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De qué vamos…

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¡Hola! Sí. ¡Hola! Hola a ti que te has tomado el tiempo para visitar estas páginas que han dejado de estar en blanco y que escribo para contarte cómo vivo y por qué vivo de la manera que elegí. Mi nombre es Margarita María Ortega, pero pocos me llaman por mi segundo nombre. Desde hace 25 años trabajo en los medios de comunicación de mi país, Colombia. He sido actriz, presentadora y además llevo una vida familiar que me hace sentir plena y que decidí desde muy joven. Soy mamá de Emiliano y Melibea, mis maestros, mi fortaleza y una de las maravillosas razones por las que sin duda alguna sigo creciendo y aprendiendo. De estos 25 años de carrera profesional, 17 los llevo habitando un universo de alimentación consciente, en el que redescubrí mi cuerpo, mi espiritualidad, mi camino, mi yo y en especial la belleza y la verdad.

Desde 2001 decidí, por razones de salud, dar un cambio en mi vida y volverme responsable de mi cuerpo, de mis emociones, de mi vida. Claro, he dado tumbos, he ido y he vuelto, me he dado largas, he encontrado muchas respuestas pero también más preguntas, y he ido modificando mis opiniones, intentando ser lo más coherente posible. Eso sí, nunca me he arrepentido de algo. A veces me siento y me pongo a pensar: ¿por qué tanta testarudez de mi parte con este tema? Y luego me doy cuenta de que creo completamente en lo que te voy a contar, con una convicción que me mueve y me apasiona, a tal punto que luego de dos libros y de haber contado ya mi historia, aquí te la voy a resumir.

Pues bien, para acortarte el proceso y entrar en materia, quisiera que supieras que hace muchos años, cuando la juventud no era materia de reflexión en mi vida, comencé a tener serios problemas de salud que afectaban mis ganas de trabajar, mis actividades diarias y que me dejaban sin energía para acompañar, como era debido y como quería, a un pequeño como lo era, en ese momento, mi hijo mayor: Emiliano. Convencida de que debía haber algo más (bueno, eso siempre lo he pensado: que hay algo más, más grande que nosotros; pero de eso hablaremos después), decidí re-encontrarme con mi salud; lo que me llevó a ponerle una cita.

De dicho encuentro surgió la aventura de recorrer el reencuentro con mi salud por el camino de diferentes medicinas: la alopática o tradicional occidental, la ayurveda, la china, la homeopática, la bioenergética… De cada una descubrí y pude aplicar, con ayuda de grandes profesionales, lo mejor. Hasta que comprendí que necesitamos una medicina integrativa, una que entienda el valor de la unicidad y la diferencia; una medicina personalizada, que resulta vital para la recuperación de cada quien. Me dirás que eso es imposible, con un sistema de salud como el que tenemos en casi todos nuestros países; y sí, no resulta nada fácil, pero tampoco es imposible. Debemos encontrar al profesional de la salud que nos devuelva la fe en la curación desde la raíz, y no en medicinas que narcotizan los síntomas y que no nos permiten ahondar, ni encontrar las verdaderas causas por las que nuestros cuerpos les dan voz a los llamados de atención más profundos de nuestra consciencia.

Debemos ser im/pacientes, y trabajar en nuestra salud con ahínco, para que las medicinas y cuidados hagan su efecto; y, sobre todo, debemos escucharnos desde lo más profundo de nuestro ser, porque a través de la enfermedad es el alma la que habla. Pienso, por tanto, que la presunción del encuentro con una medicina integrativa que te permita hacerte responsable de tu salud es urgente, como parte de la creación de una salud colectiva que nos lleve a mejorar como sociedad (que por cierto está bastante enferma), y que nos permita redefinir y refinanciar un sistema de salud casi quebrado en todo el mundo por cuenta de aquello —en buena parte— que ingerimos, tanto para el cuerpo como para el alma.

En verdad, en esta realidad de lo cotidiano y de la materia, los temas de toma de conciencia cuestan mucho dinero. Me puse en manos de algunos médicos y probé tratamientos en diferentes disciplinas; aprendí de todos, pero sobre todo de mí. Finalmente llegué a alguien en particular que hoy es un amigo entrañable, medico bioenergético, que me brindó las claves del camino; que jamás me obligó a nada, pero que sí me permitió cuestionarme sobre la forma en la que estaba cuidando de mí; ese es el primer gran paso: cuestionarnos. Todo lo que hacemos está tan dentro del ritual de lo habitual que ni siquiera nos preguntamos: ¿de qué van las cosas fuera del redil? Con este médico descubrí que todo aquello que yo le daba a mi cuerpo, él lo traducía en beneficio o en enfermedad. Parece obvio, pero en general no hacemos esta conversión, y simplemente “tanqueamos el carro” y lo ponemos a andar así, de lo más natural. Convencida de que esto tenía mucha más tela por cortar, comencé a hilar fino, a comprender, a observar y a mirar y hasta a escribir en una libretica qué me hacía bien y qué me estaba haciendo daño.

