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PRIMERA PARTE
ОглавлениеSabido es que, antes de ir aquel día — aquel en que se celebraba la velada de la princesa de Guermantes— a hacer la visita al duque y la duquesa que acabo de contar, había yo espiado su regreso y, mientras acechaba, había hecho un descubrimiento, relativo en particular al Sr. de Charlus, pero tan importante en sí mismo, que he aplazado hasta ahora — hasta el momento de poder concederle el lugar y el espacio deseados— su relato. Como he dicho, había abandonado el maravilloso punto de observación, tan confortablemente acondicionado en lo alto de la casa, desde el que se abarcan las accidentadas pendientes por las que se sube hasta el palacete de Bréquigny, alegremente decoradas a la italiana por el rosado campanario del cobertizo perteneciente al marqués de Frécourt. Cuando había pensado que el duque y la duquesa estaban a punto de regresar, me había parecido más práctico apostarme en la escalera. Añoraba un poco mi estancia en las alturas, pero a aquella hora, la de después de almorzar, tenía menos motivos para ello, pues no habría visto, como por la mañana, los minúsculos personajes de cuadros en que se convertían con la distancia los lacayos del palacete de Bréquigny y de Tresmes, haciendo el lento ascenso de la abrupta cuesta, con un plumero en la mano, entre las amplias hojas de mica transparentes que tan gratas destacaban sobre los contrafuertes rojos. A falta de la contemplación del geólogo, tenía al menos la del botánico y miraba por los postigos de la escalera el pequeño arbusto de la duquesa y la preciosa planta expuestos en el patio con la insistencia con la que se hace salir a los jóvenes casaderos y me preguntaba si el improbable insecto vendría — gracias a un azar providencial— a visitar el pistilo ofrecido y desamparado. Como la curiosidad me animaba cada vez más, bajé hasta la ventana de la planta baja, abierta también y cuyos postigos estaban entornados. Oía claramente a Jupien, que se preparaba para marcharse y no podía descubrirme, inmóvil como permanecí detrás de mi persiana, hasta el momento en que me hice a un lado bruscamente para que no me viera el Sr. de Charlus, quien cruzaba despacio — camino de la casa de la Sra. de Villeparisis— el patio, barrigudo, envejecido por la luz del día, canoso. Había sido necesaria una indisposición de la Sra. de Villeparisis, consecuencia de la enfermedad del marqués de Fierbois, con quien estaba enemistado a muerte, para que el Sr. de Charlus hiciese una visita, quizá por primera vez en su vida, a aquella hora, pues con aquella singularidad de los Guermantes — quienes, en lugar de ajustarse a la vida mundana, la modificaban conforme a sus costumbres personales (no mundanas, creían ellos, y dignas, por consiguiente, de que se humillara delante de ellos esa cosa sin valor, la mundanidad: así, la Sra. de Marsantes no recibía un día determinado de la semana, sino todas las mañanas, a sus amigas de diez a doce)— el barón, que reservaba ese tiempo para la lectura, la búsqueda de figuritas antiguas, etcétera, siempre hacía las visitas entre las cuatro y las seis de la tarde. A las seis iba al Jockey o a pasearse por el Bois. Al cabo de un instante, hice un nuevo movimiento de retroceso para no ser visto por Jupien; faltaba poco para que éste se marchara a su oficina, de la que no volvía hasta la hora de cenar e incluso no siempre desde que su sobrina se había ido, hacía una semana, con sus aprendizas al campo, a casa de una clienta, para acabarle un vestido. Después, al darme cuenta de que nadie podía verme, decidí no preocuparme más por miedo a perderme — de producirse el milagro— la llegada casi imposible de esperar — con tantos obstáculos de distancia, riesgos contrarios, peligros— del insecto enviado desde tan lejos como embajador a la virgen, quien desde hacía tanto tiempo prolongaba su espera. Yo sabía que ésta no era más pasiva que en la flor macho, cuyos estambres se habían vuelto espontáneamente para que el insecto pudiera recibirla con mayor facilidad; del mismo modo, la flor hembra que estaba allí, arquearía, coqueta, sus «estilos» — si llegaba el insecto— y, para que pudiera penetrarla mejor, recorrería imperceptiblemente — como una jovencita hipócrita, pero ardiente— la mitad del camino. Las leyes del mundo vegetal están regidas, a su vez, por leyes más altas. La visita de un insecto — es decir, la aportación de la semilla de otra flor — suele ser necesaria para fecundar una flor, porque la autofecundación, la fecundación de la flor por sí misma, como los matrimonios repetidos dentro de una misma familia, entrañaría la degeneración y la esterilidad, mientras que el cruce llevado a cabo por los insectos da a las generaciones siguientes de la misma especie un vigor desconocido por sus antepasados. Sin embargo, esa expansión puede ser excesiva, la especie puede desarrollarse desmesuradamente; entonces, así como una antitoxina defiende contra la enfermedad, el tiroides regula nuestro peso, la derrota acude a castigar el orgullo y la fatiga el placer y así como el sueño descansa, a su vez, de la fatiga, así también un acto excepcional de autofecundación acude en el momento más oportuno a aplicar su vuelta de tuerca, su frenazo, hace volver a la norma la flor que se había salido exageradamente de ella. Mis reflexiones habían seguido una pendiente que más adelante describiré y ya había sacado de la aparente astucia de las flores una consecuencia sobre toda una parte inconsciente de la obra literaria, cuando vi al Sr. de Charlus volver a salir de casa de la marquesa. Sólo habían pasado unos minutos desde su entrada. Tal vez se hubiera enterado — por su vieja pariente misma o por un simple sirviente— de la gran mejora o, mejor dicho, de la curación completa de lo que había sido un simple malestar para la Sra. de Villeparisis. En aquel momento, en el que no se creía observado por nadie, con los párpados bajados para protegerse del sol, el Sr. de Charlus había relajado en su rostro la tensión, había amortiguado la vitalidad facticia que alimentaban en él la animación de la charla y la fuerza de la voluntad. Pálido como un mármol y de nariz grande como era, sus facciones finas ya no recibían con una mirada voluntaria un significado diferente que alterara la belleza de su modelado; ya era tan sólo un Guermantes, parecía ya esculpido — él, Palamède XV— en la capilla de Combray, pero aquellos rasgos generales de toda una familia cobraban en el rostro del Sr. de Charlus una finura más espiritualizada, más dulce sobre todo. Yo lamentaba por él que habitualmente adulterara con tantas violencias, extravagancias desagradables, chismorreos, dureza, susceptibilidad y arrogancia, ocultase bajo una brutalidad artificial la bondad que en el momento en que salía de la casa de la Sra. de Villeparisis veía yo desplegarse, tan ingenua, en su rostro. Con los ojos entornados para protegerse del sol, casi parecía sonreír y aprecié en su rostro — visto así, en reposo y como al natural— una expresión tan afectuosa, tan desarmada, que no pude por menos de pensar en lo mucho que se habría enfadado el Sr. de Charlus, si hubiese sabido que era observado, pues a lo que me recordaba aquel hombre — que tan prendado estaba y tanto presumía de su virilidad, a quien todo el mundo le parecía odiosamente afeminado— era — por tener pasajeramente sus facciones, su sonrisa— a una mujer.
Iba yo a moverme una vez más para que no pudiera verme, pero no tuve tiempo ni lo necesité. ¿Qué vi? Frente a frente, en aquel patio en el que no se habían encontrado, seguro, nunca, pues el Sr. de Charlus sólo acudía al palacete de Guermantes por la tarde, en las horas en que Jupien estaba en su oficina, el barón, tras haber abierto de par en par sus ojos entornados, miraba con una atención extraordinaria al antiguo chalequero en el umbral de su tienda, mientras éste, clavado de súbito al suelo delante del Sr. de Charlus, arraigado como una planta, contemplaba con expresión maravillada la opulencia del envejecido barón, pero, al haber cambiado la actitud del Sr. de Charlus, la de Jupien cobró — cosa más asombrosa aún— armonía, como conforme a las leyes de un arte secreto, con ella. El barón, quien ahora intentaba disimular la impresión que había sentido, pero, pese a su indiferencia afectada, parecía alejarse con pesar, iba, venía, ponía la mirada perdida del modo que, a su juicio, mejor hacía resaltar la belleza de sus pupilas, adoptaba una expresión fatua, descuidada, ridícula. Ahora bien, Jupien, tras perder al instante la expresión humilde y bondadosa que yo había visto siempre en él, había alzado — en perfecta simetría con el barón— la cabeza, infundía a su talla un porte favorecedor, se apoyaba con impertinencia grotesca el puño en la cadera, hacía sobresalir su trasero, adoptaba poses con la coquetería propia de la orquídea ante un abejorro que hubiera llegado providencialmente. No sabía yo que pudiera tener un aspecto tan antipático, pero también ignoraba que fuese capaz de desempeñar de improviso su papel en aquella escena como de los dos mudos, que parecía — pese a encontrarse por primera vez delante del Sr. de Charlus— haber ensayado mucho: sólo alcanzamos espontáneamente esa perfección cuando nos encontramos en el extranjero a un compatriota, con el cual el entendimiento es automático, pues el trujamán es idéntico, aun sin haberlo visto nunca.
