Читать книгу El publicista del gobernador - Marco Luke - Страница 2

Оглавление

© Derechos de edición reservados.

Letrame Editorial.

www.Letrame.com

info@Letrame.com

© Marco Antonio Luque Rojas

Diseño de edición: Letrame Editorial.

ISBN: 978-84-18344-90-9

Ninguna parte de esta publicación, incluido el diseño de cubierta, puede ser reproducida, almacenada o transmitida de manera alguna ni por ningún medio, ya sea electrónico, químico, mecánico, óptico, de grabación, en Internet o de fotocopia, sin permiso previo del editor o del autor.

Letrame Editorial no tiene por qué estar de acuerdo con las opiniones del autor o con el texto de la publicación, recordando siempre que la obra que tiene en sus manos puede ser una novela de ficción o un ensayo en el que el autor haga valoraciones personales y subjetivas.

«Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra sólo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 47)».

.

A mis padres, donde mi vida comenzó.

A Liliana, donde mi vida tuvo sentido.

A Isabel y Ana, donde siempre viviré.

I

La calle era oscura. La luna se reflejaba en la lluvia, convertida en espejo tendido sobre una calle adoquinada, a lo largo de la que se alineaban viejas casonas de cantera, que se perdían hasta quedar escondidas bajo el manto de la oscuridad, adornadas solo por unos cuantos candiles semejantes a luciérnagas suspendidas en una nublada noche de tromba.

Yo caminaba tras una silueta azul marino, casi negra, adivinando la forma de la gabardina de un hombre que, con el cabello empapado, se acercaba a un pequeño cadáver que se hallaba tirado bajo una de aquellas tenues lámparas y quedaba perfilado por unos hilos de sangre que escurrían desde la boca y las cuencas, donde una vez se habían alojado unos ojos verdes.

Sin prisa, el hombre llegó hasta el cuerpo, se hincó de rodillas e interrumpió la tormenta con un súbito y doloroso grito, ahogado por un llanto desconsolado, mientras tomaba en sus brazos a la pequeña niña de cinco años que, en vida, fuera su única hija.

La apretó contra su pecho y, sin poder dejar de llorar, aquel hombre dirigió su mirada hacía mí. Me incomodó ser testigo de algo que no me incumbía, pero entre los pedazos de cristal líquido que caían y entrecerraban mis ojos y los suyos, compartió su pena conmigo, sollozando: «¡Lo siento!».

Con la familiaridad de esas palabras, dejé de ser solo un testigo en aquella tragedia familiar. Froté mis ojos para quitarme el exceso de agua y, cuando reconocí su cara, se me heló completamente el alma. Ese hombre… era yo.

Sentí entonces el peso del pequeño cuerpo de mi hija en los brazos, mientras aquel llanto, ajeno apenas hacía unos segundos, invadió mi cuerpo y corrió por mi rostro dejando penetrar un dolor insoportable en el pecho. Apretaba el cuerpo desvanecido de mi Regina contra mi propia cabeza cuando, de pronto, el timbre de un teléfono móvil comenzó a sonar entre su ropa.

Dejé de llorar, mas no de sentir dolor, por lo extraño que me resultaba escuchar un teléfono en el cadáver de mi primogénita.

Sonó con más fuerza. Abrí su pequeña y mojada gabardina, sintiendo el peso de la lluvia acumulada en el paño, pero no había nada.

Sonaba cada vez más fuerte y más adentro de su pecho. Volvió a resonar de un modo ensordecedor. No resistí más: golpeé las costillas de aquel cuerpecito, que muy a mi pesar ya no servirían para nada. Se resquebrajaron como cáscaras de huevo. Una luz parpadeó; la vibración oscilaba con la cadencia del timbre nefasto de una canción de moda, que en circunstancias normales caería en gracia.

Apenas me había decidido a meter la mano entre el pecho vacío para tomar el aparato, cuando, de pronto, el cuerpo desapareció de entre mis brazos y quedé arrodillado frente a un buró. El dolor se atascó en mi garganta por un nudo hecho de llanto.

Quise ponerme de pie, pero mis rodillas estaban pegadas al suelo. Algo vibró sobre el buró, y el fondo de aquellos edificios coloniales mojados se fueron difuminando hasta ser reemplazados entre parpadeos por el resto de mi habitación.

Acostumbrado a las recurrentes pesadillas, desperté sintiendo la realidad de mis lágrimas y del nudo en mi garganta, además de un ligero fluido saliendo por la nariz. Entre la neblina de mis ojos, pude distinguir los números de mi reloj, que marcaban las 3:24 de la madrugada. Escuché a mi subconsciente decir: «Qué casualidad, 24 de marzo, el cumpleaños de Regina».

Las insistentes vibraciones y el ruido del teléfono bajaron el telón de aquella pesadilla. Me froté la cara y contesté deslizando vacilante mi dedo sobre la pantalla de mi smartphone.

—¿Bueno?

—¡Hey! Soy Carla. Nos vemos en veinte minutos. ¡Es urgente!

Todavía ronco, pregunté, acostumbrado a las frecuentes reuniones «extraoficiales»: —¿Donde mismo?

—No. Donde nunca —aclaró y colgó.

Me quedé por unos instantes con los ojos cerrados y el teléfono pegado al oído, tratando de terminar de despertar y maldiciendo el día en que decidí convertirme en el publicista del gobernador.

II

Las calles desiertas del centro histórico de la ciudad, a pesar de ser la madrugada del fin de semana, eran el argumento perfecto para demostrar lo que los simpatizantes y miembros del partido opositor sostenían sobre la crisis económica y de seguridad del Estado. Y aunque, más por obligación que convicción, yo siempre defendía al actual Gobierno, sabía que los recursos públicos en estos últimos cinco años no habían sido bien administrados, por no decir despilfarrados y robados.

El ronroneo de mi Volkswagen “vocho” clásico, era un cometa que dejaba su estela sonora por toda la desolada avenida principal, mientras yo me lamentaba por haber olvidado mi billetera en casa y me limitaba a contemplar desde cada semáforo las humeantes máquinas de café que adornaban los ventanales de las vastas y modernas tiendas de autoservicio, que contrastaban con el estilo barroco afrancesado, típico del gusto vasco-colonial.

Al pasar frente a la catedral, busqué por instinto la sombra de la monja que se aperecía en una de las torres y sonreí al pensar en lo absurdo que me veía asomado por la ventanilla con la boca abierta, esforzándome por ver al fantasma de la leyenda.

Me entristecí al recordar cuánto le gustaba a mi Regina caminar por el centro de la ciudad mientras le contaba leyendas e historias de los edificios antiguos de Durango. Un nudo oprimió mi garganta y las lágrimas se asomaron entre mis párpados cuando vino a mi mente la última vez que pude ver a mi nena con vida en aquel lugar y aquellas últimas palabras emocionadas diciéndome: «¡Ya pude ver a la monja de la catedral, papito!».

Sollocé intentando contener el llanto, pero su dulce voz, tan clara, tan tangible, hizo que la extrañara como hacía mucho que no lo hacía. Rompí a llorar de repente, desquiciado al echar de menos su manita envolviendo mis tres dedos medios y tirando de mí hacia el interior de la encalada catedral para ver «el confesionario que movió el diablo», escuchándome como si fuera la primera vez frente a un confesionario cualquiera, mis murmullos relatando entre ecos la satánica leyenda.

Extrañé como nunca la pasión por la historia que mi hija había heredado de mí, al igual que aquellos fines de semana de padre e hija, en los que disfrutábamos aquellos viajes relámpago a Mazatlán, solo para asistir a otra de nuestras pasiones compartidas: el béisbol.

Ya con una aguja bien metida en el corazón, me obligué a detener el sufrimiento con uno de los ejercicios que mi psicóloga había recomendado para estos casos. Distraerme súbitamente con cualquier otro sentimiento, aunque este fuera negativo.

Después de varios intentos, logré sustituir la dolorosa pérdida de mi hija por la indignante indiferencia del Gobierno hacia la identidad histórica local.

Reflexioné, como era mi costumbre diaria en mi camino hacia el trabajo, sobre la historia de los edificios, de la poca importancia que le daban a la historia de nuestra ciudad y de lo indignante que me parecía cómo una de estas maravillas arquitectónicas estaba invadida por oficinas del Gobierno. En aquel momento, súbitamente recordé que Carla me había dicho que nos veíamos «donde nunca».

Entonces me percaté de que mi colega y mejor amiga, por primera vez en estos más de cinco años trabajando para el Gobierno del Estado, había utilizado una contraseña que nunca hubiera querido haber escuchado.

Hice un esfuerzo para girar el volante en sentido contrario al camino que llevaba a mi trabajo y que mi coche se sabía de memoria. La despoblada avenida me permitió realizar el ágil giro en U y emprendí el viaje al lugar «donde nunca»; me reuniría con Carla y el gobernador solo en caso de extrema emergencia.

Al cabo de quince minutos llegué al lugar elegido por el mismo gobernador José María Amaya y que solo conocíamos él, Carla, el ingeniero Pérez y yo, su publicista.

