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ОглавлениеI El GOCE DEL IDIOTA
Jackass
Una serie de fotos que circula en las redes muestra porqué ellos, los hombres, viven menos que las mujeres. Un festivo grupo de jóvenes metidos en el agua de la pileta hasta la cintura, conectan enredados cables de equipos de audio. En otra imagen el hombre repara un escape de gas mientras fuma su cigarrillo. Las demás, igualmente hilarantes y torpes, exhiben la irrisoria exposición a un peligro de muerte. Todas congelan el momento anterior al siniestro: segundos después, el sujeto muere por idiota. El fútil riesgo no tiene motivos visibles. Acaso se podría suponer en los imprudentes un desafío a la ley de nuestra condición mortal. “No va a pasar nada”, dijo él, y fue cadáver.
Desde 1998 hasta 2001, salió al aire un programa televisivo llamado Jackass. El elenco, exclusivamente masculino, se exponía a peligros innecesarios y gastaba violentas bromas con mayor o menor grado de daño corporal. Sobre un trasfondo de muerte, la risa estaba ligada a la violencia sobre los cuerpos por puro juego y sin dobles. Sonrientes, dos jóvenes se tomaban una selfie parados al borde de la terraza de un alto edificio. Al igual que los protagonistas, los entusiastas del programa fueron mayoritariamente masculinos. No es un dato menor que fuesen hombres quienes gustasen de eso. Tampoco el hecho de que el logo de Jackass fuese una bandera negra con una calavera y dos muletas blancas cruzadas. Las lesiones eran frecuentes, y los héroes del proyecto tuvieron destinos estragados. Se habló del “trágico fin de esos idiotas.” Ellos mismos se habían nombrado así, porque eso es lo que significa jackass: “idiota”, “estúpido”, “burro”, “torpe”. Su comportamiento los asemejaba a esos púberes que se hallan en la “edad del pavo”. Y si es verdad que los trastornos de la pubertad unen a varones y chicas, son casi siempre imágenes de los primeros las que ilustran ese momento de la vida signado por la zoncera.
Hay chicas que incurren en la imprudencia o maltratan sus cuerpos, pero las mujeres no son propensas a desafiar la muerte “porque sí” o a maltratar los cuerpos de otros. La competencia fálica no les es ajena, pero no suele exponerlas a la violencia o la muerte. Es infrecuente que las boxeadoras, las rugbiers, las conductoras de vehículos o las policías protagonicen hechos luctuosos. Sobre todo, absurdamente luctuosos. Habrá mujeres que incurren en violencia, pero la diferencia estadística con los varones es abrumadora y esos arrebatos no tienen peso social. No es el caso del infanticidio o la violencia contra el hijo, eso concierne a la madre y no a la mujer. Lo cierto es que es en las relaciones con los hombres donde las mujeres pueden ser más imprudentes, pero ahí el factor de riesgo, justamente, son los varones. La feminidad se extravía por no tener registro del límite. Muy otra cosa es el goce de transgredirlo, que supone ciertamente ese registro. Es del lado de ellos que vemos la tendencia a un despliegue casi lúdico de violencia, un goce sadiano. A menudo los “juegos” de muchachos terminan mal, con diverso grado de lamentación. ¿Hay algo sexual en esos actos de “idiotismo”? ¿Estas cosas se deben a la educación machista, o hay algo de la estructura del goce en juego?
Renegaciones
En Consideraciones de actualidad sobre la guerra y la muerte, Freud postula que el heroísmo conlleva una desmentida de la condición mortal. Esa denegación está profundamente arraigada en lo inconsciente, y en situaciones límite como la guerra puede ser útil. Aunque según el contexto eso podría no distinguirse de la idiotez. Pensemos en la insensata audacia de muchos conductores de vehículos o de pendencieros nocturnos. Si de imprudencias se trata, los hombres se llevan la palma en las estadísticas de accidentes, y la diferencia con las mujeres es marcada. Más allá de la torpeza o el descuido, la renegación de la muerte se presenta como apuesta y desafío: “puedo conducir ebrio, ganarle al semáforo, etc.” A veces el reto es explícito, como cuando se juegan carreras en la autopista, o dos conductores, casi siempre hombres, se provocan con absurdo arrojo poniendo en peligro vidas propias y ajenas. No hace falta el contendiente real, porque cuando él desafía el semáforo se mide con un oscuro rival imaginario que la señal encarna como significante de la autoridad. La luz roja dice no, y conlleva una amenaza de peligro o de castigo. El desafío a la castración anima la insensatez masculina. Nadie ignora los espejismos de omnipotencia fálica ligados al automóvil, y las competencias o pavoneos que los acompañan. (1) Algunos son inofensivos, otros no. Se dirá que el arquetipo del “Gran Macho” al que se pretende emular o vencer, es la clave de estas burradas mortales. El sentido común indicaría que la deconstrucción del modelo tradicional de la masculinidad pondrá fin a esos “juegos”.
