Читать книгу Primera persona - Margarita García Robayo - Страница 9
ОглавлениеRAPTO DE LOCURA
La luz que entraba por la puerta de mi casa era escasa y sucia.
La tarde se había puesto color barro.
Después de atravesar el umbral venía el pasillo, un surco recto y estrecho que conducía a un estar flanqueado por tres habitaciones. A ella la encontramos sembrada a mitad de camino, apretándose la cabeza con las manos, presionando en los costados como si quisiera exprimírsela. “¡Me quiero morir!”, gritaba. Yo acababa de llegar con un chico con el que empezaba a salir y solo atiné a mirarlo con vergüenza, al tiempo que alzaba los hombros:
—A veces hace eso.
Cuando volví a mirarla ya estaba en el piso, acuclillada, meciéndose sobre los talones y llorando. Se le pasaba más o menos rápido. Y cuando se le pasaba ella misma se reía y se ponía en ese lugar que siempre le calzó tan bien: el de la madre impulsiva, torpe, imperfecta, nerviosa y un poco infantil, pero entregada en cuerpo y alma a su familia.
—Entra —le dije al chico—, siéntate en la sala que ya vengo.
Él sacudió la cabeza:
—¿No piensas hacer nada? ¿No vas a llamar a alguien?
Últimamente ya nadie le seguía el juego. Cuando le entraban sus ataques (así les decía ella, así les decíamos todos), la dejábamos hacer lo suyo, hasta que se agotaba. Y eso le expliqué.
—No, no —el chico negaba—, ¿no te das cuenta?
La volví a mirar. Se había sentado, la espalda contra la pared y las manos tapándole la cara.
—¿Cuenta de qué?
Pequeños sollozos ahogados. Ya los conocía. Después de eso venía la respiración amplificada: aspirar hondo por la nariz y exhalar con fuerza por la boca, produciendo ruidos cavernosos, como la anciana que no era. Y los brazos en alto, para facilitar el trabajo de los pulmones, decía ella, pero yo pensaba que era una forma —su forma— de rendirse.
—Ey —el chico dio unos pasos lentos hacia atrás y atravesó el marco de la puerta. Me señaló con el índice y soltó—: Tu mamá está mal de la cabeza.
Antes, hace mucho, les echaba la culpa a las telenovelas. Décadas de consumo activo de Televisa y Venevisión. Conductas dramáticas extremadas, deformadas bajo el gusto de Delia Fiallo, Inés Rodena, Caridad Bravo Adams, Maricármen y Cuauhtémoc, y otros. Algo de todo eso debía quedarse adentro. Lesiones, mayormente.
Era notable su empeño en seguirlas día a día y en ver, además, los resúmenes del fin de semana; y la mirada siempre brillante y temblorosa, al borde de la erosión emocional. Mi madre podía repetir parlamentos extensos de Valeria y Maximiliano, y en cambio era incapaz de escuchar con un mínimo de atención lo que le decía un interlocutor de cuerpo presente. Mi madre —está bien, hablemos de una abstracción arbitraria que hago de ella—, ya lo dije tantas veces, ya la disfracé de tantos personajes, solo responde a su monólogo interno.
Le funciona. Con muchas grietas, es cierto. Pero se ha hecho un lugar en el mundo a fuerza de tergiversar su condición patológica en una especie de manía inofensiva que, en teoría, solo la daña a sí misma. Cuando se es madre no hay nada que solo te dañe a ti misma. Ella debía saberlo, aun así, no lo controlaba.
Esa tarde, cuando entré a la casa con ese chico que no volví a ver, por suerte, entendí que la justificación que me había inventado me servía para darle un marco superfluo y bizarro, incluso gracioso, a un comportamiento con el que tenía que convivir. Nadie quiere convivir con la locura, prefiere disfrazarla de otra cosa. Pero esa tarde, cuando un extraño me señaló lo obvio, dejé de hacerme la estúpida y entendí que debía preocuparme; y que debía haber algo más: un trastorno leve pero quizá visible en una tomografía; o alguna función mal llevada por su cerebro que, para tantas otras cosas —nombres de actores, cumpleaños de parientes, peleas anacrónicas, cuentas domésticas— funcionaba como una máquina perfecta. Lo que estaba claro era que la dimensión del problema nos excedía a todos. Entonces hacíamos lo que mejor nos salía, porque fue lo que mejor nos enseñaron a hacer: negar.