Procedí a estacionar mi coche en un lugar especificado en las instrucciones que me diera el actual secretario de Gobierno cuando Amaya acababa de ganar las elecciones. Estaban rotuladas en una tarjeta de presentación que rezaba: «Antigua hacienda la Ferrería. Eventos especiales», con un número telefónico falso y un logotipo circular, dentro del cual figuraba una cruz inclinada hacia la derecha adornada por un tallo con tres flores y unas cuantas hojas. Un logotipo que, desde mi punto de vista mercadológico, no solo era horrible y muy extraño, sino también muy poco funcional en caso de que se quisiera considerar herramienta publicitaria.

No entendí el significado en aquel momento y la incógnita se vio ahogada por el inevitable recuerdo que el cartón arrugado que acariciaban mis yemas trajo a mi mente de aquel primer contacto entre esa maldita tarjeta y yo.

III

Mientras me dirigía a la reunión, recordaba aquel histórico mes de julio para la ciudad de Durango, cuando celebrábamos con una fiesta improvisada en las afueras del edificio del partido la entrega de la constancia oficial de gobernador al Profe, así apodado por haber sido profesor de educación física en una escuela pública, oficio que le daría la entrada al sindicato de maestros y, sucesivamente, a su actual exitosa carrera política.

Entre la multitud, la música y el festejo, vi acercarse hacia mí al ingeniero Pérez, uno de los más experimentados y cercanos colaboradores de Amaya. Estrechó mi mano y al mismo tiempo tiraba de mí dándome un abrazo.

—Felicidades, licenciado —me dijo sin soltar mi mano.

—Felicidades para usted también, ingeniero. —Sonreí.

Tiró nuevamente de mí para darme lo que parecía otro abrazo de felicitación. Se lo concedí, a pesar de nuestra áspera relación.

Quise soltarme deprisa, pero un apretón me hizo desistir del esfuerzo y, cuando mi pensamiento comenzaba a otorgarle una tregua a su mezquina forma de ser, un susurro al oído me devolvió la imagen de su siempre miserable personalidad.

Hice un esfuerzo para dejar de escuchar la música de un grupo norteño que ambientaba la fiesta democrática, ahora a nuestro favor, y entender el mensaje murmurado del Ingeñero, mote bien ganado por Pérez, gracias a sus amplias muestras de poca educación, nula cultura y vulgaridad de sus gustos para divertirse.

—Revisa tu bolsillo. Ya eres parte del club privado de nuestro gobernador.

Creí no haber entendido el mensaje. No solté la sonrisa un solo instante. Se separó de mí estrechando nuevamente mi mano y reiteró la felicitación en voz alta.

Asentí sonriendo y, por su gesto, supe que sabía lo que el mío le preguntaba: «¿Qué club privado? ¿A qué se refiere?». No me esforcé por alcanzarlo y aclarar la duda. No quería que nada echara a perder ese momento.

Con el triunfo de Amaya, era la primera vez que me sentía, si no feliz, por lo menos un poco menos triste desde que había muerto Regina un año antes y no quería soltar ese pequeño salvavidas, que con el tiempo se convertiría en mi Titanic, para no ahogarme en la depresión.

Pérez se alejó y se perdió entre los improvisados y vastos simpatizantes de nuestro partido.

Por la poca experiencia que me había dado el corto tiempo que llevaba dentro del servicio público, junto a mi amplio ejercicio en otros ámbitos laborales (porque, a fin de cuentas, en todo hay política), supe que esta clase de mensajes deben guardarse con mucha cautela: un solo paso en falso y se puede derrumbar hasta la más prometedora carrera política.

Busqué algo en mis bolsillos, hasta que un rasguño en mi dedo índice derecho avisó al tacto de lo que se sentía como un pedazo de cartón.

Saqué la mano y discretamente me llevé el dedo a la boca para limpiar la sangre y mitigar el agudo dolor causado por esa pequeña herida. Quién iba a pensar que sería las más pequeña de las heridas que esa tarjeta me causaría.

Ese día, ya casi a media noche, recuerdo que llegué a casa exhausto, con mucha hambre, pero con más deseos de dormir que de comer.

Me dejé caer en la cama con las manos extendidas por encima de la cabeza. Me quité los zapatos empujando con las plantas y los talones. Sentí el aire fresco envolver mis cansados pies y la libertad de los dedos limitada por los calcetines.

Después, de un solo tirón salió disparado el cinturón. Los brazos cayeron bruscamente rebotando en el colchón. Tomé aire para un nuevo esfuerzo para quitarme el pantalón cuando un roce del bolsillo derecho me hizo sentir el cartón por encima de la tela del pantalón Dockers negro.

Metí deprisa la mano y, desarrugando el bolsillo, extraje una tarjeta de presentación blanca, rotulada en su totalidad, incluso el logo, con tinta azul. Me pregunté de inmediato, por qué solo azul y no el combinado de este color con púrpura, colores del partido.

Fijé mi vista instintivamente en la arruga transversal provocada por el trajín de un día dentro de un pantalón, la misma que la hacía parecer aún menos atractiva de lo normal, si su misión tuviera que ser una herramienta publicitaria, claro.

Después, me atrajo poderosamente el horrible diseño del logo, posicionado en la parte superior derecha de la tarjeta, cuando en la mayoría de los casos, si no en todos, estas llevan el logotipo de la empresa en el lado izquierdo.

Cuando mi análisis mercadológico me permitió entender la verdadera funcionalidad de la tarjeta, me centré en comenzar a leer los datos que en ella figuraban, pero me interrumpió la vibración de mi teléfono en el otro bolsillo.

A diferencia del cartón, saqué el teléfono sin dificultad. Vibrando ahora en mi mano, leí en la pantalla el nombre: «Carla».

—Hola, Carlota —contesté burlón, mientras seguía analizando superficialmente los datos de la tarjeta.

—¡Idiota! ¡Te he dicho miles de veces que no me llames así! —me recriminó entre dientes.

La amistad que sostenía con Carlota, o Carla, como ella misma se rebautizó, era tan estrecha que, de todo el círculo de conocidos, amigos y colegas, solo yo sabía su verdadero nombre, el mismo que ella odiaba y que yo terminé por sustituir. De sus intimidades, también sabía que su padre había cometido suicidio cuando la madre de mi amiga, después del divorcio, se esfumó abandonando a Carla y a don Hernán. De la muerte de su padre y de la desaparición de su madre hablamos solamente tres veces en los veinte años que contábamos de amistad.

La última vez Carla lloró más de una hora mientras desahogaba el dolor que le causaba recordar aquellas funestas escenas de ella misma llegando a su casa en Guadalajara, tomada de la mano de un hombre del que no recordaba la cara, con las luces azul y roja de una patrulla tiñendo la fachada del inmueble, una multitud morbosa apretujada tras una cinta amarilla que resguardaba con celo un oficial estatal. Entonces, narraba sollozando, haber entrado hasta la sala de su residencia y ver a su padre tirado en el suelo con una mancha roja en su camisa azul metálico, exactamente a la altura del corazón, le hizo sentirse flotando como en un sueño, mecanismo mental para bloquear sentimientos negativos.

Fue devuelta a la realidad de golpe cuando observó, a un lado del cuerpo, un naipe, concretamente el ocho de espadas, salpicado del rojo de la sangre, y a un médico forense concentrado en sacarle la navaja suiza enterrada en el pecho.

En las tres ocasiones en que Carla me contó su trágica historia, yo imaginé la misma casa, las mismas caras, los mismos movimientos, la misma gente y la misma silueta de aquel hombre que la llevaba de la mano. Nunca más volvimos a hablar del tema.

—¡Bueno, bueno! ¿Estás ahí? —preguntó Carla.

—Sí, aquí sigo, Carlota. —Me reincorporé a la conversación y a la broma.

—Me preguntó Amaya si serás adecuado para el cargo que te tiene asignado. —Ignoró con brusquedad la burla cambiando de tema drásticamente y me sorprendí, tanto por la pregunta, como por la curiosidad del cargo al que se refería.

—¿Co-co-cómo? —titubeé—. ¿Qué cargo? —Sabía que, por haber trabajado con él desde hace un año y medio en su precampaña y campaña, me merecía un buen puesto de trabajo, aunque también sabía que muchos andaban detrás de algún «hueso».

—El de publicista —dijo, tajante, mi amiga.

—¿De publicista? ¿De verdad? ¡Guau! ¿Y de qué dependencia? —pregunté ansioso.

—De ninguna. Te estaba considerando para ser su publicista PER-SO-NAL —enfatizó con el mismo tono de enfado.

—¿«Me estaba»? Pero… ¿por qué cambió de opinión? —Mi voz cayó de la euforia al enfado—. Si han sido precisamente mis ideas y mi trabajo lo que…

—Esa es la razón por la que te había considerado —interrumpió Carla enfática—. Pero no le gustó nada lo que vio hoy.

—¿A qué te refieres? —pregunté rebobinando los recuerdos del día, mezclados con añejos remordimientos de «crudas morales» en mis años de borrachera, para encontrar una posible actitud que pudiera haber molestado al nuevo gobernador y que me hicieron dudar un momento.