Hace más de dos siglos que esa virilidad “tradicional” viene siendo de-construida. En tiempos pretéritos era común para los hombres portar armas y batirse, a menudo por trivialidades. Las ofensas entre políticos que hoy se dirimen en querellas judiciales, llevaban a duelos como el que sostuvieron Hipólito Yrigoyen y Lisandro de la Torre en 1897. Ese tipo de confrontaciones están relegadas hoy a la marginalidad. Podríamos postular que la civilización reside en empujar lo viril –sea lo que sea eso– hacia los márgenes. Con todo, las peleas nocturnas entre varones jóvenes nos siguen angustiando. Pero a veces lo que parece evolución es en realidad sustitución, y por eso ellos se matan –y matan– conduciendo bólidos motorizados. Aparte de estas violencias, deberíamos preguntar qué lleva a alguien como Phillipe Petit a cruzar de una a otra de las torres del World Trade Center caminando sobre un cable a más de 400 metros de altura. En 1974, ese acto fue nombrado como “el crimen artístico del siglo”. El caso es distinto. Hay una dimensión sublimatoria, y también un propósito con el que se puede acordar o no. No fue un exabrupto. Requirió años de planificación cuidadosa. Sin embargo, la violencia no residía solamente en el riesgo de vida del funámbulo, o de algún infortunado transeúnte. Fue, a no dudarlo, algo chocante.
Solamente Freud pudo haber percibido la intimidad entre la “sacudida orgásmica” y las conmociones mecánicas del cuerpo, que la película Crash (Cronenberg, 1996) muestra de manera perturbadora. Lo cierto es que muchos disfrutan con esos violentos zarandeos corporales en los parques de diversiones, como ocurre con los autos chocadores. Ahí nadie se lastima. No con frecuencia. Mucho menos con juegos de video como Crashday, cuyos entusiastas son mayoritariamente varones. ¿Por qué alguien goza con eso?
La intelligentzia nunca toma en cuenta en su análisis la lógica del goce, más allá de los modelos de identificación. No se pregunta si la apetencia de velocidad puede ser una adicción capaz de tentar también a los “nuevos” hombres y no sólo a los machistas. Elude la hipótesis freudiana que postula un goce del choque. El conductor enviciado con la onda verde rehúsa la señal de alto y desconoce el oscuro deseo que lo anima, que es el de impactar, el dejar una marca. Aunque sea la de la propia muerte. No por azar el universo de los records es masculino.
La causa sexual, siempre negada
Las medianías intelectuales ven en todo esto la incidencia de la voluntad de poder y sus condicionamientos políticos. Así lo concibió Alfred Adler al rechazar la causa sexual provocando la primera escisión en el movimiento psicoanalítico. La segunda dimisión, la de Jung, también tuvo por motivo el estatuto sexual de la noción de libido. Se niega la sexualidad como factor primario y determinante. Hay un especial rechazo hacia eso, particularmente en las llamadas perspectivas de género, a las que se agrega el “último psicoanálisis”, que es el que prescinde de Freud cediendo a los imperativos de la época, acaso intimidado por la inquisición feminista. Pero no todo el feminismo es enemigo de la causa freudiana, del sexo, o del hombre. Virginie Despentes, por ejemplo, se atreve a la blasfemia: “todo lo que me gusta de mi vida, todo lo que me ha salvado, lo debo a mi virilidad”. ¿Qué es eso? Con una lucidez de la que algunos psicoanalistas carecen, lo ubica del lado de lo disruptivo, de lo separador, del corte. Tal vez reconoce el carácter antisocial de la libido fálica, que con razón es considerada peligrosa, sobre todo en el hombre. Por eso un artículo de Stephen Marche (New York Times, 25–11–2017) habla de “la brutalidad de la libido masculina.” Lo que hay que notar es que el autor se refiera a eso como algo de lo que no nos habríamos ocupado bastante.
Es una ironía que en el desenlace del #metoo quede expuesta la lúbrica verdad del afán de poder, que es secundario respecto de la causa sexual. Freud supo cuán impopular sería esa hipótesis, pero no cedió. Ahora el rechazo a lo sexual esgrime una retórica progresista para la cual el deseo más fuerte es el deseo de poder, lo cual dice algo sobre los entusiastas de esa postura. El femicidio sería un fenómeno puramente político en el que la sexualidad no jugaría un rol determinante, aunque la gran mayoría de los femicidas sean parejas o ex–parejas. Lo mismo respecto de la violación. No ven nada sexual ahí. Sin dudas hay una dimensión política de estos horrores que no debería encubrirse con la idea del “crimen pasional”. Es verdad que el femicidio no es un asunto privado. Es un síntoma social. En cuanto a la violación, se piensa, no sin razón, que es un ritual en el que se afirma un sistema patriarcal de explotación de la mujer por el varón. No lo negamos. Con todo, hoy no se toma en cuenta para nada el estatuto sexual del goce que se extrae en esa explotación y en las demás. Tampoco se toma en cuenta el cambio que implica la captura de ese “ritual” por el discurso capitalista y una sociedad sin dudas post-paterna. Además, es nefasto que en la violencia contra la mujer no se tome en cuenta la posición subjetiva del perpetrador, lo que no parece importar. Tampoco la posición subjetiva de la mujer, ni siquiera la de aquella que se casa con un conocido asesino serial de mujeres. Hay demasiados “intelectuales” que tienen todas las respuestas porque no se hacen ninguna pregunta. Sostienen que tener en cuenta la dimensión psicopatológica negaría los aspectos políticos del fenómeno, la necesidad de acciones políticas, y la responsabilidad subjetiva y jurídica del agresor. Todo ello es un disparate si hablamos del psicoanálisis. Aunque es cierto que lo que nos ocupa como analistas es un campo resistente a los designios de los poderes establecidos, conservadores o progresistas. Y es de eso de lo que no se quiere saber. Es un error, porque justamente tener en cuenta los límites de la acción política ayuda a la toma de medidas políticas más eficaces. En lugar de eso, se impugna al psicoanálisis como “naturalista”. Piensan que disuelve responsabilidades. Para el psicoanálisis el sujeto siempre es responsable, y además no hay nada natural en ninguno de los fenómenos que lo ocupan. Entonces, si la biología no es lo determinante, se piensa que la causa debe ser necesariamente psicogenética, es decir, pedagógica, y por lo tanto controlable de manera eventual por el poder político. No se concibe lo que en la página 17 de Las psicosis es formulado por Lacan: el gran secreto del psicoanálisis es que no hay psicogénesis. (2) ¿Qué, entonces?
