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TESTIMONIO LEÍDO
EN EL ENTIERRO DE ANDREA

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Querida Andrea:


Un día te pregunté qué es la elegancia, y me contestaste: «Una persona elegante es alguien que quiere pasar inadvertido y, a pesar de todo, atrae todas las miradas». ¡Eso es lo que te ha pasado a ti! Tú atraes nuestras miradas incluso hoy, y seguramente a tu pesar. Déjame hablar un poco de tu elegancia; te prometo no exagerar.

Tú y yo nos encontramos hace tres años y medio, cuando tú empezabas a perder algunas facultades y yo acaba de llegar a Francia. Era demasiado tarde para conocer a «la dama» que tú habías sido; sin embargo, he tenido la suerte de conocer bien a «la mujer» que tú eres, fuera de todo rol y de todo convencionalismo.

Se suponía que tenía que acompañarte, pero ni tú, ni tus hijos, ni yo conocíamos el camino. ¡Qué magnífica aventura! ¡Cuántos tanteos y aprendizajes, cuántos desconciertos y pequeños enfados, cuántas risas cómplices y cuántos momentos maravillosos! Nunca podré agradecértelo bastante.

Al ver mi pobre francés y al saber que yo era incapaz de hablarte «de usted», tú misma me propusiste enseguida que nos tuteáramos, «porque la sencillez es lo mejor», me dijiste. Esta sencillez es parte de tu elegancia.

Estos últimos años, ya dependiente, te sentías muy bien en casa de tu hija, rodeada de cariño. Antes habías querido mucho tu casa de la calle de la Zarza. Sin embargo, habrías deseado cambiar el nombre de la calle, habrías preferido vivir en la calle de la Rosa. ¡Yo te decía que no se puede tener todo! Sí, Andrea, como cada uno de nosotros, tú albergabas tus propias espinas: las heridas y los errores de tu historia, tus pequeños defectos, el peso de la soledad, la angustia ante la pérdida de autonomía, la enfermedad, que iba destruyendo tu memoria y tu lenguaje, el miedo a la muerte...

En medio de tus espinas, yo soy testigo de la belleza creciente de tu rosa. La belleza de tu corazón, la elegancia de tu espíritu, no te han abandonado nunca, al contrario. Creo que esta belleza estaba arraigada en el amor. En primer lugar, el amor hacia cada uno de tus hijos e hijas y de tus nietos, que han sido hasta el final la niña de tus ojos, y cuyas fotos mirabas todos los días. Pero también el amor hacia tus hermanas y tu hermano, tus primos, tu ahijada, tus amigos... cuyas llamadas, cartas y visitas eran cada vez más importantes para ti.

Me has parecido muy elegante en tu capacidad de soltar, de dejarte hacer. ¡Cuánto te costó dejar de conducir! El coche, símbolo de la autonomía que desaparecía... Poco a poco, con confianza y con suavidad, has ido aprendiendo a dejarte conducir por unos y por otros, por cada una de las señoras que te han acompañado; has aprendido a caminar de la mano porque tu equilibrio era ya muy frágil.

Juntas hemos dado la vuelta a los estanques cientos de veces. Te encantaba todo lo pequeño, los pajaritos, las florecillas, los bebés. Te gustaba reír y bromear, dar y recibir besos, encontrar en la calle o en el mercado a tus antiguos conocidos. A pesar de tu timidez, buscabas la relación. Si veías a una persona cargada con bolsas, intentabas ayudarla, aunque a ti misma no te quedara energía.

Tenías miedo del último paseo. Temías hacerlo sola, pero la vida te ha regalado poder partir agarrada de la mano. Al final estabas tan cansada que no tenías fuerza más que para llevar contigo una maleta muy ligera, que contenía muchísimo amor, y esto era lo único que necesitabas. Te has ido suavemente, en silencio, en confianza, como una vela que se apaga después de haber ofrecido toda su luz.

Yo creo que tú estás ya bien instalada en tu nueva casa, la calle de la Rosa definitiva, el corazón de Dios. Al llegar al final del paseo has debido de exclamar con una gran sorpresa ante el Dios que te ha querido tanto: «¡Es formidable que estés aquí!».

Andrea, gracias infinitas por tu amor y tu sabiduría. Tómate el tiempo de prepararnos un lugar cerca de ti... ¡Qué bueno será seguir disfrutando toda la eternidad!


París, 28 de marzo de 2018

Cuidar

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