—Ya te dije que Amaya está en todo. Desde hace veinte años. Por eso, hoy ya es gobernador.

—¿Y qué fue lo que no le gustó al señor gobernador? —Crecía la molestia en mi voz, dejando escapar un poco de las muchas inconformidades personales acumuladas en estos casi dos años por la prepotencia de Amaya y sus colaboradores.

—¡Oye! ¡Tranquilo! Hay cosas que a mí tampoco me gustan, pero así es este ambiente y lo sabes. Recuerda, la política es el arte de…

—Comer mierda y no hacer gestos, bla, bla, bla. —Completé la frase haciendo muecas nefastas y con los parpados apretados—. He dejado mi vida y mis ideales por él. ¿Y todavía desconfía de mí? ¡Qué poca madre!

—Pues, por eso desconfía —reafirmó Carla—. Piensa que nunca has dejado tus ideales y más aún al darse cuenta de tu reacción cuando Pérez te entregó la tarjeta de presentación.

—¿Y dónde está lo malo?

—¿En qué bolsillo te buscaste la tarjeta?

—Mmm… en el bolsillo del pantalón que usé el domingo —dije sarcástico y la respuesta de mi amiga fue un silencio que me gritó el fracaso del chiste—. Pues no me acuerdo. En ambos, creo. —Me encogí de hombros.

—¡Exacto! Ese fue el problema. Eso es lo que le molesta a Amaya.

—Pero ¿de qué estás hablando? Estás bromeando, ¿verdad? —Volví a preguntar un tanto desesperado.

—¡Ay, Pablo! Creo que tiene razón Pérez. Te falta mucho para ser un verdadero político.

El mero hecho de escuchar el apellido del Ingeñero me retorcía el estómago de coraje. A Pérez, ¡ni en pintura lo soportaba!

—¿Y ese idiota quién es para juzgar mi desempeño laboral? —Levanté la voz alzando el puño con una fuerza instintiva.

—Secretario de gobierno estatal, dirigente de nuestro partido, el mejor estratega político en todo el país, diputado federal plurinominal en dos ocasiones, hombre de confianza del presidente de la República, exdirigente nacional del sindicato de maestros y, por si fuera poco, tu jefe.

El coraje me invadió haciendo que mi mecanismo de defensa soltara un absurdo para escucharme como el niño que no gana y se lleva su pelota.

—Pero yo no estoy pelón.

Pude escuchar a Carla inhalar y exhalar para dar un giro sereno a nuestra conversación.

—Pablo, tú siempre me has dicho que odias la mediocridad. Entonces, este es un buen momento para probarlo. Si estás en el equipo, estás al cien por cien; a medias, nada.

—¡Pero estoy al cien, Carlota! —dije firme y me escuché pronunciar inconscientemente su nombre real.

Ella, entendiendo el exabrupto, omitió la falta y me explicó aún más serena:

—Muy bien. Te voy a decir una sola vez, sin muchas explicaciones, qué fue lo que molestó a Chema.

Chema era el apodo que Amaya le permitía solo a sus más estimados colaboradores. Permitirle a alguien llamarlo así equivalía a ser parte de su familia.

—Cuando Pérez te dio la tarjeta, no te la entregó en la mano; la colocó dentro de tu pantalón por orden de Amaya. El abrazo fue el pretexto, y el lugar donde guardó el cartón fue el bolsillo DE-RE-CHO. ¿Entiendes?

Callé durante unos diez segundos tratando, no ya de entender el concepto de lo que DERECHA significa en política, sino de comprender lo exagerado del uso de esta figura. Significaba que pertenecer al grupo de Amaya y ser militante del Partido del Progreso Humano, mis errores, aunque involuntarios, serían juzgados con severidad, bajo el criterio de unos estatutos individuales, poco medibles y mucho menos predecibles.

—¿Entiendes o no, Pablo? —insistió Carla.

—O sea, que mi error fue no buscar la tarjeta directamente en el bolsillo derecho. Es decir, todo lo que se haga en este partido, en esta nueva administración y en todo el contexto al que pertenece el gobernador y el Partido del Progreso Humano se basa en los símbolos de la derecha. Símbolos heredados de la Revolución francesa. En pocas palabras, somos girondinos. ¿Estoy en lo correcto?

—Somos los que queramos ser —dijo, excluyente, mi amiga.

—¿Me estás pidiendo que decida?

—Me dolería mucho que te fueras de este proyecto del que has sido parte fundamental, pero, como tú mismo dices, HEMOS dejado nuestras vidas en esto —enfatizó—. A Chema le dolería también, porque sabe de tu capacidad, y a mí, porque sé que, si decides irte, será porque estás en contra de la filosofía del partido. Eso significaría tener ideologías de izquierda y eso, a su vez, significaría que tú y yo no solo dejaríamos de ser amigos, sino que, por pura naturaleza política, automáticamente nos convertiríamos en enemigos.

No solo me sorprendió la frialdad con la que me estaba hablando mi mejor amiga, mi confidente, la única persona en el mundo que conocía mis más profundos secretos, aquella que lloró conmigo la tragedia de mi hija.

Ella, que no solo fue mi paño de lágrimas, sino que supo hacer lo que mi propia esposa no pudo, quedarse conmigo, confortarme y resucitarme después de ver a mi Regina tendida en la plancha de la morgue, irreconocible por los cientos de huellas de tortura que no dejaban un mísero espacio limpio en su inocente e infantil cuerpo. Torturas que más tarde, obligado, tuve que escuchar del reporte de la Fiscalía para levantar la demanda con la que yo nunca estuve de acuerdo en llevar a cabo, pero que, según la ley, era imprescindible para evitar más víctimas.

Ella, que me ha guardado un secreto que la convierte en mi cómplice, sabiendo de sobra las consecuencias legales, laborales y personales que eso nos puede acarrear. A mí, por ser el delincuente, y a ella, por haber callado el delito.

—¿Así de simple y llano? —Mi voz reflejaba tristeza.

—Ni tú ni yo somos mediocres. Y de este proyecto dependen muchos otros. Nuestro futuro está en juego, así que no me pidas que te diga que la cigüeña trae a los niños de París. Decide: ¿con Dios o con el diablo?

—Con Dios —dije sin vacilar y sin dejar de observar la tarjeta.

IV

Sin dejar de palpar la tarjeta con mis dedos, el recuerdo de aquel día se esfumó en cuanto reconocí el lugar destinado para la reunión: la antigua Hacienda de la Ferrería.

Al pie de esta soberbia construcción colonial, la noche iluminaba el pequeño pero bien cuidado jardín frontal. Una escalera lateral conducía a un pasillo de arcos iluminados por los candiles, que tatuaban su sombra en las paredes y los barrotes metálicos de los románticos ventanales, construyendo un hermoso pórtico de lo que una vez fue llamada Hacienda de las Flores.

Reduje la velocidad para extasiarme con pequeñas dosis de aquella obra arquitectónica, donde tuve el privilegio de estar por primera vez cuando cursaba el quinto año de primaria y que jamás me había cansado de admirar y visitar.

La pared lateral quedaba paulatinamente cercenada por la naturaleza de la colina donde descansaba la finca, extendiéndose hasta el torreón que una vez sirvió para vigilar los ataques apaches. Aunque debido a la oscuridad no pude verlo, no fue necesario para ubicarlo y reinventar en mi imaginación las escenas de los salvajes invasores, armados con arcos y flechas en su intento por penetrar las murallas de la casona y raptar a la bella nieta de don Nepomuceno Flores, frente a la débil defensa de los caporales y sus recién inventados rifles 30-30 Winchester, allá por las últimas décadas del siglo XIX.

Esa historia había sido parte de mis leyendas personales desde aquel día en que el guía pronunció el nombre de Nepomuceno. Jamás lo pude olvidar.

Seguí avanzando. Precisamente frente a la escalera de la entrada, lo único visible desde el asiento de mi auto, además de una pequeña parte del portón, entre el ajetreo y el ruido del motor haciendo eco en las paredes del edificio, imaginé elegantes tiradas por caballos caballos dejando a glamurosos personajes vestidos al puro estilo francés, adoptado en la etapa porfiriana, muy dispuestos a disfrutar de una velada exclusiva para gente de abolengo, arribando por la misma larga calle empedrada donde mi Vocho clásico parecía desarmarse.

Al mismo tiempo, imaginé una banda de músicos tocando en el kiosco y a la gente del pueblo vestida con ropa de manta y sombrero caminar por la pequeña plaza ubicada exactamente frente al portón principal de la hacienda, disfrutando de una tarde de domingo.

Aunque muy romántica y muy poco acertada mi visión histórica, la marcada diferencia entre aquella sociedad y la actual seguía siendo la misma o, tal vez, peor.

Fue necesario solamente un vistazo a la arrgada tarjeta Gracias a mi memoria fotográfica, bastaba con cerrar los ojos para visualizar su contenido.