Por lo demás, aquella escena no era positivamente cómica, estaba marcada por una rareza o, si se quiere, una naturalidad cuya belleza iba en aumento. En vano adoptaba el Sr. de Charlus una expresión indiferente, bajaba, discreto, los párpados, de vez en cuando volvía a alzarlos y lanzaba entonces a Jupien una mirada atenta, pero, siempre que el Sr. de Charlus miraba a Jupien (seguramente porque pensaba que semejante escena no podía prolongarse indefinidamente en aquel lugar, ya fuera por razones que se entenderán más adelante o por ese sentimiento de la brevedad de todas las cosas en virtud del cual queremos que todo disparo dé en el blanco y que vuelve tan emocionante el espectáculo de cualquier amor), se las arreglaba para que su mirada fuera acompañada de una palabra, por lo que resultaba infinitamente desemejante de las miradas habitualmente dirigidas a una persona conocida o que desconocemos; miraba a Jupien con la fijeza particular de quien va a decirnos: «Perdone mi indiscreción, pero lleva usted un largo hilo blanco colgando de la espalda», o: «No creo equivocarme, debe de ser usted también de Zúrich: me parece haberlo visto a menudo en el mercado de antigüedades». Tal parecía, cada dos minutos, la misma pregunta intensamente formulada a Jupien en la mirada del Sr. de Charlus, como esas frases interrogativas de Beethoven, indefinidamente repetidas, a intervalos iguales, y destinadas a introducir — con un lujo exagerado de preparaciones— un nuevo motivo, un cambio de tono, un «retorno», pero precisamente la belleza de las miradas del Sr. de Charlus y de Jupien se debía, al contrario, a que su fin no parecía ser, al menos provisionalmente, el de conducir a algo. Era la primera vez que yo veía manifestar aquella belleza al barón y a Jupien. En los ojos de uno y otro, el que acababa de alzarse no era el cielo de Zúrich, sino el de alguna ciudadela oriental, cuyo nombre no había yo adivinado aún. Fuera cual fuese el motivo que contuviera todavía al Sr. de Charlus y al chalequero, su acuerdo parecía hecho y aquellas miradas inútiles no ser sino preludios rituales, semejantes a las fiestas que se celebran antes de una boda ya decidida. Parecían, más cerca aún de la naturaleza — y la multiplicidad de esas comparaciones es, a su vez, tanto más natural cuanto que un mismo hombre, si lo examinamos durante unos minutos, parece sucesivamente un hombre, un hombre-pájaro o un hombre-insecto, etcétera— , dos pájaros, el macho y la hembra, el primero de los cuales intentaba aproximarse, mientras que la segunda — Jupien— ya no respondía con señal alguna a aquella maniobra, sino que miraba a su nuevo amigo sin asombro, con una fijeza distraída — considerada seguramente más turbadora y la única útil, en vista de que el macho había dado los primeros pasos— y se contentaba con alisarse las plumas. Al final, ya no pareció bastarle la indiferencia de Jupien; de aquella certidumbre de haber conquistado a hacerse perseguir y desear sólo había un paso y Jupien, tras decidirse a marcharse a su trabajo, salió por la puerta cochera. Sin embargo, hasta después de haber vuelto dos o tres veces la cabeza no se escapó a la calle, adonde el barón, temblando ante la posibilidad de perderle la pista ( silbando ligeramente con expresión fanfarrona, no sin gritar un «adiós» al portero, que, medio borracho y entretenido con unos invitados en su trascocina, ni siquiera lo oyó) , se lanzó con ímpetu para alcanzarlo. En el mismo instante en que el Sr. de Charlus había cruzado la puerta silbando como un gran abejorro, otro, uno de verdad, entraba en el patio. A saber si no sería el esperado desde hacía tanto por la orquídea, que acudía a llevarle el polen, tan escaso y sin el cual permanecería virgen, pero me distraje y dejé de seguir los retozos del insecto, pues, al cabo de unos minutos, Jupien, al volver — tal vez para coger un paquete que después se llevó consigo y que, con la emoción que le había causado la aparición del Sr. de Charlus, había olvidado, tal vez simplemente por una razón más natural— , seguido del barón, solicitó más mi atención. Éste, decidido a precipitar un desenlace, pidió fuego al chalequero, pero observó al instante: «Le pido fuego, pero veo que he olvidado los puros». Las leyes de la hospitalidad pudieron más que las normas de la coquetería. «Entre, se le dará todo lo que desee», dijo el chalequero, en cuyo rostro el desdén dejó paso a la alegría. La puerta de la tienda volvió a cerrarse tras ellos y ya no pude oír nada más. Había yo perdido de vista al abejorro, no sabía si era el insecto que necesitaba la orquídea, pero ya no dudaba de la milagrosa posibilidad — para un insecto muy escaso y una flor cautiva— de conjugarse, mientras que el Sr. de Charlus, que llevaba años acudiendo a aquella casa sólo a las horas en que Jupien no estaba en ella, se había encontrado — en virtud del azar de una indisposición de la Sra. de Villeparisis, simple comparación de los azares providenciales, sean cuales fueren, y sin la menor pretensión científica de equiparar ciertas leyes de la botánica con lo que a veces recibe el más que inadecuado nombre de homosexualidad— al chalequero y con él la buena fortuna reservada a los hombres del tipo del barón por una de esas personas que pueden ser incluso — como veremos— infinitamente más jóvenes que Jupien y más hermosas, el hombre predestinado para que aquéllos disfruten de la voluptuosidad que les corresponde en esta Tierra: aquel a quien sólo gustan los señores mayores.
Por lo demás, lo que acabo de decir aquí es lo que no iba yo a comprender hasta unos minutos después, pues esas propiedades de invisibilidad se adhieren con fuerza a la realidad hasta que una circunstancia la despoja de ellas. En todo caso, me sentía muy contrariado, de momento, por no haber oído la conversación del antiguo chalequero y el barón. Entonces me fijé en la tienda por alquilar, separada de la de Jupien sólo por un tabique extraordinariamente delgado. Para dirigirme a ella, me bastaba volver a subir a nuestro piso, ir a la cocina, bajar por la escalera de servicio hasta los sótanos, seguirlos por el interior durante toda la anchura del patio y — una vez que hubiera llegado al lugar del subsuelo en el que el ebanista guardaba, hacía sólo unos meses, sus artesonados y Jupien pensaba guardar el carbón— subir los escasos peldaños que conducían al interior de la tienda. Así haría todo mi camino a cubierto y nadie me vería. Era el medio más prudente. No fue el que adopté, sino que, bordeando las paredes, rodeé el patio al aire libre procurando no ser visto. Si no lo fui, creo que se lo debo más al azar que a mi prudencia y veo tres posibles razones, suponiendo que haya alguna, para adoptar aquella decisión tan imprudente, cuando el camino por el sótano era tan seguro: lo primero, mi impaciencia; después, un obscuro recuerdo de la escena de Montjouvain, que contemplé oculto delante de la ventana de la Srta. Vinteuil. En realidad, las cosas de esa clase que presencié tuvieron siempre, en su escenificación, el carácter más imprudente y menos verosímil, como si semejantes revelaciones debieran ser la recompensa tan sólo de un acto plagado de riesgos, aunque en parte clandestino. Por último, apenas me atrevo a confesar — por su carácter infantil— la tercera razón, que fue — creo yo— inconscientemente determinante. Desde que, para seguir — y ver desmentidos— los principios militares de Saint-Loup, había seguido con mucho detenimiento la guerra de los boers, me había sentido movido a releer relatos antiguos de exploraciones, de viajes. Dichos relatos me habían apasionado y los aplicaba en la vida corriente para infundirme más valor. Cuando los ataques me habían obligado a permanecer varios días y noches seguidos no sólo sin dormir, sino también sin tumbarme, sin beber y sin comer, en el momento en que la extenuación y el padecimiento llegaban a ser tales, que no me imaginaba librándome de ellos nunca, pensaba en determinado viajero, arrojado a la playa por el mar, envenenado por hierbas malsanas, temblando de fiebre con su ropa empapada por las aguas y que, sin embargo, se sentía mejor al cabo de dos días, volvía a ponerse en marcha sin rumbo fijo en busca de algunos habitantes que tal vez fueran antropófagos. Su ejemplo me tonificaba, me devolvía la esperanza y sentía vergüenza de haber tenido un momento de desánimo. Al pensar en los boers, quienes, teniendo enfrente ejércitos ingleses, no temían exponerse al momento en que, antes de encontrar otra espesura, debían atravesar zonas de campo liso, pensaba: «Estaría bonito que yo, que acabo de afrontar varios duelos sin miedo por el caso Dreyfus, fuera más pusilánime cuando el teatro de operaciones es simplemente nuestro propio patio y el único acero que debo temer es el de la mirada de los vecinos, atentos a sus otros quehaceres, en vez de mirar al patio».
