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INTRODUCCIÓN

Il bel paese. Así llama Dante Alighieri en la Divina Comedia a Italia: el bello país. Las categorías estéticas son las que primero vienen a la mente cuando uno piensa en Italia. La misma lengua italiana utiliza abundantemente los calificativos estéticos para definir una determinada realidad. Ante una buena noticia, los de habla española exclamamos: ¡Qué bueno! Los italianos, en cambio, dirán: Che bello! El calificativo de Dante es compartido por millones de personas: identificamos a Italia con el arte, la creatividad, la cultura, la belleza.

¿Existe una cultura italiana? Habría dos motivos para poner en duda una respuesta positiva. La primera sería la gran diversidad de caracteres, modos de vida e instituciones que hay en la península y en las islas. Sicilia, Campania o Cerdeña poco tienen que ver con Lombardía o Piamonte. La segunda objeción es la juventud del Estado italiano, que apenas cuenta con un siglo y medio de existencia. Sin embargo, la cultura italiana existe, tiene raíces milenarias y ha demostrado una gran capacidad de universalizarse.

Resolvamos el problema que nos plantea la primera objeción. Es verdad que hay diversidad entre Nápoles y Milán, o entre Bari y Turín. Pero identidad cultural no significa uniformidad, y bajo las diferencias evidentes de las distintas regiones hay un sustrato común, compuesto por elementos que caracterizan un modo de ver el mundo que, con matices, es el mismo en el Norte, en el Centro, en el Sur y en las Islas. Nos referiremos inmediatamente a esos elementos comunes. Antes, respondamos a la segunda objeción. Basta con decir que con el concepto Estado hablamos de la organización jurídico-política de una comunidad, mientras que el concepto Nación hace referencia a unas raíces culturales determinadas, que no necesariamente se reflejan en la forma estatal de organización. La nación italiana existía mucho antes que el Estado italiano. De hecho, Dante se refiere a Italia como una unidad cinco siglos antes del proceso de unificación.

¿Cuáles son los elementos que caracterizan la cultura italiana? Me referiré a tres, que considero fundamentales: la tradición clásica, la fe cristiana y la apertura a lo universal. Comencemos con lo clásico. Roma hereda de Grecia su bagaje cultural, y lo universaliza. El crecimiento de Roma —fundada en el 753 antes de Cristo— en poder territorial, militar y económico, y sus sucesivas adaptaciones institucionales, desde la monarquía al imperio pasando por la república, dejaron una huella imperecedera en toda la península. Los restos monumentales de la presencia romana —en el sur, también los de la cultura griega—, las inscripciones latinas que campean hasta en las casas construidas en pleno siglo xx, los nombres de las grandes rutas —Apia, Flaminia, Tiburtina, Nomentana, Salaria, Aurelia, etc.—, el derecho romano plasmado en los códigos de la República italiana, son algunas manifestaciones entre las muchas que se podrían citar de dicha supervivencia.

A partir del siglo I, otro elemento se une a la tradición clásica: el anuncio del Evangelio. En Roma, el apóstol Pedro fijó su residencia, y Pablo estuvo los últimos años de su vida en la capital imperial. Los dos fueron martirizados en la Ciudad eterna, y los romanos se enorgullecen de tener nada menos que a los dos apóstoles como patronos de su ciudad. El Evangelio se difundió rápidamente por todo el territorio de lo que hoy es el Estado italiano, y de allí salieron un número impresionante de santos que expandieron —con sus vidas y, muchos de ellos, con sus fundaciones— la fe católica en todo el mundo. San Benito de Nursia, san Francisco de Asís, santa Catalina de Siena y san Juan Bosco son solo algunos ejemplos —quizá los más importantes— del influjo italiano en el mundo católico a través de los siglos. Pero lo que otorga a Italia un elemento distintivo es la presencia casi permanente del Papa —el sucesor de Pedro— en Roma. Roma no es solo la capital política de un Estado europeo: es el centro de la catolicidad, al que miran con respeto y atención cientos de millones de personas en el mundo entero.

Nos queda por hablar del tercer elemento: la apertura a lo universal. Tanto la cultura clásica como la fe cristiana poseen características universales. El latino Terencio había afirmado: Homo sum. Humani nihil a me alienum puto («Soy hombre. Nada de lo humano me es ajeno»)[1], y san Pablo escribía a los cristianos de Galacia que «ya no hay judío ni gentil, esclavo ni libre, hombre ni mujer, porque todos ustedes son uno en Cristo Jesús» (Gal 3, 28-29). Por otro lado, no hay que olvidar que, etimológicamente, en su raíz griega, católico significa universal.