Solté el acelerador. Avanzando con la inercia, murmurando para mí, repetía las instrucciones del anverso del cartoncillo blanco, que rezaban: «Valet parking a su servicio. Estacionamiento calle del torreón».

Frené bruscamente al percatarme de que llevaba casi cinco minutos como turista, balbuceando inconsciente e inútilmente, gracias a mi pasión histórica, las indicaciones de la tarjeta. De entre mis propios susurros, la repetida palabra «torreón» destacó entre mis desvariados análisis y fantasías, haciéndome tirar del freno de mano. Las llantas del Volkswagen rugieron rompiendo el silencio de la noche con un estruendo que hizo eco durante varios segundos y me reproché con un «pendejo» por la atolondrada acción. Puse la marcha en reversa para llegar hasta la esquina de la hacienda. Una vez ahí, me encaminé hacia el torreón, escenario de mis recientes crónicas inventadas.

Entre el aliento del río Tunal, convertido en neblina, pude ver la torrecilla a media luz. Casi en automático, sentí un leve malestar en el estómago, causado por el coraje que me hizo recordar las anécdotas que mi abuelo contaba acerca de las invasiones españolas y de las muchas injusticias sufridas por los nativos.

En mi historia, los apaches siempre ganaban, pero fuera de ahí, los indígenas americanos nunca habían ganado ninguna guerra. Don Nepomuceno había sido uno de los muchos terratenientes que se «ganaron» la vida «heredando» las tierras legítimas de los indígenas.

Yo había crecido escuchando a mi abuelo defender todo lo que oliera a México, desde el artesanal mezcal hasta el afrancesado castillo de Chapultepec. Él, nacido en 1928, me contaba anécdotas de todas las etapas históricas del país. Una bala perdida en un pleito pueblerino le había dejado parapléjico, situación que lo orilló a leer todo lo que pasara por sus manos, entre ello, un sin número de enciclopedias, novelas y libros de historia.

Mi abuelo contaba encolerizado la forma en que Juan Flores, exgobernador de Durango, se había hecho con la hacienda de la Ferrería en los últimos años del siglo XIX, causa de herencias de generación en generación propiedades del conde de Zambrano. Desde Zambrano hasta Flores, en un siglo completo, estas familias gozaron de las riquezas de México gracias al traspaso de poder, hoy llamado tráfico de influencias.

Mi viejito culminaba la historia sonriendo, orgulloso de que Zambrano hubiera perdido su fortuna apoyando a las fuerzas de la Corona española cuando combatía contra los vencedores insurgentes, de que Nepomuceno, por haber apoyado al usurpador Maximiliano de Habsburgo, tuviera que huir de Durango cuando los liberales fusilaron al segundo emperador y de que los herederos finales de la hacienda sucumbieran ante el general Pancho Villa.

Mientras yo saboreaba esas heroicas victorias de los mexicanos sobre el enemigo, que, con orgullo, avivaban mi patriótico sentimiento, unos repetidos golpes al vidrio del copiloto me hicieron brincar de mi asiento. Me presioné el pecho para evitar que el corazón se me escapara, al mismo tiempo que reconocí a Carla.

—¿Qué te pasa? ¿Que acaso no entendiste que era URGENTE? —Escuché su exaltación, a pesar de llevar la ventanilla cerrada.

—Pues sí. —Recuperé el aliento y bajé el vidrio—. Pues aquí estoy, ¿no?

—¿Y qué esperas para bajar del auto? Llevo veinte minutos viendo cómo te paseas como si anduvieras en callejoneada.

—No exageres, acabo de llegar —me defendí.

—Baja ya. Te he estado esperando dos horas.

—Está bien, está bien. Vamos. —Bajé del auto y cerré el vidrio a gran velocidad.

Troté y después subí de dos en dos la escalera lateral, tratando de alcanzar a mi apurada colega. Una vez en el pasillo del pórtico, inconscientemente hice más lento el caminar, embelesado de nuevo por la belleza de la construcción, y es que nunca había estado ahí de noche, era un nuevo paisaje para mí.

Sacudí mi cabeza, para ahuyentar las distracciones de mi mente para retomar el camino. Me detuve por completo al perder de vista a Carla. Me sentí como niño perdido en un supermercado.

Al cabo de unos segundos, la vi salir a toda prisa dirrigirse hacia mí con un gesto que parecía más una embestida de toro. Me tomó de la mano y tiró de mí con tanta brusquedad que sentí que mis dos pies se separaban del suelo.

Entramos a la casona como mamá enfadada e hijo desobediente. No pude evitar, otra vez, dejarme llevar por la majestuosidad del patio principal de la Ferrería y por la belleza de las obras de Guillermo Ceniceros adornando el espacio canterano.

Solo pude paladear unas cuantas pinceladas y fotografiar de reojo el lugar, porque mi amiga me llevaba a toda prisa, a pesar del contrapeso de mi cuerpo. Igualmente, atravesé casi corriendo el jardín, que dormía cobijado bajo una luz plateada inundando al fondo los innumerables recovecos naturales del paredón de cantera erosionado.

Nos dirigimos, para mi sorpresa, directamente hasta el torreón. Carla sacó una llave antigua, con la que abrió con mucha facilidad una vieja puerta de madera. Empujó con fuerza, aunque con cautela, mientras que a mí me metió sin consideraciones y cerró inmediatamente, dejándome la duda de si se quedaría la mitad de mi trasero fuera.

Soltó mi mano, y las huellas blancas de sus dedos al apretarla delataron su nerviosismo, algo poco común en ella. Todo era muy extraño, no entendía nada. No sabía por qué estábamos allí.

Emprendimos la subida por una pequeña escalera que nos llevó hasta la cima de la torre. Cuanto más me acercaba al final, más sentía desaparecer el bochorno húmedo del claustrofóbico lugar encajándose en mi ropa y en mi cuerpo. Observé el cielo, circundado por el perímetro de la torre, y sentí la misma desesperación que cuando leí las páginas del Conde de Montecristo y entendí la impotencia de Edmundo Dantés al mirar por aquella pequeña ventana en el techo de la inhumana celda del castillo de If.

Estaba dispuesto a detenerme, emocionado, en la cima del torreón para obtener una nueva perspectiva del exterior de la hacienda cuando Carla estiró mi brazo hasta hacerme quedar en cuclillas junto a ella y pude percatarme en ese momento de la insólita situación. ¿En qué momento mi amiga me encerró en la torre de una hacienda? Me sentí ridículo, como un pez mordiendo el anzuelo.

—¡Shhh! —Presionaba con el dedo índice sus labios.

—¿Qué pasa? —pregunté murmurando.

—Vamos a salir, pero nadie puede vernos.

Por un momento pensé que Carla se había vuelto loca. Nunca la había visto en su faceta de espía. Comencé a asustarme, sobre todo porque sentía estar huyendo de algo. Creí que escapábamos de la reunión, que mi amiga estaba evitando encarar al gobernador. De lo que estaba completamente seguro era de que mi amiga sería incapaz de hacerme daño; si estábamos ahí, era por alguna buena razón o porque se había vuelto loca, que, a fin de cuentas, también era una buena razón.

—Sígueme —dijo levantándose, y asomó lentamente la cabeza—: Vamos, no hay nadie.

Vi a mi amiga apoyar sus brazos en el extremo de la torre para después subir sus piernas y, de un ágil salto, salir completamente y desaparecer.

Sentí un escalofrío recorrer mi espalda, el mismo que sentí a mis escasos doce años, cuando, al pie de su tumba, me contaron la leyenda de una mujer, apodada Cuca Mía, que fue enterrada viva.

Tuve la sensación de que alguien tocaba mi espalda, lo cual me hizo dar también un gran salto y salir del torreón para quedar en la asolada carretera, escenario que un par de siglos atrás me hubiera dejado expuesto ante los ataques indios. Sin embargo, en la actualidad es el camino al paradisíaco Tres Molinos.

Me encontraba solo, no veía a Carla por ningún lado.

Una tétrica niebla envolvía el momento y el lugar. Caminé hacia la cinta asfáltica y me detuve al escuchar al viento despeinar las ramas de los árboles. Vi tendida bajo mis pies la carretera como una serpiente negra zigzagueando cuesta abajo la montaña donde me encontraba. A mi derecha, se ubicaba la pared de piedra perteneciente a la hacienda, absurda desde esta perspectiva en su función protectora del antiguo presidio. Pero más absurdo me veía yo allí solo, parado en mitad de una carretera desolada, sintiendo miedo y vergüenza por seguirle un jueguito a mi amiga que comenzaba a oler a broma de mal gusto.

—¡Hey, Pablo! —susurró una voz, y me estremecí.

—¡Carla! ¿Dónde estás? —pregunté a ciegas murmurando con enojo.

—Acá, arriba.

Reaccioné dirigiendo mi mirada al cielo, sintiendo el colmo del ridículo.

—Ven, sube, rápido.

Pude ubicar la voz, que provenía desde los árboles que instantes atrás el viento había movido y pude ver también detrás de sus hojas a una persona que caminaba por una pequeña brecha cuesta arriba.

