su padre, era perfectamente «apto» para ser recibido por la «alta burguesía», por los notarios o los procuradores más encumbrados de París, privilegio al que no parecía atribuir demasiado valor— tenía, como a escondidas, una vida muy diferente, que, al salir de nuestra casa, en París, después de habernos dicho que volvía a la suya a acostarse, daba media vuelta, nada más doblar la esquina, y se dirigía a determinado salón jamás contemplado por los ojos de agente ni socio de agente alguno de cambio y bolsa, habría parecido tan extraordinario a mi tía como podría haberlo sido para una señora más letrada la idea de mantener relaciones personales con Aristeo —quien, después de conversar con ella, iba (y ella lo comprendería) a sumergirse en los reinos de Tetis, en un imperio substraído a los ojos de los mortales y en el que Virgilio nos lo muestra recibido con los brazos abiertos— o —por atenernos a una imagen que podía ocurrírsele con más probabilidad, pues la había visto pintada en nuestros platos para pastas de Combray— la de haber recibido a cenar a Alí Babá, quien, al saberse solo, penetraría en la caverna, deslumbrante de tesoros insospechados.

Un día en que había venido a vernos a París después de cenar y se había excusado por ir vestido de frac y, después de su marcha, Françoise había dicho que, según el cochero, había cenado «en casa de una princesa», mi tía, al tiempo que se encogía de hombros sin alzar los ojos de su labor de punto, había respondido con ironía serena: «Sí, ¡de una princesa de vida alegre!».

De modo, que mi tía abuela adoptaba una actitud impertinente para con él. Como creía que debía sentirse halagado por nuestras invitaciones, le parecía de lo más natural que en verano no viniera a vernos sin un cesto de melocotones o frambuesas de su huerto en la mano y que de todos sus viajes a Italia me trajese fotografías de obras maestras.

No se lo pensaban dos veces a la hora de ir a buscarlo en cuanto se necesitaba una receta de salsa gribiche o de ensalada de piña para grandes cenas a las que no lo invitaban por no considerarlo suficientemente digno de ser presentado a quienes venían a casa por primera vez. Si la conversación versaba sobre los príncipes de la Casa de Francia, mi tía abuela decía a Swann, quien tal vez llevara en el bolsillo una carta de Twickenham: «Esas personas que nunca conoceremos ni usted ni yo y de las que podemos prescindir, ¿verdad?». Las noches en que la hermana de mi abuela cantaba, le hacía empujar el piano y pasar las páginas mostrando para con aquel hombre tan solicitado en otros ambientes la ingenua brusquedad de un niño al jugar con una figurita de colección sin más precauciones que con un objeto barato. Seguramente el Swann que conocieron en la misma época tantos clubmen era muy distinto del que creaba mi abuela cuando —por la noche, en el jardincito de Combray, después de que hubieran tintineado los dos toques vacilantes de la campanilla— inyectaba y vivificaba con todo lo que sabía sobre la familia Swann al obscuro e incierto personaje que se destacaba, seguido de mi abuela, sobre un fondo de tinieblas y al que reconocíamos por la voz. Pero, incluso desde el punto de vista de las cosas más insignificantes de la vida, no somos un todo materialmente construido, idéntico para todo el mundo y sobre el que cada cual pueda informarse como sobre un pliego de condiciones o sobre un testamento; nuestra personalidad social es una creación del pensamiento de los demás. Incluso el acto tan sencillo que denominamos «ver a una persona conocida» es en parte un acto intelectual. Colmamos la apariencia física de la persona que vemos con todas las ideas que tenemos sobre ella y, en el aspecto total que nos imaginamos, dichas ideas ocupan, desde luego, la mayor parte. Acaban hinchando tan perfectamente las mejillas, siguiendo en una adherencia tan exacta la línea de la nariz, matizando la sonoridad de la voz como si no fuera ésta sino una funda transparente, que, siempre que vemos ese rostro y oímos esa voz, recobramos, escuchamos, dichas ideas. Seguramente, en el Swann que habían concebido, mis padres habían omitido, por ignorancia, infinidad de peculiaridades de su vida mundana gracias a las cuales otras personas, cuando estaban delante de él, veían las elegancias reinar en su rostro y detenerse en su aguileña nariz como en su frontera natural, pero también habían podido acumular en ese rostro desprovisto de su prestigio, vacío y espacioso, en el fondo de sus desdeñados ojos, el vago y grato residuo —recuerdo a medias y a medias olvido— de las horas ociosas pasadas juntos, después de nuestras cenas semanales, en torno a la mesa de juegos o en el jardín, durante nuestra vida de buena vecindad campestre. La apariencia corporal de nuestro amigo había quedado tan colmada con dichas ideas, además de con algunos recuerdos relativos a sus padres, que aquel Swann había llegado a ser una persona completa y viva y, cuando me remonto en la memoria desde el que más adelante conocí con exactitud hasta aquel primer Swann —aquel primer Swann en quien vuelvo a ver los encantadores errores de mi juventud y que, por lo demás, se parece menos al otro que a quienes conocí por los mismos años, cual si nuestra vida fuera como un museo en el que todos los retratos de una misma época tienen un aire de familia, una misma tonalidad; aquel primer Swann, todo ocio, perfumado por el olor del gran castaño, los cestos de frambuesas y una brizna de estragón—, tengo la impresión de dejar a una persona para acercarme a otra distinta.

Sin embargo, un día en que mi abuela había ido a pedir un favor a una señora a quien había conocido en el Sacré-Coeur, la marquesa de Villeparisis, de la célebre familia de Bouillon —y con la que, por nuestra concepción de las castas, no había querido mantener relaciones, pese a una simpatía recíproca—, ésta le había dicho: «Creo que conoce usted mucho al Sr. Swann, que es un gran amigo de mis sobrinos, los Des Laumes». Mi abuela había vuelto de su visita entusiasmada con la casa, que daba a unos jardines y en la que la Sra. de Villeparisis le aconsejaba alquilar un piso, y también con el chalequero y su hija, en cuya tienda, situada en el patio, había entrado a pedir que le hiciesen un pespunte en la falda, rasgada en la escalera. Aquellas personas habían parecido perfectas a mi abuela, quien declaraba que la pequeña era una perla y el chalequero el hombre más distinguido, el mejor, que había conocido jamás, pues, para ella, la distinción era algo por completo independiente del rango social. Se extasiaba con una respuesta que el chalequero le había dado, al decir a mamá: «¡Sévigné no se habría expresado mejor!», y, en cambio, refiriéndose a un sobrino de la Sra. de Villeparisis, a quien había conocido en su casa, decía: «¡Ah, hija mía! ¡Qué ordinario es!».

Ahora bien, las palabras relativas a Swann no habían tenido el efecto de realzarlo ante mi tía abuela, sino de rebajar a la Sra. de Villeparisis. La consideración —inspirada por mi abuela— que teníamos para con la Sra. de Villeparisis le había infundido —parecía— el deber —incumplido al enterarse de la existencia de Swann y al permitir a unos parientes suyos frecuentarlo— de nada hacer que la volviese menos digna de ella. «¿Cómo? ¿Que conoce a Swann? ¡Una persona emparentada, según decías, con el mariscal de Mac-Mahon!». Aquella opinión de mis padres sobre las relaciones de Swann les pareció posteriormente confirmada por su boda con una mujer de la peor sociedad, casi una casquivana, a quien, por lo demás, nunca intentó presentar, sino que siguió viniendo solo a nuestra casa, aunque cada vez menos, pero mediante la cual creyeron poder juzgar el medio, desconocido para ellos —suponiendo que de él procediera su esposa—, que solía frecuentar.