Pero, cuando estuve en la tienda, procurando hacer crujir lo menos posible el suelo, al darme cuenta de que el más ligero ruido en la tienda de Jupien se oía desde la mía, pensé en lo imprudentes que habían sido Jupien y el Sr. de Charlus y en cómo les había sonreído la suerte.
No me atrevía a moverme. El palafrenero de los Guermantes, aprovechando su ausencia seguramente, había trasladado a la tienda en la que me encontraba una escalera guardada hasta entonces en la cochera y, si me hubiese subido a ella, habría podido abrir el tragaluz y oír, como si hubiese estado en la propia casa de Jupien, pero temía hacer ruido. Por lo demás, era inútil. No tuve siquiera que lamentar haber llegado al cabo de tan sólo unos minutos a mi tienda, pues, por lo que oí — simples sonidos inarticulados— en los primeros momentos en la de Jupien, supongo que pronunciaron pocas palabras. Cierto es que aquellos sonidos eran tan violentos, que, si no hubieran ido seguidos — siempre una octava más alta — por una queja paralela, habría podido creer que una persona degollaba a otra junto a mí y después el asesino y su víctima resucitada tomaban un baño para borrar las huellas del crimen. Más adelante saqué la conclusión de que tan ruidoso como el sufrimiento es el placer, sobre todo cuando se le suman — a falta del miedo a tener hijos, cosa que no podía suceder en aquel caso, pese al ejemplo poco convincente de la Leyenda dorada— preocupaciones inmediatas de limpieza. Por fin, al cabo de media hora más o menos — durante la cual me había alzado a paso de lobo por la escalera para ver por el tragaluz, que no abrí— , entablaron una conversación. Jupien rechazaba con firmeza el dinero que el Sr. de Charlus quería darle.
Después el Sr. de Charlus dio un paso fuera de la tienda.
«¿Por qué lleva la barbilla afeitada así?», preguntó Jupien en tono mimoso. «¡Queda tan bien una barba hermosa!». «¡Uf! ¡Es asqueroso!», respondió el barón. Sin embargo, se demoraba aún en el umbral y pedía a Jupien informaciones sobre el barrio. «¿Sabe usted algo del vendedor de castañas de la esquina, no el de la izquierda, que es un horror, sino por el lado de los pares, un mozo muy alto y muy moreno? Y el farmacéutico de enfrente tiene a un ciclista muy amable, que va a entregar sus medicamentos». Aquellas preguntas ofendieron seguramente a Jupien, pues, tras erguirse como una gran coqueta traicionada, respondió: «Ya veo que tiene usted un corazón de alcachofa». Aquel reproche, proferido en tono dolorido, glacial y amanerado, tocó seguramente alguna cuerda sensible del Sr. de Charlus, quien, para borrar la mala impresión que su curiosidad había causado, dirigió a Jupien, en voz demasiado baja para que yo distinguiera bien las palabras, un ruego que requería seguramente la prolongación de su estancia en la tienda y que emocionó lo bastante al chalequero para anular su dolor, pues contempló el rostro del barón, grueso y congestionado bajo el pelo gris, con la expresión de felicidad de alguien cuyo amor propio acaban de halagar profundamente y, tras decidirse a conceder al Sr. de Charlus lo que éste acababa de pedirle y hacer comentarios carentes de distinción, como: «¡Hay que ver qué trasero más grande tiene usted!», Jupien dijo al barón con expresión risueña, emocionada, agradecida y suficiente: «¡Sí, anda, chavalote!».
«Si insisto sobre lo del conductor del tranvía», prosiguió el Sr. de Charlus con tenacidad, «es porque, aparte de todo lo demás, podría presentar cierto interés para el regreso. En efecto, a veces, como el califa que recorría Bagdad con la apariencia de un simple mercader, condesciendo a seguir a alguna personita curiosa cuya silueta me haya agradado». En aquel momento pensé lo mismo que había pensado sobre Bergotte. Si alguna vez hubiera tenido que responder ante un tribunal, no habría empleado frases idóneas para convencer a los jueces, sino frases bergotescas que su temperamento literario particular le sugería naturalmente y cuyo empleo le daba placer. Paralelamente, el Sr. de Charlus utilizaba con el chalequero el mismo lenguaje que con personas mundanas de su círculo, exagerando incluso sus tics, ya fuera porque la timidez contra la que se esforzaba por luchar lo moviese a mostrar un orgullo excesivo o porque, al impedirle dominarse — pues ante alguien que no es de nuestro medio nos sentimos más azorados— , lo obligara a descubrir, a desnudar, su naturaleza, que era, en efecto, orgullosa y un poco loca, como decía la Sra. de Guermantes. «Para no perderle la pista», prosiguió, «monto como un profesorcillo, como un joven y apuesto médico, en el mismo tranvía que la personita, de la que hablamos en femenino simplemente para observar la regla (como cuando se dice refiriéndose a un príncipe: “¿Ya no está enfermo Su Alteza?”). Si cambia de tranvía, tomo, junto con los microbios de la peste tal vez, esa cosa increíble llamada “correspondencia”, un número, y que, aunque me lo entreguen a mí, ¡no siempre es el número uno! Cambio así hasta tres, cuatro veces, de “coche”. A veces acabo a las once de la noche en la estación de Orleáns, ¡y hay que volver! ¡Y si sólo fuera aún la estación de Orleáns! Pero una vez, por ejemplo, al no haber podido entablar conversación antes, fui hasta la propia Orleáns, en uno de esos horribles vagones en los que, entre triángulos de labores llamadas de “red”, la única vista es la fotografía de las principales obras maestras arquitectónicas del trayecto. Sólo había un sitio libre, tenía delante de mí, de monumento histórico, una “vista” de la catedral de Orleáns, la más fea de Francia, y tan cansina de contemplar así, contra mi voluntad, como si me hubieran obligado a mirar fijamente sus torres en la bola de cristal de esos portaplumas ópticos que dan oftalmías. Me apeé en Aubrais al mismo tiempo que mi personita, ¡a quien esperaba — ¡ay!— su familia (cuando yo le suponía todos los defectos, menos el de tener una familia) en el andén! El único consuelo que tuve, mientras esperaba el tren que me devolvería a París, fue la casa de Diana de Poitiers. Por mucho que encantara a uno de mis antepasados reales, habría yo preferido una belleza más viva. Por eso, para remediar el aburrimiento de esos regresos solo, me gustaría mucho conocer a un muchacho de los coches-cama, un conductor de ómnibus. Por lo demás, no debe chocarle a usted», concluyó el barón, «se trata de una cuestión de estilo. En el caso de los jóvenes de la alta sociedad, por ejemplo, no deseo posesión física alguna, pero no me quedo tranquilo hasta haberles tocado — no me refiero a hacerlo materialmente— la cuerda sensible. Una vez que, en lugar de dejar sin respuesta mis cartas, un joven no cesa ya de escribirme y está a mi disposición moral, me calmo o al menos me calmaría, si no me asaltara pronto el interés por otro. Es bastante curioso, ¿verdad? A propósito de jóvenes de la alta sociedad, ¿conoce usted a alguno, entre los que vienen aquí?». «No, nene. ¡Ah, sí! Uno moreno, muy alto, con monóculo, que no deja de reírse y volverse». «No sé a quién se refiere usted». Jupien completó el retrato, el Sr. de Charlus no lograba averiguar de quién se trataba, porque ignoraba que el antiguo chalequero era una de esas personas — más numerosas de lo que se cree— que no recuerdan el color del pelo de sus conocidos, pero, para mí, que conocía ese defecto de Jupien y substituí «moreno» por «rubio», el retrato me pareció corresponder exactamente al duque de Châtellerault. «Volviendo a las personas que no son de las clases populares», prosiguió el barón, «en este momento me tiene sorbido el seso un extraño hombrecillo, un pequeño burgués inteligente que muestra para conmigo una descortesía prodigiosa. No tiene la menor idea del prodigioso personaje que soy yo y del microscópico vibrión que representa él. Al fin y al cabo, ¿qué importa? Ese pobre asno puede rebuznar cuanto quiera ante mi augusta túnica de obispo». «¡Obispo!», exclamó Jupien, que no había entendido nada de las últimas frases que acababa de pronunciar el Sr. de Charlus, pero a quien la palabra «obispo» dejó estupefacto. «Pero eso no cuadra con la religión», dijo. «Tengo tres papas en mi familia», respondió el Sr. de Charlus, «y el derecho a revestirme de rojo en virtud de un título cardenalicio, pues la sobrina del cardenal, tío abuelo mío, aportó a mi abuelo el título de duque. Veo que las metáforas lo dejan a usted sordo y la historia de Francia indiferente. Por lo demás», añadió, tal vez menos a modo de conclusión que de advertencia, «esa atracción que ejercen sobre mí los jóvenes que me rehúyen — por miedo, claro está, pues sólo el respeto les cierra la boca para decirme que me quieren— les exige un rango social eminente. Aun así, su fingida indiferencia puede producir el efecto directamente contrario. Tontamente prolongada, me asquea. Por poner un ejemplo de una clase que le resultará más familiar: cuando repararon mi palacete, para no poner celosas a todas las duquesas que se disputaban el honor de poder decirme que me habían alojado, fui a pasar unos días en un “hotel”, como se suele decir. Uno de los camareros de piso era conocido mío, le indiqué a un curioso “botones” que cerraba las portezuelas y que se mostró refractario a mis propuestas. Al final, para demostrarle que mis intenciones eran puras, le ofrecí, exasperado, una suma ridículamente elevada por subir sólo cinco minutos a hablar conmigo en mi habitación. En vano lo esperé. Le cogí entonces tal asco, que salía por la puerta de servicio para no ver el palmito de aquel briboncillo despreciable. Después me enteré de que no había recibido ninguna de mis cartas, interceptadas por el camarero de piso, quien sentía envidia, la primera, por el portero de día, que era virtuoso, la segunda, por el portero de noche, al que gustaba el botones y se acostaba con él en el momento en que Diana se levantaba, la tercera. Ahora bien, no por ello dejó de persistir mi asco y, aunque me trajeran al botones como simple caza en un plato de plata, lo rechazaría con un vómito, pero lo malo es que hemos hablado de cosas serias y ahora se acabó entre nosotros lo que yo esperaba. Si bien podría usted prestarme grandes servicios, mediar, pero no, ya sólo de pensarlo, me vuelve en parte el vigor y siento que no es algo acabado».