Emprendí el camino hacia allá. Rodeé los árboles y, para mi alivio, descubrí que un angosto sendero ascendía por detrás de aquellas ramas. Unos cuantos metros más arriba, vi a mi colega hacerme un ademán que me invitaba a incorporarme a ella.

Subí trotando hasta encontrarme con un auto Tsuru negro modelo 94 o 95, el cual fue puesto en marcha por mi amiga mientras yo abría la puerta del copiloto para subir de prisa.

—¿Me puedes explicar qué es todo este teatrito?

—No es ningún teatrito. Son medidas de seguridad.

Entendí, aunque no por completo, que nuestra reunión no se llevaría a cabo en la Ferrería, pero no alcanzaba a comprender el motivo del cambio, ni adónde íbamos.

—Pero para eso era la tarjeta, ¿o no? —Vibraba mi voz al ritmo de un brincoteo causado por los viejos amortiguadores, insuficientes para la quebrada terracería por la que la conductora bajaba sin miramientos al pobre coche.

—Sí, pero hubo un cambio de última hora —respondió sin quitar la mirada del camino, tratando de contener la rebeldía del volante.

—¿Y adónde vamos?

—Pérez sugirió al gobernador otro lugar, y creo que tiene razón. La información de la tarjeta es vieja y alguien pudo enterarse.

—Carla, ¿por qué no me dices que no confía en mí? —Sonreí irónico.

—¿Por qué piensas eso?

—Carla, eres una excelente mercadóloga, una extraordinaria funcionaria y la mejor de las amigas, pero como actriz, ¡eres la peor!

—No estoy actuando. —Sostuvo su posición—. No tendría ninguna razón para desconfiar de ti. ¿O la tiene? —lanzó con cizaña.

—Nunca tiene razones para desconfiar, pero desconfía de todo.

—Bueno. Entonces, concedámosle la razón —finiquitó, tajante.

—Pues sí. Lo que me extraña es ser el único en desconocer ese cambio de planes. —Rescaté el tema clavándole la mirada.

—Ya, Pablo. —Cedió mi amiga—. No lo tomes como algo personal. Pérez es muy escrupuloso y sabes que su experiencia es la que mueve las piezas en el tablero. —Relajó sus brazos sin soltar el volante mientras cambiaba la velocidad.

—Pues no me convences, la verdad. —Digno, dirigí la mirada hacia el oscuro exterior de mi ventanilla.

—A ver: estuviste más de diez minutos rondando la hacienda con tu estruendoso Vocho y remataste con una frenada de la que, te puedo asegurar, además de haber dejado sin piedras la calle, se despertaron con ese «sigiloso murmullo» hasta los indios enterrados en las pirámides de la Ferrería.

Me quise defender, pero la objeción se atoró en mi boca abierta.

—Cuando se trata de una reunión especial, en la madrugada, con el gobernador, creo que debe existir algo de seriedad y, sobre todo, mucha discreción —remató triunfante mi colega.

—Sí, creo que tienes razón —concedí asintiendo.

La hoatilidad desapareció en cuanto bajé los primeros centímetros de la ventanilla y el fresco del campo nocturno tapizó el auto.

V

Las luces del auto se abrían camino entre la oscuridad del horizonte y el frío nocturno de los campos perimetrales de la capital. Los pastizales soltaban bocanadas de neblina que cubrían el húmedo horizonte presumiendo en el fondo de su escenario un par de montañas azuladas.

El denso paisaje nocturno comenzó a mezclar la realidad del momento con la de un recuerdo, al cual terminé por sucumbir.

Como en una especie de catalepsia, resucité en aquellas remembranzas, en una carretera distinta a la que iba con mi amiga. Reconocí aquel cerro icónico, característico del camino al pueblo de Nombre de Dios, partido por la mitad, cicatriz que le dejó una culebra de agua hace más de medio siglo. Pude verme como si fuera ayer, manejando mi coche en una noche de octubre hacia aquel poblado.

A pesar de los vanos esfuerzos de mi amiga por mantener mi mente en mi cuerpo y junto a ella, escuchaba su voz cada vez más alejada, diciendo: «¡Despierta, Pablo, despierta! ¡No le des vida a los malos recuerdos!». Fue inútil. Me perdí en el recuerdo, sintiéndolo, tal vez, con más intensidad que cuando lo viví.

De pronto, ya no conducía Carla, y vi mis manos entumecidas apretando el volante, mis dientes rechinar rabiosos unos contra los otros en el retrovisor y escuchar a lo lejos los gemidos y el golpeteo de una persona encerrada en el portaequipaje del auto.

Mi cólera se había convertido en el combustible del coche, que aceleraba mucho más de lo que podía marcar el velocímetro. Mi ansiedad estaba a punto de desbordarse y las ideas de revivir las torturas medievales de la santa Inquisición en mi víctima se aglomeraban impacientes en mi mente por salir y ser parte del siglo XXI.

La factura de veinte minutos ahorrados de un recorrido de aproximadamente cuarenta de distancia la pagó el motor del auto, que respiraba agotado y sediento.

Ahí estaba, frente a una vieja fábrica de mezcal abandonada, de nombre La Villa, lugar donde mi abuelo trabajó como velador para nuestro pobre sustento durante muchos años y donde yo pasé grandes momentos de mi infancia.

Los faros del auto barnizaron el óxido y los restos de pintura vieja del portón azul, que no tenía más seguridad que una cadena por corbata, afianzada con un candado color marrón. Del lado izquierdo, la pared, con una ventanilla negra y puertezuela que fungían como caseta de vigilancia. Únicamente en uno de los lados del terreno se levantaba una barda perimetral hecha de adobe de unos tres metros de altura; el resto estaba resguardado por un cercado de endebles maderos y vencido alambrado de púas.

Bajé del auto con cierta cautela para evitar ser visto y, una vez en el portón, aunque sabía perfectamente cómo abrir sin llave, zarandeé el candado, utilizado por más de tres generaciones, para evadir una picadura de alacrán, instrucción de mi abuelo cada vez que visitábamos la fábrica en sus años mozos.

Quité el candado sin problemas y lo dejé caer al piso empedrado una vez que empujé las dos hojas del portón.

Con paso apresurado, me adentré en el coche y noté que los quejidos y golpes del prisionero parecían amplificarse en el silencio de la noche, pero las campanas de la iglesia de Jesús Nazareno, vecina ancestral de la factoría, amortiguaron los desesperados gemidos de auxilio.

Los golpes recibidos por la delgada lámina de la cajuela me pusieron en estado de alerta y avivó más el fuego de mi rabia contra la víctima, pero las campanas resonaban con gran fuerza, convirtiéndose en aliadas de mi justiciero cometido.

En cuanto el auto cruzó por completo el dintlel, bajé a toda prisa, todavía con la inercia del movimiento interrumpido por el freno de mano, para trotar hacia una de las hojas de acero, aventarla y casi simultáneamente hacer lo mismo con la otra. Las uní torpemente y pasé la cadena entre los boquetes de la malla ciclónica, parte superior del portón. Eché un vistazo hacia la adoquinada y desolada calle para cerciorarme de que no hubiera testigos de mi extraña visita.

Aún con rapidez, me subí y llevé el coche hasta la parte final del lugar, pasando por medio de lo que todavía hoy sigue en pie.

Al fondo se encontraba la parte más importante de la fábrica, un enorme espacio donde duermen, desde hace ya más de veinte años, viejos y enormes pipones de encino, alambiques de cobre y máquinas viejas de grandes engranes. Sin embargo, desde que tuve en mis manos a aquel maldito y elegí aquella vieja fábrica para matarlo, a mi mente le pareció un cuarto de horneado construido dentro de este otro, el lugar idóneo para castigar a mi prisionero.

Ese horno era una construcción de aproximadamente tres metros cúbicos, levantado en piedra volcánica totalmente enjarrada, con un techo reforzado con cemento y un piso surcado del mismo material para escurrir el jugo proveniente del maguey. Pero lo más importante para mí era lo que descubrí de niño, mientras jugaba a las escondidas y me quedé encerrado durante más de una hora pidiendo auxilio a inútiles gritos: el aislamiento sonoro que proporcionaba su material.

Me detuve exactamente en la puerta lateral, apagué el auto dejando las luces encendidas. Bajé y, de un solo paso, alcancé la manilla de la puerta, hecha de tres porciones de varilla soldados entre sí, y la corrí hasta llegar a una piedra improvisada como tope.

No le brindé ni un vistazo al interior de la oscura estancia, mi rabia me enfocaba en llevar adentro lo más pronto posible al maldito asesino de mi Regina. Me sudaban las manos a chorros y la ansiedad en mi cuerpo temblaba incontrolable de pies a cabeza.