Pero en cierta ocasión mi abuelo leyó en un periódico que el Sr. Swann era uno de los más fieles asiduos de los almuerzos dominicales en casa del duque de X..., cuyos padre y tío habían sido los estadistas más destacados del reinado de Luis Felipe. Ahora bien, mi abuelo sentía curiosidad por todos los detalles nimios que podían ayudarlo a entrar con la imaginación en la vida privada de hombres como Molé, el duque Pasquier, el duque de Broglie. Le encantó enterarse de que Swann frecuentaba a personas que los habían conocido. En cambio, mi tía abuela interpretó aquella noticia en sentido desfavorable para Swann: alguien que elegía sus frecuentaciones fuera de la casta en la que había nacido, fuera de su «clase» social, experimentaba, para ella, un enojoso desclasamiento. Así se renunciaba de una vez —le parecía a ella— al fruto de todas las buenas relaciones con personas bien situadas que las familias previsoras habían mantenido y acopiado honorablemente para sus hijos: mi tía abuela había cesado incluso de ver al hijo de un notario de nuestros amigos, porque se había casado con una aristócrata, con lo que había descendido, para ella, del respetable rango de hijo de notario al de uno de esos aventureros, antiguos ayudas de cámara o mozos de cuadra, a quienes, según cuentan, las reinas hicieron algunos favores. Censuró el proyecto concebido por mi abuelo de preguntar a Swann, la próxima noche en que hubiera de venir, por aquellos amigos suyos cuya existencia descubríamos. Por otra parte, las dos hermanas de mi abuela, solteronas que tenían su noble carácter pero no su inteligencia, declararon no comprender el placer que podía encontrar su cuñado en hablar de semejantes boberías. Eran personas de aspiraciones elevadas y, por eso mismo, incapaces de interesarse por un chismorreo, aun cuando hubiera sido de interés histórico, y de forma general por todo lo que no se relacionara directamente con un objeto estético o virtuoso. El desinterés de su pensamiento por todo lo que parecía más o menos relacionado con la vida mundana era tal, que su sentido auditivo —tras haber acabado comprendiendo su inutilidad momentánea en cuanto la conversación en la cena cobraba un cariz frívolo o simplemente prosaico sin que aquellas dos ancianas señoritas hubiesen podido encarrilarla hacia los temas que les eran caros— dejaba en reposo sus órganos receptores y las hacía experimentar un auténtico comienzo de atrofia. Si entonces mi abuelo necesitaba llamar la atención de las dos hermanas, debía recurrir a esas advertencias físicas que utilizan los médicos alienistas para con ciertos maníacos de la distracción: golpear repetidas veces un vaso con la hoja de un cuchillo, coincidiendo con una brusca interpelación de la voz y la mirada, medios violentos que esos psiquiatras —ya sea por hábito profesional o porque consideran a todo el mundo un poco loco— transfieren con frecuencia a las relaciones corrientes con personas sanas.

Se interesaron más cuando, la víspera del día en que Swann, quien ya les había enviado personalmente una caja de vino de Asti, debía venir a cenar, mi tía —con un número de Le Figaro en el que, junto al nombre de un cuadro que figuraba en una exposición de Corot, se encontraban estas palabras: «De la colección del Sr. Charles Swann»— nos dijo: «¿Habéis visto que en Le Figaro hacen “los honores” a Swann?». «Pero, ¡si ya os he dicho siempre que tiene muy buen gusto!», dijo mi abuela. «Naturalmente, tú, con tal de sostener una opinión diferente de la nuestra», respondió mi tía abuela, quien, como sabía que mi abuela nunca era de la misma opinión que ella y como no estaba del todo segura de que nosotros le diésemos siempre la razón, quería arrancarnos una condena en bloque de sus opiniones y nuestra solidaridad —por la fuerza— con las suyas, pero guardamos silencio. Como las hermanas de mi abuela habían manifestado la intención de hablar con Swann sobre esa nota de Le Figaro, mi tía abuela se lo desaconsejó. Siempre que veía en los demás una ventaja, por pequeña que fuese, de la que ella no disfrutaba, se convencía a sí misma de que no era tal, sino un perjuicio, y los compadecía para no tener que envidiarlos. «No creo que sea de su agrado; a mí, desde luego, me resultaría muy desagradable ver mi nombre impreso así, con todas las letras, en el periódico y no me haría ninguna gracia que me lo comentaran». Por lo demás, no se empecinó en persuadir a las hermanas de mi abuela, pues éstas, por horror de la vulgaridad, ejercían con tal maestría el arte de disimular bajo perífrasis ingeniosas una alusión personal, que con frecuencia pasaba inadvertida incluso a aquel a quien iba dirigida. En cuanto a mi madre, sólo pensaba en procurar que mi padre accediera a hablar a Swann —no de su mujer, sino— de su hija, a la que adoraba y por la cual había acabado —según decía— contrayendo aquel matrimonio. «Podrías decirle unas palabras nada más, preguntarle cómo está. Debe de ser algo tan cruel para él». Pero mi padre se enfadaba: «¡Ni hablar! ¡Qué ideas más absurdas se te ocurren! Sería ridículo».

Pero el único de nosotros para el que la llegada de Swann pasó a ser motivo de preocupación dolorosa fui yo. Es que las noches en que había visitas —o sólo la del Sr. Swann— mamá no subía a mi alcoba. Yo cenaba antes que todos y después iba a sentarme a la mesa hasta las ocho, hora a la que —según lo convenido— debía subir a acostarme, y aquel beso precioso y frágil que mamá me confiaba habitualmente en mi cama, en el momento de quedarme dormido, había de transportarlo desde el comedor hasta mi habitación y conservarlo mientras me desvestía, sin que se desintegrara su dulzura, sin que se derramase y se evaporara su volátil virtud y, precisamente aquellas noches en que habría necesitado recibirlo con más precaución, debía tomarlo, arrancarlo brusca y públicamente, sin el tiempo ni la libertad mental necesarios para poner en lo que hacía el detenimiento de los maníacos que se esfuerzan en no pensar en otra cosa, mientras cierran una puerta, a fin de poder oponer victoriosamente a la incertidumbre enfermiza, cuando les vuelve, el recuerdo del momento en que la han cerrado. Estábamos todos en el jardín, cuando sonaron los dos tañidos vacilantes de la campanilla. Sabíamos que era Swann; no obstante, todo el mundo se miró con expresión inquisitiva y enviamos a mi abuela en misión de reconocimiento. «No os olvidéis de darle las gracias de forma inteligible por el vino: ya sabéis que es delicioso y se trata de una caja enorme», recomendó mi abuelo a sus dos cuñadas. «No empecéis a cuchichear», dijo mi tía abuela. «¡Qué agradable es llegar a una casa en la que todo el mundo habla en voz baja!». «¡Ah! Aquí está el Sr. Swann. Vamos a preguntarle si cree que mañana hará bueno», dijo mi padre. Mi madre pensaba que unas palabras suyas borrarían toda la pena que nuestra familia hubiera podido causar a Swann desde su boda. Se las ingenió para llevárselo un poco aparte, pero yo la seguí: pensando en que después tendría que dejarla en el comedor y volver a subir a mi habitación sin el consuelo de que viniera, como las demás noches, a darme un beso, no podía decidirme a separarme ni un paso de ella. «A ver, señor Swann», le dijo, «hábleme un poco de su hija: estoy segura de que ya es aficionada a las obras bellas, como su papá». «Venga, venga a sentarse con todos nosotros bajo el mirador», dijo mi abuelo acercándose. Mi madre se vio obligada a interrumpirse, pero incluso aquel obstáculo le inspiró otro pensamiento delicado, como los buenos poetas a los que la tiranía de la rima fuerza a encontrar sus mayores bellezas: «Ya volveremos a hablar de ella cuando estemos solos», dijo a media voz a Swann. «Sólo una mamá puede comprenderlo a usted. Estoy segura de que la suya sería de mi opinión». Nos sentamos todos en torno a la mesa de hierro. Yo habría querido no pensar en las horas de angustia que pasaría aquella noche, a solas en mi habitación y sin poder conciliar el sueño; intentaba convencerme de que no tenían la menor importancia, pues el día siguiente por la mañana las habría olvidado, y centrarme en ideas sobre el futuro que deberían haberme conducido, como por un puente, allende el abismo próximo que me espantaba, pero mi mente, tensa por la inquietud, convexa como la mirada que lanzaba a mi madre, no se dejaba penetrar por impresión ajena alguna. Sí que entraban los pensamientos en ella, pero con la condición de dejar fuera todo elemento de belleza o simplemente de gracia que habría podido emocionarme o distraerme. Así como un enfermo asiste con plena lucidez —gracias a un anestésico— a la operación que le practican, pero sin sentir nada, yo podía recitarme versos que me gustaban u observar los esfuerzos de mi abuelo para hablar con Swann del duque de Audiffret-Pasquier sin que los primeros me hicieran experimentar la menor emoción ni los segundos alegría alguna. Dichos esfuerzos fueron infructuosos. Apenas había formulado mi abuelo a Swann una pregunta relativa a ese orador, cuando una de las hermanas de mi abuela —en cuyos oídos resonó aquella pregunta como un silencio profundo, pero intempestivo, y que la cortesía exigía romper— se dirigió a la otra: «Imagínate, Céline, que he conocido a una joven institutriz sueca y me ha dado detalles de lo más interesantes sobre las cooperativas en los países escandinavos. Habrá que invitarla a cenar aquí un día». «¡Ya lo creo!», respondió su hermana Flora. «Pero yo tampoco he perdido el tiempo. Me han presentado en casa del Sr. Vinteuil a un anciano sabio que conoce mucho a Maubant y a quien éste ha explicado con el mayor detalle cómo se las arregla para componer un papel: algo de lo más interesante. Es un vecino del Sr. Vinteuil, cosa que yo no sabía, y muy amable». «El Sr. Vinteuil no es el único que tiene vecinos amables», exclamó mi tía Céline con una voz que, con la timidez, resultaba fuerte y, con la premeditación, artificial, mientras lanzaba a Swann una mirada —como ella decía— significativa. En el mismo momento, mi tía Flora, al comprender que aquella frase era el agradecimiento de Céline por el vino de Asti, miraba igualmente a Swann con una expresión en la que se mezclaban el pláceme y la ironía, ya fuera para subrayar simplemente la ocurrencia de su hermana, porque envidiara a Swann haberla inspirado o porque no pudiera por menos de burlarse de él, creyendo que se encontraba en un apuro. «Creo que podremos lograr que ese señor venga a cenar», continuó Flora; «cuando orientas la conversación sobre Maubant o sobre la Sra. Materna, se pasa horas hablando». «Debe de ser delicioso», suspiró mi abuelo, en cuya inteligencia la naturaleza no había tenido —por desgracia— a bien incluir la posibilidad de interesarse apasionadamente por las cooperativas suecas o la composición de los papeles de Maubant, como también había olvidado dotar a la de las hermanas de mi abuela con el granito de sal que debemos añadir para apreciar algún sabor en un relato sobre la vida íntima de Molé o del conde de París. «Pues mire», dijo Swann a mi abuelo, «lo que voy a decirle tiene más relación de lo que parece con lo que me preguntaba usted, pues en ciertos aspectos las cosas no han cambiado gran cosa. Esta mañana he releído en Saint-Simon algo que lo habría divertido a usted. Está en el volumen que versa sobre su embajada en España: no es uno de los mejores, es un simple diario, pero al menos está maravillosamente escrito, lo que constituye ya una primera diferencia con los tediosos periódicos que nos consideramos obligados a leer mañana y noche». «No soy de su opinión: hay días en los que la lectura de los periódicos me parece muy agradable...», interrumpió mi tía Flora, para hacer ver que había leído la frase sobre el Corot de Swann en Le Figaro. «¡Cuando hablan de cosas o personas que nos interesan!», encareció mi tía Céline. «No digo que no», respondió Swann, asombrado. «Lo que yo reprocho a los periódicos es que nos hagan prestar atención todos los días a cosas insignificantes, mientras que leemos tres o cuatro veces en nuestra vida los libros que encierran cosas esenciales. Puesto que todas las mañanas desgarramos febrilmente la faja del diario, deberíamos cambiar las cosas y poner en él, qué sé yo, los... ¡Pensamientos de Pascal!», y recalcó esa palabra con tono irónicamente enfático para no parecer pedante. «Y en el volumen de cantos dorados que tan sólo abrimos una vez cada diez años», añadió dando muestras del desdén por las cosas mundanas que fingen sentir ciertos hombres de mundo, «es en el que leeríamos que la reina de Grecia ha ido a Cannes o que la princesa de Léon ha dado un baile de disfraces. Así quedaría restablecida la proporción justa». Pero, lamentando haber caído en la tentación de hablar, aun con ligereza, de cosas serias, añadió, irónico: «Bonita conversación la nuestra, no sé por qué abordamos esas “cimas”», y, tras volverse hacia mi abuelo, añadió: «Pues, como le decía, Saint-Simon cuenta que Maulévrier había tenido la audacia de tender la mano a sus hijos. Es, verdad, ese Maulévrier del que dice: “Nunca vi en esa basta botella otra cosa que mal talante, grosería y necedades”». «Bastas o no, yo conozco botellas en las que hay cosas muy distintas», dijo con vivacidad Flora, quien también quería dar las gracias a Swann, pues el regalo de vino de Asti era para las dos. Céline se echó a reír. Swann, desconcertado, prosiguió: «“No sé si fue ignorancia o listeza”, escribe Saint-Simon, “pero quiso dar la mano a mis hijos. Lo advertí a tiempo para impedírselo”». Mi abuelo estaba ya extasiándose con lo de «ignorancia o listeza», pero la Srta. Céline, a quien el nombre de Saint-Simon —un literato— había impedido la anestesia completa de las facultades auditivas, se indignó: «¡Cómo! ¿Admira usted eso? ¡Muy bonito, hombre! Pero, ¿qué puede querer decir? ¿Es que no vale un hombre tanto como otro? ¿Qué puede importar que sea duque o cochero, si tiene inteligencia y corazón? Bonita manera tenía ese Saint-Simon de educar a sus hijos, si no les decía que dieran la mano a todas las personas honradas. Pero, ¡si es que es abominable, sencillamente! ¿Y se atreve usted a citar eso?». Y mi abuelo, consternado, al advertir la imposibilidad, ante aquella obstrucción, de lograr que Swann contara las historias que lo habrían divertido, decía en voz baja a mamá: «Recuérdame el verso que me enseñaste y que tanto me alivia en momentos así. ¡Ah, sí!: “Señor, ¡cuántas virtudes nos haces detestar!”. ¡Ah! ¡Qué bien está!».

