Читать книгу El anfitrión - Marcelo Gustavo Aguirre - Страница 5

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La oscuridad cubre mi aterido presente.

Sin embargo, el mediodía es hermosamente cálido

Mis párpados no pueden, o tal vez, no quieren separarse.

Lo intento por última vez, casi no poseo fuerzas, ni ánimos...

Ni vida...

Logro hacerlo... infinitas perlas vienen hacia mí.

La lluvia ha comenzado a caer.

No me molesta ni me disgusta, todo lo contrario...

Me alivia.

La herida que tengo es mortal. No duraré mucho con vida.

Creo que...

He despertado.

Estoy tendido en una calle que desconozco; conjeturo que ha sido un mal sueño, pues no estoy mojado ni me siento herido.

Una atmósfera brumosa cubre mi entorno.

Levanto la cabeza y diviso frente a mí, a través de esta especie de niebla, algo parecido a un bar.

Se hace difícil ver con claridad.

No hay automóviles, ni gente. No hay ruidos.

Solamente silencio, un silencio envolvente y hasta atemorizante.

Me incorporo, dubitativo, voy hacia el único lugar donde he visto luz.

Llego a la puerta e ingreso precavidamente.

Es mayúscula mi sorpresa ante lo que veo...

Tres personas sentadas alrededor de una mesa y una silla vacía parecen esperarme.

Todos miran hacia mí.

Siento la incomodidad del recién llegado, todos miran, sin miedo, ni odio, simpatía ni apatía...

Miran expectantes.

El hombre que se ubica en el centro de la mesa, con un gesto cordial y silencioso, indicando la silla vacía con su mano derecha, me invita a sentarme.

Lo hago.

Es el único que no posee mirada huidiza, el único que parece tener paz en sus ojos de incontables años, lo cual no se relaciona con la aparente juventud de su rostro y cuerpo.

A la derecha está sentado un hombre robusto de barba crecida, fuertes brazos, tez trigueña, cabello negro corto, tendrá quizás entre 35 y 40 años.

A su izquierda un joven de 30 años aproximadamente, con cara demacrada, finas manos y piel blanca, cabello rubio, corto.

Y frente a Él, me encuentro yo.

Tengo 25 años, mi color de piel es trigueña oscura, mi cabello es oscuro y está un poco crecido, mis manos no son finas ni robustas, son normales al igual que mi cuerpo.

Los allí sentados, exceptuándolo a él e incluyéndome, observamos nuestro alrededor, donde no se distinguen paredes, ni ventanas, ni nada... solo brumas.

Nadie se anima a romper el miedo hecho silencio, quizás por el temor de que esto no sea un sueño.

Él nos recorre con su mirada llena de paz, de armonía, lo único que lo hace común a nosotros es el dolor.

Un dolor que también forma parte de él.

—Se ha completado la mesa, es hora de que les explique lo que ninguno de ustedes comprende ni ha querido preguntar. Por qué están aquí.

Deja su asiento y comienza a caminar lentamente.

Advierto entonces su estatura normal, 1,70 metros, tal vez, piel blanca, cabello castaño.

—Cada una de los aquí presentes ha cometido faltas graves, dolorosas. Inconsciente y conscientemente.

“Pudieron haberlas evitado o torcer el rumbo de los acontecimientos vividos. Por razones que ustedes dirán, no han querido o no han tenido el valor de hacerlo. Han peleado por cambiar, pero la comodidad, el miedo, o el pesimismo pudieron más, pesaron más.

Sus valientes acciones y los sentimientos que han sabido resguardar hasta el último suspiro los han empujado hacia este escenario.

Se han amparado en el mal y también lo han hecho en el bien; y no se han decidido enteramente por uno u otro.

Ahora deberán hacerlo”.

Cada palabra pronunciada por él retumbaba como un mazazo en mí. No sonaban ofensivas ni crueles.

Las decía con sabiduría, las pronunciaba con verdad.

Un escalofrío recorrió mi cuerpo, por llamarlo de alguna manera; cuando al ver a los demás vi sus rostros y manos ponerse moradas.

Mi perplejidad fue aún mayor al ver las mías.

Estaban de idéntica manera.

—¿Por qué les asombra verse así?

“Es que acaso les da tanto miedo ver la desnudez de su alma.

Ya no hay cuerpo que esconda su dolor o su miedo ni motivos para hacerlo”.

Nos observamos, oleadas de miedo e incredulidad pueblan el enigmático ambiente, nuestros cuerpos o almas siguen morados.

Nadie rompe el silencio.

Las palabras de “Él” no finalizan allí.

—El motivo de por qué están aquí es por la deuda pendiente que cada uno tiene.

“Esa deuda solamente puede ser saldada por ustedes mismos, han llegado a contar su historia verdadera.

Sin mentiras, sin engaños.

No podrán volver a sus cuerpos; ellos ya no existen en la forma en que los dejaron. Lo que sí podrán hacer es salvar o condenar su alma.

Se requiere de mucho valor para hacerlo, ese que no han tenido para enfrentar su propia debilidad.

El que no desee intentarlo puede retirarse.

No lo detendré”.

Ha caído una gran carga invisible sobre mí; una carga que se asemeja a la vergüenza, la culpa...

Inclino la cabeza, creo que todos lo hacen por algunos segundos.

Pienso que el hecho de haber muerto no es lo principal, esta confusión, estimo que general, se produce por alguien a quien nunca he visto, alguien que con solo mirarme, parece saber todo de mí.

A mis acompañantes quizás les suceda lo mismo.

He decidido.

—Me quedaré —digo.

Todos asienten, todos se quedarán.

No me he quedado por interés, tampoco por curiosidad.

Lo hago por la necesidad de contar mi historia, mi vida, de narrar lo que fui y por qué.

Me siento un piano olvidado en el cual sus palabras se posan sobre las teclas jamás tocadas.

El miedo ha pasado, mi piel como la de los demás ha recobrado su coloración natural.

“Él” se detiene junto al joven de cara demacrada, colocando su mano derecha sobre el hombro del muchacho.

Al retirarla, se ubica nuevamente en su silla.

El joven ha comprendido.

El anfitrión

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