Si las dos raíces principales que forman la cultura italiana poseen en su propio seno elementos de apertura a lo universal, la misma posición geográfica de Italia ayudó a transformarla en un lugar de encuentro de pueblos y tradiciones diversas, y en un puente entre culturas. Los puertos del Adriático se abren al Oriente —pensemos en la Venecia de Marco Polo—, y los del Tirreno al Occidente; los Alpes no impidieron los contactos continuos con el Imperio germánico y con Francia; Sicilia es un microcosmos donde pasaron muchos pueblos que dejaron sus huellas en la historia, el arte y la manera de ser de los insulares.

Si estas son las bases de la identidad cultural italiana —lo clásico, lo cristiano, la apertura a lo universal—, los frutos artísticos de su tradición están a la vista de todos. La arquitectura romana, románica, gótica, bizantina, renacentista, barroca, neoclásica, modernista, vanguardista, muestra ejemplos a lo largo de la península de una gran belleza y originalidad. La pintura y la escultura italianas ofrecen nombres que van desde Cimabue y Giotto hasta De Chirico y Modigliani, pasando por fra Angélico, Botticelli, Rafael, Leonardo, Miguel Ángel, Tiziano, Caravaggio, Veronese y un largo etcétera. También la música ocupa un lugar importante en esta tradición, desde Vivaldi y Palestrina hasta las grandes óperas de Donizetti, Verdi y Puccini.

Nos queda por hablar de la literatura, objeto más directo del presente libro. Además de los grandes clásicos latinos —Ovidio, Horacio y Virgilio, entre los más destacados—, la historia de la literatura está poblada de nombres famosos: Dante, Petrarca, Tasso, Ariosto, Goldoni, Foscolo, Manzoni… La lista sería casi infinita, hasta llegar a nuestros días.

Teniendo en cuenta tanta riqueza cultural, es comprensible que Italia haya sido meta de peregrinaciones religiosas para visitar la tumba de los apóstoles, y de excursiones culturales para descubrir las raíces de la tradición occidental. El viaggio in Italia se convirtió en una moda en los siglos XVIII y XIX, pero no olvidemos que los dos grandes literatos de finales del siglo XVI y principios del XVII, Shakespeare y Cervantes, ya sueñan con Italia y ubican muchas de sus historias en la península. Recordemos nada menos la historia romántica por excelencia, Romeo y Julieta, que transcurre entre calles, plazas y balcones de Verona, o varias de las narraciones cortas de Cervantes, como El curioso impertinente, insertada en Don Quijote de la Mancha.

Goethe, Stendhal, Andersen, Dickens y tantos otros realizaron su viaje, y dejaron sus memorias plasmadas en libros leídos por enteras generaciones[2]. Por tratarse de una obra literaria, me gustaría traer a colación el viaje que realiza uno de los personajes más simpáticos de la literatura cervantina: el licenciado Vidriera. En la novela ejemplar que lleva su nombre, Tomás Rodaja —que después se llamará el licenciado Vidriera— nos cuenta las impresiones de su viaje, empezando por Génova. El texto es un poco largo, pero vale la pena releerlo:

Admiráronle al buen Tomás los rubios cabellos de las genovesas, y la gentileza y gallarda disposición de los hombres; la admirable belleza de la ciudad, que en aquellas peñas parece que tiene las casas engastadas como diamantes en oro. Otro día se desembarcaron todas las compañías que habían de ir al Piamonte; pero no quiso Tomás hacer este viaje, sino irse desde allí por tierra a Roma y a Nápoles, como lo hizo, quedando de volver por la gran Venecia y por Loreto a Milán y al Piamonte, donde dijo don Diego de Valdivia que le hallaría si ya no los hubiesen llevado a Flandes, según se decía.

Despidióse Tomás del capitán de allí a dos días, y en cinco llegó a Florencia, habiendo visto primero a Luca, ciudad pequeña, pero muy bien hecha, y en la que, mejor que en otras partes de Italia, son bien vistos y agasajados los españoles. Contentóle Florencia en estremo, así por su agradable asiento como por su limpieza, sumptuosos edificios, fresco río y apacibles calles. Estuvo en ella cuatro días, y luego se partió a Roma, reina de las ciudades y señora del mundo. Visitó sus templos, adoró sus reliquias y admiró su grandeza; y, así como por las uñas del león se viene en conocimiento de su grandeza y ferocidad, así él sacó la de Roma por sus despedazados mármoles, medias y enteras estatuas, por sus rotos arcos y derribadas termas, por sus magníficos pórticos y anfiteatros grandes; por su famoso y santo río, que siempre llena sus márgenes de agua y las beatifica con las infinitas reliquias de cuerpos de mártires que en ellas tuvieron sepultura; por sus puentes, por sus vías, que parece que se están mirando unas a otras, que con sólo el nombre cobran autoridad sobre todas las de las otras ciudades del mundo: la vía Apia, la Flaminia, la Julia, con otras de este jaez. Pues no le admiraba menos la división de sus montes dentro de sí misma: el Celio, el Quirinal y el Vaticano, con los otros cuatro, cuyos nombres manifiestan la grandeza y majestad romana. Notó también la autoridad del Colegio de los Cardenales, la majestad del Sumo Pontífice, el concurso y variedad de gentes y naciones. Todo lo miró, y notó y puso en su punto. Y, habiendo andado la estación de las siete iglesias, y confesádose con un penitenciario, y besado el pie a Su Santidad, lleno de agnusdeis y cuentas, determinó irse a Nápoles; y, por ser tiempo de mutación, malo y dañoso para todos los que en él entran o salen de Roma, como hayan caminado por tierra, se fue por mar a Nápoles, donde a la admiración que traía de haber visto a Roma añadió la que le causó ver a Nápoles, ciudad, a su parecer y al de todos cuantos la han visto, la mejor de Europa y aun de todo el mundo.