La idea de que el cautivo se pudiera haber soltado para abalanzarse sobre mí en cuanto se viera libre, me hizo abrir la cajuela con mucha cautela. No hubo sorpresas: estaba como lo dejé, sin ningún signo de movimiento de las sogas que ataban detrás de su espalda sus manos y pies, ni tampoco se había movido un solo centímetro de la cinta gris que tapaba su boca y ojos. De hecho, en cuanto abrí y sintió el frío endureciendo su ropa sudada, se quedó pasmado por un instante. Permanecimos en silencio por unos segundos, él en posición fetal, esperando alguna reacción, y yo maldiciendo su árbol genealógico entre dientes, clavándole una mirada que, si fueran puñales, ya hubiera muerto desangrado.

Reaccioné e intenté sacarlo tirando de su brazo. Un grito de horror se ahogó en el paño metido en su boca y la fuerza con que se sacudió mi mano me hizo dudar de si, aun estando en desventaja física, podría ganar la lucha de llevarlo dentro. Me encolerizó la duda y le di un fuerte puñetazo en la cara, tan certero que sus labios, junto a su nariz, explotaron cual bomba de sangre, empapando mis nudillos, su ropa y el coche. Sentí placer al verlo convulsionar y tomé ventaja de su breve coma para cargarlo sobre mi hombro como un bulto y, sin esfuerzo aparente, acarrearlo hasta el cuarto del horno.

Lo solté igual que a un bulto, golpeando estrepitosamente contra el piso sólido encementado. Me sostuve del marco ancalado de la puerta, escuchando mi respiración agitada, no sé si por el esfuerzo o por el ansia de comenzar con el itinerario de torturas.

No se movía, seguía sangrando, ahora de un descalabro producto del golpe al caer. Por un momento pensé que la misión había terminado, muy pronto para mi sed de venganza.

Me incorporé y me acerqué lentamente. Pisé su cadera y lo moví. Nada, ni señales de vida. Chasqueé los dientes, lamentándome de terminar con la vida de este tipo sin haber disfrutado de su sufrimiento, que por tanto tiempo deseé.

De pronto, gimió débilmente moviendo un poco las piernas en busca del lugar más cómodo entre el surcado piso.

Perfecto, una segunda oportunidad que me daba la vida para la venganza.

—Ahora sí, hijo de puta. Ya te cargó la chingada —lo amenacé complementando con una patada al estómago.

Aún con el paño y la cinta gris tapándole la boca, la fuerza de la patada provocó que de la nariz saliera un furioso huracán de su aliento.

Nunca me pude recuperar de la muerte de mi hija, lo único que me mantenía vivo era vengarme de quienes la secuestraron y asesinaron.

Según la Fiscalía de Justicia del Estado, habían sido tres. Este era el primero que caía en mis manos, gracias a una llamada anónima que me avisó del lugar exacto donde se encontraba, previniéndome al tiempo con muchos detalles, tales como el número de amigos con los que se encontraba, la peligrosidad del barrio y de un arma que siempre portaba. No me importaron las advertencias: en cuanto tuve la información, colgué el teléfono y, como rayo, salí de mi departamento y en menos de cinco minutos ya me encontraba acechando al apodado el Mostaza, por su «negocio» basado en la venta de marihuana.

Lo estuve vigilando con paciencia, en espera de que se cansara de drogarse. Cuando por fin se decidió, ya casi a la media noche, lo seguí cauteloso, caminando detrás de él sin que lo notara. Un par de metros antes de doblar la esquina, lo sorprendí por la espalda, rodeé su cuello con mi brazo mientras con la mano libre, colocaba un paño empapado de cloroformo. Lo até de pies y manos, le metí un paño en la boca y se la encinté, junto con los ojos, para después emprender el camino hasta el lugar planeado.

Confiado en la inmovilidad de mi secuestrado, salí del que una vez fuera el corazón de la producción de la fábrica para buscar algunos artefactos improvisados como herramientas de sufrimiento. Di un par de vueltas para completar el acarreo de estas cosas, dejándolas desacomodadas, pero todas juntas al pie de los dos pipones de roble.

Mis manos temblaban y sudaban a chorros. Tenía una sensación muy extraña, algo que nunca me había sucedido. Lo más cercano a ese sentimiento fue cuando, de niño, mis primos y yo cazábamos grillos y los quemábamos en la estufa. O cuando, junto a mis compañeros de secundaría, atrapamos un gato para darle bicarbonato e intentamos hacerlo explotar. Gran decepción, ni se murió ni explotó.

Acordarme de esas aventuras revivió el sadismo adormecido durante años de obligada madurez e hipócritas cortesías sociales, reafirmando mi teoría de que quien prueba los placeres de la crueldad generalmente le cierra para siempre la puerta a la bondad. Así de sencillo. Un par de décadas atrás, mi víctima era un triste insecto; ahora era otro insecto, pero de mayores dimensiones.

El tiempo quitó a mi alma el cochambre de las culpas erróneamente infundadas. Los años y la vida me enseñaron que la crueldad depende de perspectivas. Para muchos, matar un toro en el arte de la fiesta brava es un asesinato, pero comer carne no lo es. La gran diferencia es que el toro de lidia vive como un auténtico rey antes de la faena, pero al morir su carne no se come, mientras que las reses sufren meses antes y durante su muerte, para que sus restos se vendan como alimento. No obstante, a mí me fascinaba tanto una buena hamburguesa, como una buena corrida de toros.

Entonces, ya con la adrenalina topando en las paredes de mis venas, con una sensación de empoderamiento nunca sentida, me dirigí al horno donde se encontraba tirado el Mostaza y sacié mi desbordada ansia con otra patada en el mismo lugar.

Fue como echarle más leña al fuego, sentí menos compasión y más rabia.

«Fuego —pensé—. Claro, el peor de los dolores siempre proviene del fuego».

Salí corriendo a uno de los rincones de la fábrica donde sabía que siempre había leña amontonada. Ahí mismo, en una carretilla oxidada, llené una carga de maderos perfectamente secos, listos para arder a la primera chispa.

Volví hasta donde se encontraba el secuestrador, que ya se recuperaba. Solté la carretilla, entré al horno para arrodillarme junto a él y le ayudé a sentarse.

Su respiración era agresiva, levantaba los hombros casi a la altura de la cabeza. El miedo lo tenía paralizado. Su corazón se podía escuchar como un lejano tambor apache. Mi nariz se retorció al oler el excremento embarrado en el pantalón del cobarde pandillero.

Después de mirarlo por unos momentos, tomé la punta de la cinta que tapaba sus ojos y de un solo movimiento, la arranqué, trayéndome con ella cejas y unas cuantas pestañas.

La luz de los faros del auto, aún encendidos, alcanzaban a alumbrar como una vela en medio de un bodegón, dejando entrar unas pequeñas manchas amarillas que iluminaban ténuemente la cara del Mostaza, quien tardó en decidirse a mirarme.

Cuando al fin se atrevió, lo hizo llorando, con el llanto obstaculizado por el paño. Yo seguía inmóvil, con la mirada fija en sus ojos, tratando de comprender cómo este cobarde tuvo el suficiente «valor» para matar a una indefensa niña de apenas cinco años y no tenía los suficientes testículos para aceptar un destino que sus muchas malas acciones le tenían preparado para hoy o para no mucho después, porque, si no lo mataba yo, alguien más lo iba a hacer. Es ley de vida: el que a hierro mata, a hierro muere.

Me levanté y me dirigí adonde estaba la carretilla. Tomé un pequeño montón de palos y los acomodé en forma de tipi en el piso del horno, muy cerca de la víctima. Di otra vuelta para traer cerillos y gasolina. Rocié la madera y enseguida la prendí dejando caer un cerillo encendido; se inundó de inmediato el horno de un calor reconfortante.

Al darme cuenta de que el cuarto seguía facultado para sus funciones, fui a por más leña y comencé a esparcirla en cada espacio y, evitando no mezclarla todavía con la ya encendida, la rocié con el combustible.

La madera fue suficiente para rellenar los surcos del piso sin excederme, lo justo para que no quedara ni un hueco sin madera. Puse de pie al hombre, corté la cinta que ataba sus manos y le ordené que se quitara la ropa apuntándole con su propia Pietro Beretta.

Sus ojos sorprendidos se calvaron en los míos. Quedó estupefacto, me había reconocido, por su gesto supe que él sabía quién era yo.

—¿Que no me escuchaste, imbécil? ¡Que te quites la ropa! —grité empujando el cañón de la pistola contra su sien.

Lloró con más intensidad y se arrodilló en el piso tirando de mi pantalón implorando perdón.

Me lo quité de un rodillazo y le repetí la orden. Pasaron unos minutos entre lloriqueos y amenazas, pero, al final, solo los calzoncillos le quedaron.

—Muy bien. Ahora vete a aquella esquina —indiqué el lado derecho mientras yo salí del horno caminando hacia atrás hasta quedar justo en la puerta.

El tipo, tal vez por lo aturdido y asustado que se encontraba, al querer hablar, se dio cuenta de que, si seguía con la cinta puesta en su boca era porque él mismo lo deseaba, pues hacía ya rato que sus manos estaban desatadas. Se percató de la posibilidad y, apresurado, despegó la cinta de sus labios y escupió el paliacate rojo.

—¡Por favor! ¡Tenga piedad! —imploró llorando uniendo sus manos en posición evangélica—. ¡Yo no la maté!