Actualmente hay muchas cosas que no consumo por un tema ético y moral; no podría pegar los ojos en la noche si así lo hiciera, y otras por un asunto de salud y energía. Sí, de energía. Lo que te hace daño debilita tu energía; lo que roba tu energía reduce la capacidad de respuesta de tu organismo. Si somos un todo, se puede deducir fácilmente que no hay nada, nada en absoluto, que no sea afectado por nuestras decisiones y, para nuestro caso, por nuestras decisiones de consumo; y que la vida espiritual y mental resulta impactada por lo que le sucede a nuestro cuerpo y viceversa. Lo que te llena de vida refuerza aún y más allá tu salud, y esto en todos los caminos en los que quieras imaginar, comprender o reforzar esta idea. La premisa es: si comes alimentos frescos, vivos, tendrás vida.

Por ahora, y para seguir con mi relato, has de saber que en su momento el diagnóstico —diferente del tradicional que ya tenía y que me condenaba a ir por la vida y de por vida con una bolsita llena de medicamentos para diferentes momentos del día, con tan solo 28 años— indicaba toxemia. ¿Qué? Pues que todo lo que comía, ingería, consumía, no había sido completamente procesado, estaba atorado y en un círculo vicioso, al no ser asimilado, mi organismo no sabía cómo deshacerse de aquello que se había convertido en veneno para mi cuerpo.

Por mi sangre navegaban campantes todos aquellos contaminantes y añadidos químicos de la maravillosa “comida chatarra” que consumía con placer inconsciente; los de todos los refrescos que bebí; los de todos los paquetes de “comida” instantánea, precalentada, de máquina o de anaquel para saciar “los antojos” que abrí con devoción; y los de todo el alimento “muerto” desvitalizado, superprocesado, sin fibra, sin enzimas, sin micro ni macronutrientes, que me parecía tan natural comer en cualquier momento del día.

Así que cuando entendí qué era lo que en realidad me tenía tan mal, decidí dar un paso adelante y comencé, hasta hoy, a estudiar, a investigar, a informarme sobre lo que se me había enseñado que era bueno y sobre lo que culturalmente me daba unos lineamientos de alimentación, sobre lo que la industria alimentaria y farmacéutica me ofrecía; sobre las razones por las que intentaba mantener despierto mi deseo de compra, avivado por la publicidad que, por cierto, si lo piensas bien, nunca publicita manzanas ni bananos, porque los alimentos completos, reales, se venden por sí solos, ya que nuestro instinto los conoce y los aprecia. En cambio, se nos bombardea con aquello que urge maquillar para que cale en el conocimiento colectivo, en el fogón del hogar, en la cocina, para que transforme los saberes ancestrales, y redireccione nuestra toma de decisiones, nuestras acciones de compra.

Desde estas conclusiones y con nuevas preguntas que iban surgiendo, que siempre están ahí, y sin querer dar marcha atrás, fue como esta pasión, este deseo de conocimiento se convirtió en mi estilo de vida. Como regalo, un bonus track: luego de seguir un proceso, lo que implica tiempo, recuperé mi salud, desintoxiqué mi cuerpo, descubrí un mundo de respeto por toda demostración de vida que es la verdad, la belleza y la razón de maravillarnos desde la fuente. Ahora, en este instante, pasados los años, estoy aquí, frente al teclado contándote esta historia.

Claro que sí, claro que eventualmente me enfermo; obvio que envejezco; no estoy aquí para retardar nada, sino para vivir, desde el beso hasta el desamor; y comprendí que mientras que cuide este cuerpo que no soy toda yo, pero que me permite el tránsito maravilloso por este mundo y esta experiencia de vida, mi existencia será más placentera y podré gozar infinitamente más, apropiándome de mis sentidos, siendo dueña de mis emociones, de mi realidad, creando en lo cotidiano semillas de alegría y paz para mí y para todos.

Mucha gente me escribe o me pregunta por la calle si llevo este estilo de vida para adelgazar o para verme mejor, para no verme mayor —pues ya soy felizmente mayor—, para sentir que pertenezco a algo o por llevar la contraria. Yo les respondo la verdad: lo hago porque me hace sentir estupendamente feliz y porque de paso recibo un poco de todo lo anterior y de otras cosas increíbles que se van apareciendo por el camino; sin dolor, sin angustia y con convicción; regalos de la vida que me resultan increíbles y maravillosos.