Yo no quitaba la vista de mi madre, sabía que, cuando se sentaran a la mesa, no me permitirían permanecer durante toda la cena y que, para no contrariar a mi padre, mamá no me dejaría besarla varias veces delante de todo el mundo, como si estuviéramos en mi habitación. Por eso, en el comedor me prometía a mí mismo que, cuando comenzaran a cenar y sintiera que se acercaba la hora, haría por adelantado —de ese beso, que sería tan corto y furtivo— todo lo que pudiese por mí mismo: elegir con la mirada el punto de la mejilla que besaría, preparar mi pensamiento para poder —gracias a ese comienzo mental del beso— dedicar todo el minuto que me concedería mamá a sentir su mejilla contra mis labios, así como un pintor que sólo puede conseguir cortas sesiones de pose prepara su paleta y hace por adelantado y de memoria —gracias a sus notas— todo aquello para lo que, en caso necesario, no sea imprescindible la presencia del modelo, pero, mira por dónde, antes de que llamaran para la cena, mi abuelo tuvo la ferocidad inconsciente de decir: «El niño parece cansado, debería subir a acostarse. Además, esta noche cenamos tarde». Y mi padre, que no observaba tan escrupulosamente como mi abuela y mi madre la letra de los tratados, dijo: «Sí, anda, vete a la cama». Quise dar un beso a mamá en el preciso momento en que se oyó el timbre para la cena. «Anda, hombre, deja en paz a tu madre, ya os habéis dado las buenas noches: esas manifestaciones son ridículas. ¡Vamos, sube!». Y hube de marcharme sin viático; hube de subir cada peldaño de la escalera resistiendo el impulso de mi corazón, que, como dice la frase popular, «no me cabía en el pecho» y quería volver junto a mi madre, porque ésta no le había dado —con un beso— licencia para seguirme. Aquella detestada escalera, por la que siempre subía con tanta tristeza, exhalaba un olor a barniz que había en cierto modo absorbido, cristalizado, esa clase particular de pena que sentía todas las noches y la volvía tal vez más cruel aún para mi sensibilidad, porque con esa forma olfativa mi inteligencia quedaba anulada. Cuando dormimos y no percibimos aún un dolor de muelas sino como una muchacha a la que nos esforzamos doscientas veces seguidas en sacar del agua o como un verso de Molière que no cesamos de repetirnos, resulta un gran alivio despertar y que nuestra inteligencia pueda despojar la idea del dolor de muelas de todo disfraz heroico o cadencioso. Lo contrario de ese alivio experimentaba yo, cuando la pena que me daba subir a mi cuarto entraba en mí de forma infinitamente más rápida, casi instantánea, a la vez insidiosa y brusca, por la inhalación —mucho más tóxica que el encaje moral— del olor a barniz particular de aquella escalera. Una vez en mi cuarto, tuve que cegar todas las salidas, cerrar los postigos, cavar mi propia tumba, al deshacer la cama, y ponerme el sudario de mi camisa de dormir, pero —antes de enterrarme en la cama de hierro que habían añadido al cuarto, porque en verano tenía demasiado calor bajo las cortinas de reps de la cama grande— tuve un arrebato de rebelión y quise probar una artimaña de condenado. Escribí a mi madre para suplicarle que subiese por un motivo grave que no podía decirle en la carta. Lo que me aterraba era que Françoise —la cocinera de mi tía encargada de ocuparse de mí, cuando estaba en Combray— se negara a llevar mi nota. Me imaginaba que llevar un recado a mamá, cuando había visitas, le parecería tan imposible como para el portero de un teatro entregar una carta a un actor en plena representación. Tenía —respecto de las cosas que se pueden o no hacer— un código apremiante, profuso, sutil e intransigente sobre distinciones inasibles u ociosas (lo que le daba la apariencia de esas leyes antiguas que, junto a prescripciones feroces, como la de degollar a los niños de pecho, prohíben con exagerada delicadeza hervir el cabrito en la leche de su madre o comer el nervio de la pata de un animal). Dicho código, a juzgar por el repentino empecinamiento con que se negaba a hacer ciertos recados que le encargábamos, parecía haber previsto complejidades sociales y refinamientos mundanos tales, que nada del medio del que procedía Françoise ni en su vida de criada de pueblo había podido sugerírselos y resultaba inevitable pensar que había en ella un pasado francés muy antiguo, noble y mal comprendido, como en esas ciudades manufactureras en las que ciertas mansiones antiguas atestiguan que en tiempos hubo una vida cortesana y en las que los obreros de una fábrica de productos químicos trabajan entre delicadas representaciones esculturales del milagro de San Teófilo o de los cuatro hijos de Aymon. En aquella ocasión, el artículo del código con arreglo al cual era poco probable que, salvo en caso de incendio, fuese Françoise a molestar a mamá delante del Sr. Swann por un personaje tan insignificante como yo, expresaba simplemente el respeto que profesaba no sólo a los padres —como a los muertos, los sacerdotes y los reyes—, sino también al forastero al que se da hospitalidad, respeto que podría haberme conmovido en un libro, pero que siempre me irritaba en sus labios, por el tono grave y tierno que adoptaba para referirse a él, y más aún aquella noche en la que, en vista del carácter sagrado que confería a la cena, se negaría a perturbar su ceremonia. Pero, para valerme de una baza a mi favor, no vacilé en mentir y decirle que en modo alguno había sido yo quien había querido escribir a mamá, sino que había sido ella quien, al despedirse de mí, me había recomendado que no olvidara enviarle una respuesta sobre un objeto que me había pedido buscar y, desde luego, se enfadaría mucho, si no se le entregaba aquella nota. Me parece que Françoise no me creyó, pues —como los hombres primitivos, cuyos sentidos estaban más aguzados que los nuestros— discernía inmediatamente, por signos inasibles para nosotros, toda verdad que queríamos ocultarle; miró durante cinco minutos el sobre, como si el examen del papel y el aspecto de la escritura fueran a informarla sobre la naturaleza del contenido o a indicarle a qué artículo de su código debía referirse. Después salió con expresión resignada, que parecía significar: «¡Menuda desgracia para unos padres tener un hijo así!». Al cabo de un momento, volvió para decirme que aún estaban con el helado, que al jefe de comedor le resultaba imposible entregar la carta en aquel momento y delante de todo el mundo, pero que, cuando estuvieran con los enjuagadientes, encontrarían la forma de pasársela a mamá. Al instante mi ansiedad se disipó; mi separación de mi madre ya no era, como antes, hasta mañana, pues mi notita, al tiempo que la enfadaría seguramente —y más aún porque esa maniobra me ridiculizaría ante Swann—, iba a hacerme entrar al menos, invisible y encantado, en la misma sala que ella, iba a hablarle de mí al oído, ya que aquel comedor prohibido, hostil —en el que, aún un instante antes, el propio helado (el «granizado») y los enjuagadientes me parecían encerrar placeres malignos y mortalmente tristes, porque mamá los degustaba lejos de mí—, se abría a mí y —como un fruto que, al madurar, rompe su envoltura— iba a hacer brotar, proyectar hasta mi corazón embriagado, la atención de mamá, mientras leyese mis líneas. Ya no estaba separado de ella; habían caído las barreras, un hilo delicioso nos unía de nuevo y, además, no era eso todo: ¡mamá iba a venir sin lugar a dudas!