—¿A quién, pendejo? —lo reté.

—A su hija —sollozaba.

—Yo tampoco te voy a matar. —Encendí un cerillo, lo aventé y cerré a toda prisa la puerta de metal. Alcancé a escuchar el rugido de las llamas prender con furia.

—¡Noooooo! ¡Por favooooor! ¡Tenga piedad!

Apoyado en la pared mientras escuchaba muy a lo lejos los gritos agónicos y desesperados, repasé en mi miente, tal vez como auto justificación instintiva, el expediente del Mostaza. Me lo habían leído el día que me informaron los agentes de la Fiscalía en cuanto supieron quiénes eran los culpables del secuestro de Regina.

Calculé un lapso para quemar lo suficiente a este individuo sin que sucumbiera. Pasado ese intervalo, abrí la puerta y cayó en cuanto cupo entre el batiente y el marco, humeando muy cerca de mí. El hedor era insoportable, nunca había olido carne humana quemada.

El fuego había derretido los tendones y nervios de los pies hasta deformarlos y, por las quemaduras en las rodillas y manos, supe que el hombre no soportó estar mucho tiempo de pie, intercalando su posición entre estar de rodillas y levantarse, en un intento de nivelar el castigo, igual que pasar una tortilla recién calentada de mano en mano para soportar el calor.

El hombre, acostado boca arriba, respirando aún el humo de la leña, temblaba de dolor y en su cara, también alcanzada por las llamas, se veía una mirada desquiciada, a punto del desmayo.

—Y esto apenas empieza —dije sonriendo con malicia y caminando hacia los pipones, donde se encontraban los demás artefactos de castigo.

Tembló violentamente y creí que estaba convulsionando. Me acerqué para revisar sus signos vitales, pero vi sus ojos puestos en los míos mientras un hilo de voz alcanzaba a salir de su boca.

—Po-po-por fa-vor —suplicaba la voz seca y ronca—. ¡Piedad!

—¿Piedad? —Lo cogí del cabello bruscamente—. ¿Cuánta? ¿La misma que tuviste con mi hija, perro? —Sentía que me rompía yo mismo los dientes de coraje. Lo solté violentamente sintiendo la sangre correr de nuevo por mis dedos.

—¡Por favor! ¡Me obligaron a hacerlo! —lloraba y suplicaba.

—¡Ella era solo una niña, maldito! ¡Una inocente niña! —grité como preámbulo del llanto—. ¡Ni todo lo que te voy a hacer será suficiente para que sientas el dolor que he sufrido desde que la vi muerta y torturada por ti, perro!

—Mi dolor. ¡Claro! —Una idea detuvo las lágrimas.

—No vale la pena gastar tiempo ni esfuerzo en torturarte, porqué jamás sentirías lo que yo sentí.

El hombre me observó, suspiró y recargó la cabeza en el suelo.

—Gracias. Gracias por su piedad.

—Nada de gracias. —Sonreí con malicia—. Se va a hacer justicia.

El hombre, mirándome nuevamente a los ojos, adivinó con horror mi idea.

—¡No, por favor! ¡Tenga piedad! —Olvidándose del dolor de sus heridas, llegó hasta mis pies y suplicó apretándome los tobillos—. Hágame lo que quiera, pero no le haga nada a mi familia. —Me apretaba con más fuerza.

—Pues no te entiendo, mi hermano —dije sarcástico—. Hace unos momentos me implorabas para que no te lastimara, y ahora me dices que sí. ¿Pues quién te entiende, Mostaza? —Crucé los brazos adornando mi cáustico argumento.

—No, por favor —dijo entrecortado.

—No te preocupes. —Saqué mis pies de entre sus manos—. Nada más voy a por tu hijo y vuelvo. ¿De acuerdo? —dije al tiempo que lo empujaba hasta llevarlo dentro del horno.

—¡No, por favor! ¡Mi hijo, no! —gritaba mientras lo arrastraba.

—¡Pendejo! —reí—. Ni siquiera sabía que tenías un hijo. Gracias por la información.

Tuve que sacudir mis piernas con fuerza para liberar las manos laceradas del cobarde asesino de mi hija para después salir del horno y cerrar rápidamente antes de que este intentara salir.

Al momento de cerrar la puerta, el llanto y los gritos de súplica se interrumpieron súbitamente, como si hubiera desconectado un ruidoso televisor. La fortaleza acústica me dio la seguridad de que nadie escucharía al torturado mientras yo iba a por la verdadera víctima.

Debía estar loco. Era de madrugada y yo retomaba un camino de cuarenta y cinco minutos para ir a buscar al hijo de este pendejo sin ningún dato más que los proporcionados por la credencial de elector del Mostaza, donde, lógicamente, se apuntaba un domicilio, del que no estaba seguro que fuera el actual.

Mientras conducía, saqué la billetera del asesino y extraje la identificación. Automáticamente arrojé por la ventanilla la cartera con el resto de cosas que pudiera guardar en ella. Con la mano izquierda sostenía el volante y con la otra la credencial, alternando la mirada entre ella y el camino.

Observé la fotografía y de inmediato brincó a mis ojos el nombre del delincuente: Brayan de Jesús.

—Por favor —murmuré con enfado—. Ahora resulta que es gringo el pinche cholito.

No me molesté en leer los apellidos, sino la dirección y, una vez mapeada en mi cabeza, me encaminé hacia ella.

Decidí cruzar la ciudad en lugar de tomar la autopista, pues la hora facilitaba el tránsito por las calles principales. En efecto, no tardé más de diez minutos en llegar a la colonia La Virgen, situada en el extremo occidental de la capital duranguense. De nuevo me encontraba en el mismo vecindario donde había capturado a mi víctima. Lo que no sabía con certeza era si su casa seguía siendo la misma y si en ella vivía la familia de este miserable.

La laberíntica calle que lleva a esta colonia es una frontera que hace sentir extranjero a quien no pertenece a ella, como si, en menos de dos cuadras, La Virgen, en vez de ser una colonia más en la ciudad, fuera un pueblecito serrano. Asentadas en la colina, un contraste de gustos e ingresos económicos hacen una capirotada de las fachadas de esas casas asentadas en la inclinada calle pavimentada, atravesando toda la montaña culminada en una cúspide, por lo menos, para la vista de quien emprende la subida. Algunas bocacalles aún sin pavimentar son los vestigios de lo que una vez fuera el monte, en donde, insistentes, recorren los caminos empedrados pequeños riachuelos nutridos de agua que, lejos de provenir de algún manantial, lo hacen de las tuberías de los vecinos. El lugar cuenta con sus propias tiendas, farmacias, los infaltables expendios de cerveza y carpinterías, entre otros establecimientos, fortaleciendo una identidad propia de quienes habitan ahí.

Conforme me iba adentrando, aumentaban los negocios y los grafitis, que dejaban clara no solo su soberanía geográfica, sino también la imposición de sus propias leyes.

Debido a la oscuridad de la noche y a la falta de nomenclaturas de las calles, no encontré el nombre de la que buscaba en mi primer recorrido. Llegué hasta el final de la calle, donde ya era otra colonia, paupérrima, por cierto, en peores condiciones que la primera, que también era mísera. Una diferencia como la que se observa entre ciudades fronterizas, claro que con su debida proporción. Este vecindario sumido en la pobreza irónicamente se bautizó con el nombre de colonia Gobernadores. Hice vuelta en U para retomar la calle a punto de finalizar cuando los faros iluminaron un letrero sucio y borroso, el cual nombraba a la calle como Ramírez Gamero, con el escenario al fondo del «orgullo» duranguense, el asta bandera más grande de Latinoamérica. Sentí una profunda indignidad y la rabia me hizo preguntarme: «¿En qué momento mi país permitió que nuestros gobernantes se burlaran así de nosotros?». Bautizar a la colonia más pobre de la ciudad con los nombres de exgobernadores, del fundador de la capital, del general Villa y construir ENCIMA de las viviendas de la gente más necesitada un monumento millonario inservible no era un error, era una burla. Y con toda la intención de gritarle al pueblo: «¡Miren quién manda!».

Olvidé por completo los abusos gubernamentales y retomé la búsqueda de la calle. De pronto, mi GPS ordenó girar a la izquierda. La calle se llamaba Flor de Belén y la casa del incauto era el número 25. ¿Era en serio? ¿En la colonia La Virgen, calle Flor de Belén, número 25, vivía Jesús? Me resultó risible, aunque tiempo después me provocaría terror.

La numeración corría con un flujo normal y adecuado. Alcancé a ver entre tinieblas algunos dígitos que iban de los doscientos hacia arriba y me extrañé, dudando de mi GPS, pues buscaba el número 25 y la calle solo contaba con dos cuadras. Seguí avanzando por el empedrado mientras los faros oleaban entre las piedras y los tablones que fungían como rejas de las rústicas casas. Giré hábilmente sin desacelerar para apresurar el regreso, pero el estrecho camino no dejó suficiente espacio para completar el vuelco y quedé frente a una casita muy pequeña separada de las demás, al pie de la montaña y rodeada por un zacatal espeso.