Desde allí se fue a Sicilia, y vio a Palermo, y después a Mesina; de Palermo le pareció bien el asiento y belleza, y de Mesina, el puerto, y de toda la isla, la abundancia, por quien propiamente y con verdad es llamada granero de Italia. Volvióse a Nápoles y a Roma, y de allí fue a Nuestra Señora de Loreto, en cuyo santo templo no vio paredes ni murallas, porque todas estaban cubiertas de muletas, de mortajas, de cadenas, de grillos, de esposas, de cabelleras, de medios bultos de cera y de pinturas y retablos, que daban manifiesto indicio de las inumerables mercedes que muchos habían recebido de la mano de Dios, por intercesión de su divina Madre, que aquella sacrosanta imagen suya quiso engrandecer y autorizar con muchedumbre de milagros, en recompensa de la devoción que le tienen aquellos que con semejantes doseles tienen adornados los muros de su casa. Vio el mismo aposento y estancia donde se relató la más alta embajada y de más importancia que vieron y no entendieron todos los cielos, y todos los ángeles y todos los moradores de las moradas sempiternas[3].

Desde allí, embarcándose en Ancona, fue a Venecia, ciudad que, a no haber nacido Colón en el mundo, no tuviera en él semejante: merced al cielo y al gran Hernando Cortés, que conquistó la gran Méjico, para que la gran Venecia tuviese en alguna manera quien se le opusiese. Estas dos famosas ciudades se parecen en las calles, que son todas de agua: la de Europa, admiración del mundo antiguo; la de América, espanto del mundo nuevo. Parecióle que su riqueza era infinita, su gobierno prudente, su sitio inexpugnable, su abundancia mucha, sus contornos alegres, y, finalmente, toda ella en sí y en sus partes digna de la fama que de su valor por todas las partes del orbe se estiende, dando causa de acreditar más esta verdad la máquina de su famoso Arsenal, que es el lugar donde se fabrican las galeras, con otros bajeles que no tienen número.

Por poco fueran los de Calipso los regalos y pasatiempos que halló nuestro curioso en Venecia, pues casi le hacían olvidar de su primer intento. Pero, habiendo estado un mes en ella, por Ferrara, Parma y Plasencia volvió a Milán, oficina de Vulcano, ojeriza del reino de Francia; ciudad, en fin, de quien se dice que puede decir y hacer, haciéndola magnífica la grandeza suya y de su templo y su maravillosa abundancia de todas las cosas a la vida humana necesarias. Desde allí se fue a Asti, y llegó a tiempo que otro día marchaba el tercio a Flandes[4].

* * *

Este libro se propone introducir al lector en algunos clásicos de la literatura italiana. Será una especie de viaggio in Italia literario. La pregunta obvia es: ¿por qué estos autores y no otros? Pregunta legítima, cuya respuesta espero que sea igualmente válida: elegí estos textos porque son mis clásicos, aquellos que me acompañaron en algún momento de mi vida, que me dejaron algo después de su lectura, y que considero que pueden ayudar vitalmente a lectores que todavía no han tenido la oportunidad de entrar en contacto con ellos.

Comenzamos este libro con el más grande poeta italiano, y uno de los clásicos más clásicos de la literatura universal: Dante Alighieri. Mi contacto con la Divina Comedia se remonta a los años de escuela secundaria. En el último curso se enseñaba rudimentos de lengua italiana. El profesor aprovechó el poco tiempo que tenía disponible para explicarnos la estructura y el mensaje último de esta obra imperecedera. Le estaré siempre muy agradecido al profesor Mario Cerri, que intentaba que nos portáramos bien en el aula aludiendo a que tenía problemas de corazón. Nos decía: Allievi, il mio cuore! Tenía un corazón enfermo, pero muy grande, para transmitirnos su amor por la obra de Dante.

