Sodoma y Gomorra

Sodoma y Gomorra
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Описание книги

Además de revolucionar la narrativa con un estilo sin parangón en la historia de la literatura, Marcel Proust fue el primer autor moderno que exploró abiertamente en su obra el tema de la homosexualidad. Y fue en Sodoma y Gomorra, el cuarto volumen de su magistral En busca del tiempo perdido, donde ahondó con mayor intensidad en el amor homosexual, tanto masculino como femenino. A través de las relaciones sentimentales del barón de Charlus, por un lado, y de la memorable Albertine, por otro, Proust no solo se adentra en las pasiones humanas vinculadas tanto al deseo como a la frustración, sino que también se convierte en un personalísimo cronista de la decadencia de todo un estrato social en la transición de Francia hacia la modernidad del nuevo siglo.

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Marcel Proust. Sodoma y Gomorra

Índice

PRIMERA PARTE

CAPÍTULO PRIMERO

CAPÍTULO SEGUNDO

CAPÍTULO TERCERO

CAPÍTULO CUARTO

Nota

Отрывок из книги

Cita

Primera parte

.....

Los dos sexos morirán cada cual por su lado,

excluidos incluso — exceptuados los afortunadísimos días en que el mayor número se agrupa en torno a la víctima, como los judíos en torno a Dreyfus— de la simpatía — y a veces de la sociedad— de sus semejantes, a quienes inspiran asco, al ver lo que son, reflejado en un espejo que, por no halagarlos más, revela todas las taras que no habían querido advertir en sí mismos y gracias al cual comprenden que lo que llamaban su amor — y a lo que, jugando con la palabra, habían sumado, por sentido social, todo lo que la poesía, la pintura, la música, la caballería, el ascetismo han podido sumar al amor— no procede de un ideal de belleza por ellos elegido, sino de una enfermedad incurable, evitándose unos a otros, también como los judíos — salvo algunos que sólo quieren frecuentar a los de su raza y tienen siempre en los labios las palabras rituales y los chistes consagrados— , buscando a quienes son lo más opuesto a ellos, que nada quieren saber con ellos, perdonando sus desaires, embriagándose con sus amabilidades, pero tan reunidos con los de su condición por el ostracismo que padecen, el oprobio en el que han caído, al haber acabado adquiriendo — en virtud de una persecución semejante a la de Israel— los caracteres físicos y morales de una raza, a veces hermosos, con frecuencia horribles, encontrando — pese a todas las burlas con que el más mezclado, mejor asimilado a la raza adversa, es relativamente, en apariencia, el menos invertido, aplasta al que ha seguido siéndolo más— un alivio en la frecuentación de sus semejantes e incluso un apoyo en su existencia, de tal modo que, aun negando que sean una raza, cuyo nombre es la peor injuria, a quienes logran ocultar su pertenencia a ella con gusto los desenmascaran — no tanto para perjudicarlos, cosa que no detestan, cuanto para disculparse— y van incluso a buscar — como un médico la apendicitis— la inversión incluso en la Historia y se complacen en recordar que Sócrates fue uno de ellos, como los israelitas dicen que Jesús era judío, sin pensar en que, cuando la homosexualidad era la norma, no había anormales ni tampoco anticristianos antes de Cristo, que sólo el oprobio crea el crimen, porque sólo ha dejado subsistir a quienes eran refractarios a toda predicación, a todo ejemplo, a todo castigo, en virtud de una disposición innata tan especial, que repugna más a los otros hombres — aunque pueda ir acompañada de grandes cualidades morales— que ciertos vicios que las contradicen, como el robo, la crueldad, la mala fe, mejor entendidos y, por tanto, más excusados por el común de los hombres, formando una masonería mucho más extendida, más eficaz y de la que se sospecha menos que de la de las logias, pues se basa en una identidad de gustos, necesidades, hábitos, peligros, aprendizaje, saber, tráfico, glosario y en la cual los propios miembros que desean no conocerse se reconocen al instante por signos naturales o convencionales, involuntarios o deseados, que indican al mendigo, al cerrar la portezuela a un gran señor, que se trata de uno de sus semejantes, al padre que lo es el novio de su hija, quien quería curarse, confesarse, defenderse, que lo son el médico, el sacerdote, el abogado a quienes ha recurrido, obligados, todos ellos, a proteger su secreto, pero compartiendo un secreto de los otros que el resto de la Humanidad no sospecha y gracias al cual a ellos las novelas de aventuras más inverosímiles les parecen verdaderas, pues en esa vida novelesca, anacrónica, el embajador es amigo del forzado, el príncipe — con cierta libertad de conducta que brinda la educación aristocrática y de la que carecería un pusilánime pequeño burgués— se va — al salir de la casa de la duquesa— a entrevistarse con un golfo, sector réprobo de la colectividad humana, pero importante, sospechado donde no está, desplegado, insolente, impune donde no lo adivinan, que cuenta con adherentes por doquier, en las clases populares, en el ejército, en el templo, en el presidio, en el trono, que, por último, vive — al menos un gran número de ellos— en la intimidad cariñosa y peligrosa con los hombres de la otra raza, provocándolos, jugando con ellos a hablar de su vicio como si no fuese el suyo, juego que resulta facilitado por la ceguera o la falsedad de los demás, que puede prolongarse durante años hasta el día del escándalo, en el que esos dominadores son devorados, hasta entonces obligados a ocultar su vida, a apartar sus miradas de donde les gustaría clavarlas, a clavarlas en aquello de lo que les gustaría apartarse, a cambiar el género de muchos adjetivos de su vocabulario, coacción social ligera al compararla con la interior que su vicio — o lo que así se denomina impropiamente— les impone no ya para con otros, sino para consigo mismos y de modo que a ellos mismos no les parezca un vicio, pero algunos — más prácticos, más apresurados, sin tiempo para ir a buscarse la vida y renunciar a simplificarla y a ganar el tiempo que puede resultar de la cooperación— se han creado dos sociedades, la segunda de las cuales está compuesta exclusivamente por personas iguales a ellos.

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