—No tiene nada —dijo mi papá—, si no la molestan va a estar bien.
Como si habláramos de un perro díscolo.
Obedecí. Pero más adelante, poco después de abandonar la casa paterna, se lo dije directamente a ella. Me visitaba en la oficina donde hacía mi pasantía de periodismo, se tomaba un tinto con la sonrisa tensa. Esa mañana había atropellado, sin querer, a nuestro perro Junior. Ella salía del garaje en reversa, iba deprisa; él dormía detrás de la rueda trasera. Ya estaba viejo, muy. Y ciego, pobre.
—No sufrió —decía mi mamá—, lo llevé al veterinario y le dieron la inyección, y listo.
—¿Y tú estás bien? —le dije.
Ella asintió rápido y se abanicó con las manos.
—Qué calor —contestó. Y tomó una bocanada de aire voluminosa, como si estuviera a punto de sumergirse en lo profundo del océano. Pero no le alcanzó, porque enseguida tomó otra y otra, y empezó a respirar más rápido sin dejar de abanicarse. Hiperventilar, se llama a eso, pero yo todavía no les atribuía nombres a sus síntomas. Solo sospechas.
—Pero qué calor —repitió.
—El aire está a full —contesté sin moverme de la silla.
Ella se había puesto de pie: caminaba en círculos, manos en las ancas, en el espacio escaso de mi oficina. Yo intentaba no marearme, pero a medida que circulaba el resto de cosas se movían con ella y me situaban a mí en el centro de ese torbellino emocional, procurando controlar que todo se mantuviera anclado al piso, que nada volara por los aires y se estrellara contra las paredes.
Ese día, después de que se fue, dediqué varias horas a googlear lo que creía haber visto en ella; era una especie de crisis nerviosa que le aceleraba las pulsaciones como si acabara de correr una maratón.Por eso sentía que se ahogaba. Cuando se presionaba las sienes era porque, probablemente, le estaban palpitando. “¿Cómo se apaga un tambor que no para de sonar dentro de tu cabeza?”, preguntaba una mujer en un foro de nerviosos. Pude ver a mi madre encarnando cada uno de los síntomas que figuraban en las listas desplegadas al lado de fotos de gente desorbitada:
Explosión colérica.
Pérdida de control de las emociones.
Imposibilidad de responder de una forma equilibrada ante la ansiedad.
Temblor, taquicardia, tensión muscular, sudoración abundante.
¿Cómo se curaba todo eso?
—Busca ayuda, mami —le dije esa noche, cuando la llamé por teléfono—, no estás bien.
Y le entró un ataque.
Los sábados eran el día. Mi mamá se enfundaba en jeans elásticos y se alborotaba el pelo con las manos dejándose una mata de rulos negros que, combinada con sus Ray-Ban y los blusones de algodón, le daba un aire sesentoso. Todavía no había adoptado el que sería su peinado más recurrente: un moño apretado en la mitad de la cabeza que despejaba su cara morena y la hacía una auténtica misia.
Debía tener unos treinta y largos cuando los rulos,cuando esos sábados. Mis hermanos y yo corríamos al Polara, y nos enrumbábamos al pueblo para hacer el mercado en uno de esos abastos de antioqueños solícitos que se echaban a la espalda los sacos de mercadería, como mulas. El premio era una paleta de frambuesa que vendían ahí mismo, y que había que tragarse en tres bocados para que no se te derritiera en la mano. Pero antes de eso, estaba la ruta al pueblo. Y en la ruta estaba la radio en una emisora de boleros que ella se sabía de memoria —“Lindo capullo de alelí…”—, y las ventanas abiertas y el viento pegajoso pero fresco. Y en la ruta, ya casi al final, cuando los carros disminuían la velocidad para doblar hacia el pueblo, estaba la clínica del doctor Morales: un edificio verde manzana con ventanas enrejadas de las que los locos se agarraban y gritaban cosas a los que arrastraban las carretas de verdura por el costado de la vía. Cuando éramos chicos nos reíamos, nos parecía una cosa fascinante pero también tenebrosa. Nos reíamos de nervios. Una amenaza frecuente en mi casa de la infancia era que, si nos portábamos mal, nos llevarían a donde el doctor Morales. Y eso no era una cosa abstracta, como el limbo o el infierno. Todos sabíamos dónde estaba el doctor Morales.
En el abasto, mi mamá les daba órdenes a los tenderos: que le subieran tal o cual saco, que le buscaran los mejores tomates. Y ellos le decían “Sí, patrona, cómo no”.