Si hubiera leído mi carta y hubiese adivinado su fin, Swann se habría burlado lo suyo —me parecía— de la angustia que acababa yo de experimentar; ahora bien, como supe más adelante, una angustia similar fue durante muchos años el tormento de su vida y tal vez nadie habría podido comprenderme tan bien como él: a él esa angustia que inspira sentir a la persona amada en un lugar de placer en el que no estamos, en el que no podemos reunirnos con ella, se la hizo experimentar el amor, al que está en cierto modo predestinada, por el cual será acaparada, especializada, pero, cuando, como en mi caso, esa angustia ha entrado en nosotros antes de que el amor haya hecho su aparición en nuestra vida, flota entretanto, imprecisa y libre, sin destino determinado, al servicio un día de un sentimiento y el siguiente de otro: ora de la ternura filial ora de la amistad por un compañero. Y la alegría con la que hice mi primer aprendizaje, cuando Françoise volvió a decirme que iban a entregar mi carta, Swann también la había conocido: esa alegría engañosa que nos da algún amigo, algún pariente, de la mujer que amamos, cuando, al llegar a la casa o al teatro en el que se encuentra, con ocasión de un baile, fiesta o estreno en el que va a verla, nos ve errando fuera, esperando, desesperados, alguna ocasión para comunicar con ella. Nos reconoce, nos aborda familiarmente, nos pregunta qué hacemos allí y, cuando inventamos la historia de que hemos de decir algo urgente a su pariente o amiga, nos asegura que nada es más fácil, nos hace entrar en el vestíbulo y nos promete que nos la enviará en menos de cinco minutos. ¡Cómo queremos —como en aquel momento quería yo a Françoise— al intermediario bienintencionado que con unas palabras acaba de hacernos soportable, humana y casi propicia la inconcebible, infernal, fiesta en la que torbellinos enemigos, perversos y deliciosos, alejaban —creíamos— y hacían reír de nosotros a nuestra amada! Si los juzgamos por él —el pariente que se nos ha acercado y que es también uno de los iniciados en los crueles misterios—, nada demoníaco debe de haber en los otros invitados de la fiesta. Mira por dónde, penetramos, por una brecha inesperada, en esas horas inaccesibles y torturantes en las que ella iba a saborear placeres desconocidos; uno de esos momentos de cuya sucesión estarían compuestas, un momento tan real como los demás, tal vez más importante incluso para nosotros, porque nuestra amada participa más en él, nos lo representamos, mira por dónde, lo poseemos, intervenimos en él, casi lo hemos creado: aquel en el que van a decirle que estamos ahí, abajo. Y seguramente los otros momentos de la fiesta no debían de ser de una esencia muy diferente de aquél, nada debía de haber en ellos más delicioso y que hubiese de hacernos sufrir tanto, puesto que el amigo benévolo nos ha dicho: «¡Cómo no! ¡Le encantará bajar! Va a preferir con mucho hablar contigo a aburrirse ahí arriba». ¡Ay! Swann lo sabía por experiencia: las buenas intenciones de un tercero carecen de poder ante una mujer que se irrita al sentirse perseguida hasta una fiesta por alguien a quien no quiere. Muchas veces, el amigo vuelve a bajar solo.

Mi madre no vino y, sin miramientos para con mi amor propio —empeñado en que la patraña de la búsqueda, cuyo resultado supuestamente me había pedido que le transmitiera, no resultara desmentida—, me transmitió por mediación de Françoise estas palabras: «No hay respuesta», que tantas veces he oído más adelante a porteros de «palacios» o a lacayos de garitos transmitir a una pobre muchacha asombrada: «¡Cómo! ¿Que no ha dicho nada? Pero, ¡es imposible! Pero, ¿de verdad le ha entregado usted mi carta? Muy bien, seguiré esperando». Y, tras haber rechazado el ofrecimiento de Françoise de hacerme una tisana o quedarse junto a mí —de igual modo que esa muchacha asegura sin falta que no necesita otra luz que el portero quiere encender para ella y se queda ahí y no oye ya sino las pocas frases sobre el tiempo que cambian el portero y un botones, a quien éste envía de pronto, al ver la hora que es, a refrescar con hielo la bebida de un cliente—, la dejé volver a la antecocina, me acosté, cerré los ojos y procuré no oír la voz de mis padres, que estaban tomando el café en el jardín, pero, al cabo de unos segundos, sentí que, al escribir aquella nota a mamá, al acercarme —con riesgo de enojarla— tanto a ella, que había creído rozar el momento de volver a verla, me había privado de la posibilidad de conciliar el sueño sin haber vuelto a verla y los latidos de mi corazón se volvían cada minuto más dolorosos, porque, al recomendarme a mí mismo una calma que era la aceptación de mi infortunio, aumentaba mi desasosiego. De pronto, se disipó mi ansiedad y, como cuando un medicamento potente comienza a hacer efecto y nos calma un dolor, me embargó la felicidad: acababa de adoptar la resolución de no intentar conciliar el sueño de nuevo sin haber vuelto a ver a mamá, de darle un beso a toda costa —aunque fuera con la certidumbre de estar después mucho tiempo enfadado con ella—, cuando subiese a acostarse. La calma resultante de mis angustias disipadas, no menos que la espera, la sed y el miedo al peligro, me infundía un gozo extraordinario. Abrí la ventana sin hacer ruido y me senté al pie de mi cama; apenas me movía para que no me oyesen desde abajo. Fuera, las cosas parecían también paralizadas en una atención muda para no perturbar la luz de la luna, que —al duplicar y hacer retroceder todas las cosas con la prolongación por delante de su reflejo, más denso y concreto que ellas— había afinado y engrandecido a un tiempo el paisaje, como cuando extendemos un plano, hasta entonces plegado. Lo que necesitaba hacerlo —algún follaje de castaño— se movía, pero su minucioso estremecimiento total, ejecutado hasta en sus menores matices y sus últimas delicadezas, no se comunicaba al resto ni se fundía con él, sino que permanecía circunscrito. Expuestos sobre aquel silencio que no los absorbía, los ruidos más lejanos, los que debían de proceder de jardines en el otro extremo de la ciudad, se percibían detallados con tal «primor», que parecían deber aquel efecto de lejanía exclusivamente a su pianissimo, como esos motivos en sordina tan bien ejecutados por la orquesta del Conservatorio, que, aunque ninguna nota se nos escape, creemos oír lejos de la sala de conciertos, y todos los antiguos abonados —las hermanas de mi abuela también, cuando Swann les había cedido sus localidades— aguzaban el oído, como si hubieran escuchado los avances lejanos de un ejército en marcha que aún no hubiese doblado la esquina de la Rue de Trévise.