Desde el comienzo de aquella escena, el Sr. de Charlus había experimentado una revolución — para mis ojos abiertos como platos— tan completa, tan inmediata, como si lo hubieran tocado con una varita mágica. Hasta entonces, como yo no había comprendido, no había visto. El vicio — se habla así por comodidad lingüística— de cada cual lo acompaña al modo de ese genio que era invisible para los hombres, mientras ignoraban su presencia. La bondad, la trapacería, el nombre, las relaciones mundanas no se dejan descubrir y se llevan ocultas. El propio Ulises no reconoció al principio a Atenea, pero los dioses son perceptibles de inmediato a los dioses, el semejante en seguida al semejante, así lo había sido aún el Sr. de Charlus a Jupien. Hasta entonces me había yo encontrado ante el Sr. de Charlus del mismo modo que un hombre distraído, quien, ante una mujer encinta cuyo talle agrandado no ha notado, se obstina, mientras ella le repite sonriendo: «Sí, estoy un poco cansada en este momento», en preguntarle indiscretamente: «¿Qué le ocurre?». Pero, si le dicen: «Está embarazada», advierte de pronto el vientre y ya no verá otra cosa. La razón es la que abre los ojos; un error disipado nos da un sentido más.
Las personas que no gustan de citar como ejemplos de esa ley a los señores de Charlus conocidos suyos, de los que durante mucho tiempo no habían sospechado, hasta el día en que en la superficie unida del individuo igual a los otros han aparecido — trazados con una tinta hasta entonces invisible— los caracteres que componen la palabra cara a los antiguos griegos, basta con que recuerden — para persuadirse de que el mundo que las rodea se les aparece al principio desnudo, despojado de mil adornos que ofrece a otros más instruidos— cuántas veces en la vida han estado a punto de meter la pata. Nada en el rostro privado de caracteres de tal o cual hombre podía hacerles suponer que era precisamente el hermano o el novio o el amante de una mujer de la que iban a decir: «¡Qué bicho!». Pero entonces, una palabra que les susurra un vecino detiene, por fortuna, en sus labios el vocablo fatal. Al instante aparecen — como un Mane, Tecel, Fares— estas palabras: es el novio o el hermano o el amante de la mujer a la que no conviene llamar «bicho» delante de él y esa simple idea nueva acarreará toda una reagrupación, la retirada o el avance de la fracción de las ideas, ya completas, que teníamos sobre el resto de la familia. Por mucho que en el Sr. de Charlus se acoplara otra persona, que lo diferenciaba del resto de los hombres, como en el centauro el caballo, por mucho que esa persona formase un bloque con el barón, yo nunca lo había advertido. Ahora lo abstracto se había materializado, la persona, por fin entendida, había perdido al instante su capacidad para permanecer invisible y la transmutación del Sr. de Charlus en una persona nueva era tan completa, que no sólo los contrastes de su rostro, de su voz, sino también los propios altibajos de sus relaciones conmigo, todo lo que había parecido hasta entonces incoherente a mi entendimiento resultaba — retrospectivamente— inteligible, se mostraba evidente, así como una frase que, mientras había permanecido descompuesta en letras dispuestas al azar, no ofrecía sentido alguno, expresa — si se substituyen los caracteres en el orden necesario— un pensamiento que no podremos olvidar nunca más.
Además, entonces entendía yo por qué antes, cuando lo había visto salir de la casa de la Sra. de Villeparisis, había podido parecerme que el Sr. de Charlus se asemejaba a una mujer: ¡es que lo era! Pertenecía a la raza de esas personas, menos contradictorias de lo que parecen, cuyo ideal es viril precisamente porque su temperamento es femenino y que en la vida sólo en apariencia son iguales a los demás hombres: mientras que cada cual lleva inscrita en sus ojos, por los que ve todas las cosas del universo, una silueta grabada en la faceta de la pupila, para ellos no es la de una ninfa, sino la de un efebo. Se trata de una raza sobre la que pesa una maldición y que debe vivir con la mentira y el perjurio, puesto que su deseo, lo que representa para toda persona la mayor dulzura de la vida, está considerado, como sabe, punible y vergonzoso, inconfesable; que debe renegar de su Dios, ya que, aun siendo cristiana, cuando comparece ante un tribunal como acusada, tiene que defenderse, delante de Cristo y en su nombre, como de una calumnia de lo que es su vida misma; hijos sin madre, a la que están obligados a mentir incluso en el momento de cerrarle los ojos; amigos sin amistades, pese a todas las que su encanto, con frecuencia reconocido, inspira y que su corazón, a menudo bueno, sentiría; pero, ¿se pueden llamar amistades esas relaciones que tan sólo vegetan gracias a una mentira y de las que el primer impulso de confianza y sinceridad, si sintieran la tentación de abandonarse a ellas, provocaría su rechazo con asco, salvo que se encuentren ante una mentalidad imparcial, o incluso simpática, pero que, extraviada, en ese caso, respecto de ellos por una psicología convencional, derivará del vicio confesado el propio afecto que les resulta más ajeno, así como ciertos jueces suponen y excusan con mayor facilidad el asesinato en los invertidos y la traición entre los judíos por razones resultantes del pecado original y de la fatalidad de la raza? Por último — al menos según la primera teoría que esbocé entonces al respecto, que veremos modificarse más adelante y con arreglo a la cual les habría resultado de lo más enojoso, si esa contradicción no hubiera quedado oculta a sus ojos por obra de la propia ilusión gracias a la cual veían y vivían— , amantes a los que está casi vedada la posibilidad de ese amor cuya esperanza les infunde la fuerza para soportar tantos riesgos y soledades, ya que quedan prendados precisamente de un hombre que nada tiene de mujer, de un hombre que no es un invertido y, por tanto, no puede amarlos, de modo que su deseo permanecería por siempre jamás insaciable, si el dinero no les brindara hombres de verdad y si la imaginación no acabase haciéndolos tomar por hombres de verdad a los invertidos con los que se han prostituido. Sin otro honor que el más precario, sin otra libertad que la provisional hasta el descubrimiento del crimen, sin otra situación que la más inestable, como el poeta celebrado la víspera en todos los salones, aplaudido en todos los teatros de Londres y expulsado, el día siguiente, de todos los pisos alquilados, sin poder encontrar una almohada en la que descansar la cabeza, girando la muela como Sansón y diciendo como él:
Los dos sexos morirán cada cual por su lado,