Cebado en la onda verde, el conductor imprudente pasa un semáforo tras otro. Un check point tras otro. Y otro, y otro, y otro, con hipnótica satisfacción. Uno más, cifra la lógica de ese goce que la intelligentzia rubrica como afán de poder. Lo que su íntima mojigatería rechaza es el carácter masturbatorio de ese uno más, cuyo goce se anuda a la función del significante.
El estatuto antisocial de la sexualidad
Sobran las injusticias machistas, pero es notorio que el orden patriarcal ya no está vigente desde hace rato. Hay que estar muy perdido para confundir patriarcado con capitalismo. Este último ha beneficiado a las mujeres en el plano de los derechos civiles, mientras en otros aspectos las aplasta junto con los hombres. Seguramente la mayoría de los poderosos a nivel individual sea masculina. De cualquier manera, patriarcal o post-patriarcal, sea cual sea el orden simbólico, lo que ocupa al psicoanalista es la pregunta sobre si hay comportamientos masculinos disfuncionales por sí mismos y que no sirvan a orden alguno. Es decir, idiotas, en tanto eso significa desconectados del Otro. Eso no impide a los poderes establecidos, eventualmente, convertir al idiota en idiota útil. ¿Los hay que no tengan utilidad ninguna? No respondemos por ahora, pero hay que tener en cuenta que un fenómeno propio de la sociedad post-patriarcal es el del terrorismo sin discurso, sin propósito, impredecible, el del “lobo solitario”. Algunos responden, de modo delirante o no, a una ideología. En otros no hay razón. Lo cierto es que son varones. La modernidad permite que un gris y superfluo individuo –para el capitalismo todos lo somos– acceda sin dificultad a técnicas masivas de destrucción. Los Pasternak de Relatos salvajes (Szifron, 2014) o los Andreas Lubitz, son hijos de la época.
Siendo un muy joven soldado de las guerras napoleónicas, el General Marbot, cuenta en sus memorias que una vez se expuso por puro afán lúdico –como los protagonistas de Jackass– a esquivar las explosiones de la artillería enemiga. Corría de un lado a otro, excitado, burlando la muerte que lo buscaba. Una explosión, y otra, y otra... Jugaba. El comandante lo reprendió y le dijo que no tenía derecho a exponer su vida o su cuerpo sin beneficio para la patria. Amonestación que señala el egoísmo que puede morar en el deseo de aventura. Apuntemos que el significante “aventura” tiene una connotación sexual, que a veces desprecia amor y responsabilidades. Pero una aventura deportiva también puede implicar el riesgo de no volver a los brazos de quienes nos esperan. Las urgencias masculinas no siempre son gratas al orden social, sea cual fuere, incluso si es patriarcal. Siempre hay –o debería haber– un no en la base de cualquier orden comunitario. Es la virilidad la que más parece requerir ese no, principalmente dirigido a la masturbación infantil. Si el psicoanálisis reconoce la relevancia de ella en la sexualidad femenina, es curioso que sean los hombres quienes necesiten mayormente el límite.
Freud postuló el carácter antisocial de la sexualidad. Ello es patente en la masturbación –referente clínico del goce fálico–, que aplasta al deseo como afirma Lacan en El deseo y su interpretación. (3) Lo “antisocial” no es obrar lo prohibido para sacar algún provecho. San Agustín sintió, siendo niño, que robarle frutas al vecino era más excitante que el sabor de la fruta misma. El goce de la transgresión era más importante que el del botín. Hacia el extremo, en la película The Dark Knight (Nolan, 2008) un agudo Alfred dice que hay hombres que no buscan ni poder, ni dinero, sino que solamente quieren ver arder el mundo. Hay atrocidades viriles que no tienen un propósito útil, aunque la política pueda, después, darles uno. El catálogo de las trastadas o violencias mostrará que, más allá de las coartadas ideológicas y el aprovechamiento político, hay algo en ellas radicalmente idiota. Un significante que no debe ser leído como “sin importancia”, ni menguar el horror de lo que es horrible. La anécdota de Marbot nos da la pista al mostrar que ciertos excitantes carecen de un relato que los legitime y les otorgue valor social. El gesto “heroico” puede acaso insertarse en un discurso que lo ennoblezca, pero también puede estar sostenido en una pura satisfacción autista, sin conexión con ideales. Ahí no sólo desfallece el amor en su más vasto sentido, sino también el discurso mismo, inseparable de la dimensión del Otro. No se trata tanto de actos idiotas, como de lo idiota que puede haber en actos que no lo son. El famoso sargento York, héroe de la Primera Guerra Mundial, fue un ebrio pendenciero que derrochaba golpes de puño. La guerra le dio la ocasión de hacer algo útil con su potencial agresivo, con su goce de liquidar a uno, y a otro, y a otro. La satisfacción pulsional es, en principio, autoerótica, solitaria. Bajo otras circunstancias, como todos sabemos, el héroe de guerra de quien se contaron historias y se hicieron películas, bien podría haber sido un “antisocial”. A veces es las dos cosas. Después de todo, de los criminales también se cuentan historias y se hacen películas.