Otros abren los ojos como platos cuando me ven tan tranquila y segura; tan fuera del corral. Y quieren leerme “entrelíneas” o definirme; y luego, despacito, como quien no quiere la cosa, preguntan: pero, ¿cómo puedes estar bien y sentirte bien si vives así y solo consumes alimentos de origen vegetal? Generalmente en este punto hacen un pequeño chascarrillo y dicen que como pasto. O dicen: “vives una vida aburrida en la que te pierdes los grandes placeres de la vida”. Yo me quedo como con la sonrisa de la Monalisa.

Abro la boca y con amor digo, entonces, que haríamos bien en redefinir el concepto de placer y que restringir no es una palabra y menos una idea que guarde en mi enciclopedia personal. Es decir, todo lo que me gusta y que he logrado introducir en mi vida ha sido gracias a ampliar el prisma con el que veo las cosas, descubriendo así una cocina, un conocimiento y unos sabores que siempre estuvieron ahí, pero que perdimos por los avatares de la industrialización y de la tecnología.

Aclaro que no estoy en desacuerdo con el desarrollo; no, pero no creo en un desarrollo sin sostenibilidad y que de manera inconsciente nos lleva a la tierra de nadie. De hecho pienso que ha avanzado tanto nuestra industria alimentaria que se ha tenido que unir con la industria farmacéutica. ¿No suena esto bastante extraño? Ahora no nos ofrecen alimentos sino productos que necesitan avales de sociedades médicas y luego restricciones alimentarias para que podamos sobrevivir a las enfermedades crónicas y profundas crisis en las que vive, si no la mitad, por lo menos una buena parte de la población mundial.

Primero te dicen que consumas esto y lo otro, que es bueno, que es tan natural que hasta parece la comida de mamá; y luego, cuando estás tremendamente mal, te lo quitan porque te hace daño, porque podría hasta matarte. ¡Que alguien se decida, por favor! Esto solo sucede por conveniencia de las grandes industrias; parece que funciona pero para nosotros los consumidores resulta enloquecedor. Jamás, en verdad, jamás he sabido de una manzana que no haga bien a niños o adultos; y esta idea me marca un camino simple, identificable y fácil de seguir. Por otra parte, no me cabe duda de que venta tras venta de “productos alimentarios” y servicios médicos, algo va a colapsar.

Dicen por ahí que el pez muere por la boca; pues hoy más que nunca el significado de este dicho popular tiene un valor enorme para una sociedad que muere más por lo que come que por lo que deja de comer.

Y a todas estas, insisto: yo no dejo de comer nada; sustituyo el origen de los nutrientes y hago que todos los micro y macronutrientes, las enzimas y la fibra estén garantizados en mi plato. ¿Pasa lo mismo en el tuyo?

Finalmente vamos a tocar un punto álgido. Soy vegetariana-vegana desde hace 17 años, por razones muy personales. Pero por la sostenibilidad del planeta, por tener una mejor nutrición y por que haya una mejor repartición de la comida a nivel mundial, me encantaría que tú también lo fueras. No me considero una mujer de discursos, ni de sermones, creo que el ejemplo nos une y que tiene una mayor repercusión que las palabras; por tanto, aunque yo he elegido este modo de andar y de descubrir mi camino, eso no significa ni que deba ser el tuyo, ni que este sea un libro solo para vegetarianos. Espero que esto quede claro, tanto para quienes esperan de mí un activismo radical como para quienes pretenden abandonar estas páginas en este momento. Aquí no habrá ni diatribas, ni regaños, ni adoctrinamiento; el libre albedrío es para usarlo. Por el contrario, habrá cuestionamientos, planteamientos y una mirada diáfana para observar y decidir, con palabras, desde este inicio, para todos los corazones; y con recetas, más adelante, para todas las barrigas. Sí, este libro es para todos aquellos que quieren reivindicar sabores, explorar con nuevos ingredientes; para los preocupados por el planeta y para los omnívoros; para los que por cuenta de una mala alimentación tienen una enorme lista médica restrictiva de ingredientes y preparaciones, y que ahora no saben por dónde comenzar o cómo volver a la cocina, a comer verdaderamente rico y equilibrado; para todos ellos aquí hay una opción. Solo eso, una opción para ti. Lo demás nace y evoluciona por tu cuenta. Así que puedes conservar tu tranquilidad mientras yo te termino de contar esta historia, pues nada extraño va a suceder aquí. Al final, como siempre, lo que cuenta es tu decisión y aquí lo que quiero es contarte cómo tomar, cómo vivir EL CAMINO SENCILLO.

El camino sencillo

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