excluidos incluso — exceptuados los afortunadísimos días en que el mayor número se agrupa en torno a la víctima, como los judíos en torno a Dreyfus— de la simpatía — y a veces de la sociedad— de sus semejantes, a quienes inspiran asco, al ver lo que son, reflejado en un espejo que, por no halagarlos más, revela todas las taras que no habían querido advertir en sí mismos y gracias al cual comprenden que lo que llamaban su amor — y a lo que, jugando con la palabra, habían sumado, por sentido social, todo lo que la poesía, la pintura, la música, la caballería, el ascetismo han podido sumar al amor— no procede de un ideal de belleza por ellos elegido, sino de una enfermedad incurable, evitándose unos a otros, también como los judíos — salvo algunos que sólo quieren frecuentar a los de su raza y tienen siempre en los labios las palabras rituales y los chistes consagrados— , buscando a quienes son lo más opuesto a ellos, que nada quieren saber con ellos, perdonando sus desaires, embriagándose con sus amabilidades, pero tan reunidos con los de su condición por el ostracismo que padecen, el oprobio en el que han caído, al haber acabado adquiriendo — en virtud de una persecución semejante a la de Israel— los caracteres físicos y morales de una raza, a veces hermosos, con frecuencia horribles, encontrando — pese a todas las burlas con que el más mezclado, mejor asimilado a la raza adversa, es relativamente, en apariencia, el menos invertido, aplasta al que ha seguido siéndolo más— un alivio en la frecuentación de sus semejantes e incluso un apoyo en su existencia, de tal modo que, aun negando que sean una raza, cuyo nombre es la peor injuria, a quienes logran ocultar su pertenencia a ella con gusto los desenmascaran — no tanto para perjudicarlos, cosa que no detestan, cuanto para disculparse— y van incluso a buscar — como un médico la apendicitis— la inversión incluso en la Historia y se complacen en recordar que Sócrates fue uno de ellos, como los israelitas dicen que Jesús era judío, sin pensar en que, cuando la homosexualidad era la norma, no había anormales ni tampoco anticristianos antes de Cristo, que sólo el oprobio crea el crimen, porque sólo ha dejado subsistir a quienes eran refractarios a toda predicación, a todo ejemplo, a todo castigo, en virtud de una disposición innata tan especial, que repugna más a los otros hombres — aunque pueda ir acompañada de grandes cualidades morales— que ciertos vicios que las contradicen, como el robo, la crueldad, la mala fe, mejor entendidos y, por tanto, más excusados por el común de los hombres, formando una masonería mucho más extendida, más eficaz y de la que se sospecha menos que de la de las logias, pues se basa en una identidad de gustos, necesidades, hábitos, peligros, aprendizaje, saber, tráfico, glosario y en la cual los propios miembros que desean no conocerse se reconocen al instante por signos naturales o convencionales, involuntarios o deseados, que indican al mendigo, al cerrar la portezuela a un gran señor, que se trata de uno de sus semejantes, al padre que lo es el novio de su hija, quien quería curarse, confesarse, defenderse, que lo son el médico, el sacerdote, el abogado a quienes ha recurrido, obligados, todos ellos, a proteger su secreto, pero compartiendo un secreto de los otros que el resto de la Humanidad no sospecha y gracias al cual a ellos las novelas de aventuras más inverosímiles les parecen verdaderas, pues en esa vida novelesca, anacrónica, el embajador es amigo del forzado, el príncipe — con cierta libertad de conducta que brinda la educación aristocrática y de la que carecería un pusilánime pequeño burgués— se va — al salir de la casa de la duquesa— a entrevistarse con un golfo, sector réprobo de la colectividad humana, pero importante, sospechado donde no está, desplegado, insolente, impune donde no lo adivinan, que cuenta con adherentes por doquier, en las clases populares, en el ejército, en el templo, en el presidio, en el trono, que, por último, vive — al menos un gran número de ellos— en la intimidad cariñosa y peligrosa con los hombres de la otra raza, provocándolos, jugando con ellos a hablar de su vicio como si no fuese el suyo, juego que resulta facilitado por la ceguera o la falsedad de los demás, que puede prolongarse durante años hasta el día del escándalo, en el que esos dominadores son devorados, hasta entonces obligados a ocultar su vida, a apartar sus miradas de donde les gustaría clavarlas, a clavarlas en aquello de lo que les gustaría apartarse, a cambiar el género de muchos adjetivos de su vocabulario, coacción social ligera al compararla con la interior que su vicio — o lo que así se denomina impropiamente— les impone no ya para con otros, sino para consigo mismos y de modo que a ellos mismos no les parezca un vicio, pero algunos — más prácticos, más apresurados, sin tiempo para ir a buscarse la vida y renunciar a simplificarla y a ganar el tiempo que puede resultar de la cooperación— se han creado dos sociedades, la segunda de las cuales está compuesta exclusivamente por personas iguales a ellos.
Es algo que llama la atención en los que son pobres y procedentes de provincias, sin relaciones, sin otra cosa que la ambición de ser un día médicos o abogados célebres, con una mentalidad aún vacía de opiniones, un cuerpo desprovisto de modales y que piensan adornar rápidamente, así como comprarían para su cuartito del Barrio Latino muebles como los que observaran y calcasen en casa de quienes ya han triunfado en la profesión útil y seria en la que desean situarse y llegar a ser ilustres; en ésos, su gusto especial, heredado, sin que lo sepan — como las aptitudes para el dibujo, para la música, como una propensión a la ceguera— tal vez sea la única originalidad vivaz, despótica... y que determinada noche los obliga a faltar a determinada reunión útil para su carrera con personas cuyas formas de hablar, pensar, vestirse, peinarse adoptan, por cierto. En su barrio, donde sólo frecuentan, por lo demás, a condiscípulos, a profesores o a algún compatriota, ya bien instalado y protector, no han tardado en descubrir a otros jóvenes a los que el mismo gusto particular los aproxima a ellos, así como en una ciudad pequeña traban amistad un profesor de bachillerato y un notario, porque los dos gustan de la música de cámara o de los marfiles de la Edad Media; aplicando al objeto de su distracción el mismo instinto utilitario, el mismo espíritu profesional que los guía en su carrera, vuelven a encontrarlos en sesiones en las que un profano es tan poco admitido como en las que congregan a aficionados a las tabaqueras antiguas, a las estampas japonesas, a las flores poco comunes y en las que — gracias al placer de instruirse, a la utilidad de los intercambios y al miedo a las competencias— reinan a la vez, como en un mercado de filatélicos, el conocimiento especializado de los expertos y las feroces rivalidades de los coleccionistas. Por lo demás, en el café en el que tienen reservada una mesa nadie sabe qué es — si la de una sociedad de pesca, de secretarios de redacción o de oriundos del Indre— esa reunión, pues sus modales son sumamente correctos y su expresión reservada y fría y no se atreven a mirar, salvo a hurtadillas, a los jóvenes de moda, a los jóvenes «leones» que, unos metros más allá, arman alboroto con sus amantes y de entre los cuales quienes los admiraban sin atreverse a alzar la vista tardarán veinte años en enterarse — cuando unos estén a punto de entrar en una academia y los otros sean antiguos miembros de un círculo— de que el más seductor, ahora un Charlus grueso y entrecano, era, en realidad, igual a ellos, pero en otra parte, en otro círculo, bajo otros símbolos exteriores, con signos desconocidos, cuya diferencia los indujo a error. Pero las agrupaciones son más o menos avanzadas y, así como la «Unión de las izquierdas» difiere de la «Federación socialista» y determinada sociedad de música mendelssohniana, a su vez, de la Schola Cantorum, algunas noches hay, en otra mesa, extremistas que dejan pasar un brazalete bajo su manguito, a veces un collar en el ensanche de su cuello, obligando, con sus insistentes miradas, sus risitas, sus carcajadas, sus caricias entre sí, a un grupo de colegiales a huir a toda prisa y son servidos — con una cortesía bajo la que se incuba la indignación— por un camarero que, como en las noches en que sirven a partidarios de Dreyfus, tendría mucho gusto en ir a buscar a la policía, si no tuviera la ventaja de embolsarse las propinas.