El significante idiota. El significante, idiota
Del griego ιδιωτης, el término designa a quien se desinteresa de los asuntos públicos ocupándose solamente de sus intereses privados. Es decir, de su goce. La raíz idio, significa propio, y la encontramos en términos como idioma, idiosincrasia, o idiopático. Digamos que lo idio “es así”, el rasgo patognomónico, la roca que persevera en su ser, esencialmente conservadora, cosa que Freud destacó como lo típico de las pulsiones. Un elemento irreductible y mudo en su falta de razones. No las da, y es impermeable a ellas. No se deja deconstruir, y las teorías se van al garete a la hora de tratar con lo idiota. Una figura destacada de la historia argentina dijo que un malvado tiene remedio, pero un bruto no. Y aquí no se trata de la brutalidad de la ignorancia, sino de lo bruto en el sentido de lo carente de elaboración. Lo que no piensa. La piedra, ya terca, ya iracunda, es su metáfora más frecuente. Ella no piensa, pero tampoco se deja pensar. Las manos toman las piedras cuando las deliberaciones y los argumentos se interrumpen.
Schopenhauer no tuvo que conocer los modernos gadgets, para criticar los matatiempos solitarios e inútiles, como tamborilear los dedos, tararear o hacer garabatos. No es que no se pueda hacer arte con ellos, pero para eso hay que poner algo más. Schopenhauer veía en estas cosas una forma larvada de masturbación que robaba energía al pensamiento. Cosas que “idiotizaban”. Nadie está exento de ellas. Pero hay que decir que si el pensamiento y el lenguaje están ligados, la feminidad es pródiga en pensamiento, para bien o para mal. Lo exprese o no con palabras, su intimidad con el lenguaje es a todas luces mayor que la de lo masculino. Las niñas se lanzan antes al discurso. Su rendimiento académico es mejor –cosa ya advertida por Freud–, y también su interés por las seriedades de la vida. A pesar de su desprecio hacia las mujeres, Schopenhauer consideraba la inteligencia como proveniente de la madre. Del padre venía la voluntad, que para que un lacaniano entienda de qué se trata, lo podemos traducir como lo real.
Capaz de ser racional más allá de lo razonable, lo femenino da al lenguaje un lugar central en su erotismo. Sus incursiones en los extraviados laberintos del significante no deben confundirse con la rumia obsesiva, claramente masturbatoria. J.-A. Miller dice que no hay seres del deber como las mujeres, y es un lugar común notar que al lado de ellas los varones aparecen como niños. Y niños que no se contentan fácilmente dibujando o escuchando un cuento. Parecen requerir una descarga física. Pegarle a la pelota. Pegarle a algo. O que algo les “pegue”, los sacuda. Están más inclinados a la contundencia. Lo viril parece entusiasmarse más con los efectos especiales que con los diálogos.
Otra imagen circula en las redes. Muestra la puerta del baño de damas llena de múltiples y diversos BLA. Muchos. Su polifonía cubre toda la puerta y podría extenderse más allá de los bordes. La puerta del baño de hombres exhibe un único BLA, solitario y terminal. Se juega con la idea –equivocada o no– del complejo entramado de los razonamientos femeninos y la tosca simplicidad de lo viril. Ese contraste se reproduce en un imaginario sobre el acto sexual, en el que la embriaguez de las palabras y las magias del juego preliminar de ella –o que ella espera– chocan con la tosca urgencia fálica de él. Son clisés, por supuesto, de fácil refutación. Aunque la casi infaltable queja de las damas sobre el egoísmo masculino es más que una fábula. Sobre todo cuando ese egoísmo se concentra en el propio miembro y sus sustitutos (el auto, la moto, la computadora, el instrumento, incluso la idea). Como fuese, la humorada del BLA, adoquinado y solo, devela una estructura. No hay que engañarse pensando en el lugar común que atribuye a las mujeres el hablar mucho y a los varones la parquedad, cosa que los hechos desmienten. Lo que está en juego no es una psicología, sino la estructura del goce.
En el idioma de los lacanianos eso se cifra como la diferencia entre el significante solo, insensato (S1), y la batería de los demás significantes que acuden a él para producir sentido, insertándolo en una cadena (S2). A esto último también se lo llama “el saber”. Si ese BLA (S1), en su soledad primigenia, no habla, los demás significantes (S2) lo hablan, intentan darle sentido. Por eso el falo es algo de lo cual se habla todo el tiempo en el nivel semántico, imaginario, o simbólico–imaginario. Pero como significante, en el nivel simbólico–real, hay equivalencia entre él y el S1, el significante que rehúsa la comunidad con los otros. Se corta solo. Por ello el sistema (S2) se ocupa de él de continuo tratando de procesarlo. El BLA es una ruptura en el saber. Corta. Por eso es marca de lo indomesticable, de lo que no se subordina a la regla. A este significante idiota, cargado de goce, Freud lo llamó “representación intolerable” –unverträgliche Vorstellung. La traducción más difundida nos hace perder lo importante, porque unverträglich es más bien “intratable”, “insociable”, “incompatible”, lo cual es pertinente al tema que nos ocupa. El significante es “idiota” cuando no “socializa” –por así decirlo– con los otros.