O puede que no.
Mis recuerdos suelen estar contaminados.
Quizá ella llenaba sus bolsas, como todos los demás, y los tipos las subían al carro y recibían su propina.
Tengo la tentación de recordar a mi madre joven como una especie de doña Bárbara que a lo mejor no fue. La verdad es que, por fuera de los ataques, nítidos en mi memoria, casi todo el resto se me escapa y tiendo a reconstruirlo como más me gustaría que fuera. Mi madre: una mujer fuerte y mandona con jeans apretados y caderas caribeñas; mi madre: una señora de carácter que se plantaba con pataletas para conseguir lo que quería, aunque nadie sabía interpretarlo y los intentos por calmarla y complacerla derivaban rápidamente en la impaciencia, el enojo y, finalmente, el desprecio solapado. Ya se le va a pasar, decía mi papá, y seguía con su libro o su noticiero o su plato de comida, simulando que el llanto asfixiante que inflaba las venas verdes del cuello de su esposa era un zumbido molesto pero —en la medida que se hacía constante— tolerable.
Nunca vi al doctor Morales. El día que lo tuve más presente fue esa vez que mi madre sugirió que Matilde, la empleada de la casa, debía ir a verlo. ¿Por qué? Porque hablaba sola. Varias veces mi hermano la había descubierto diciendo cosas a nadie, mientras le pegaba con un palo a la ropa que lavaba en la batea. Pero eso era accesorio, lo peor fue una vez que Matilde llegó tarde y mintió. Con un par de llamadas, mi madre averiguó rápidamente el engaño. Cuando Matilde llegó a la casa, empezó a interrogarla; primero con delicadeza, después se puso más incisiva. De a poco la fue acorralando hasta que se fundió en su sombra; la perseguía y le decía: “Dime la verdad, estabas con el policía, ¿cierto?”. Matilde se escabullía como una rata cercada: “Déjeme, señora, por favor, déjeme tranquila”. “Ay, Matilde, qué poco te quieres”. “Se lo ruego, señora, déjeme en paz”. “Qué puta, Matilde”. Hasta que Matilde estrelló unos platos contra el piso y empezó a llorar, a gritar, a jalarse de los pelos. Terminó echada en un rincón, encogida en su corpulencia, como una gran albóndiga: “Nadie me quiere, señora”, lloraba, se limpiaba los mocos con un repasador curtido. Mi madre, ablandada, se agachó para abrazarla: “Yo te quiero, mija”.
Esa noche —mientras cenábamos los fritos que había tocado ir a comprar a un puesto de ruta porque Matilde no cocinó— mi mamá le dijo a mi papá que quizá le haríamos un favor llevándosela a Morales. Mi papá se rio:
—¿Será para tanto? —Tenía los labios brillantes de aceite.
Mi mamá se puso seria. Su plato estaba intacto:
—Eso que hizo no es normal —dijo—, ¿no lo ves? Matilde está loca.
Al principio un loco era alguien que se comportaba distinto al resto. Que hacía cosas raras y destructivas. Que deliraba y se desviaba de la conducta convencional. Que hablaba y se reía solo, que se sacaba la ropa y los mocos y salía a caminar, y se agachaba en una vereda a hacer sus necesidades.
Después, loco era el epiléptico, y el leproso. Y la encarnación del mal.
Hubo una época en que se invirtieron los papeles: locura y razón fueron una misma cosa que, en determinados momentos, se desdoblaba para revalidar su presencia necesaria en el mundo. Se empezó a aceptar que la gente no tenía que ser solo loca, que cada tanto se podía tener “brotes” y no era como para escandalizarse. Los artistas, los bohemios, los libres se hacían los locos. Dejaban salir esa parte reprimida por el resto y sus conductas cobraban formas extrañas o delirantes pero pasajeras.
Hubo otra época en que la locura empezó a tratarse con encierro. La razón se impuso con violencia. A los locos y a los raros se los recluía porque eran una amenaza para el resto: no hay tal cosa como un loco inofensivo. Con el tiempo se le fueron poniendo nombres y marcos a las manifestaciones de la locura. Una de las más visibles debió ser la esquizofrenia, pero hay tantas y tantas. Loco, en todo caso, sigue siendo alguien que se aparta del concepto que la mayoría supone de normalidad, que no sabemos muy bien lo que es, pero somos rápidos detectando lo que no es. Conclusión: ser loco no es normal, punto.