La luz de mi Volkswagen apuntó directamente hacia un garabato pintado en la fachada azul, mal formando un número, el mismo que buscaba, el 25 de la calle Belén.

Tuve que asimilar el «casual» descubrimiento porque, a pesar de lo oscuro de la calle, yo estaba completamente seguro de haber barrido con la mirada los dos extremos de la vía y no había visto esa casa. Me daba la sensación de que acababa de aparecer frente a mí y, por si fuera poco, alzando la vista entre la neblina, se erigía exactamente por encima del techo de la vivienda el asta bandera. Sin embargo, lo que más llamó mi atención fue la imagen satelital que arrojó mi celular al momento de ingresar los datos del domicilio. Aparecía el monumento descansando justo en el centro de un hexágono, que se encontraba, a su vez, en una de las esquinas de un cubo, del cual se desprendían tres líneas formando una Y, de las que una de ellas apuntaba directamente a la residencia. Todo esto resaltaba en mi buscador el número 24 como coordenada. No le di importancia al dato, pero se quedó grabado en mi mente.

Por fin, mi cerebro conectó con la realidad y bajé sin apagar el motor, dejando la puerta abierta. Así como golpeé al Mostaza, así como prendí fuego al horno y metí a mi víctima sin contemplaciones y la apaleé, así mismo, saqué la Beretta enfundada en mi pantalón, abrí de una patada el tablero que servía de puerta y entré a la casa dispuesto a meterle un balazo a quien se interpusiera en mi cometido. No comprendía qué o quién manejaba mi voluntad, porque, a pesar del odio que sentía, en situaciones normales esa no era mi personalidad, siempre me tuve a mí mismo y me consideron un hombre, cuanto menos, asustadizo y poco arrojado. Pensé que tal vez mi forma de ser había cambiado desde que mataron a mi hija. Una vez dentro de la minúscula casa, en la primera recámara donde busqué, tuve la suerte de encontrar a un niño pequeño dormido a pesar del estruendoso golpe, enredado en una fina sábana blanca. Guardé la pistola y sentí alivio de su innecesaria presencia en la misión.

Tomé al niño en brazos y en segundos pude salir con él, acomodarlo en el asiento trasero, subir al coche y emprender el camino. En el espejo retrovisor apareció una mujer de edad avanzada que salía de la casa manoteando y gritando tras fracasar en el rescate de su nieto.

El camino para salir de la colonia me pareció eterno, un verdadero viaje. Cuando alcancé la avenida, emprendí el recorrido, esta vez por el despoblado libramiento, para evitar toparme con algún policía o conocido. Era de madrugada y las posibilidades de encontrarme con alguien eran remotas; no obstante, mi turbia conciencia prefirió no tomar riesgos.

Pasados unos veinte minutos y en plena carretera, escuché una tenue vocecita:

—¿Papá?

No contesté nada, esperando que apareciera en el espejo la cara infantil del desafortunado.

—¿Papá? —repitió angustiado el infante.

—No está tu papá aquí, niño —respondí sereno; a final de cuentas, no tenía nada en contra de él. Su único pecado era ser hijo de un delincuente.

—¡Papá! —Comenzó un llanto casi inaudible. Hice caso omiso del lloriqueo, que no cesaría sino hasta llegar a la fábrica donde nos esperaba su padre.

Entré repitiendo el proceso que realicé cuando llegué con mi primera víctima, pero esta vez un poco más calmado. Me bajé del auto y moví el asiento hacía adelante para bajar al infante. Me incliné sin mirarlo, extendiéndole la mano, pero no hubo respuesta. Al no sentir el tacto en mi mano, lo busqué con la mirada y lo encontré enconchado, arrinconado en el fondo el extremo del asiento. Aunque su cara estaba descompuesta por el terror, lo cogí del brazo bruscamente para bajarlo sin obstáculo alguno, a pesar de sus leves e instintivos forcejeos.

Confiado de la parálisis momentánea del niño, causada por el miedo, lo cargué para poder llevarlo al encuentro de su progenitor, pero su instinto de supervivencia hizo acto de presencia pataleando, dándome manotazos en la cara y gritando:

—¡Suélteme, suélteme!

Caminando sin ver a causa de los golpeteos sobre mi rostro, pude llegar hasta el interior del cuarto de máquinas donde se encontraba el Mostaza. Separé al niño de mi cuerpo y, todavía pataleando al aire, lo estrujé gritándole:

—¡Cállate, pinche mocoso!

Calló bruscamente y nuestros ojos se entretejieron al reconocerse víctima y victimario. Lo dejé en el suelo, por no decir que lo aventé, trastabillando hasta caer de espaldas y detenerse su cuerpecito contra la pared de un sentón. Fue entonces cuando me percaté de la corta edad del párvulo, la misma que tendría mi hija.

El remordimiento quiso pinchar mi nuca, pero antes de que acrecentara el ardor troté hasta la puerta del horno, la abrí de un fuerte jalón y cayó el Mostaza fuera de este estrepitosamente. A pesar del estado en el que se encontraba Brayan de Jesús a causa de los golpes y del estrés emocional, el niño lo reconoció y se reincorporó rápidamente para correr al encuentro de su padre llorando de nuevo.

—No, por favor —imploró al instante el angustiado padre abrazando con fuerza a su hijo—. No le hagas daño a mi hijo. ¡Te lo suplico!

No pude evitar enternecerme por aquella escena tan conmovedora: el hijo, refugiado entre los brazos de su padre y este, tragando trozos de soberbia para evitarle un mal a su retoño.

Lo malo para ellos es que este tipo de escenas me conmovían por una simple razón: me recordaban a mi hija, a mi Regina. Separé al niño de un estirón, semejando a un muñeco de trapo. Sus huesos tronaron uno a uno como reacción en cadena.

Se pedían el uno al otro, estampándose en los adobes desgarradores ecos que gritaban «papás» e «hijos» por todas las paredes.

—Muy bien, Chuyito —dije una vez que los gritos disminuyeron—, vamos a hacerlo simple, ¿de acuerdo? Es de noche y, la verdad, ya estoy muy cansado. —Fingí un bostezo mientras amarraba al pequeño a una silla.

El inconsolable pandillero, tirado en el suelo debido a las heridas de los pies, era incapaz de sostener la cara en alto, pues la impotencia de ver a su hijo vulnerable le causaba una enorme angustia, que se evidenciaba en los violentos sollozos que inflaban su pecho y agitaban su cabeza arriba y abajo.

—No seas mal educado, Chuyito. —Ceñí, apoye mi mano en la cintura, sarcástico—. Te estoy invitando a jugar, y tú, con tus chillidos. —Chasqué la lengua en el paladar y revolví sus cabellos como si fuera un niño y, a continuación, me dirigí adonde estaban todos los artefactos que había destinado para la ocasión.

Entonces, llevé a cabo la primera de mis ideas. Era muy sencilla y me permitiría hacer un experimento con la personalidad de Brayan y saber hasta dónde era capaz de llegar el amor de un padre por su hijo. No era científico el proceso, pero me saciaba la idea de llevarlo al límite.

Ya que el chico estaba atado a la silla sin dejar de llorar, sin comprender lo que pasaba —lógico, para un niño de siete años—, acomodé entonces a Brayan de Jesús sentado contra la pared, justo frente a su hijo. Quedaban separados aproximadamente tres metros el uno del otro.

—¡Que comience la función! —exclamé eufórico, sonriendo, alzando los brazos y levantándome sobre la punta de mis pies. Cuando la mirada llorosa del crío penetró mis ojos, sentí vergüenza de mí mismo; estaba siendo ridículo y mi euforia era producto de una alegría insana que yo mismo no podía controlar ni comprender. En ese momento yo era otro, mis actos nos los controlaba yo. Me sentía como un puberto cometiendo sus primeros deslices de juventud. Una mezcla de placer y remordimiento; a fin de cuentas, estaba haciendo justicia por mi propia mano, pero justicia al fin.

Bajé las manos y sentí como mi cara cambió esa sonrisa irónica por una más serena. La adrenalina me estaba haciendo sentir un placer que jamás había experimentado y, aunque me sentía fuera de lugar, fuera de mí, no estaba dispuesto a dejar pasar esta oportunidad. Era una sensación de poder nunca hospedada en mi alma.

—Pues, bueno, si ustedes no se quieren divertir, lo siento mucho, pero yo voy a empezar la fiesta —aclaré juntando mis manos.

Había conseguido unas latas viejas oxidadas entre la mucha basura de la vieja fábrica. La más grande, llena de agua y dos vacías del tamaño de un vaso normal.

Previamente encendí otra pequeña fogata cerca de mis víctimas y puse encima de esta la lata con el agua hasta que hirvió.

—Aquí tienes —le dije al Mostaza colocando el vaso en el suelo para, a continuación, llenarlo del líquido, todavía con burbujas de ebullición—. Aquí tienes, hijo. —Repetí la acción con el chico.

El publicista del gobernador

Подняться наверх