A esas organizaciones profesionales contrapone la inteligencia el gusto de los solitarios y sin demasiados artificios, por una parte, ya que con ello no hace sino imitar a los propios solitarios, a juicio de los cuales nada difiere más del vicio organizado que lo que les parece a ellos un amor incomprendido, con cierto artificio, no obstante, pues esas diferentes clases corresponden — tanto como a tipos fisiológicos diversos— a momentos sucesivos de una evolución patológica o simplemente social y, en efecto, es muy raro que un día u otro no sea a esas organizaciones a las que vayan a sumirse, a veces por simple hastío, por comodidad (como acaban quienes más se han opuesto a ello instalando en su casa el teléfono, recibiendo a los Iéna o comprando en Potin). Por lo demás, suelen ser bastante mal recibidos en ellas, pues la falta de experiencia, la saturación por el ensueño a que están reducidos les han marcado con más intensidad — en su vida relativamente pura— los caracteres particulares de afeminamiento que los profesionales han procurado borrar y hay que reconocer que en algunos de esos recién llegados la mujer no está sólo interiormente unida al hombre, sino también horriblemente visible, agitados como están, con un espasmo de histeria, por una risa aguda que les convulsiona las rodillas y las manos, al parecerse al común de los hombres más que esos monos de ojos melancólicos y ojerosos y pies prensiles que se ponen un smoking y llevan una corbata negra, con lo que esos nuevos adherentes son considerados — por parte de quienes son, sin embargo, menos castos— una frecuentación comprometedora y su admisión difícil; aun así, los aceptan y entonces se benefician de esas grandes facilidades mediante las cuales el comercio, las grandes empresas han transformado la vida de los individuos, han puesto a su alcance productos hasta entonces demasiado onerosos e incluso difíciles de encontrar y que ahora los inundan con la plétora de lo que por sí solos no habían podido descubrir en las mayores multitudes, pero, incluso con esos innumerables derivativos, la coacción social es aún demasiado dura para algunos, que figuran sobre todo entre aquellos en quienes no se ha ejercido la coacción mental y consideran más rara incluso de lo que es su clase de amor. Dejemos de lado de momento a aquellos que — como el carácter excepcional de su inclinación los hace creerse superiores a ellas— desprecian a las mujeres, consideran la homosexualidad el privilegio de los grandes genios y de las épocas gloriosas y, cuando intentan compartir su gusto, lo hacen menos con aquellos que les parecen estar predispuestos al respecto — como hace el morfinómano con la morfina— que con aquellos que les parecen dignos de ello, por celo de apostolado, así como otros predican el sionismo, el rechazo del servicio militar, el saint-simonismo, el vegetarianismo y la anarquía. Algunos, si se los sorprende por la mañana, aún acostados, muestran una admirable cara de mujer, pues la expresión es general y simboliza todo el sexo; el propio pelo la afirma; su inflexión es tan femenina, cae, suelto, tan naturalmente en trenzas sobre la mejilla, que nos asombra que la joven, la niña — Galatea despertándose apenas en el inconsciente de ese cuerpo de hombre en el que está encerrada— , haya podido — por sí sola, tan ingeniosamente, sin haberlo aprendido de nadie— aprovechar las menores salidas de su prisión, encontrar lo necesario para su vida. Seguramente el joven que tiene esa cara deliciosa no dice: «Soy una mujer». Aun cuando viva — por tantas razones posibles— con una mujer, puede negarle que él lo sea, jurarle que nunca ha tenido relaciones con hombres. Si ella lo contempla como acabamos de mostrarlo — acostado en una cama, en pijama, con los brazos desnudos y el cuello desnudo bajo el pelo negro— , el pijama ha pasado a ser una blusa de mujer; la cara, la de una preciosa española. La amante queda espantada con esas confidencias hechas a sus miradas, más verdaderas de lo que podrían serlo las palabras, los propios actos, y que, por lo demás, estos últimos no podrían dejar de confirmar, si no lo han hecho ya, pues todas las personas persiguen su placer y, si esa persona no es demasiado viciosa, lo busca en un sexo opuesto al suyo. Ahora bien, para el invertido el vicio no empieza cuando entabla relaciones, pues puede haber demasiadas razones que las impongan, sino cuando goza con mujeres. El joven a quien acabamos de intentar representar era tan evidentemente una mujer, que las mujeres que lo miraban con deseo estaban condenadas — a no ser que tuvieran ese gusto particular— a la misma decepción que las engañadas en las comedias de Shakespeare por una joven disfrazada que se hace pasar por un adolescente. El engaño es igual, el invertido lo sabe incluso, adivina la desilusión que, una vez quitado el disfraz, experimentará la mujer y nota hasta qué punto ese error sobre el sexo es un venero de poesía fantasista. Por lo demás, de nada sirve que no confiese ni siquiera a su exigente amante — si ésta no es de las de Gomorra— : «Soy una mujer», pues, ¡con qué ardides, qué agilidad, qué obstinación de planta trepadora busca la mujer inconsciente y visible el órgano masculino! Basta con mirar esa cabellera rizada sobre la oreja blanca para comprender que, si ese joven se escurre por la noche de entre los dedos de sus padres, a su pesar — de ellos y de él— , no será para ir a encontrarse con mujeres. Ya puede su amante castigarlo, encerrarlo, que el día siguiente el hombre-mujer habrá encontrado el medio de unirse a un hombre, como la enredadera de campanillas arroja sus zarcillos allí donde se encuentre un pico o un rastrillo. ¿Por qué, al admirar en el rostro de ese hombre delicadezas que nos conmueven, una gracia, una naturalidad en la amabilidad que los hombres no tienen, habría de afligirnos saber que dicho joven busca a boxeadores? Son aspectos diferentes de una misma realidad e incluso el que nos repugna es el más conmovedor, más que todas las delicadezas, pues representa un admirable esfuerzo inconsciente de la naturaleza: el reconocimiento del sexo por sí mismo, pese a sus engaños, resulta ser el intento inconfesado de evadirse hacia lo que un error inicial de la sociedad ha colocado lejos de él. A unos, los que han tenido la infancia más tímida seguramente, apenas les importa la clase material de placer que reciben, con tal de que puedan atribuirlo a un rostro masculino, mientras que otros, por tener sentidos más fogosos seguramente, dan a su placer material localizaciones imperiosas. Éstos tal vez escandalizarían con sus confesiones al común de los mortales. Tal vez vivan menos exclusivamente bajo el satélite de Saturno, pues para ellos las mujeres no están enteramente excluidas como para los primeros, para quienes las mujeres no existirían sin la conversación, la coquetería, los amores cerebrales, pero los segundos buscan a las que gustan de las mujeres, pueden procurarles un joven, aumentar el placer que sienten al encontrarse con él; más aún, pueden, igualmente, recibir con ellas el mismo placer que con un hombre. A eso se debe que, en el caso de quienes gustan de los primeros, sólo sientan celos del placer que podrían recibir de un hombre, el único que les parece una traición, ya que no participan del amor a las mujeres, sólo lo han practicado como hábito y para reservarse la posibilidad del matrimonio, por no ser apenas capaces de imaginar el placer que puede dar, no pueden soportar que aquel a quien aman lo saboree, mientras que los segundos inspiran con frecuencia celos por sus amores con mujeres, pues en las relaciones que tienen con ellas desempeñan para la mujer que gusta de las mujeres el papel de otra mujer y la mujer les ofrece al mismo tiempo lo que encuentran en el hombre, más o menos, hasta el punto de que el amigo celoso sufre al sentir a aquel a quien ama atado a la que para él es casi un hombre, al tiempo que lo siente casi escapársele, porque, para esas mujeres, es algo que no conoce, como una clase de mujer. No hablemos tampoco de esos jóvenes locos que por una forma de niñería, para hacer rabiar a sus amigos, escandalizar a sus parientes, se empeñan en cierto modo en elegir ropa que parece vestidos de mujer, ponerse carmín y pintarse los ojos de negro; dejémoslos de lado, pues a ellos es a los que volveremos a ver, cuando hayan cargado demasiado cruelmente el peso de su afectación, dedicando toda una vida a intentar en vano reparar con vestimenta severa, protestante, el daño que se hicieron cuando se sentían embargados por el mismo demonio que incita a mujeres jóvenes del Faubourg Saint-Germain a vivir de forma escandalosa, a romper con todos los usos, a escarnecer a su familia, hasta el día en que con perseverancia y sin éxito se ponen a remontar la pendiente que les había parecido tan divertida o, mejor dicho, que no habían podido por menos de descender. Dejemos, por último, para más adelante a los que han concertado un pacto con Gomorra. Hablaremos de ellos cuando el Sr. de Charlus los conozca. Dejemos a todos los — de una variedad o de otra— que aparecerán, a su vez, y, para acabar esta primera relación, digamos unas palabras exclusivamente de aquellos de los que habíamos empezado a hablar antes: los solitarios. Por considerar su vicio más excepcional de lo que es, se fueron a vivir solos desde el día en que lo descubrieron, después de haber cargado con él durante mucho tiempo sin conocerlo, más tiempo simplemente que otros, pues nadie sabe de entrada que es invertido o poeta o esnob o malvado. Determinado colegial que aprendía versos de amor o miraba imágenes obscenas, si se apretaba entonces contra un compañero, se imaginaba simplemente que comunicaba con él en un mismo deseo de la mujer. ¿Cómo iba a creer que no es igual a todos, cuando reconoce la substancia de lo que siente al leer a Mme. de Lafayette, Racine, Baudelaire, Walter Scott, cuando, en realidad, es aún demasiado poco capaz de observarse a sí mismo para darse cuenta de lo que añade de su cosecha y de que, si bien el sentimiento es el mismo, el objeto difiere, de que a quien desea es a Rob-Roy y no a Diana Vernon? Para muchos, en virtud de una prudencia defensiva del instinto que precede a la visión más clara de la inteligencia, el espejo y las paredes de su habitación desaparecen bajo cromos que representan a actrices, hacen versos como éstos:
Sólo amo a Chloé en el mundo,
Es divina, es rubia y
De amor mi corazón se inunda.