Yo sabía que el trance en el que me colocaba era —de todos— el que podía tener para mí, por parte de mis padres, las consecuencias más graves, mucho más, en verdad, de lo que un extraño habría podido suponer, más que las que podían producir —habría creído él— sólo faltas de verdad vergonzosas. Ahora bien, en la educación que me daban el orden de las faltas no era el mismo que en la de los otros niños y me habían acostumbrado a colocar por encima de todas las demás —seguramente porque no había otras de las cuales necesitara verme protegido con más celo— aquellas cuyo carácter común es —comprendo ahora— el de que caemos en ellas cediendo a un impulso nervioso. Claro, que entonces no se pronunciaba esa palabra, no se declaraba ese origen, que habría podido hacerme considerar excusable por mi parte sucumbir a ellas o incluso considerarme tal vez incapaz de oponerles resistencia, pero las reconocía perfectamente por la angustia que las precedía y por el rigor del castigo que las seguía, si bien infinitamente más grave, y la que acababa de cometer era —lo sabía— del mismo género que otras por las cuales me habían castigado severamente. Cuando fuese a salir al paso de mi madre en el momento en que subiera a acostarse y ella viese que había permanecido levantado para volver a darle las buenas noches en el pasillo, no me dejarían permanecer más en la casa, me enviarían al colegio a la mañana siguiente: eso, seguro. Pues bien, aunque hubiese de tirarme por la ventana cinco minutos después, lo prefería con mucho. Lo que ahora quería era mi mamá, darle las buenas noches, había llegado demasiado lejos por la vía encaminada a la realización de aquel deseo para poder dar marcha atrás.

Oí los pasos de mis padres, que acompañaban a Swann, y, cuando el cascabel de la puerta me hubo avisado de que acababa de marcharse, me dirigí a la ventana. Mamá estaba preguntando a mi padre si le había gustado la langosta y si había repetido el Sr. Swann del helado de café y pistacho. «Me ha parecido muy poca cosa», dijo mi madre; «la próxima vez habrá que probar otro aroma». «Me resulta difícil explicar lo cambiado que encuentro a Swann», dijo mi tía abuela. «¡Está tan envejecido!». Mi tía abuela estaba tan acostumbrada a ver siempre en Swann al mismo adolescente, que la asombraba encontrárselo de pronto mayor de lo que seguía considerándolo y, por lo demás, mis padres empezaban a ver en él esa vejez anormal, excesiva, vergonzosa y merecida de los solteros, de todos aquellos para quienes parece que el gran día sin un mañana es más largo que para los demás, porque para ellos está vacío y los momentos se suman en él desde la mañana sin dividirse después entre los hijos. «Creo que tiene muchas preocupaciones con la tunante de su mujer, que, como todo Combray sabe, vive con cierto señor de Charlus. Es el hazmerreír de la ciudad». Mi madre comentó que, sin embargo, parecía menos triste desde hacía un tiempo. «También hace menos ese gesto, idéntico al de su padre, de enjugarse los ojos y pasarse la mano por la frente. Yo creo que, en el fondo, ya no quiere a esa mujer». «Pues claro que no la quiere», respondió mi abuelo. «Hace ya mucho que recibí una carta de él a ese respecto, que en un principio no me convenció y que no deja lugar a dudas sobre sus sentimientos, al menos de amor, para con su esposa. ¡Por cierto! ¿Lo veis como no le habéis dado las gracias por el vino de Asti?», añadió mi abuelo, al tiempo que se volvía hacia sus dos cuñadas. «¿Cómo que no le hemos dado las gracias? Me parece —dicho sea entre nosotros— que yo se lo he dado a entender con mucha delicadeza», respondió mi tía Flora. «Sí, te las has compuesto muy bien: me ha parecido admirable», dijo mi tía Céline. «Pero, ¡si tú has estado también muy bien!». «Sí, me siento bastante orgullosa de mi comentario sobre los vecinos amables». «¡Cómo! ¿A eso llamáis dar las gracias?», exclamó mi abuelo. «Yo lo he oído, pero que me lleve el diablo si me ha parecido que iba destinado a Swann. Podéis estar seguras de que no ha entendido nada». «Pero, bueno, Swann no es tonto, estoy segura de que lo ha apreciado. ¡No iba a ponerme a hablarle del número de botellas y del precio del vino!». Mi padre y mi madre permanecieron solos y se sentaron un instante; después mi padre dijo: «Bueno, pues, si quieres, podemos subir a acostarnos». «Si así lo deseas, mi amor, aunque no tengo ni asomo de sueño; ahora, que no puede haber sido ese helado de café tan anodino lo que me haya desvelado, pero veo la luz en la antecocina y, ya que la pobre Françoise me ha esperado, voy a pedirle que me desabroche el corpiño, mientras tú vas a desvestirte». Y mi madre abrió la puerta enrejada del vestíbulo que daba a la escalera. No tardé en oírla subir a cerrar su ventana. Me dirigí sin hacer ruido al pasillo; el corazón me latía tan fuerte, que me costaba avanzar, pero al menos ya no era de ansiedad, sino de espanto y júbilo. Vi en el hueco de la escalera la luz proyectada por la vela de mamá. Después la vi a ella y me lancé. En el primer segundo, me miró con asombro, sin comprender lo que había ocurrido. Después su rostro cobró una expresión de cólera, ni siquiera me decía una palabra y, en efecto, por mucho menos que aquello dejaban de dirigirme la palabra durante varios días. Si mamá me hubiese dicho alguna palabra, habría sido como reconocer que podían volver a hablarme, lo que tal vez me habría parecido, por lo demás, más terrible aún, como una señal de que, ante la gravedad del castigo que iba a prepararse, el silencio, el disgusto, habrían sido pueriles. Una palabra habría sido la calma con la que se responde a un criado cuyo despido se acaba de decidir, el beso que se da a un hijo al que se envía a alistarse, mientras que, en caso de contentarse con un enfado de dos días, se le habría denegado, pero oyó subir a mi padre del cuarto de aseo, al que había ido a desvestirse, y, para evitar la escena que me haría, me dijo con voz entrecortada por la cólera: «¡Vete, vete! Que al menos no te vea tu padre así, ¡esperando como un loco!». Pero yo le repetía: «Ven a darme las buenas noches», aterrado al ver que el reflejo de la vela de mi padre se alzaba ya en la pared, pero también utilizando su cercanía como un medio de chantaje y esperando que mamá —para evitar que mi padre me encontrara aún allí, si seguía negándose— me dijese: «Métete en tu cuarto, que ahora voy». Era demasiado tarde, mi padre estaba ya ante nosotros. Sin querer, murmuré estas palabras, que nadie oyó: «¡Estoy perdido!».

No fue así. Mi padre me denegaba constantemente permisos concedidos en los pactos más amplios otorgados por mi madre y mi abuela, porque no le importaban los «principios» y con él no había «derecho de gentes». Por una razón del todo circunstancial —o incluso sin razón— me prohibía en el último momento cierto paseo tan habitual, tan consagrado, que no se podía privarme de él sin cometer perjurio o —como había hecho también aquella noche, mucho antes de la hora ritual— me decía: «Vamos, sube a acostarte, ¡no hay nada que explicar!». Pero, como no tenía principios —en el sentido de mi abuela—, tampoco tenía, hablando propiamente, intransigencia. Me miró un instante con expresión de asombro y enojo y después, cuando mamá le hubo explicado, apurada, lo que había ocurrido, le dijo: «Pues vete con él, mujer, ya que decías precisamente que no tenías sueño; quédate un poco en su cuarto, que yo no necesito nada». «Pero que yo tenga o no sueño en nada cambia el caso, mi amor, no podemos acostumbrar a este niño...». «Pero no se trata de acostumbrarlo», dijo mi padre encogiéndose de hombros, «ya ves que está triste, este niño, tiene expresión de desconsuelo; vamos, ¡que no somos verdugos! Cuando haya caído enfermo, ¡ya verás! Como hay dos camas en su habitación, di a Françoise que te prepare la grande y acuéstate esta noche junto a él. Hale, buenas noches: yo, que no soy tan nervioso como vosotros, voy a acostarme».