La página 97 de Aún (4) establece una equivalencia entre el falo como significante (Φ) y el significante del cual no hay significado (S1), que, en el plano del sentido, designa su fracaso. El fracaso del sentido. Por eso Lacan afirma que el significante, en su soledad escrituraria, de pura letra, que es su faz real, es necio. Lo que es lo mismo que decir idiota. Cuando irrumpe como tal, sintomáticamente y como goce, hay ruptura del sentido. Por eso el significante fálico (y su equivalente, el S1) es el soporte del sujeto dividido. La equivalencia se triplica: Φ, S1, y la barra que tacha al sujeto. Cosas para nada ajenas a una mujer, pero que Lacan en el mismo lugar las ubica, explícitamente, del lado del hombre (sic). Una erección puede experimentarse de modo incompatible con el yo y su ideal. Por ejemplo, ante la madre, la hermana, la hija, un niño, un hombre –siendo el sujeto heterosexual–. Ese acontecimiento del cuerpo produce perplejidad, angustia, incluso horror. Hay una ruptura del contexto de sentido. ¿Cómo asumir ese significante hecho carne, sin dividirse? ¿Cómo decir “ahí estoy yo”? Un lapsus produce lo mismo en el nivel del discurso. Aunque todo acontecimiento de discurso arraiga en el cuerpo en tanto erógeno. ¿Hay algún acontecimiento que no sea del cuerpo? Lo que importa no es la dimensión semántica del significante que esté en juego, sino su lugar en la economía libidinal, o, si se prefiere, el estatuto del goce que lo acompaña. En la erección ya hay goce. Y ahí se hace patente la emergencia de sentimientos embarazosos (angustia, vergüenza, culpa). Donde ellos están, lo sexuado del cuerpo está.
El goce culpable
Lacan se refiere al goce fálico como el “goce del idiota”, donde lo “idiota” no tiene que ver con caras estúpidas y abundantes, sino con la desconexión respecto del Otro. Si su referente clínico es la masturbación, lo central será, entonces, ver de qué lógica es la masturbación el paradigma. Para sopesar su importancia basta con apuntar que es contra ese goce masturbatorio que se levanta la prohibición fundamental. En El deseo y su interpretación (5) se cifra la declinación del Edipo en el establecimiento de una relación de lasitud con el falo. Se trata de no estar tan ansiosa y compulsivamente apegado a su goce. Es la serenidad –Gelassenheit– que Heidegger recomienda sostener en nuestra relación con los objetos técnicos. ¿Podemos alguna vez soltar de nuestra mano el celular? Por eso la función paterna es lo que dice que no al goce fálico, lo cual, como nadie ignora, funciona cada vez menos. ¿Por qué hace falta decirle que no? ¿Está mal masturbarse? No se trata de eso, sino de algo más esencial. Ya Lacan lo notaba en la página 390 del mismo Seminario. El falo es lo que no está comprometido con nada. El goce fálico es el goce prohibido, porque está desconectado del Otro. La dimensión ética de esa desconexión requiere tomar la palabra “Otro” en tres niveles, y es válido decir que, en los tres, el goce fálico no se conecta con el Otro.
El primero es el del partenaire en tanto verdaderamente Otro, el que no se acomoda –o no del todo– al lugar que le da el fantasma. Hay formas “masturbatorias” del coito en las que el sujeto no se conecta más que con el dócil partenaire del fantasma. Lacan lo refiere en la página 88 de Aún. Por eso, cuando habla del Otro se refiere más que nada a la mujer en tanto compañero sintomático, incómodo para quien esté tomado por la lógica fálica. El hombre no podrá amar a la mujer a menos que algo diga no a ese goce. Aquí cabe demorarse en una reflexión sobre el llamado onanismo. No sólo designa la masturbación, sino también el interrumpir el acto sexual para evitar la fecundación. Onán es un personaje bíblico que derramaba a tierra (Génesis, XXXVIII, 9-10), y que, por eso, Dios lo mató, forma extrema del no. Un castigo demasiado severo y cruel para algo que ni siquiera veríamos como una falta. Sin embargo, la historia merece atención más allá del fundamentalismo religioso que condena la anticoncepción. Es algo más profundo, porque en principio Onán encarna un designio de practicar el coito sin consecuencias. Esto no implica necesariamente la paternidad, el matrimonio, el compromiso, u otras exigencias moralistas. No hay nada malo en el sexo ocasional y de fácil olvido. Acaso tampoco nada demasiado interesante. Pero la posición de quien aspira a no involucrarse nunca con el Otro, o se cierra ante la huella que el acto pudiera dejar en sí mismo, es problemática. Freud consideraba en El tabú de la virginidad que el acto sexual es algo que no debería tomarse a la ligera, algo preocupante –bedenckicher–. Si así no fuera, no hablaríamos de cuidarse y cuidar al otro. Además, si Onán no quiere embarazar a la mujer en cuestión, es porque sabe que –según las vicisitudes de la narración– la descendencia que engendre no será suya. No es entonces que no quiera tener hijos, sino que no quiere tener hijos de los que no pueda apropiarse. El relato guarda una complejidad que no se debería ignorar, porque la posición en juego es la de quien rechaza las consecuencias sintomáticas de su acto. Y un hijo es una metáfora fundamental de eso.