¿Acaso hay que atribuir por ello al comienzo de esas vidas un gusto que no se volvería a ver en ellos más adelante, como esos bucles rubios de los niños que después se volverán morenos? ¿Quién sabe si las fotografías de mujeres no serán un comienzo de hipocresía, un comienzo también de horror para los demás invertidos? Pero los solitarios son precisamente aquellos a quienes la hipocresía resulta dolorosa. Tal vez el ejemplo de los judíos, de una colonia diferente, no sea siquiera lo bastante fuerte para explicar la poca mella que en ellos hace la educación y con qué arte llegan a volver tal vez no a algo tan simplemente atroz como el suicidio — al que los locos, por muchas precauciones que se tomen, vuelven y, tras ser salvados del río al que se han arrojado, se envenenan, se procuran un revólver, etcétera— , sino a una vida que los hombres de la otra raza no sólo no comprenden, no imaginan, cuyos placeres necesarios detestan, sino que, además, su frecuente peligro y la vergüenza permanente los horrorizarían. Para describirlos, tal vez haya que pensar — ya que no en los animales que no se pueden domesticar, en los cachorros de león supuestamente domesticados, pero que siguen siendo leones— al menos en los negros, a los que la cómoda vida de los blancos desespera y prefieren los riesgos de la vida salvaje y sus incomprensibles gozos. Llegado el día en que se han visto incapaces a la vez de mentir a los demás y a sí mismos, se van a vivir al campo para huir — por horror de la monstruosidad o miedo de la tentación— de sus semejantes y — por vergüenza— del resto de la Humanidad. Al no haber llegado nunca a la verdadera madurez, sumidos en la melancolía, de vez en cuando, un domingo sin Luna, van a dar un paseo por un camino hasta un cruce, donde — sin que se hayan dicho ni palabra— ha ido a esperarlos uno de sus amigos de la infancia que vive en un castillo cercano y reanudan los juegos de antaño, sobre la hierba, se ven uno en casa del otro, charlan de cualquier cosa, sin aludir a lo que ha ocurrido, exactamente como si no hubieran hecho nada y no fuesen a volver a hacer nada, salvo un poco de frialdad, ironía, irritabilidad y rencor, a veces odio, en sus relaciones. Después el vecino parte para un duro viaje a caballo y emprende, en mula, una ascensión de los picos, duerme en la nieve; su amigo, que identifica su propio vicio con una debilidad de temperamento, la vida hogareña y tímida, comprende que el vicio no podrá seguir viviendo en su amigo emancipado, a tantos miles de metros sobre el nivel del mar y, en efecto, el otro se casa. Sin embargo, el abandonado no se cura (pese a los casos en que, como veremos, la inversión tiene cura). Exige recibir él mismo por la mañana en su cocina la nata fresca del muchacho lechero y, en las noches en que los deseos lo agitan demasiado, se extravía hasta devolver a su camino a un borracho, hasta arreglar la blusa de un ciego. Seguramente la vida de algunos invertidos parece a veces cambiar, su vicio — como se suele decir— deja de aparecer en sus hábitos, pero nada se pierde: una joya oculta vuelve a aparecer; cuando la cantidad de orina de un enfermo disminuye, está bien que transpire más, pero no por ello deja de ser necesario que haya excreción. Un día ese homosexual pierde a un joven primo y por su inconsolable dolor se comprende que en ese amor — casto tal vez y encaminado más a conservar la estima que a obtener la posesión— se habían transmutado los deseos, así como en un presupuesto, sin cambiar en nada el total, se transfieren ciertos gastos a otro ejercicio. Como ocurre con los enfermos cuyas indisposiciones habituales hace desaparecer por un tiempo un ataque de urticaria, el amor puro de un joven pariente parece haber substituido momentáneamente, por metástasis, en el invertido hábitos que volverán a ocupar un día u otro el lugar del mal supletorio y curado.
Sin embargo, el vecino casado del solitario ha vuelto; ante la belleza de la joven esposa y la ternura que su marido le manifiesta, el día en que el amigo se ve obligado a invitarlos a cenar, se avergüenza del pasado. Como ella está ya en estado interesante, debe regresar a casa temprano y deja al marido; éste, llegada la hora de volver a casa, pide a su amigo que lo acompañe por un trecho y éste en un principio nada sospecha, pero en el cruce se ve derribado sobre la hierba, sin decir palabra, por el alpinista que pronto será padre y se reanudan los encuentros hasta el día en que va a instalarse no lejos de allí un primo de la joven esposa, con quien ahora se pasea siempre el marido y, si el abandonado va a verlo e intenta aproximarse a él, éste lo rechaza, furibundo, indignado por que el otro no haya tenido el tacto de presentir el asco que en adelante inspirará. Sin embargo, en cierta ocasión se presenta un desconocido enviado por el vecino infiel, pero el abandonado, demasiado ocupado, no puede recibirlo y hasta más adelante no comprende el fin con que había acudido el extraño.
Entonces el solitario languidece solo. Sólo tiene el placer de ir a la estación balnearia cercana a pedir una información a determinado empleado ferroviario, pero éste ha ascendido y ha sido destinado a la otra punta de Francia; el solitario ya no podrá ir a preguntarle el horario de los trenes, el precio de los billetes de primera y, antes de volver a soñar a su torre, como Grisélidis, se entretiene en la playa, como una extraña Andrómeda a la que ningún argonauta acudirá a liberar, como una medusa estéril que perecerá en la arena, o se queda, perezoso, en el andén, antes de la partida del tren, lanzando a la muchedumbre de viajeros una mirada que parecerá indiferente, desdeñosa o distraída a los de otra raza, pero que, como el resplandor con el que se adornan ciertos insectos para atraer a los de su misma especie o como el néctar que ofrecen ciertas flores para atraer a los insectos que las fecundarán, no engañaría al aficionado — casi inencontrable— a un placer demasiado singular, demasiado difícil de situar, que se le ofrece, al colega con quien nuestro especialista podría hablar la lengua insólita; a lo sumo, algún andrajoso del andén aparentará interesarse por esta última, pero sólo a cambio de un beneficio material, como quienes en el Colegio de Francia, en la sala en la que el profesor de sánscrito habla sin auditorio, van a seguir la clase, tan sólo para entrar en calor. ¡Medusa! ¡Orquídea! Cuando me limitaba a seguir mi instinto, la medusa me repugnaba en Balbec, pero, si sabía observarla, como Michelet, desde el punto de vista de la historia natural y estética, veía una deliciosa arracada de lapislázuli. ¿Acaso no son, con el terciopelo transparente de sus pétalos, como las orquídeas malva del mar? Como tantas criaturas de los reinos animal y vegetal, como la planta que produciría la vainilla, pero, por estar su órgano masculino separado por un tabique del femenino, permanece estéril, si los colibríes o ciertas abejas pequeñas no transportan el polen de unos a otros o si el hombre no los fecunda artificialmente, el Sr. de Charlus — y aquí debemos entender la palabra «fecundación» en su sentido moral, ya que en sentido físico la unión de un varón con otro varón es estéril, pero no es indiferente que un individuo pueda encontrar el único placer que esté en condiciones de saborear y «que en este mundo toda alma» pueda dar a alguien «su música, su llama o su perfume»— era de esos hombres a quienes se puede calificar de excepcionales, porque la satisfacción, tan fácil en otros, de sus necesidades sexuales, por numerosas que sean, depende de la coincidencia de demasiadas condiciones y demasiado difíciles de satisfacer. Para hombres como el Sr. de Charlus — y a reserva de los expedientes que irán apareciendo poco a poco y que ya se han podido presentir, exigidos por la necesidad de placer que se resigna a semiconsentimientos— , el amor mutuo — aparte de las dificultades enormes, a veces insuperables, que encuentra en el común de las personas— les añade otras tan especiales, que lo que siempre es muy escaso para todo el mundo se vuelve en ellos casi imposible y, si se produce para ellos un encuentro en verdad feliz o que la naturaleza les hace parecer tal, su gozo, mucho más que el del enamorado normal, resulta extraordinario, seleccionado, profundamente necesario. El odio de los Capuleto y los Montesco no era nada en comparación con los impedimentos de toda clase superados, las eliminaciones especiales que la naturaleza ha habido de hacer experimentar a los azares, ya poco comunes, que acompañan el amor, antes de que un antiguo chalequero, quien se proponía salir buenamente hacia su oficina, titubee, cautivado, ante un quincuagenario barrigudo. Ese Romeo y esa Julieta pueden creer con razón que su amor no es el capricho de un instante, sino una auténtica predestinación preparada por las armonías de su temperamento, no sólo por su temperamento propio, sino también por el de sus ascendientes, por su más lejana herencia, de tal modo, que la persona que se une a ellos les pertenece antes del nacimiento, los ha atraído mediante una fuerza comparable a la que dirige los mundos en los que hemos pasado nuestras vidas anteriores. El Sr. de Charlus me había distraído y no había podido fijarme en si el abejorro traía a la orquídea el polen que ésta esperaba desde hacía tanto tiempo y sólo tenía la posibilidad de recibir gracias a un azar tan improbable, que se podía calificarlo de milagro en cierto modo, pero el que acababa yo de presenciar era también un milagro, casi de la misma clase y no menos maravilloso. En cuanto vi aquel encuentro desde ese punto de vista, todo en él me pareció marcado por la belleza. Los ardides más extraordinarios que la naturaleza ha inventado para obligar a los insectos a velar por la fecundación de las flores, que, sin ellos, no podrían recibirla, porque la flor macho está demasiado alejada en ellas de la flor hembra, o el