Pero tampoco es algo necesariamente malo. A veces sí, sobre todo cuando resulta un tormento para quien lo padece.
No es que mi madre estuviera loca, no exactamente, pero padecía un desequilibrio que nadie encaraba como tal. Ella menos. Y sufría. Mucho. Sugerir un psiquiatra o un psicólogo en el contexto en el que crecí era lo mismo que mandarla a la hoguera en plena Inquisición. Entonces iba a la iglesia, se refugiaba en sus rezos y sus cantos plañideros y en el cura de turno. En la iglesia encontraba sosiego, decían. Pero ¿por qué necesitaba sosegarse? ¿Qué era lo que la atormentaba? El Diablo. Lo bueno de la iglesia es que tiene respuestas tajantes e indiscutibles para todo. Ahora sabíamos que si mi madre lloraba o gritaba o se hacía un bulto en el piso era porque el Diablo la estaba cercando, le decía cosas al oído, la molestaba. Pero si ella conseguía estar conectada con Dios todo el tiempo, al Diablo ya no le quedaría espacio para atormentarla. Si bien los ataques disminuyeron en sus épocas más pías, nunca se fueron del todo. ¿Por qué, si no había un segundo en que mi madre no estuviese conectada con Dios? Porque a veces hay pruebas, decía el cura. Las pruebas que Dios le mandaba a ella eran los ataques, así no se olvidaba de cómo era su vida antes de Él. Dios cerraba y abría el grifo de la cordura para probarla. Dios era un perverso. Y ella lo aceptaba, y después le agradecía con cantos y mantras. Más de una vez la vi levantarse de su mecedora para contestar el teléfono, y en vez de aló decía: “¿Alabado?”. El desconcierto de quien llamaba duraba hasta que ella explicaba, con disculpas y risas, que era que estaba en medio de una oración y el teléfono la había interrumpido. “Ah, claro”, decían al otro lado, de lo más normal.
Una vez, cuando era chica, soñé que mi mamá me mataba. Entraba a mi cuarto mientras dormía, se paraba al lado de mi cama y me miraba por un rato largo hasta que yo abría los ojos. Tenía un cuchillo en la mano y me decía: “Corre, corre bien lejos”. Pero enseguida se abalanzaba sobre mí y hundía el cuchillo en mi barriga.
Me levanté gritando y la encontré como en el sueño: parada al lado, pero sin cuchillo. Trató de calmarme, estiró los brazos hacia mí; yo me escabullí, pegué un salto hasta la cama de mi hermana y me aferré a ella, entre llantos, diciéndole que no la dejara acercarse. La evité durante días. Y en esos días mi hermana se convirtió en el escudo que me protegía de mi madre. Ella le insistía en que la dejara hablarme, explicarme que había sido un sueño, que ella era mi mamá y nunca iba a enterrarme un cuchillo en la barriga; pero mi hermana, recia y altiva, estiraba su cuello de gacela y soltaba: “Déjala, te tiene miedo”.
Con los años fui perdiendo el vínculo con toda mi familia. Por elección, hoy no tengo mayor relación con ninguno de ellos, mucho menos con mi madre, y eso me hace recordar sus gestos con lo que yo llamo cierta distancia saludable y otros —¿ellos?— podrían llamar crueldad. Pero justo ese gesto de mi hermana lo guardo como un tesoro extraño, una piedra deforme pero valiosa que me regalaron alguna vez. No sé de dónde le salió protegerme de esa forma, pero lo hizo hasta que yo la liberé de la responsabilidad y busqué a mi madre mortificada para decirle que ya estaba bien, que se me había pasado.
Cuando todavía la veía, cuando iba de visita a mi ciudad, me sorprendía de las cosas que le escuchaba decir de sí misma, o de mí, o de mis hermanos. Me hablaba de extraños, me hablaba una extraña. Y en ese punto, ya no podía estar segura de si era ella quien construía relatos paralelos o yo. Cuando le preguntaba por sus nervios decía que estaba perfecta, tomando sus aguas homeopáticas, disfrutando de los nietos. Empecé a verla como una niña que mentía para defenderse desde la más furiosa inocencia. Contaba episodios maravillosos o trágicos de su vida familiar con el mismo movimiento frenético de manos, con el mismo sudor en el bozo y esos ahogos crónicos que interrumpían constantemente sus monólogos. El espacio para contestarle se hacía cada vez más delgado; su atención frente a lo que el otro decía, cada vez más sorda. Y en esos ratos breves que compartíamos el a parecía tensa pero controlada. Como alguien que se guarda muchas cosas incomprensibles —y, por ende, aterradoras— para sí misma y prefiere poner candados a las puertas que las contienen. Y si a uno se le daba por asomar un ojo en esas puertas, solo encontraba bruma.