El segundo texto que he elegido es Los novios, de Alessandro Manzoni, una de las novelas históricas más célebres del siglo XIX. La leí por primera vez al llegar a Italia, y forma parte del acervo cultural de todo italiano de mediana cultura. Es uno de los libros de cabecera del Papa Francisco.

Del mismo siglo, pero ya en la segunda mitad, nos encontramos con dos obras para niños, que leí en mi infancia y que me dejaron una honda impresión: Las aventuras de Pinocho, de Collodi, y Corazón, de De Amicis. Los dos libros han sido traducidos a todos los idiomas imaginables, y se siguen editando sin interrupción. Las versiones de cine y televisión (en el caso de Corazón, la historia de Marco, titulada De los Apeninos a los Andes, recorrió el mundo a través de dibujos animados japoneses) han acrecentado aún más su fama y su vigencia.

El último texto escogido es de mediados del siglo XX. Se trata del conjunto de breves narraciones, reunidas después en libros, con las historias de don Camilo y Pepón, de Guareschi. Son un ejemplo de la cultura del encuentro de la que hoy se habla tanto, basada en el diálogo respetuoso, lleno de misericordia y comprensión, sin perder la propia identidad, de un sacerdote católico y un alcalde comunista de un pueblo de la llanura del Po. Estos cuentos los fui leyendo a lo largo de los años en Argentina e Italia.

Estos son mis clásicos. Pero a la elección subjetiva se suma otra razón: los cinco textos nos dan una cierta visión de la historia de Italia. La Divina Comedia nos sitúa en los orígenes del italiano moderno, y con su lectura entramos en contacto con una Italia todavía dividida en facciones, que está saliendo del Medioevo para entrar en una temprana Modernidad, y que dará como su primer fruto a Petrarca; el autor de Los Novios, Manzoni, es un católico ferviente que se muestra partidario acérrimo de la unidad de Italia, y no teme dialogar y entablar amistad con personalidades del Risorgimento que poseían otras ideas y otra sensibilidad religiosa; Collodi y De Amicis pertenecen a la tradición liberal, prevalente en el Risorgimento, pero los mensajes que transmiten rezuman espíritu evangélico, quizá sin ellos saberlo; don Camilo y Pepón presentan una Italia que sale de la Segunda Guerra Mundial, en plena Guerra Fría, destruida materialmente pero con valores morales todavía fuertes.

Según lo que acabamos de reseñar, a los elementos clásico y cristiano de la identidad cultural italiana hay que sumarles, sobre todo a partir de la unidad estatal, las tradiciones liberal, socialista y comunista. Las obras de Manzoni, Collodi, de Amicis y Guareschi resaltan la posibilidad de diálogo, de comprensión y de convivencia entre personas de sensibilidades culturales distintas.

Me parece que lo que ha hecho posible dicho diálogo es el humus cristiano de la Italia profunda. Creo que tenía razón el filósofo Benedetto Croce, personalmente idealista y hegeliano, cuando afirmó que non possiamo non dirci “cristiani” (no podemos no llamarnos “cristianos”)[5]. Croce escribió un ensayo con ese título en 1942, cuando veía una lucha entre la cultura cristiana, que ponía en el centro de la visión del mundo a un Dios que es Espíritu y el valor de la conciencia interior y de la libertad, y una cultura neopagana que se centraba en el poder de la mera fuerza. Los europeos en general, y los italianos en particular —venía a decir el filósofo— se nutrían, aun sin ser muy conscientes, de las categorías que trajo consigo el anuncio evangélico. Vale la pena recordarlo, después de tantos debates sobre las raíces cristianas de Europa.

Sirvan estas páginas como agradecimiento a la tierra que me acoge tan generosamente, y de donde provienen cuatro de mis bisabuelos. Teniendo en cuenta mis raíces, el Estado italiano me reconoció la ciudadanía sin dalla nascita —desde mi nacimiento—. Un motivo más de gratitud, que llegó cuando escribía estas páginas.

Buenos Aires - Roma, diciembre de 2019

[1] PUBLIO TERENCIO AFRICANO, El enemigo de sí mismo, comedia del 165 a. de C.

[2] Cfr. RUBIO PLO, A. R., Vidas romanas. Treinta y tres personajes de la Roma eterna, Rialp, Madrid 2004.

[3] Cervantes se refiere a la embajada del Arcángel Gabriel a la Virgen María en la casa de Nazaret, que la tradición asegura que se encuentra en el santuario de Loreto.

[4] CERVANTES, M. de, Novelas ejemplares, Crítica, Barcelona 2005, pp. 353-356. Hemos modernizado algunos nombres de ciudades.

[5] CROCE, B., Perché non possiamo non dirci “cristiani”, en “La Critica. Rivista di Storia, Letteratura e Filosofia”, n. 40, pp. 289-297, Napoli 1942.

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