No se podían dar las gracias a mi padre; habría sido irritarlo con sensiblerías, como él decía. Permanecí sin atreverme a hacer un movimiento; estaba aún ante nosotros —alto, con su blanco camisón de dormir bajo el pañuelo violeta y rosa de cachemira de la India que se anudaba en torno a la cabeza desde que tenía neuralgias— con el gesto de Abraham —en el grabado inspirado en Benozzo Gozzoli que me había regalado el Sr. Swann— en el momento de decir a Sara que debe separarse de Isaac. Hace muchos años de aquello. Hace mucho que no existe la muralla de la escalera, por la que vi subir el reflejo de su vela. También en mí se han destruido muchas cosas que, según creía, habían de durar siempre y se han erigido otras nuevas y han engendrado penas y alegrías nuevas que no habría yo podido prever entonces, así como las antiguas se me han vuelto difíciles de comprender. Hace mucho tiempo también que mi padre ha cesado de poder decir a mamá: «Vete con el niño». La posibilidad de tales momentos jamás renacerá para mí, pero desde hace poco empiezo de nuevo a percibir muy bien —si presto oídos— los sollozos que tuve fuerzas para contener delante de mi padre y que no estallaron hasta encontrarme solo con mamá. En realidad, nunca han cesado y sólo porque ahora la vida se calla más a mi alrededor los oigo de nuevo, como esas campanas de conventos, tan bien cubiertas por los ruidos de la ciudad durante el día, que parecen haber callado, pero vuelven a tañer en el silencio de la noche.

Mamá pasó aquella noche en mi alcoba; en el momento en que acababa de cometer una falta tal, que me esperaba verme obligado a abandonar la casa, mis padres me concedían más de lo que habría obtenido jamás de ellos como recompensa por una buena acción. El comportamiento de mi padre para conmigo —incluso en el momento en que se manifestaba en aquella gracia— conservaba el carácter arbitrario e inmerecido que lo caracterizaba, debido por lo general más a conveniencias fortuitas que a un plan premeditado. Tal vez incluso lo que yo llamaba su severidad, cuando me enviaba a la cama, mereciera menos ese nombre que la de mi madre o de mi abuela, pues su temperamento, más distinto en algunos aspectos del mío que el de ellas, probablemente no hubiera adivinado hasta entonces lo desdichado que me sentía yo todas las noches, cosa que mi madre y mi abuela sabían muy bien, pero éstas me querían lo suficiente para no consentir librarme del sufrimiento, querían enseñarme a dominarlo para atenuar mi nerviosa sensibilidad y fortalecer mi voluntad. En cuanto a mi padre, cuyo afecto por mí era de otra clase, no sé si habría tenido ese valor; para una vez que acababa de comprender que yo me sentía apenado, había dicho a mi madre: «Anda, ve a consolarlo». Mamá pasó aquella noche en mi alcoba y, como para no estropear con remordimiento alguno aquellas horas tan diferentes de lo que había tenido derecho a esperar, cuando Françoise —comprendiendo, al ver sentada a mi lado a mamá, que me tenía cogida la mano y me dejaba llorar sin regañarme, que ocurría algo extraordinario— le preguntó: «Pero, señora, ¿qué le ocurre al señorito, que llora así?», le respondió: «Pero, ¡si ni siquiera él lo sabe, Françoise! Está nervioso. Prepáreme a escape la cama grande y suba a acostarse». Así, por primera vez no consideraban ya mi tristeza una falta digna de castigo, sino un mal involuntario que acababan de reconocer oficialmente, como un estado nervioso del que yo no era responsable; sentía el alivio de no tener ya que mezclar los escrúpulos con la amargura de mis lágrimas, podía llorar sin pecar. También me sentía no poco orgulloso ante Françoise de aquella mudanza de las cosas humanas, que, una hora después de que mamá se hubiera negado a subir a mi habitación y me hubiese mandado la desdeñosa respuesta de que debía dormirme, me elevaba a la dignidad de persona mayor y me había hecho alcanzar de repente como una pubertad de la pena, una emancipación de las lágrimas. Debería haberme sentido feliz, pero no lo estaba. Me parecía que mi madre acababa de hacerme una primera concesión que debía resultarle dolorosa, que se trataba de una primera renuncia por su parte al ideal que había concebido para mí y por primera vez se confesaba —ella, tan valiente— vencida. Me parecía que, si acababa yo de lograr una victoria, había sido contra ella, que había conseguido —como podrían haberlo hecho la enfermedad, ciertas penas o los años— debilitar su voluntad y doblegar su ánimo y que aquella noche comenzaba una nueva era y quedaría como una fecha triste. Si me hubiese atrevido en aquel momento, habría dicho a mamá: «No, no quiero, no te acuestes aquí». Pero conocía la sabiduría práctica, pragmática —como se diría en la actualidad—, que moderaba en ella el temperamento ardientemente idealista de mi abuela, y sabía que, como el mal ya estaba hecho, preferiría dejarme al menos saborear su calmante deleite y no molestar a mi padre. Cierto es que el hermoso rostro de mi madre brillaba aún con la juventud aquella noche en que me tenía cogidas las manos con tanto cariño e intentaba hacer que cesaran mis lágrimas, pero precisamente me parecía que no debería haber sido así, su cólera habría sido menos triste para mí que aquella nueva dulzura desconocida para mi infancia; me parecía que con una mano impía y secreta acababa yo de trazar en su alma una primera arruga y hacer aparecer en ella una primera cana. Esa idea intensificó mis sollozos y entonces vi a mamá, que nunca se dejaba llevar por el enternecimiento conmigo, contagiada de pronto por el mío e intentar contener las lágrimas. Como notó que yo lo había advertido, me dijo riendo: «Ay, qué mimosito es este chiquitín mío, que, como sigamos así, va a volver a su mamá tan bobita como él. Mira, como tú no tienes sueño y mamá tampoco, no nos pongamos más nerviosos y hagamos algo: cojamos uno de tus libros». Pero no tenía yo ninguno allí. «¿Te haría menos ilusión que te sacara ya los libros que tu abuela va a regalarte por tu santo? Piénsalo bien: ¿no te sentirás desilusionado al no tener nada pasado mañana?». Al contrario, me encantó la idea y mamá fue a buscar un paquete de libros, de los que sólo pude adivinar, tras el papel que los envolvía, el tamaño corto y ancho, pero que, con aquel primer aspecto, aunque somero y velado, eclipsaban ya la caja de lápices de colores de Año Nuevo y los gusanos de seda del año pasado. Eran: La Mare au Diable, François le Champi, La Petite Fadette y Les Maîtres sonneurs. Según supe después, mi abuela había elegido primero las poesías de Musset, un volumen de Rousseau e Indiana, pues, si bien consideraba las lecturas fútiles tan malsanas como los caramelos y los pasteles, no pensaba que las grandes inspiraciones del genio tuvieran una influencia más peligrosa y menos vivificante en el propio espíritu de un niño que en su cuerpo el aire libre y el viento del mar, pero, como mi padre casi la había tildado de loca al enterarse de los libros que quería regalarme, había vuelto en persona a la librería de Jouy-le-Vicomte para que no me quedara sin mi regalo —era un día tórrido y había vuelto tan agotada, que en adelante mi madre, según le había advertido el médico, no debía dejarla fatigarse así— y se había conformado con las cuatro novelas campestres de George Sand. «Hija mía», decía a mamá, «yo no tendría ánimos para regalar a ese niño algo mal escrito».