Nuestro primer alejamiento duró unos seis años, pero después hubo una tregua. Cuando la vi de vuelta todo en ella había cambiado. Era comprensible: mi papá, su marido por casi cuarenta años, había muerto hacía poco. Ella vino a visitarme a Buenos Aires, una ciudad que no conocía ni había pensado conocer jamás. Pero no tenía curiosidad. Estaba casi siempre callada, mirando el vacío como si fuera un pozo de nubarrones. Hablaba suave, medida, conteniendo alguna erupción repentina que no correspondía exponer. A veces solo murmuraba y yo le decía “¿Qué?”. Y ella: “¿Qué?”. Los ojos apagados, enrojecidos. Y: “Que está todo bien, todo tranquilo, perfecto”, repetía.
Estaba deprimida. Era obvio.
“¿Por qué no hablas, mami?”. “Me refugio en el silencio de Dios”.
Le insistí en que viera a un médico, que eso que le pasabapodía curarse con una pastillita de nada, que se tomaba a la mañana con el café. Era simple, mentí. Me dijo que sí, que lo haría, como para no discutir, porque esa era la nueva tónica. Una de las últimas tardes que estuvo acá, mientras almorzábamos en un lugar coqueto y luminoso, se quedó mirando por la ventana largamente hasta que sus ojos se llenaron de lágrimas. Afuera había árboles de flores violetas, jóvenes que iban y venían en ropa primaveral, niños con sus madres y sus mochilas fluorescentes en la espalda. Traté de decirle algo. Soy mala para decir cosas.
Ella habló antes:
—No siento nada —dijo—, no me calienta ni el sol.
En las telenovelas que veía mi madre la heroína siempre sufría un trauma que la exculpaba. Muchas veces enloquecía, pero también se quedaba ciega, o perdía la memoria y de ese modo le daba paso a su nueva vida, que era justo lo opuesto de su vida anterior. Era como si la pérdida de conciencia y/o facultades la liberara de su presente gris y la situara frente a un horizonte llameante y prometedor, sin que mediara responsabilidad alguna de su parte. Gracias a la tragedia —involuntaria, inesperada— conocía al amor de su vida, o bien a sus verdaderos padres —ricos y viejos, a punto de dejarle toda su herencia— o a alguien que descubría su belleza oculta bajo el hollín y la convertía en una gran modelo.
A veces, intentando entender algo, me pregunto si mi madre era simplemente una mujer insatisfecha que buscaba una salida. Entonces la imagino repasando su entorno con frialdad, pensando que la única forma de escaparle a todo eso era una fuga de conciencia. Una mujer como ella —temerosa, culposa, extremadamente dependiente— jamás habría podido idear una fuga verdadera. Tampoco se habría hecho alcohólica o drogadicta, porque no estaba dentro de sus contingencias emocionales entregarse al vacío —o al vicio— de brazos abiertos y ojos cerrados. ¿Por qué? Por el infierno: borrachos, drogones y suicidas van ahí. Los locos no, porque para cometer un pecado hay que tener conciencia de ello. En la ley divina, al contrario que en la humana, la ignorancia del pecado te exculpa del castigo. La alternativa de mi madre era, entonces, diseñarse vías de escape que la situaran en universos paralelos donde no existíamos sus hijos, ni su marido, ni esa casa donde pasaba sus días flotando como un globo.
Pero por muchos argumentos que me dé, honestamente, esa hipótesis tampoco cierra porque —otra vez— lo que más recuerdo de sus ataques es el modo en que los padecía. Había dolor auténtico. Había impotencia y angustia. Había alaridos que pedían auxilio y compasión. Me cuesta aceptar que ninguno de nosotros viera eso en su momento, porque ahora lo veo claramente. Escuché decir alguna vez que cuando se está tan cerca de alguien que enloquece, uno se convierte en voyeur. Algo entre el shock y el morbo te toma los huesos y la voluntad y no puedes hacer más que mirar el declive con la frialdad de un sociópata. No sé si es cierto, ni siquiera recuerdo quién me lo dijo: a lo mejor es algo que inventé para exculparme.