Un segundo nivel implica al Otro como nombre lacaniano del contexto, que siempre es un contexto simbólico. La socialización está ligada a la limitación de los goces masturbatorios. Los padres se angustian ante la inercia de hijos adolescentes –y no tanto– que llevan vidas de pantalla. Se presenta con frecuencia creciente en varones. Estudiar, trabajar, o practicar un deporte, incluso salir con amigos o chicas, son actividades sociales que implican un no a ese goce que es un goce de la facilidad. Lo tiene el sujeto al alcance de la mano. Apreciamos su importancia clínica al recordar que para Freud la masturbación representa la raíz y el prototipo de todas las adicciones. Y quien se consume en su adicción se va quedando solo. Si el goce fálico se opone al amor en el sentido más amplio, también se opone al trabajo en un igualmente dilatado sentido. Amar y trabajar son los dos pilares freudianos de una elemental estabilidad subjetiva. Trabajar no es ganar dinero, sino sostener un interés. Y amar no es tener pareja, sino dar lo que no se tiene, lo cual implica, de alguna manera, dar. Porque lo cierto es que quien da lo que tiene, lo que le es cómodo dar, no da. Por eso León Bloy dice que sólo los pobres son capaces de dar. El goce masturbatorio rechaza el amar y el trabajar. No cede nada. Es el goce del incircunciso (Lacan, La angustia) Por eso se trata de perderlo, condición necesaria para que se constituya un deseo, ya sea en el plano amoroso como en el de los intereses. En este punto la dimensión de lo político cobra relevancia. Si para el feminismo “lo sexual es político”, el psicoanálisis no niega eso en el plano de las relaciones. Pero advierte que, en lo más íntimo de lo sexual, algo no hace relación.
El tercer nivel de abordaje de la noción del Otro lleva al plano lógico. Lacan llama “Otro” al tesoro de los significantes y las reglas de su empleo. Es la batería junto con las leyes que rigen su dinámica. También lo nombra como el sistema del sujeto. Ya hemos visto que el falo (o el S1 solo) es un significante que no hace cadena con los demás –con el S2, digamos, aquí equivalente del Otro como batería de significantes–. Por ello se puede decir que es un significante que estaría por fuera de este sistema, o para decirlo en la jerga barroca de Lacan, “ex-siste” a él. Muy pronto examinaremos la razón por la que esa ex-sistencia es, a la vez, el fundamento de su in-sistencia. Porque la masturbación es algo que insiste. ¿Hay algo más insistente que lo idiota? En cuanto a la ex-sistencia, empecemos por considerar qué quiere decir Lacan cuando afirma que el goce fálico es un goce absoluto. Eso no implica que sea grandioso, o superlativo. “Absoluto” significa separado de. El goce fálico es, entonces, un goce separado del sistema del sujeto, que es lo que se postula en de De un Otro al otro. (6) Nuevamente, es algo que no se conecta con el Otro, sólo que esta vez se trata de la cadena de significantes. Se pone en juego un significante que no conecta con el significante que habría de seguir. Dicho de otra manera, es impar, y como tal, no hace pareja. Con nada. Por eso implica discontinuidad, corte. Se manifiesta como autónomo e inasimilable por el conjunto de los demás significantes. Así, en el mismo lugar (7) se dirá que el falo es el significante que agujerea al Otro.
Por esta desconexión respecto del Otro –en todos sus niveles– este goce es el goce culpable. También lleva consigo el fracaso. La situación es la del que querría salir del pantano, y se hunde cada vez más con cada intento que repite. Con cada uno. Nadie se salva solo. Lo destacable es que si esto está presente en todos y todas, la prohibición no afecta de la misma manera a varones y mujeres. Será en Causa y consentimiento (8) que J.-A. Miller reconoce que la prohibición que exige al sujeto renunciar a su goce autoerótico y abrirse al Otro (en el amor, en la inserción social, y en la palabra), “recae de manera especial sobre el varón”. ¿Por qué? Esa función parasitaria que infecta los cuerpos tiene preferencia –por así decirlo– por el cuerpo masculino. Y esto no tiene que ver con la testosterona, sino con la función significante que recorta –anatémnein– los cuerpos de diferente manera según su configuración imaginaria, que servirá de material significante. Por eso en La angustia Lacan reconoce que, incluso a pesar de él mismo –de él, Lacan–, Freud no estuvo tan errado al decir que “la anatomía es el destino”. Ver en esa frase un esencialismo o un naturalismo cualquiera es no haber entendido nada.
El miembro indócil
Los Ensayos de Montaigne muestran al varón de antaño tan preocupado como el de hoy por las malas pasadas del pene. El autor no se engaña –como la modernidad– con zonceras orgánicas, y no vacila en atribuir la impotencia a las tretas de la fantasía. Por eso el ensayo se titula “De la fuerza de la imaginación”. Ahí resalta la particular indocilidad del miembro, que rehúsa las solicitaciones mentales y manuales de su portador. Al contrario, se pone en actividad cuando éste lo halla inoportuno. La agudeza del ensayista reconoce que esa rebeldía puede ser común a muchas otras partes del cuerpo, y nos recuerda que a veces los cabellos se erizan a nuestro pesar, así como la cara enrojece en el mal momento. Todas las partes del cuerpo pueden traicionar al yo. Pero Montaigne juega con la ficción de que ellas, esas partes, le han echado la culpa al miembro viril de lo que es una falta común a todas. Es el símbolo de la desavenencia entre el yo y el cuerpo. Es por esta objeción a la soberanía del narcisismo que la masturbación es un intento por controlar lo que no se puede controlar. Por eso Lacan dirá en La transferencia que la tarea para el varoncito es tachar esa parte corporal de su imagen especular. Y lo vemos en la impotencia masculina. Cuanto más atento está él a la performance de su “cosa”, peor le va.