En realidad, nunca se resignaba a comprar algo de lo que no se pudiera obtener un provecho intelectual y sobre todo el que nos procuran las cosas bellas al enseñarnos a buscar deleites distintos de las satisfacciones debidas al bienestar y a la vanidad. Incluso cuando tenía que hacer a alguien un regalo considerado útil, cuando tenía que regalar una butaca, unos cubiertos, un bastón, los buscaba «antiguos», como si, al haberlos privado de utilidad su prolongado desuso, parecieran más dispuestos a relatarnos la vida de los hombres de antaño que a satisfacer las necesidades de la nuestra. Le habría gustado que tuviera yo en mi cuarto fotografías de los monumentos o los paisajes más hermosos, pero en el momento de adquirirlas —y aunque la cosa representada tuviese un valor estético— le parecía que la vulgaridad, la utilidad, recuperaban demasiado pronto su lugar en el modo mecánico de representación: la fotografía. Intentaba usar ardides y —ya que no eliminar enteramente la trivialidad comercial— al menos reducirla, substituirla aún, en la medida de lo posible, por el arte, introducir en ella como «capas» de arte: en lugar de fotografías de la catedral de Chartres, de las fuentes de Saint-Cloud, del Vesubio, se informaba por Swann de si algún gran pintor los había representado y prefería regalarme reproducciones de la catedral de Chartres de Corot, de las fuentes de Saint-Cloud de Hubert Robert, del Vesubio de Turner, lo que representaba un grado artístico superior, pero, si bien el fotógrafo había sido apartado de la representación de la obra maestra o de la naturaleza y substituido por un gran artista, recobraba sus derechos para reproducir esa propia interpretación y, al llegar, así, al último reducto de la vulgaridad, mi abuela intentaba hacerla retroceder aún. Preguntaba a Swann si se había reproducido la obra en grabado y, cuando era posible, prefería grabados antiguos y que tuviesen aún un interés añadido: por ejemplo, los que representan una obra maestra en un estado en el que ya no podemos verla hoy, como el grabado de La Cena de Leonardo, obra de Morghen antes de su deterioro. Hay que reconocer que los resultados de esa forma de entender el arte de hacer regalos no siempre fueron muy brillantes. La idea que yo me hice de Venecia, según un dibujo de Tiziano cuyo fondo representa supuestamente la laguna, era, desde luego, mucho menos exacta que la que me habrían dado simples fotografías. Cuando mi tía abuela deseaba formular una requisitoria contra mi abuela, ya es que perdían la cuenta en la casa de los sillones que había regalado a novios jóvenes o a esposos ancianos y que, al primer intento de utilizarlos, se habían desplomado al instante bajo el peso de uno de los destinatarios, pero a mi abuela le habría parecido mezquino ocuparse demasiado de la solidez de un artesonado en el que aún se distinguían una florecilla, una sonrisa, a veces una hermosa imaginación del pasado. Incluso lo que en aquellos muebles correspondía a una necesidad, al ser de un estilo al que ya no estamos habituados, le encantaba como las formas antiguas de hablar en las que vemos una metáfora desdibujada, en nuestro lenguaje moderno, por el desgaste de la costumbre. Ahora bien, precisamente las novelas campestres de George Sand que me regalaba por mi santo estaban llenas, como un mobiliario antiguo, de expresiones caídas en desuso y convertidas en imágenes, como ya sólo se encuentran en el campo, y mi abuela las había preferido a otras, del mismo modo que habría aplaudido de mejor grado una propiedad en la que hubiera un palomar gótico o alguna de esas cosas viejas que ejercen una influencia afortunada en nuestro espíritu al infundirle la nostalgia de imposibles viajes por el tiempo.

Mamá se sentó junto a mi cama; había cogido François le Champi, libro al que su rojiza cubierta y su incomprensible título infundían, para mí, una personalidad propia y un atractivo misterioso. Yo no había leído aún novelas de verdad. Había oído decir que George Sand era el arquetipo del novelista, lo que me predisponía ya a imaginar en François le Champi algo indefinible y delicioso. Los procedimientos narrativos destinados a excitar la curiosidad o la ternura, ciertas expresiones que inspiran inquietud y melancolía —y que un lector algo instruido reconoce como comunes a muchas novelas— me parecían simplemente —a mí, que no consideraba un libro nuevo como una cosa semejante a muchas otras, sino como una persona única, que sólo tenía razón de ser en sí misma— una emanación turbadora de la esencia particular de François le Champi. Bajo aquellos sucesos tan cotidianos, aquellas cosas tan comunes, aquellas palabras tan corrientes, sentía como un tono, un resalte extraño. Se inició el relato, que me pareció tanto más obscuro cuanto que en aquella época, mientras leía, pasaba con frecuencia páginas enteras pensando en algo muy distinto y a las lagunas que esa distracción dejaba en el relato se sumaba la costumbre de mamá —cuando era ella la que me leía en voz alta— de saltarse todas las escenas amorosas. Por eso, todos los cambios extraños que se producían en las actitudes respectivas de la molinera y del niño y que sólo encuentran explicación en los avances de un amor naciente me parecían marcados por un misterio profundo cuyo origen debía de estar —me imaginaba de buen grado— en aquel nombre desconocido y tan agradable de «Champi», que infundía al niño así llamado —sin que yo supiera por qué— su color vivo, encendido y encantador. Si bien mi madre era una lectora infiel, lo era también —con las obras en las que encontraba el acento de un sentimiento verdadero— admirable por el respeto y la sencillez de la interpretación, por la belleza y la dulzura de su tono. Incluso en la vida, cuando eran personas y no obras de arte las que excitaban así su ternura o su admiración, resultaba conmovedor ver con qué deferencia apartaba con su voz, su gesto, sus palabras determinado estallido de alegría que podría haber dolido a aquella madre que antaño había perdido un hijo, determinada evocación de un santo, de un aniversario, que habría podido hacer pensar a aquel anciano en su avanzada edad, determinadas palabras domésticas que habrían parecido tediosas a aquel joven tan culto. Asimismo —cuando leía la prosa de George Sand, que siempre desprende esa bondad, esa distinción moral, que mamá había aprendido de mi abuela a considerar superiores a todo en la vida y que hasta mucho más adelante no le enseñaría yo igualmente a no considerar superiores a todo en los libros—, atenta a desterrar de su voz toda mezquindad, todo amaneramiento, que habrían podido impedir la recepción de aquella oleada pujante, infundía toda la ternura natural, toda la cabal dulzura requerida, a aquellas frases que parecían escritas para su voz y que armonizaban, por decirlo así, con el registro de su sensibilidad. Encontraba —para pronunciarlas en el tono debido— el acento cordial a ellas preexistente y que las dictó, pero que las palabras no indican; gracias a él, amortiguaba a la vez toda crudeza en los tiempos de los verbos, infundía al imperfecto y al pretérito perfecto la dulzura que hay en la bondad, la melancolía que hay en la ternura, dirigía la frase que acababa hacia la que iba a comenzar —ora apresurando ora aminorando la sucesión de las sílabas para modularlas, aunque sus cantidades fueran diferentes, en un ritmo uniforme—, infundía a aquella prosa, tan común, como una vida sentimental y continua.

Se habían calmado mis remordimientos y me dejaba llevar por la dulzura de aquella noche en la que tenía a mi madre junto a mí. Sabía que una noche semejante no podría repetirse, que el mayor deseo, para mí, del mundo —el de tener a mi madre en mi alcoba durante aquellas tristes horas nocturnas— era demasiado opuesto a las necesidades de la vida y los deseos de todos para que la realización que se le había concedido aquella noche pudiera no ser sino facticia y excepcional. Mañana volverían mis angustias y mamá no se quedaría allí, pero, cuando se habían calmado mis angustias, yo dejaba de entenderlas y, además, quedaba aún lejos la noche siguiente; me decía que tendría tiempo de prepararme, aunque éste no pudiera aportarme otro poder alguno, pues se trataba de cosas que no dependían de mi voluntad y que sólo me parecían más evitables gracias al intervalo que las separaba aún de mí.


El caso es que, durante mucho tiempo —cuando, al despertarme por la noche, me acordaba otra vez de Combray—, volví a ver siempre aquel como lienzo de pared luminoso, recortado en medio de tinieblas indistintas, igual al que la llamarada de una bengala o una proyección eléctrica iluminan y seccionan en un edificio cuyas demás partes permanecen sumidas en la noche: en la base, bastante amplia, el saloncito, el comedor, el comienzo de la obscura alameda por la que llegaría el Sr. Swann, autor inconsciente de mis tristezas, el vestíbulo por el que me dirigía yo hacia el primer peldaño de la escalera, cuya subida tan cruel me resultaba y que constituía por sí solo el tronco muy estrecho de aquella pirámide irregular, y, en la cima, mi alcoba con el pasillito con puerta de cristal para la entrada de mamá; en una palabra, la escenografía —siempre vista a la misma hora, aislada de todo lo que podía haber alrededor, destacando sola de la obscuridad— estrictamente necesaria —como la que sirve de frontispicio a las obras teatrales antiguas con miras a las representaciones en provincias— para el drama de mi desvestir, como si Combray hubiese consistido exclusivamente en dos pisos unidos por una escalera estrecha y siempre hubiesen sido allí las siete de la tarde. A decir verdad, habría podido responder —a quien me hubiera preguntado— que Combray constaba de alguna cosa más y existía en otras horas, pero, como lo que habría recordado me lo habría ofrecido tan sólo la memoria voluntaria —la de la inteligencia— y como las informaciones que ésta aporta sobre el pasado nada conservan de él, nunca habría tenido deseos de pensar en el resto de Combray. Todo aquello estaba, en realidad, muerto para mí.

¿Muerto para siempre? Era posible.