que — en el caso de que sea el viento el que deba encargarse del transporte del polen— lo vuelve más fácil de desprender de la flor macho, mucho más fácil de recoger de paso por la flor hembra, al suprimir la secreción del néctar, que ha dejado de ser útil, al no haber insectos que atraer, e incluso el brillo de las corolas que los atraen, y el que — a fin de que la flor esté reservada para el polen que necesita y que sólo puede fructificar en ella— la hace segregar un líquido que la inmuniza contra los otros pólenes, no me parecían más maravillosos que la existencia de la subvariedad de invertidos destinada a garantizar los placeres del amor al invertido que envejece: los hombres que no se sienten atraídos por todos los hombres, sino — en virtud de un fenómeno de correspondencia y armonía comparable con los que regulan la fecundación de las flores heteroestiladas triformes, como el Lythrum salicaria— sólo por los hombres mucho mayores que ellos. De esa subvariedad acababa de ofrecerme Jupien un ejemplo — si bien menos pasmoso que otros— que cualquier herborizador humano, cualquier botánico moral, podrá observar, pese a su rareza, brindado por un joven débil que esperaba las insinuaciones de un quincuagenario robusto y barrigudo y permanecía tan indiferente a las de otros jóvenes como estériles permanecen las flores hermafroditas, de estilo corto, de la Primula veris, mientras que acogen con alegría el polen de las Primula veris, de estilo largo. En cuanto al caso, por lo demás, del Sr. de Charlus, más adelante me di cuenta de que para él había diversas clases de conjunciones, algunas de las cuales — por su multiplicidad, su instantaneidad apenas visible y sobre todo la falta de contacto entre los dos actores— recordaban más aún a esas flores fecundadas en un jardín por el polen de una flor vecina que nunca tocarán. En efecto, había ciertas personas con quienes le bastaba hacerlas venir a su casa, mantenerlas unas horas bajo el dominio de su palabra, para que su deseo, excitado en algún encuentro, quedara saciado. Mediante simples palabras, se hacía la conjunción tan sencillamente como puede producirse en los infusorios. A veces, como seguramente le había ocurrido conmigo la noche en que me había convocado después de la cena en la casa de los Guermantes, la satisfacción se daba gracias a una violenta reconvención que el barón arrojaba al rostro del visitante, como ciertas flores, gracias a un resorte, rocían a distancia el insecto inconscientemente cómplice y desconcertado. El Sr. de Charlus, convertido de dominado en dominador, se sentía purificado de su inquietud y calmado y despedía al visitante que había dejado al instante de parecerle deseable. Por último, como la propia inversión se debe a que el invertido, al aproximarse demasiado a la mujer, no puede tener relaciones útiles con ella, está vinculada con una ley más alta en virtud de la cual tantas flores hermafroditas permanecen infecundas, es decir, con la esterilidad de la autofecundación. Cierto es que los invertidos en busca de un varón se contentan a menudo con uno tan afeminado como ellos, pero basta con que no pertenezcan al sexo femenino, del que llevan dentro de sí un embrión que no pueden utilizar, cosa que sucede a tantas flores — e incluso a ciertos animales— hermafroditas, como el caracol, que no pueden ser fecundados por sí mismos, pero sí por otros hermafroditas. A ese respecto los invertidos, que gustan de vincularse con el antiguo Oriente o la edad de oro de Grecia, se remontarían aún más atrás, a las épocas de ensayo en las que no existían ni las flores dioicas ni los animales unisexuados, a ese hermafroditismo inicial cuyo rastro parecen conservar algunos rudimentos de órganos masculinos en la anatomía de la mujer y de órganos femeninos en la del hombre. La mímica, al principio incomprensible para mí, de Jupien y del Sr. de Charlus me parecía tan curiosa como esos gestos tentadores dirigidos a los insectos, según Darwin, por las llamadas flores compuestas, que elevan los semiflósculos de sus cabezuelas para que se vean desde más lejos, como cierta heteroestilada que vuelve sus estambres y los curva para abrir camino a los insectos o les ofrece una ablución y comparable incluso, pura y simplemente, a los perfumes del néctar, el brillo de las corolas, que atraían en aquel momento a insectos en el patio. A partir de aquel día, el Sr. de Charlus iba a cambiar la hora de sus visitas a la Sra. de Villeparisis, no porque no pudiera ver a Jupien en otro lugar y con mayor comodidad, sino porque seguramente el sol de la tarde y las flores del arbusto estaban — como para mí— vinculados a su recuerdo. Por lo demás, no se contentó con recomendar los Jupien a la Sra. de Villeparisis, a la duquesa de Guermantes, a toda una brillante clientela que fue tanto más asidua para con la joven bordadora cuanto que las pocas señoras que se resistieron o simplemente se retrasaron fueron objeto de represalias terribles por parte del barón, ya fuera para que sirviesen de ejemplo o porque habían despertado su furia y se habían alzado contra sus empresas de dominación. Volvió el local de Jupien cada vez más lucrativo hasta que tomó definitivamente a éste como secretario y lo situó en las condiciones que veremos más adelante. «¡Ah! Ese Jupien sí que es un hombre feliz», decía Françoise, quien tenía tendencia a disminuir o exagerar las bondades, según que las recibiera ella u otros. Por lo demás, en aquel caso no necesitaba exagerar ni sentía, por lo demás, envidia, pues apreciaba sinceramente a Jupien. «¡Ah! Es un hombre tan bueno el barón», añadía, «tan estupendo, tan devoto, ¡tan como Dios manda! Si yo tuviera una hija por casar y fuera del mundo rico, se la entregaría al barón con los ojos cerrados». «Pero, Françoise», decía mi madre con dulzura, «iba a tener muchos maridos esa hija. Recuerde que ya se la ha prometido a Jupien». «¡Ah, caramba!», respondía Françoise. «Es que ése también es alguien que haría muy feliz a una mujer. Ya puede haber ricos y pobres miserables, nada tiene que ver con el carácter. El barón y Jupien son lo que se dice el mismo tipo de personas».
Por lo demás, yo exageraba mucho entonces, ante aquella primera revelación, el carácter electivo de una conjunción tan seleccionada. Cierto es que cada uno de los hombres iguales al Sr. de Charlus es un ser extraordinario, ya que, si bien no hace concesiones a las posibilidades de la vida, busca esencialmente el amor de un hombre de la otra raza, es decir, un hombre que guste de las mujeres (y que, por consiguiente, no podrá amarlo); al contrario de lo que creía en el patio, en el que acababa yo de ver a Jupien girar en torno al Sr. de Charlus como la orquídea insinuándose al abejorro, esas personas excepcionales a las que compadecemos son multitud, como veremos a lo largo de esta obra, por una razón que no se revelará hasta el final y ellas mismas se quejan de ser demasiado numerosas, en realidad, pues los dos ángeles que fueron colocados a las puertas de Sodoma para saber si sus habitantes habían hecho — como dice el Génesis— enteramente esas cosas cuyo clamor había subido hasta el Eterno habían sido elegidos — y no podemos por menos de alegrarnos de ello— muy mal por el Señor, quien debería haber confiado esa tarea a un sodomista. A éste las excusas: «Padre de seis hijos, tengo dos queridas, etcétera», no le habrían hecho bajar, benévolo, la espada flameante y suavizar las sanciones. Habría respondido: «Sí y tu mujer sufre las torturas de los celos, pero, incluso cuando no has elegido a esas mujeres en Gomorra, pasas las noches con un pastor de Hebrón». E inmediatamente lo habría hecho volver sobre sus pasos hacia la ciudad que iba a destruir la lluvia de fuego y azufre. Al contrario, dejaron huir a todos los sodomistas vergonzosos, aun cuando, al divisar a un muchacho, apartaran la cara, como la mujer de Lot, sin por ello quedar convertidos como ella en estatuas de sal. De modo que tuvieron una numerosa posteridad en quienes ese gesto siguió siendo habitual, como el de las mujeres disolutas que, aparentando mirar los zapatos exhibidos en un escaparate, vuelven la cabeza para mirar a un estudiante. Esos descendientes de los sodomistas, tan numerosos, que no se puede aplicarles el otro versículo del Génesis: «Si alguien puede contar el polvo de la tierra, podrá contar también esa posteridad», se han establecido en toda la Tierra, han tenido acceso a todas las profesiones y entran tan fácilmente en los clubes más cerrados, que, cuando un sodomista no es admitido en ellos, las bolas negras son en su mayoría las de sodomistas, quienes, por haber heredado la mentira que permitió a sus antepasados abandonar la ciudad maldita, procuran, sin embargo, incriminar la sodomía. Es posible que regresen a ella un día. Cierto es que en todos los países constituyen una colonia oriental, culta, musical, maldiciente, con cualidades encantadoras y defectos insoportables. Los veremos más detenidamente a lo largo de las páginas siguientes, pero hemos querido prevenir provisionalmente el funesto error consistente en crear — así como se ha creado un movimiento sionista— un movimiento sodomista y reconstruir una Sodoma. Ahora bien, nada más llegar, los sodomistas abandonarían la ciudad para no parecer ser de ella, tomarían a una mujer, mantendrían a queridas en otras ciudades, en las que encontrarían, por lo demás, todas las distracciones convenientes. Irían a Sodoma sólo los días de suprema necesidad, cuando su ciudad estuviera vacía, en los momentos en que el hambre hace salir al lobo del bosque, es decir, que todo sería, en una palabra, como en Londres, Berlín, Roma, Petrogrado o París.
En todo caso, aquel día, antes de mi visita a la duquesa, yo no llegaba tan lejos con el pensamiento y estaba desconsolado por haberme perdido tal vez — al prestar atención a la conjunción Jupien-Charlus— la fecundación de la flor por el abejorro.