Una novela de Alberto Moravia se titula Yo y él. El héroe mantiene discusiones con ese partenaire sintomático que es su miembro. Sostienen el conflicto entre lo que se quiere y lo que se desea. El sujeto quiere una cosa, pero las rebeldías de su pene muestran un deseo que apunta a otra. La transferencia (9) nos dice que el verdadero sentido del acceso del sujeto a la fase genital –fálica– no reside en una maduración natural, sino en llegar a tener la experiencia del deseo como algo que no se demanda, y que, como tal, apunta a lo que no se pide. El falo corta la cadena de significantes, de la que está hecha toda demanda. La neurosis obsesiva se resiste a esto con angustiada obstinación.
La Epístola de Santiago, III, 2–10, no hace referencia al pene, sino a la lengua. La nombra como un pequeño miembro de nuestro cuerpo que sobresale por su carácter indomable. Nadie, nos dice Santiago, es capaz de domar su lengua. Agrega que tal persona, si existiese, sería un ser perfecto capaz de ejercer un control absoluto sobre su cuerpo. Pero la lengua nos hace caer, en el sentido teológico. En psicoanálisis nos referimos al tropiezo, y el “tropiezo” siempre es sexual. El apóstol apunta que de la lengua vienen los rezos, pero también las maldiciones proferidas contra Dios. Muchos hombres querrían hacerse un nudo en la lengua, y más abajo también. De ese órgano que supuestamente sería instrumento del lenguaje, el autor nos dice que no somos los amos, sino los esclavos. Esclavos del lenguaje. La lengua es elevada a la dignidad del significante falo, como ese punto en el que se revela la inadecuación, no ya entre el yo y el cuerpo, sino entre el cuerpo y el orden simbólico. Así, el autor nos habla del órgano del pecado, de la parte maldita del cuerpo cuyos usos están vinculados al mal. No es éste un pensamiento de curas. Lacan nos dice con toda claridad en Aún (10) que el goce fálico es el goce que no conviene, el inconveniente. Y recuerda que la etimología iguala lo inconveniente con lo indecente.
La zona roja del cuerpo
Pese a lo que digan muchos lacanianos, la parte maldita del cuerpo es el falo. En De un discurso que no fuera del semblante, (11) se nos dice que es nuestro “lado vergonzoso”, el que “no se dice en lo que concierne a un hombre”. Vale también para la mujer. Si ella, o cualquiera, guarda un “secreto”, ahí está el falo. Lo maldijo la tradición judeocristiana y es maldito para el neopuritanismo progresista que prolonga ese rechazo. Sus metáforas idealizadas, sus exaltaciones, velan un origen de deshonra. Si la mujer ha sido y es objeto de escarnio, censura, y maldiciones, es en la medida en que su cuerpo es un avatar privilegiado de ese significante de lo indecente y lo inconveniente. Todo lo que a ella se le ha prohibido, tiene relación con el falo. No se apedrea a las místicas, sino a las putas, y esto va más allá de la que ejerce, voluntariamente o no, la prostitución. Se sigue hoy censurando a las mujeres que viven su sexualidad fálica como les da la gana, y con ganas. Sobre todo ganas de eso. Ni las feministas se lo perdonarán. Le arrojarán piedras de lástima. El falo es el significante de lo prohibido, y el miembro viril es, por decirlo así, la zona roja del cuerpo. ¿Qué le da ese ambiguo privilegio? Lacan lo dice, y es el poder ser excluido. Una zona roja es una zona diferenciable del todo. Por supuesto, hay muchas partes del cuerpo que pueden ser zonas rojas, “pudendas”, también la vagina. Cuando lo son, es porque dejaron de ser lo que son para ser tomadas por la función fálica. Toda vez que el sujeto se avergüenza de una parte de su cuerpo, cualquiera sea, ahí está el nudo entre el falo y la castración.