Mucho interviene el azar en todo esto y con frecuencia un segundo azar, el de nuestra muerte, no nos permite esperar por mucho tiempo los favores del primero.

La creencia celta de que las almas de aquellos a los que hemos perdido están cautivas en un ser inferior —en un animal, un vegetal, una cosa inanimada—, perdidas, en efecto, para nosotros hasta el día —que para muchos nunca llega— en que pasamos por casualidad cerca del árbol y nos adueñamos del objeto que es su prisión, me parece muy razonable. Entonces se estremecen, nos llaman y, en cuanto las hemos reconocido, se deshace el hechizo. Una vez que las hemos liberado, han vencido a la muerte y vuelven a vivir con nosotros.

Lo mismo ocurre con nuestro pasado. Intentar evocarlo resulta empeño perdido, todos los intentos de nuestra inteligencia son inútiles. Está oculto, fuera de su dominio y de su alcance, en algún objeto material —en la sensación que éste nos daría— que no sospechamos. Del azar depende que encontremos o no ese objeto antes de morir.

Hacía ya muchos años que —de Combray— todo lo que no era el teatro y el drama de mi acostar había dejado de existir para mí, cuando un día de invierno, al regresar a casa, mi madre —viendo que tenía frío— me propuso que, contra mi costumbre, tomara un poco de té. Al principio lo rechacé y —no sé por qué— después cambié de idea. Mandó ir a buscar uno de esos bizcochos, pequeños y rechonchos, llamados «magdalenas» y que parecen moldeados en la acanalada valva de una vieira y, abrumado por aquel día sombrío y la perspectiva de un triste mañana, no tardé en llevarme maquinalmente a los labios una cucharada de té, en la que había dejado ablandarse un trozo de magdalena, pero, en el preciso momento en que me tocó el paladar el sorbo mezclado con migas de bizcocho, me estremecí, atento al extraordinario fenómeno que estaba experimentando. Me había invadido un placer delicioso, aislado, sin que tuviera yo idea de su causa. Al momento me había vuelto indiferentes —como hace el amor— las vicisitudes de la vida, sus inofensivos desastres, su ilusoria brevedad, colmándome de una esencia preciosa: o, mejor dicho, esa esencia no estaba en mí, sino que era yo. Había cesado de sentirme mediocre, contingente, mortal. ¿De dónde podía proceder aquel intenso alborozo? Yo sentía que estaba vinculado al gusto del té y del bizcocho, pero que lo superaba infinitamente, que no debía de ser de la misma naturaleza. ¿De dónde venía? ¿Qué significaba? ¿Dónde aprehenderla? Bebí un segundo sorbo, en el que no encontré nada más que en el primero, y un tercero, que me aportó un poco menos que el segundo. Más valía dejarlo: la virtud de la bebida parecía disminuir. Estaba claro que la verdad que yo buscaba no estaba en ella, sino en mí. La había despertado, pero no la conocía, y no podía hacer otra cosa que repetir indefinidamente, cada vez con menor intensidad, aquel mismo testimonio que yo no sabía interpretar y que quería al menos poder solicitarle de nuevo y recuperar luego intacto, a mi disposición, mediante un esclarecimiento decisivo. Dejé la taza y atendí a mi mente. A ella correspondía encontrar la verdad, pero, ¿cómo? Grave incertidumbre, todas las veces que la mente se siente sobrepasada por sí misma, cuando ella —la que busca— es al mismo tiempo el país obscuro en el que debe buscar y en el que de nada le servirá todo su bagaje. ¿Buscar? No sólo eso: crear. Está ante algo que no es aún y que sólo ella puede realizar y después hacer entrar en su luz.

Y comencé a preguntarme otra vez cuál podía ser aquel estado desconocido que no aportaba ninguna prueba lógica, sino la evidencia de su dicha, de su realidad, ante la cual las otras se disipaban. Quería probar a hacerlo reaparecer. Retrocedí con el pensamiento al momento en que había tomado la primera cucharada de té. Recuperé el mismo estado sin una claridad nueva. Pedí a mi mente otro esfuerzo, que me devolviera una vez más la sensación que se disipaba, y, para que nada interrumpiese el impulso con que iba a intentar asirla de nuevo, aparté todos los obstáculos, todas las ideas ajenas, resguardé mis oídos y mi atención de los ruidos del cuarto contiguo, pero, al notar que mi mente se fatigaba sin lograrlo, la obligué, al contrario, a tomarse aquella distracción que le denegaba, a pensar en otra cosa, a reponerse antes de un intento supremo. Después, una segunda vez, hice el vacío ante ella, volví a colocar ante ella el sabor, aún reciente, de aquel primer sorbo y sentí vibrar en mí algo que se desplazaba, quería elevarse, algo que se hubiese desanclado a gran profundidad; no sabía yo lo que era, pero subía lentamente; experimenté la resistencia y oí el rumor de las distancias recorridas.

Lo que así palpitaba dentro de mí debía de ser —cierto era— la imagen, el recuerdo visual, que, unido a aquel sabor, intentaba seguirlo hasta mí, pero se debatía demasiado lejos, demasiado confusamente. Apenas si percibía el reflejo neutro en el que se confundía el inasible torbellino de los colores removidos, pero no podía distinguir la forma, pedirle, como al único intérprete posible, que me tradujera el testimonio de su contemporáneo, de su inseparable compañero —el sabor—, que me comunicara de qué circunstancia particular, de qué época del pasado, se trataba.

¿Llegaría hasta la superficie de mi clara conciencia aquel recuerdo, el instante antiguo que la atracción de un instante idéntico había venido desde tan lejos a excitar, conmover, despertar en lo más profundo de mi ser? No lo sabía. Ya no sentía nada, se había detenido, había vuelto a bajar tal vez: a saber si volvería a subir jamás de su noche. Diez veces tuve que volver a empezar, inclinarme sobre él, y en todas ellas la cobardía que nos aparta de toda tarea difícil, de toda obra importante, me aconsejó que lo dejara, que me bebiera el té y me limitase a pensar en mis problemas del presente, en mis deseos del mañana, que se dejaban rumiar sin esfuerzo.

Y de repente me vino el recuerdo: aquel sabor era el del trozo de magdalena que, cuando iba a darle los buenos días los domingos por la mañana en Combray —porque esos días no salía yo antes de la hora de la misa—, me ofrecía mi tía Léonie, después de haberlo mojado en su infusión de té o tila. Nada me había recordado la vista de la pequeña magdalena, antes de que la hubiera gustado, tal vez porque, al haberlas visto después con frecuencia, sin comerlas, en las bandejas de las pastelerías, su imagen había abandonado aquellos días de Combray para unirse a otras más recientes, tal vez porque de aquellos recuerdos abandonados, tanto tiempo fuera de la memoria, nada sobrevivía, todo se había disgregado; las formas —y también la de aquella conchita de repostería tan sensual, bajo sus severos y devotos pliegues— se habían abolido o habían perdido, adormecidas, la fuerza de expansión que les habría permitido llegar hasta la conciencia. Es que, cuando después de la muerte de las personas, después de la destrucción de las cosas, nada subsiste de un pasado antiguo, sólo el olor y el sabor —más débiles pero más vivaces, más inmateriales, más persistentes, más fieles— perduran durante mucho tiempo aún, como almas, recordando, aguardando, esperanzados, sobre la ruina de todo lo demás, portando sin flaquear sobre su gotita casi impalpable el inmenso edificio del recuerdo.

Y, en cuanto hube reconocido el sabor del trozo de magdalena mojado en tila que me daba mi tía —aunque no supiera aún descubrir, y hubiese de aplazarlo para mucho más adelante, por qué me hacía tan feliz aquel recuerdo—, la vieja casa gris que daba a la calle, donde estaba su cuarto, vino al instante como un decorado de teatro a ajustarse al hotelito, que daba al jardín, construido para mis padres en su parte posterior —aquel lienzo de pared truncado que era lo único que había vuelto a ver hasta entonces— y, junto con la casa, la ciudad, desde la mañana hasta la noche y a todas las horas, la plaza, a la que me mandaban antes de almorzar, las calles por las que iba a hacer recados, los caminos por los que, si hacía bueno, nos internábamos, y, como en ese juego en el que los japoneses se divierten mojando en un tazón de porcelana lleno de agua trocitos de papel, hasta entonces indistintos, que, en cuanto los sumergen en el agua, se estiran, se retuercen, se colorean, se diferencian, se vuelven flores, casas, personajes consistentes y reconocibles, también entonces todas las flores de nuestro jardín, las del parque del Sr. Swann, los nenúfares del Vivonne, la buena gente del pueblo, sus casitas, la iglesia, todo Combray y sus alrededores —todo aquello, que iba cobrando forma y solidez— salió —ciudad y jardines— de mi taza de té.

Por la parte de Swann

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