Hay analistas que tienden a una versión reciclada de la “psicología del yo”, para no figurar en el abominario de la inquisición progresista. Ya Lacan en El deseo y su interpretación (12) observaba que el deseo sexual era objeto de un progresivo ocultamiento en el medio psicoanalítico. El punto fuerte del debate es el falo, tanto en el seno del psicoanálisis como en el del feminismo o cualquier otro discurso que considere las relaciones eróticas entre las personas. Un frenesí nominalista exige rechazar el anclaje corporal de nuestros conceptos. Como Freud ya lo anunciara en El malestar en la cultura, el sujeto moderno se cree un dios. Y un dios no puede estar sexuado. Por eso bajo la pretendida pluralidad de sexos, o de la no menos pretendida a-sexualidad, no domina otra cosa que el narcisismo, y la posición de ser el falo de la madre. El sexo, en cambio, es castración, según su etimología lo confirma. Proviene de secare, “cortar”. Por eso en El deseo y su interpretación (13) se nos dice que el falo es el objeto privilegiado para designar el corte. Es lo que castra, y por ello el progresismo emprende su cruzada contra el falo en tanto es lo real del sexo. Se promueve el significante género, y ya se sabe que el género es una “sexualidad” sin el falo. Vale decir, es la negación de lo sexual. Pero para Lacan el falo no instala ni naturalismos ni binarismos. El falo es lo que impide la bipolaridad, la complementariedad y sobre todo la relación sexual. Lacan lo explicita con todas las letras en el Seminario 16 (14) y en el Seminario 18 (15). La sexualidad de todos y todas se organiza en torno a lo que impide que dos –dos de lo que sea– puedan ser uno. Es la verdadera manzana de la discordia. Si eso que Lacan advierte es verificable en la clínica, la crítica progresista no deja de tener alguna razón al señalar que, con todo, hay dos lados de las fórmulas de la sexuación, y para el progresismo toda diferencia implica abuso y dominación. Eso muestra la lógica anal que los anima y que los hace incapaces de concebir lo erótico en sí, que por cierto es esencialmente conflictivo, pero ese conflicto es todavía más dramático que el que existe entre el dominante y el dominado.
Que la degradación del sexo como tal sea determinante de la depreciación de lo viril en la cultura nos dice algo sobre la masculinidad y el erotismo. La expansión del porno no contradice esa declinación, sino que la confirma. La intelligentzia impone desterrar los términos sexo, y falo, para cambiarlos por otros, puramente lógicos. ¿Por qué –se dice– si es un significante, ha de ser designado con una palabra ligada a ese órgano irreparablemente masculino? El falo es un significante, pero ese significante se origina en el órgano viril. Es de ahí de donde proviene su materialidad de significante, en parte por la ya mencionada propiedad de ser excluido. Lacan, además, fue claro en La transferencia al notar que en los goces pregenitales la dimensión de lo sexual sólo puede ser leída entre líneas, mientras que en el nivel genital –fálico– eso se hace manifiesto. No es patente el carácter sexual de los goces orales, anales, escópicos o invocantes. Pero cuando el niño o la niña se masturban, y sobre todo cuando el futuro “monstruo” experimenta una erección, ahí lo sexual se hace presente, en el significante de “la porquería”.
1, 1, 1, 1, 1, 1, 1,…
El sujeto aparta el platito de maníes, chizitos, o cualquier otro snack explicando: “si como uno, no paro”. En Argentina “maní” o “chizito” son dos significantes que, como otros, tienen una densa significación fálica alusiva a versiones lacrimógenas del pene. Aquí es donde suele confundirse la significación fálica con el goce fálico. Hay una diferencia evidente entre jugar con palabras, y comer compulsivamente con la lógica del “uno más”. No es imposible parar, pero incluso en este ejemplo trivial se da la batalla entre la virtud y el vicio. Y si la virtud está marcada por el vir, es porque es sobre todo a él, al vir, a quien eso le hace falta. A veces el compañero del glotón le señala su egoísmo: “te comiste el último y no me dejaste nada”. Uno más… y así sucesivamente, de modo casi automático y con voracidad creciente. No hay sosiego con la satisfacción. En esa tendencia a la infinitud reconocemos la marca del superyó como imperativo de goce. La lógica aislable es la de una sucesión metonímica de unos, y por eso Lacan dice que en cuanto al goce, la regla es la metonimia. Muchas veces es el cuerpo, ya en el límite del malestar o del dolor, quien pone el límite. Pero incluso ahí, hace falta algo que diga que no desde la amenaza de castración dado que este goce puede prevalecer sobre el inexistente instinto de supervivencia. Si el ejemplo concierne a lo oral, reconoceremos lo sexual en el rasgo de la voracidad. No hay otro goce sexual más que el fálico, y su lógica puede contaminar a todos los demás goces pregenitales. Una primera experiencia de goce impacta la primera vez. A partir de ese primer uno, se inicia el ciclo de la repetición. Una potencialidad metonímica que puede ser soportada por cualquier mercancía, sobre todo el dinero como la más valorada entre ellas. Pero en el psicoanálisis el fetichismo de la mercancía tiene una connotación perversa, fetichista en el sentido erótico. El sexo es la “enfermedad que crece si es curada”. Cuando eso se prueba, se plantea el problema de su límite. Con razón San Francisco de Sales dice que el pecado más fácil de evitar es el primero.
Lo que Lacan llama “función fálica” queda expuesta en lo que un joven turista me dijo al explicarme que él sabía decir sólo dos cosas en español: cerveza y una más. La variable es lo primero, y la función lo segundo. Es esto lo que Lacan escribe como Φ(x), donde Φ es la función (“uno más…”), y (x) es la variable (lo que sea). Esta función de goce sigue la lógica del uno repetitivo y halla su paradigma en la masturbación. Cuando la fruición de lo que fuese va acompañada de esa lógica, y además de afectos variadamente oscuros como la angustia, la vergüenza o la culpa, estamos seguros de que ahí hay algo sexual. Si esos afectos intervienen, es porque se trata de un goce que conlleva en sí mismo un fracaso. Y la repetición siempre es de fracasos. El de recuperar el goce de la primera vez, y el de dominar ese uno inicial, la herida (trauma) erótica. Freud identificó esta lógica con los términos de fijación al trauma y repetición. La sucesión es de intentos discretos, contables. Cada uno es un 1. Y un 1 que pega.